La muerte de Erica Davenport fue el epicentro de un terremoto humano; hizo tambalear hasta los cimientos a las personas y sus entornos, desde los directivos de Cornucopia hasta el FBI, pasando por Carmine Delmonico y su familia.

—¡Pero ella era Ulises! —insistió Ted Kelly, que fue a ver a Carmine a su despacho—. ¡Hace dos años que lo sabemos!

—¿Y por qué no la detuvo?

—¡Por falta de pruebas, hombre! Allá donde fuéramos, descubriéramos lo que descubriéramos, jamás encontramos ninguna prueba sólida en su contra. Si la hubiéramos juzgado, habría salido sin cargos, y en medio de tanta publicidad que nuestra imagen se habría visto perjudicada, y la suya, reforzada.

—Porque ella no era Ulises. Y sé qué son las pruebas, Ted, y no las había simplemente porque Erica Davenport no era Ulises. Creo que sabía quién es Ulises, pero eso es muy distinto a ser él. ¿Y sabe qué, agente especial Kelly? Me gusta tan poco su actitud como el día que lo aticé. Es usted muy cazurro.

—¡Le digo que ella era Ulises! —Se frotó los muslos con los puños, frustrado—. Acabábamos de planear la mejor operación encubierta de la historia del espionaje: habría mordido el anzuelo, habría ido a la entrega y la habríamos pillado con las manos en la masa. Y ahora… ¡Mierda!

—¿Sabéis dónde hacía las entregas? —preguntó Carmine con cara de asombro.

—Dónde haría ésta —respondió Kelly en tono provocativo, y se puso a darle lecciones—: Los espías tienen una lista de los sitios donde hacen las entregas; no utilizan dos veces el mismo. Siguen esta lista, que está cifrada. Tienen señales para avisar a su contacto de que van a entregar algo, normalmente en un lugar desierto como un bosque o una fábrica abandonada…

—O maletines idénticos, o un paquete pegado bajo el asiento de un autobús, o el cuarto ladrillo de la derecha de la decimoséptima fila desde arriba —terminó Carmine sonriendo—. ¡Vamos, Kelly! Todo eso son sandeces, y usted lo sabe. Todo eso del dinero, del espía que no puede dar el nombre de su contacto porque no sabe quién es… ¡Menuda estupidez! En primer lugar, quien está haciendo esto no lo hace por dinero ni por placer intelectual. Lo hace por convicción ideológica, actúa para mayor gloria de la Madre Rusia, o de Marx y Lenin. En segundo lugar, el material robado se entrega abiertamente después de una llamada telefónica o el envío de un fax desde un número imposible de predecir. No puede pinchar todos los teléfonos del país, ni interceptar todos los télex. Da igual cómo vigile a alguien: si es tan listo como Ulises, pasará la información delante de sus narices sin que lo vea ni lo sospeche. ¡No esperará que me crea que usted y el FBI no saben lo importante que es Ulises! Lo que significa que se mueve por las grandes ciudades en limusina, usa aviones privados para desplazarse, se aloja en hoteles de cinco estrellas, come en restaurantes en los que ni usted ni yo podríamos pagar un botellín de agua… ¿Qué tal lo estoy haciendo, Ted?

—Ulises era Erica Davenport —se obstinó el del FBI.

—Ulises está vivito y coleando, y apretó una soga alrededor del cuello de esa pobre mujer —soltó Carmine—. Pero no antes de romperle los brazos y las piernas por dos sitios, para averiguar cuánto sabía y a quién se lo podía haber contado.

Ted Kelly se quitó la careta. En un segundo, el agente torpe y algo duro de entendederas del FBI se convirtió en un profesional inteligente, competente y muy bien preparado.

—Me doy por vencido —exclamó, triste—. Me advirtieron que era difícil engañarlo, pero tenía que intentarlo. Lo último que me faltaría es que en Cornucopia pensaran que soy tan bueno como usted descubriendo maleantes. Quiero que Ulises crea que soy un empleado inepto de una institución inepta, lo mismo que mis jefes. No es su caso; usted quiere atrapar a un asesino. Puede llegar más lejos haciendo gala de su habilidad, pero mi presa es distinta. Tengo que fingir que no he llegado a la primera base cuando ya estoy en la meta. Mi hombre no comete errores.

—Ahora sí —aseguró Carmine, y se inclinó hacia delante—. De repente, señor Kelly, usted y yo estamos persiguiendo al mismo depredador. Sé desde hace cierto tiempo que mi asesino es su Ulises. No, no es ninguna suposición. Es un hecho. —Echó un vistazo al reloj de pared—. ¿Tiene media hora?

—Por supuesto.

—Colgaré el rótulo de «No molestar».

Consistía en cerrar la puerta y redirigir todas sus llamadas a Delia. Acto seguido, Carmine volvió a sentarse y explicó por qué sabía que Ulises había asesinado a once personas que habían asistido a un banquete de beneficencia hacía cinco meses.

—Como verá, puede que terminemos consiguiendo pruebas contundentes no de espionaje, sino de asesinato —concluyó—. ¿Supondrá ello un problema para el FBI?

—Al contrario. La existencia de espías alarma a los ciudadanos. Puede llevarse todos los honores. Regresaremos contentos a Washington quedando como unos idiotas. De este modo, estaré en perfectas condiciones para el siguiente traidor.

—¡No quiero honores! —protestó Carmine.

—Ya lo sé, pero si atrapamos a ese hijo de puta, alguien tiene que colgarse la medalla y no puedo ser yo. Sólo digo que, si puede atraparlo (fíjese que no digo cuando lo atrape), no deberá salir nunca de la cárcel.

—No habrá hecho nada que conlleve un juicio federal o una cárcel federal, y Connecticut es un estado liberal —comentó Carmine—. No tenemos forma de saber qué podría decidir una junta de libertad condicional en el futuro. Siempre están llenas de idealistas.

Kelly se levantó y alargó la mano para estrechar la de Carmine.

—Yo no me preocuparía —comentó, contento—. Su junta de libertad condicional creerá en la reincidencia. Le perdono por haberme llamado «cabrón». Me porté fatal.

—En público, seguiremos con la farsa —indicó Carmine, acompañándolo hacia la escalera—: orejas gachas, dientes apretados y gruñidos cada vez que nos veamos. Por cierto, ¿qué había en la película que se llevó de la cámara del telescopio?

—Nada que valiera la pena. Sólo el puerto de Holloman desde el embarcadero del ferry a Long Island hasta más allá de East Holloman. Con la marea subiendo y bajando. Imaginamos que podría tener algo que ver con un encuentro o con una entrega.

No había nadie en el pasillo; el agente especial desapareció escalera abajo. En cuanto se hubo ido, Carmine fue a ver a Delia.

—Nuestro ganso federal no es ningún ganso —dijo sonriendo—. Es un águila, pero si le ves las alas desplegadas cuando va de ganso, te convencerá de que, en realidad, es un buitre.

—Vaya pájaro —dijo Delia, muy seria.

—¿Alguna novedad?

—Ninguna. Abe y Corey han agotado sus listas de las personas que podrían haberse sentado en la mesa de Peter Norton, sin resultado. Diría que la gente tiende a olvidar las cosas. ¡No, no te vayas! El inspector jefe quiere verte. Ha ladrado que ahora mismo. Me temo que el tío John no está de buen humor.

Si la expresión de Silvestri era indicativa de su estado de ánimo, decir que no estaba de buen humor era quedarse corto. Carmine permaneció de pie para recibir lo que le tocaba.

—¿Qué es lo siguiente que hará ese cabrón? —preguntó Silvestri.

Una pregunta inofensiva; la esquivaría.

—Eso depende de si fue él mismo o no quien estuvo en mi cobertizo.

—¿Por qué?

—Su ayudante es muy valioso, sí, pero aun así, prescindible. Tengo la impresión de que él se quedó en la baticueva y envió a Robin a mi cobertizo.

—¡Maldito roedor! ¿Cómo está Desdemona?

—Igual que la última vez que lo preguntaste. —Consultó su reloj—. Hace exactamente una hora.

—¿Y tu madre?

—Lo mismo digo.

—Me he enterado de que Myron logró que le entregaran el cadáver de Erica Davenport y se lo va a llevar a Los Ángeles para darle sepultura.

—¿Quién te lo dijo? —Carmine miró a su jefe.

—Bueno… pues hablé con él. —Su rostro reflejó cierta incomodidad.

—¿Por teléfono o en persona? —preguntó Carmine con cautela.

—Por teléfono. ¡Siéntate, hombre, siéntate!

Carmine se sentó, algo preocupado.

—Suéltalo ya, John.

—Éstas no son formas de hablarle a un superior.

—Mi paciencia es limitada, «señor».

—Supongo que sabes lo importante que es Myron.

—Sí —dijo Carmine esperando que Silvestri hablara.

—Verás, se ve que está zumbando por Hartford como una avispa de esas que se te meten por debajo de los pantalones.

—Rabiosa, molesta y atrapada.

—Sí, y muchas más cosas. Quiere que consideremos prioritario el asesinato de Erica Davenport, y el gobernador lo cree apropiado, dada la publicidad.

—El propio Myron filtró la historia —comentó Carmine.

—Sí, bueno, eso ya lo sabemos. Pero el gobernador quiere que se vaya a zumbar lejos de Hartford. No quiere tener esa abeja cerca.

—Primero era una avispa, ahora es una abeja. ¡Dímelo de una vez!

—Te voy a enviar a Londres a investigar los años en que la doctora Davenport estudió en esa ciudad. —Silvestri tosió—. Un benefactor anónimo ha donado fondos para que lleves a tu mujer y tu hijo contigo debido al reciente episodio. Hartford ha concedido una subvención especial para financiar tu viaje —terminó Silvestri, y cerró los ojos antes de que Carmine estallara.

Sólo había dos formas de proceder. Una le amargaría el día entero, la otra le permitiría por lo menos liberar algo de tensión. Carmine eligió esta última y rió hasta llorar.

—¡Joder! —Respiró con dificultad, sujetándose los costados—. No puedo ir a Londres. ¡No puedo! En cuanto me vaya se armará la de San Quintín. Lo sabes, ¿verdad, John?

—¡Claro que lo sé! ¡Y lo dije! Pero me podía haber ahorrado la saliva. Gracias a Myron Mandelbaum esta investigación es puro politiqueo.

—Lo hace con buena intención, pero no debería meterse en lo que no sabe. Su problema es que tiene tendencia a ver la vida como una película (todo ocurre a la velocidad de la luz y nadie se detiene a pensar). Un viaje a Londres no me ayudará a encontrar a un asesino o un espía, pero podría permitirle escapar —se quejó Carmine.

—Ya lo sé, ya lo sé.

—¿Puso Hartford alguna condición? ¿Como, por ejemplo, cuánto tiempo tengo que estar fuera?

—Dadas las estrecheces del presupuesto, diría que cuanto antes vuelvas mejor. El benefactor anónimo no puede financiar a un funcionario público.

—¿Qué te apuestas?

—¿En qué puedo ayudar? —preguntó Silvestri.

—Quítame a Hartford de encima. Como quienes preocupan a Myron son Desdemona y Julian, si vuelvo en un par de días, tendré que dejarlos en Londres unos días más. Me iría bien averiguar el nombre de alguien que pueda hablarme sobre el tiempo que pasó allí Erica antes de irme de Holloman. Así podré volver en cuanto haya exprimido esa vía.

—¡Delia! Pídele que te averigüe ese nombre, Carmine.

—Quien tendría que ir a Inglaterra es ella.

—Sí, sí, yo estoy de acuerdo, pero Myron no lo estaría. Ahora bien —dijo el inspector jefe en tono conspirador—, podríamos engañar a todo el mundo. No digas a nadie adónde vas, cuenta sólo que te llevas a tu familia de Holloman por un tiempo, y ve al JFK como si te fueras a Los Ángeles. Hablaré con Myron y le meteré el miedo del infierno católico en su alma judía. Le dirá a todo el mundo que Desdemona y Julian vivirán un tiempo en su casa. Tiene su lógica, así que dudo que te sigan al aeropuerto, por lo menos hasta la puerta de embarque. De esta forma, si puedes terminar lo de Londres en dos o tres días, nadie dudará del motivo de tu ausencia.

Al final, sólo Delia y John Silvestri sabían adónde iba a llevar Carmine a su mujer y su hijo dos días después. Tras darle algunas vueltas, decidió confiar también en Ted Kelly, que podía pasearse por Cornucopia diciendo a todo quisqui que Carmine había ido a Los Ángeles y podía regresar con el siguiente avión si la cosa se desmadraba.

Desdemona, que estaba aliviada y entusiasmada, explicó a las mujeres de la familia de Carmine que le apetecía mucho volver a estar en el sitio donde había pasado su luna de miel: el Hampton Court Palace de Myron. Carmine descubrió que la generosidad de ese hombre llegaba a todas partes; una limusina en la que cabría un pequeño regimiento fue a recogerlos a su casa y los llevó en un periquete hasta el aparato 707 que tenían que tomar sin tener que hacer cola con los demás pasajeros para embarcar. Aunque Carmine objetó que su billete era de clase turista mientras que su mujer y su hijo viajaban en primera clase, lo sentaron junto a ellos porque, según le dijo la jefa de azafatas, se lo habían cambiado. No le pasó inadvertido que los demás pasajeros de primera se estremecieron al ver a un bebé y se tomaron más pastillas para poder dormir con el llanto de un niño. No tendrían que haberse molestado, pensó con una sonrisa para sus adentros; Julian hizo una mueca cuando el ascenso y el descenso del avión le cambiaron la presión en los tímpanos, pero no berreó. Para él, eso no sería nada después del puerto de Holloman.

—Me gusta más el tren —dijo Desdemona, aburridísima.

Myron los había instalado en el Hilton, ya que sabía que no todos los hoteles de lujo de Londres estaban provistos de ascensores grandes, suelos nivelados, puertas altas y camas amplias; Desdemona necesitaba espacio, sobre todo en un ascensor, con una sillita para bebé. De ahí lo del Hilton.

No era la primera vez que él visitaba Londres, y Delia le había dado un nombre: profesor Hugh Lefevre. Hasta le había concertado una cita con él: a las once de la mañana siguiente en el domicilio del profesor, en St. John’s Wood. Al parecer, no le apetecía ir a comer a un restaurante, ni siquiera a uno caro; Carmine podría tomar una taza de té con él, dijo a Delia.

En contra de la opulencia que esperaba ver, Carmine recorrió una calle de casas idénticas, bastante ruinosas, de estilo vagamente georgiano, cada una de ellas con un tramo de peldaños sucios que conducían hasta una puerta delantera junto a la cual había una placa con nombres escritos a mano. Encontró la casa que buscaba, subió la escalera de entrada y averiguó que H. Lefevre vivía en el 105. Tras la puerta, que carecía de timbre, había un vestíbulo lúgubre con una escalera lúgubre, y el 105, por supuesto, no estaba en la planta baja. Echó un vistazo a su reloj y como era la hora pactada, subió hasta un rellano con cinco puertas. Él iba a la que quedaba más atrás, que daría a lo que en esa casa se considerara jardín trasero. Llamó a la puerta.

—¡Adelante! —se oyó desde dentro.

Efectivamente, el pomo giró y la puerta se abrió. Carmine entró en un amplio salón iluminado sólo por dos ventanas y la cortesía de un día muy nublado. Era igual de lúgubre que toda la casa. El papel de la pared estaba descolorido, con trocitos despegados, las cortinas gruesas de terciopelo estaban manchadas, y los muebles, de distintos estilos, estaban desportillados y golpeados si eran de madera, y les sobresalía el relleno si estaban tapizados. Había libros por todas partes, incluida una estantería que ocupaba toda una pared. El escritorio estaba cubierto de papeles amontonados, y había una máquina de escribir manual en una mesa baja situada a un lado de la silla, que era giratoria para poder orientarla hacia ella o hacia el escritorio.

Su anfitrión estaba de pie, mirando por la ventana. Cuando Carmine se acercó con la mano extendida hacia él, se volvió y se la estrechó.

—¿Profesor Lefevre?

—El mismo. Siéntese, capitán Delmonico.

—¿Dónde le va mejor?

—Ahí estará bien. Donde la luz le dé en la cara. Hummm… Las mujeres se deben de volver locas por usted. Tiene un aspecto de Nuevo Mundo (América, Australia, Sudáfrica, da igual). El Viejo Mundo es más suave, no tan marcadamente masculino.

—No he notado que las mujeres se vuelvan locas por mí —aseguró Carmine con una sonrisa. Era una buena táctica esa de halagarlo incomodándolo a la vez. Bueno, él también podía hacerlo. Echó un vistazo a su alrededor con aire desconcertado—. ¿Es esto lo mejor que Inglaterra puede ofrecerle a un profesor universitario? —preguntó.

—Soy comunista, capitán. No forma parte de mi ética rodearme de comodidades cuando hay tanta gente que no tiene ninguna.

—Pero la forma en que usted viva tampoco va a beneficiarlos.

—¡Ésa no es la cuestión! La cuestión es que yo elijo llevar una vida espartana para mostrar mi ética a personas como usted, que viven cómodamente. Imagino que su casa estará llena de lujos.

—Hombre, tanto como llena… —rió Carmine—. Sólo los que implican que mi mujer no tenga que trabajar como una esclava ni mi hijo conocer los horrores de la monotonía.

¡Ah, había dado en el clavo! El profesor Hugh Lefevre se puso muy tieso, algo muy difícil para una persona que sufría artritis. Veinte años atrás, cuando Erica Davenport había sido alumna suya, debía de resultar atractivo a las mujeres: alto, con un porte que se adivinaba lánguido y elegante, bien parecido, con la nariz fina y recta, las cejas y las pestañas negras, una buena melena negra y ojos azul aciano. Conservaba aún parte de sus encantos, pero el dolor y un grado innecesario de privaciones habían hecho mella en él, tanto por fuera como por dentro. Un ambiente cálido, comida decente y algo de ayuda para llevar la casa habrían mantenido más a raya sus enfermedades. Pero no, pensó Carmine, el hombre tenía ética, y ahora, cuando él mencionó «los horrores de la monotonía», había reaccionado como un novillo ante la vara de un picador.

—¿Qué hace con su dinero? —preguntó Carmine, curioso.

—Donarlo al Partido Comunista.

—Donde lo más probable es que algún miembro que sólo sea comunista de boquilla lo use para vivir cómodamente.

—¡Claro que no! Todos creemos en nuestra causa.

Había llegado el momento de dejar de molestarlo.

—Perdone, profesor, no era mi intención menospreciarlo ni tampoco sus ideales —dijo Carmine inclinado hacia su interlocutor—. Como mi secretaria le contó, y por cierto, me alegro de que tenga teléfono, necesito información sobre la estancia en Londres de la doctora Erica Davenport, que, según tengo entendido, fue alumna suya.

—¡Ah, Erica! —exclamó el hombre mayor con una sonrisa que dejó al descubierto una dentadura precaria—. ¿Por qué tendría que contestar a sus preguntas? ¿Hay un nuevo McCarthy en el Senado de su país? ¿Sufre Erica la persecución de su gobierno capitalista? Ha hecho el viaje en balde, capitán.

—Erica Davenport está muerta. Fue asesinada de un modo especialmente atroz, después de partirle todos los huesos de los brazos y las piernas para torturarla —soltó Carmine sin vacilar—. No soy un instrumento del capitalismo, soy simplemente el detective de homicidios que está investigando su muerte. Las opiniones políticas de Erica Davenport no son asunto mío. Su asesinato sí lo es.

Lefevre derramó unas lágrimas con la facilidad de los ancianos; «a medida que pasan los años se van formando muchas grietas en el muro de contención emocional de las personas», pensó Carmine. Y el profesor había sentido algo por ella.

—Dígame cómo era hace veinte años.

—¿Cómo era? —Los ojos apagados del hombre mayor se abrieron como platos—. ¡Como el sol y las estrellas! Irradiaba vida y entusiasmo, se moría de ganas de cambiar el mundo. Todos éramos de extrema izquierda en la London School of Economics —de hecho, éramos famosos por ello. Ya llegó adoctrinada hasta cierto punto, así que fue fácil terminar el proceso. Cuando descubrí que hablaba ruso con fluidez, comprendí su importancia futura. Le permití creer que me había seducido y entonces me dispuse a… creo que la expresión es «convertirla». Moscú estaba interesado, por supuesto, sobre todo después de que averiguara lo capaz e inteligente que era. La oportunidad de infiltrar a alguien en una importante empresa estadounidense para que más adelante actuara de espía era demasiado buena como para desaprovecharla. Pero empezó a dudar… a poner reparos incluso.

—¿A qué viene tanta sinceridad, profesor? ¿No me está confesando su traición además de la de Erica Davenport?

—¿Qué traición? Yo jamás he hecho nada —aseguró Lefevre con aire petulante—. En la London School of Economics no hay nada que pueda interesar a Moscú aparte de las personas. —Se detuvo de repente y miró a Carmine, confundido—. ¡Té! Ha venido a tomar una taza de té —dijo.

—No hace falta, gracias. Siga hablándome de Erica.

—Mis superiores del Partido se hicieron cargo y organizaron un viaje de Erica a Moscú para que conociera a la gente más importante. El KGB le preparó un pasaporte especial, se le selló el auténtico como si hubiera hecho una «peregrinación» por el mundo clásico y se le proporcionaron souvenirs. Ante el convencimiento de que la guerra fría tan sólo acababa de empezar, Moscú fue con mucho cuidado con todo lo relativo a Erica, que podía tener que esperar mucho tiempo antes de iniciar su actividad.

Lefevre se levantó y se acercó a la ventana, desde donde se observaba un jardín poco cuidado con la hierba alta y algunos trastos oxidados —viejas estufas de queroseno, orinales, cajas metálicas—. «No me extrañaría que hubiera alguna lavadora y todo», pensó Carmine, que se había situado tras el profesor para mirar también el jardín. Seguramente todos los alquilados pertenecían al Partido Comunista.

—Así pues, ¿Erica fue a Moscú el verano de 1948?

—Sí. —Lefevre se detuvo de nuevo y se mordió el labio inferior con el ceño fruncido. Soltó un suspiro antes de volver a sentarse.

—¿Qué pasó en Moscú?

—El primer viaje, de tres semanas, fue espléndidamente. Erica regresó muy animada, loca de contento. Había conocido a todos los miembros del Comité Central, y había sostenido la mano de Iósiv Stalin. No estaba muy bien de salud, ¿sabe? Después tuvo que regresar a Moscú para entrenarse, y Moscú quería estar totalmente seguro de su lealtad. Fue una estancia de nueve semanas. En cualquier otro caso, habría sido más larga, pero era una alumna excelente, y entusiasta además. Y también capaz de aportar mucho a su historia.

Se detuvo de nuevo, claramente afligido. Carmine sabía que si no le hubiera notificado la muerte horrorosa de Erica Davenport, no habría logrado que le contara nada de todo aquello. Sin duda, los agentes del FBI y de la CIA lo habrían interrogado cuando Ulises apareció en escena y él había sostenido lo de la «peregrinación» de Erica por el mundo clásico. «A veces la suerte viene de la mano de la muerte —pensó Carmine—. Es viejo, está solo y carece de todo poder. Ahora puede hablar de ella sin ponerla en peligro.»

—Ya me ha contado que era una traidora, profesor. ¿Qué más debo saber?

El hombre mayor se lanzó por fin.

—La última noche que pasó en Moscú, Erica fue violada. Por lo que me contó, sucedió en una cena con mucho alcohol a la que asistieron oficiales del Partido y del KGB de rango medio. No sé por qué la tomaron con ella, a no ser por el hecho de que sus superiores sentían mucha predilección por ella, era americana, muy bonita y no se prodigaba sexualmente.

—Fue una violación terrible —comentó Carmine en voz baja—. Al practicarle la autopsia veinte años después todavía tenía cicatrices físicas. ¿Cómo sobrevivió?

—Se vendó ella misma y regresó a Londres como estaba previsto. Vino a verme y la envié al Guy’s Hospital, donde trabajaba un amigo mío. Por aquel tiempo, era una locura porque la sanidad pública estaba en sus inicios. Hicimos que el historial médico de Erica se perdiera. Londres era entonces muy diferente. El país seguía con las cartillas de racionamiento, era difícil conseguir ropa decente… una situación fructífera para quienes enseñábamos en instituciones de educación superior. Había alumnos muy prometedores que caían en nuestras manos como melocotones maduros.

—¿Qué pasó con Erica? Seguro que esa segunda vez volvió de Moscú totalmente cambiada —comentó Carmine.

—En un sentido, sí. En otro, no. Había perdido su pasión, pero una fría determinación había ocupado su lugar. Renunció a toda actividad sexual hasta que alguien con gran autoridad le hizo comprender que el sexo es la mejor arma de una mujer hermosa. Fue instruida en el arte de la felación. Se depositó una gran cantidad de dinero a su nombre en un banco de Boston, y, hasta donde yo sé, empezó a ascender. Recibí unas cuantas cartas empalagosas suyas y, después, perdí el contacto con ella.

—¿No sabe entonces que llegó al cargo ejecutivo más alto de una empresa estadounidense muy importante que fabrica armas de guerra? —preguntó Carmine.

—No, ¿en serio? —Hugh Lefevre parecía encantado—. ¡Qué maravilla!

—Pero no espiaba para Moscú.

—No tiene forma de saberlo. Tras su entrenamiento, podría engañar a cualquiera.

—Erica servía de tapadera a alguien. Debía de tener un controlador, alguien que guiara sus actos y le dijera qué hacer. Nunca se comportó como una jefa de espías porque no lo era. Sólo servía de tapadera.

—Espero que tenga razón, capitán. Si la tiene, alguien sigue infiltrado en la empresa de Erica. ¡Espléndido, espléndido!

Cuando Carmine dejó al profesor, regresó a pie al Hilton haciendo todo el camino posible por Regent’s Park, entre azaleas y rododendros, y árboles en flor, rodeado de una hierba verdísima. No era Hyde Park, pero tenía sus encantos. No se quitó el sabor amargo de la boca que le había dejado su conversación con el profesor Hugh Lefevre hasta que no encontró un quiosco de refrescos y se tomó una taza de té. Pensó en ese hombre: viejo, medio enfermo, cegado por una ideología. Había mucha gente como él; puede que las ideologías variaran, pero el resultado final era el mismo.

Almorzó con Desdemona en la cafetería, donde ella acababa de llegar después de dar un largo paseo por Hyde Park con Julian en su cochecito. Parecía mentira pero en menos de un día su mujer había recuperado muchas expresiones típicas del inglés británico. Pero se veía descansada y relajada a pesar de la caminata. Myron podía ser un incordio, pero de vez en cuando sabía lo que hacía.

¿Cómo iba a decirle que se iba a casa? Directamente, sin disculpas y sin rodeos.

—Ya he conseguido todo lo que necesitaba del profesor Lefevre —dijo, y le cogió la mano—. Lo que significa que tengo que volver a casa.

La mirada de Desdemona perdió su brillo, pero se esforzó en parecer sólo decepcionada y dijo:

—Sé que te quedarías si pudieras, de modo que tiene que ser muy urgente. Me imagino que las mujeres de todos los policías pasan por este tipo de cosas; el índice de divorcios es muy alto. —Esbozó una sonrisa—. ¡Pero no te librarás de mí tan fácilmente, capitán Delmonico! Sí, me disgusta, pero cuando me casé contigo ya sabía la clase de persona que eres. ¡Y sientes una atracción fatal por los casos desagradables! Enseguida se me pegó, de modo que debo de ser igual. Mi cama estará fría, pero no tanto como la tuya porque yo tengo a Julian. Prométeme que, cuando todo esto termine, me volverás a traer aquí. ¡No con el lujo de Myron, ojo! Con un hotel normalito de Gloucester Road bastará, y no me importa comer sencillo. No será necesario que alquilemos un cochecito, porque parece que Julian prefiere la sillita. Ha heredado tu curiosidad, mi amor, y le gusta ver por dónde va.

—Trato hecho —dijo Carmine, y le besó la mano—. Voy a estar igual de preocupado. Londres es muy grande.

—Oh, no estaremos en Londres —soltó Desdemona—. Ya lo organicé todo con Delia. Como las dos sabíamos que volverías pronto a casa, Julian y yo vamos a quedarnos en casa de los padres de Delia, en los Cotswolds. Nadie sabrá dónde hemos ido. Para llegar allí, aprovecharemos la generosidad de Myron, confieso que me asusta la idea de pelearme con un bebé, un cochecito y el equipaje en un tren. Iremos en un Rolls.

—La próxima vez tendremos que ir en tren, autobús y taxi —le advirtió Carmine.

—Sí, pero entonces estarás tú para ayudarme. Soy una persona muy corpulenta, Carmine, pero sólo tengo un par de manos.

Carmine empezó a ver la luz:

—¡Estás cabreada conmigo! ¡Qué alivio!

—¡Sí, por supuesto que estoy cabreada! —exclamó, enojada—. ¡No es nada divertido intentar ser la esposa perfecta de un policía, te lo aseguro! No esperaba que averiguaras lo que querías tan deprisa. Creía que Julian y yo te tendríamos con nosotros tres días por lo menos. ¡Jamás he visto las joyas de la corona!

—Mira qué bien, yo tampoco.

—¿Cuánto tiempo tengo? —preguntó.

—Iba a mirar si había un avión para esta noche, pero intentaré que sea mañana por la mañana. ¿Me vas a linchar?

—No, así podremos dormir abrazados en una cama extra-grande esta noche. Llamaré a la señora Carstairs para decirle que vamos y así mañana por la mañana podremos dejar juntos el hotel e irnos en el Rolls de Myron. Nosotros vamos al oeste, la misma dirección en la que está Heathrow. Podemos dejarte en el aeropuerto —sugirió Desdemona.

—Muy buena idea, preciosa. No creo que aquí corras peligro, pero no está de más actuar encubiertamente, como dirían los espías. Nadie sabe que los padres de Delia viven aquí.

—Este caso está relacionado con el espionaje, ¿verdad?

—Yo sólo estoy interesado en los asesinatos —explicó Carmine.

«¡Por fin me he librado de Myron Mendel Mandelbaum! —pensó Carmine, satisfecho, cuando el coche lo dejó en medio del bullicio de Heathrow—. Puedo viajar en clase turista y sufrir las indignidades propias de un vuelo de nueve horas.» Pero Myron fue el último en reír. En cuanto Carmine estuvo a bordo del 707, la jefa de azafatas se desplazó hasta la cola del aparato para llevarlo a primera clase. Tras aceptar un bourbon con soda en un vaso de cristal, Carmine sucumbió al lujo.

—¡Qué suerte tiene! —dijo Ted Kelly cuando Carmine terminó su relato—. Lo intentamos varias veces con el profesor Lefevre, pero siempre juró que Erica Davenport sólo era una brillante alumna estadounidense de las muchas que habían estudiado en la London School of Economics. ¡Viejo mentiroso! Nos engañó, parloteando sin parar sobre su pertenencia al Partido Comunista. Inglaterra está llena de personas que se declaran abiertamente comunistas, mientras que los realmente peligrosos que tenemos en nuestro país se sumieron en el anonimato con la llegada de Joe McCarthy. Fue peor el remedio que la enfermedad.

—Es lo que tienen las cazas —comentó Carmine.

—No hemos avanzado nada al saber todo esto sobre Erica.

—No estoy de acuerdo. Ulises se ha quedado sin tapadera. ¿Han determinado cuándo empezó exactamente Cornucopia a perder secretos?

—Cuando nuestra tapadera llegó hace diez años. Hace dos años el gobernador hizo públicos los robos porque ya se había enterado mucha gente —dijo Kelly.

—¿Ha perdido algo más Cornucopia desde que a Erica empezó a entrarle miedo?

—Cree que eso fue después del banquete de la Fundación Maxwell, ¿verdad?

—Sí.

—No lo sabemos —respondió Kelly con tristeza—. No ha habido avances significativos en los planes de los rojos, aunque nosotros hemos dado grandes pasos. Nuestra red de espionaje no encuentra nada.

—Bueno, yo diría que Ulises trata de pasar inadvertido. Tiene un alijo de secretos pendientes de entrega, pero no está seguro de que la tormenta ya haya pasado. Ahora que ha silenciado a Erica, es probable que esté más relajado, aunque eso depende de lo que ella le dijera cuando la torturó.

—¿Qué pudo haberle dicho? —se sorprendió Kelly.

—En primer lugar lo que fuera que pasara entre ella y Skeps en el evento de la Maxwell —explicó Carmine—. Puede que Ulises no estuviera allí esa noche, pero encargó a Erica que preguntara algo a Skeps, quizá qué sabía Skeps de él. Pero ella esquivó el tema hasta que Pugh envió la carta de chantaje. Lo que no sabemos es si iba dirigida a Erica y ella se la entregó a Ulises, o si iba dirigida directamente a Ulises. —Carmine soltó un gruñido—. Me guste o no, y no me gusta nada, tengo que hacer ese horrible viaje en coche hasta Orleans para ver otra vez a Philomena Skeps. Ahora que Erica está muerta, puede que la señora Skeps esté más dispuesta a hablar sobre su relación con Erica.

—¿Por qué no va en avión?

—¡Sí, claro! —se burló Carmine—. No hay ningún vuelo regular, y no me imagino al inspector jefe autorizándome a alquilar un avión.

—¡Por Dios, a veces parece tonto, Carmine! Puedo poner a su disposición un helicóptero del FBI para que vaya y vuelva.

—¡Y ésta es la razón de que los policías de poca monta detestemos el FBI! —dijo Carmine en tono grave—. Le sobra el dinero. Lo que no impedirá que acepte su oferta.

—¿Mañana?

—Cuanto antes mejor.

—¿Cómo le va a su familia en Londres?

—Dando vueltas por todas partes —contestó Carmine, que no iba a contar a su nuevo aliado que Desdemona y Julian estaban en realidad en una casa situada en los alrededores de dos pueblos llamados Upper Slaughter y Lower Slaughter. De hecho, se había vuelto tan paranoico que había instalado un emisor de interferencias en el teléfono de su casa y conversaba con Delia sobre su familia entre susurros. En algún rincón de su mente, se preguntaba qué pensarían los Carstairs cuando les colocaran también un emisor de interferencias en su teléfono, pero le daba igual; nadie iba a atacar otra vez a Desdemona y a Julian si él podía evitarlo.

—Es una lástima que no pudiera quedarse un poco más con ellos.

—Sí, pero están a salvo, y pasándoselo de fábula visitando todos los lugares de interés.

—He comprendido la importancia de las imágenes de la cámara de ese telescopio —comentó Ted Kelly despacio—. Ulises quería ver cómo llegar a su casa siguiendo la orilla. No hay ningún acceso público, todas las fincas llegan hasta el agua.

—Yo lo interpreté igual, Ted. Aunque envió a su ayudante, que está más en forma, es más joven o ambas cosas. Si cree que no sabemos que tiene un ayudante, enviarlo habría permitido a Ulises encontrarse una coartada. —Carmine esbozó una sonrisa irónica—. Lo curioso del caso es que el de Erica Davenport no es el primer cadáver que aparece en ese sitio. Cuando la casa era de su anterior propietario, dejaron allí el cadáver de una adolescente. A ella la llevaron en bote, mientras que a Erica la cargaron o la arrastraron por la orilla.

—¡Dios mío! —exclamó Kelly, que lo miraba asombrado—. ¡Pueden caer dos rayos en un mismo sitio! Fue el caso del Fantasma, ¿verdad?

—Sí. Estaba dispuesta artísticamente al borde del camino, no anclada bajo el agua.

El agente del FBI se puso de pie.

—Llámeme cuando haya quedado a una hora con Philomena Skeps. Habrá un helicóptero esperándolo en lo que en Holloman llaman aeropuerto.

—Tenemos vuelos semanales a Nueva York y a Boston —replicó Carmine con una sonrisa burlona—. ¿Ha olvidado que Chubb tiene una facultad de Derecho y otra de Medicina en las que surgen tantos expertos como malas hierbas en los solares vacíos? Siempre hay un puñado de expertos de Chubb testificando en algún juicio.

¡Qué diferencia ir volando! Carmine aterrizó en un aeropuerto diminuto de Chatham para aviones privados veinticinco minutos después de despegar precariamente de Holloman. Era una sensación extraña, sobre todo al ver el paisaje —a menudo agua— bajo sus pies; el helicóptero era como un cuenco de cristal visto desde dentro y como un mosquito visto desde fuera. El piloto era un tipo silencioso que se concentraba en mantener el insecto volando, aunque habló cuando Carmine se bajaba del aparato.

—Aquí lo espero —fue lo único que dijo.

Había un coche idéntico a su Ford Fairlane aparcado junto a la valla, con las llaves en el contacto, pero nadie a la vista. «Vaya, vaya —pensó Carmine—, el FBI quiere que la señora Skeps y el señor Tony Bera crean que he venido en mi coche de policía y estoy cansado y malhumorado.»

Entre su primera visita y ésta, los pueblos de Cape Cod se habían cubierto de verde y adornado con algunas flores; hacía un buen día, el cielo estaba despejado, y las aguas del Atlántico, calmadas. «Sigo queriendo tener una casita de verano en este lugar —se dijo Carmine—. Sería espléndido llevar a mis hijos a la playa, enseñarles a nadar, ayudarles a construir castillos de arena, ir de picnic con ellos. Lo que mi hijo vivió en el puerto de Holloman no va a cambiarlo. Julian no es nada tímido ni asustadizo; se parece demasiado a su madre.»

Pensó en ellos mientras recorría en coche el corto trayecto hasta la casa de los Skeps. Había personas como la mujer de Corey que consideraban que su felicidad manifiesta era pura fachada, pero bueno, Maureen era así; jamás creería que pudiera haber mujeres que no se sintieran tan descontentas como ella. Y, naturalmente, lo que nadie, ni siquiera Patrick, tenía en cuenta era la edad. La mayoría de la gente llevaba casada diez años por lo menos cuando Desdemona y él habían pasado por la vicaría, y los acontecimientos que los habían unido eran tan peligrosos como agotadores. Desdemona no había estado nunca casada, y su primer matrimonio había sido más por deseo —un deseo que pronto se acabó— que por amor. La edad, pensó, conllevaba sabiduría, pero también una genuina gratitud por la felicidad de compartir la vida con alguien que no sólo te gustaba, sino a quien también amabas.

Philomena Skeps lo esperaba en el jardín de entrada, ataviada con unos vaqueros cortos, zapatillas deportivas y una sencilla camiseta blanca. Tenía las piernas tersas y era evidente que no necesitaba llevar un sujetador que le realzara el pecho; llevaba la mata de pelo negro cuidadosamente sujeta en lo alto de la cabeza. Si lo que buscaba era un aspecto natural, se había equivocado; su belleza era más típica de un salón francés que de un mercadillo.

—Capitán —dijo al saludarlo con un apretón firme de manos—. Si nos sentamos en la parte posterior de la casa, podremos disfrutar del aire fresco sin coger frío. Me encanta el aire fresco.

—¿Dónde está el señor Bera? —preguntó mientras rodeaba con ella la casa por un patio enlosado.

—Llegará de un momento a otro —contestó señalándole una silla de mimbre blanco—. ¿Una limonada?

—Gracias.

Dejó que se sentara, que hablara sobre lo bonita que era la primavera y lo agradable que era el aire fresco, observándola mientras degustaba un excelente brebaje de bote. Bajo el sol, tenía los ojos del mismo color verde que el agua cubierta de algas, densa, cambiante.

—¿No pensó en ir a Los Ángeles para el funeral de Erica? —preguntó alargando el vaso para que le sirviera más limonada S. S. Pierce.

—No, la verdad. —Se le llenaron los ojos de lágrimas y parpadeó—. Nadie quiso explicarme cómo murió, capitán, sólo me dijeron que la habían asesinado —comentó, y entonces lo miró fijamente, resuelta—. Mire, le considero un hombre atento, pero duro, así que voy a preguntárselo. ¿Cómo murió? ¿Tan horrible fue?

—Sí, fue realmente horrible. Primero la torturaron. Le rompieron todos los huesos largos de los brazos y las piernas. Después murió asfixiada con una soga.

—¿La ahorcaron?

—No. Simplemente la estrangularon, si me perdona el «simplemente». Lo más probable es que fuera un alivio.

Ahora no hubo lágrimas, pero Carmine vio por su mirada que se había abstraído de todo lo que la rodeaba, incluido él.

—Comprendo —se limitó a decir—. Pero no es una tortura demasiado normal, ¿no? No incluyó nada sexual.

—Según mi experiencia, no fue un crimen sexual. Creo que la torturaron para obtener información. Los libros de texto le dirán que el sexo no tuvo nada que ver, desde luego, pero a veces me pregunto cuánto, o cuán poco, sabemos sobre los crímenes sexuales. ¿Se le pasó alguna vez por la cabeza que pudiera estar en peligro?

—De morir asesinada, no. Podría entender que la hubieran violado, porque invitaba a ello: tan fría, tan indiferente al sexo. Existe una clase de hombre que cree que hay que bajarles un poco los humos a las mujeres como Erica, ¿y qué puede haber más efectivo para ello que violarla?

«¡Caray, qué inteligente es esta mujer!», pensó Carmine.

—¿Sabía que había sufrido una violación en grupo cuando era joven?

—No, pero explica muchas cosas.

—¿No se lo confió nunca?

—Ya se lo dije, capitán. No nos llevábamos bien.

—Últimamente, no, pero tiempo atrás, sí. No tiene ningún sentido que lo niegue, señora Skeps.

—Sí, habíamos sido grandes amigas. Fue por mí que se convirtió en amante de Desmond; yo se lo supliqué. Eso cambió nuestra amistad, por supuesto, pero seguimos estando muy unidas hasta mucho después. Si hubiera sabido lo de la violación, jamás se lo habría pedido. Fui muy egoísta, capitán. Mientras Erica lo mantenía satisfecho sexualmente, Desmond me dejaba en paz. Me sorprendí cuando me contó que sólo practicaban la felación, claro que a los hombres les encanta.

—¿Por qué le sorprendió? —preguntó Carmine.

—Porque Erica era tan indiferente al sexo. No es que no le interesara, es que le era indiferente. —Philomena Skeps juntó las manos de golpe—. ¡Oh, por favor! ¡Dejemos este tema tan sórdido y hablemos de otra cosa!

—¿Por qué eran tan buenas amigas?

—Una unión de espíritus leales. Nuestros cerebros se compenetraban a la perfección. Nos encantaba leer, nos gustaba comentar lo que habíamos leído. Todos los fenómenos, actividades y seres del mundo nos fascinaban. Adorábamos la belleza en todas sus formas: las antenas de una mariposa nocturna, la iridiscencia del caparazón de un escarabajo, los peces… todo. Ninguna de las dos había conocido antes una amistad tan maravillosa. De modo que cuando se acabó, me quedé destrozada.

—¿Por qué se acabó? ¿Cómo fue?

—Aún no lo sé. Erica le puso fin de golpe. En noviembre de 1964, el Día de Acción de Gracias. Iba a cenar conmigo, con Tony y con Desmond hijo. Pero llegó mucho antes de la hora. Yo estaba en la cocina —explicó Philomena Skeps con voz afligida—, en la encimera, rellenando el pavo. Erica entró, se quedó plantada a unos dos metros de mí y me dijo que nuestra amistad se había acabado. Dijo que yo le desagradaba y que estaba harta de fingir lo contrario. Dijo que Desmond le estaba poniendo las cosas difíciles. Que Desmond hijo la detestaba y que también estaba harta de eso. Me dio muchas más razones, todas muy parecidas a éstas. Yo estaba tan atónita que no podía ni hablar, estaba ahí parada, escuchándola con las manos llenas de relleno. Entonces dio media vuelta y se marchó. ¡Tal cual! No volví a verla más, salvo en eventos y reuniones en los que no podíamos evitar coincidir.

—Tuvo que ser una pena para usted, señora Skeps.

—¡No, fue una tragedia! La vida no ha vuelto a ser nunca igual.

—¿Cómo le sentó que su exmarido diera a Erica el control sobre la herencia de su hijo?

—Me hizo polvo, pero no me sorprendió. Desmond habría hecho lo que fuera para hacerme la vida difícil. Afectó más a Tony. No logró encontrar nada en el testamento que le permitiera impugnarlo legalmente. Ahora que Erica está muerta, todo será distinto, por supuesto. —No pudo reprimir la satisfacción en su voz.

—¿Por qué detestaba su hijo a Erica? —preguntó Carmine.

Philomena Skeps torció el gesto.

—¡Por celos, naturalmente! Notaba que Erica era más importante para mí que él, y en cierto sentido tenía razón. El cerebro reclama la compañía de un igual, y por mucho amor que sientas por los hijos, ellos no pueden competir nunca a nivel intelectual. Un niño sagaz lo comprende. Pero Desmond hijo no es sagaz. Y aborrecía a Erica porque le había robado a su madre. Cuando nuestra amistad terminó, mi hijo se alegró. Lo que me recuerda que tengo que dejar de llamarlo «Desmond hijo». Ahora es simplemente Desmond.

Carmine no supo nunca cómo logró poner cara de póquer mientras esa mujer tan extraña le presentaba una mezcla de Edipo, Clitemnestra, Medea y unos cuantos griegos más que se habían abierto paso hasta los libros de texto de psicología, pero lo hizo. «Espero encarecidamente que cuando esta aterradora amalgama explote, yo ya esté jubilado —pensó—. ¡Madre mía, qué follón!»

—¿Mamá? —dijo alguien.

¡Hablando del rey de Roma!

Como sus dos padres eran morenos, sólo podía ser moreno, aunque tenía la cara y el cuerpo más de Philomena que de su padre. Ya en la pubertad, había dado su primer estirón y era ahora más alto que su madre. Sólo llevaba puestos unos vaqueros cortos que dejaban al descubierto un cuerpo ancho de hombros y estrecho de caderas que terminaba en unas manos y unos pies hermosos. Cuando movió las manos, lo hizo con gracilidad. Tenía la cara tan femenina como masculina, de esa clase que se denomina epiceno, y Carmine dudaba que ese aspecto ambiguo se esfumara a medida que fuera creciendo. Tenía los rasgos característicos del norte de Europa y unos grandes ojos verdes que brillaban bajo unas tupidas pestañas negras. Tampoco le saldría acné; su piel morena era perfecta, carente de pústulas.

A Carmine se le erizó el pelo. Presentía problemas.

El niño se situó junto a la silla de su madre, algo inclinado hacia ella, y Philomena volvió la cabeza para besarle el brazo con una sonrisa en los labios.

—Capitán Delmonico, le presento a mi hijo, Desmond.

—Hola —dijo Carmine levantándose y tendiéndole la mano.

El niño se la estrechó, pero por obligación, con una ligera mueca de aversión.

—Hola —dijo, y después se dirigió a su madre—: ¿Está aquí por lo de la Bruja Mala de Cornucopia?

—Por lo de Erica Davenport. Sí, cielo. ¿Quieres limonada?

—No. —Se quedó allí parado como una estatua de Praxíteles, ajeno al hecho de que la visita se moría de ganas de inculcar modales a puntapiés a un chaval tan engreído—. Me aburro —dijo.

—¿Con todos los deberes por hacer? —se atrevió a decir su madre.

—¡Como tengo un coeficiente intelectual de doscientos, puedo hacerlos en un abrir y cerrar de ojos, mamá! —soltó con aspereza—. Necesito una biblioteca más grande.

—Es verdad —dijo su madre, compungida, a Carmine—. Me temo que tendremos que trasladarnos a Boston. Cape Cod me gusta, pero retrasa los progresos de Desmond. —Se volvió de nuevo hacia su hijo—. En cuanto se hayan resuelto todas las ramificaciones legales, iremos a Boston, cielo. Tony dice que sólo faltan unas semanitas.

—Veo que ya te has recuperado por completo de la varicela —comentó Carmine al niño.

Como no se tomó muy bien la referencia a una prosaica dolencia infantil, no le prestó atención.

—¿Dónde está Tony? —preguntó, inquieto y malhumorado.

—¡Aquí! —dijo Anthony Bera desde la puerta trasera.

El cambio que experimentó Desmond fue repentino y radical; se le iluminó la cara, corrió hacia Bera y lo abrazó.

—¡Tony, gracias a Dios! —exclamó—. Salgamos a navegar, me aburro.

—Buena idea —dijo Bera—, pero antes tengo que hablar con el capitán. ¿Por qué no preparas las cosas? Necesitaremos cebo.

El niño se marchó, pero no sin que antes cruzara algunas palabras más con Bera. Carmine contuvo un suspiro de pesar y de asco. Desmond hijo ya había sido iniciado sexualmente, pero no lo había hecho una mujer. Bera también era su mentor en ese tema. Unos cuantos griegos más le pasaron por la cabeza.

—¿Ha exagerado Desmond hijo su coeficiente intelectual? —preguntó Carmine en cuanto el niño no podía oírlos.

—Un poco —respondió Bera riendo—. Pero se sitúa en la gama de los genios. Aunque es bastante limitado —añadió con el ceño fruncido—. Sus talentos son matemáticos, no artísticos, y le falta curiosidad.

—Una descripción objetiva de alguien que siente devoción por usted, desde luego.

—No tiene sentido hacerlo de otro modo —dijo Bera, al que no perturbó en absoluto que Carmine se hubiera dado cuenta de lo que pasaba entre el niño y él.

—Supongo que ahora impugnará el testamento, ¿no? —dijo Carmine.

—Puede que ni siquiera sea necesario. El testamento de Skeps no disponía nada en el caso de que Erica falleciera. Creo que si se nombra un consejo de fideicomisarios que satisfaga al tribunal de menores del Estado de Nueva York, se podrán arreglar las cosas con el mínimo embrollo legal —explicó Bera, la mar de tranquilo—. La madre del niño es una buena tutora a la que un exmarido vengativo trató injustamente. ¿Cree que Phil Smith o cualquier otro miembro del consejo de Cornucopia le van a amargar la vida a Philomena ahora? Si figuran entre los fideicomisarios, todo saldrá a pedir de boca.

«Un resumen muy superficial para alguien al que considera un lerdo en materia de leyes —pensó Carmine—, pero lo más probable es que al final todo acabe como dice. Y contesta mis preguntas. Cornucopia seguirá con el mismo equipo directivo por lo menos tres o cuatro años más. Después, tal como es Desmond hijo, ¿quién sabe? Seguramente para entonces se habrá licenciado en Harvard e intervendrá. La homosexualidad del niño no me preocupa. Lo que sí me inquieta es su patriotismo. ¿Está seguro Ted Kelly de las lealtades de Anthony Bera en este sentido? ¡Se lo preguntaré en cuanto pueda!»

Carmine se puso de pie y se despidió. Philomena no lo acompañó al coche, lo hizo Bera, que echó un vistazo al Fairlane.

—Le ha sumado muchos kilómetros viniendo aquí tres veces —comentó mientras le mantenía abierta la puerta del conductor.

—Sí, bueno, son cosas que pasan —dijo Carmine, entró y se marchó tras saludarlo con la mano.

Unos minutos después sobrevolaba Nantucket Sound en helicóptero.

—¿Es eso Nantucket o Martha’s Vineyard? —preguntó cuando el agua pasó a cubrir la tierra a retazos.

—Martha’s Vineyard —respondió el piloto.

Y así, después de aterrizar junto a la I-95, llegó a Holloman cuando de haber ido en el Fairlane aún estaría recorriendo Cape Cod. Mientras bajaba agachado del helicóptero, Carmine decidió comprar una botella de su bebida favorita al agente especial Ted Kelly. ¡Qué diferencia! De nuevo en casa a tiempo de almorzar en el Malvolio. El viaje completo le había llevado menos de tres horas.

A falta de algo mejor que hacer, esa tarde volvió donde menos le gustaba: Cornucopia.

Phil Smith se había instalado en el despacho de Desmond Skeps, pero Carmine observó que no se había quedado con Richard Oakes, el secretario, mientras esperaba que la vieja sargento exquisitamente vestida que ocupaba su puesto lo anunciara.

La decoración de Erica seguía en su sitio, pero algo menos femenina; los jarrones de flores ya no estaban, los cuadros de paisajes campestres de ensueño habían sido sustituidos por lúgubres aguafuertes de Hogarth, y la cabritilla roja de los muebles tapizados, por cabritilla verde salvia.

—Le faltan unas cuantas cruces gamadas —comentó Carmine.

—¿Disculpe?

—Hay mucho negro, blanco y rojo. Muy nazi.

—Es muy dado a hacer comentarios incendiarios, capitán, pero hoy no morderé el anzuelo. Estoy demasiado contento —dijo Smith.

—No le gustaba que su jefe fuera una mujer, ¿eh?

—¿Y a qué hombre le gusta? Pero podría haberla soportado. Lo que me daba náuseas era su indecisión.

Tal vez simulando luto, Smith llevaba un traje de seda negro con una corbata negra cubierta de diminutos lunares blancos, muy juntos; sus gemelos eran negro ónice y dorados, y sus zapatos, de cabritilla negra. «Todo de sastre», pensó Carmine al sentarse. De hecho, Smith parecía más joven, incluso más guapo. Era evidente que ser el mandamás de Cornucopia le complacía muchísimo, tal como había dicho.

—¿Dónde está Richard Oakes? —preguntó Carmine.

Smith habló con desdén.

—Es homosexual, capitán, y los homosexuales no me gustan. Lo he desterrado a Mongolia Exterior.

—¿Y dónde está eso en el mapamundi de Cornucopia?

—Contabilidad.

—Confieso que también sería mi Mongolia Exterior. Las tierras árticas de los números… Sin embargo, no puedo estar de acuerdo con usted en lo referente a los homosexuales. Es algo natural en algunos hombres, y no hay que confundirlo con algunos de los criminales sexuales con los que me encuentro. —Se preguntó cuánto haría que Smith no veía a Desmond Skeps tercero. ¡Qué chasco iba a llevarse!

Su afabilidad fingida desapareció; Phil Smith volvió a ser el de siempre.

—¿Qué quiere? —preguntó bruscamente—. Estoy muy ocupado.

—Quiero saber dónde estuvo el día que dejaron el cadáver de Erica Davenport en mi cobertizo para las barcas.

—Estuve aquí, y tengo testigos que confirmarán que me vieron aquí desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde —dijo Smith—. ¡Vaya a buscar a otra parte, por el amor de Dios! La única clase de asesinato que yo cometo es la de enviar a alguien a Mongolia Exterior. Y sí, me habría encargado de la doctora Erica Davenport, pero no acabando con su vida. ¿Qué clase de castigo es ése? Para cuando hubiera terminado con ella, la doctora habría llevado una camisa de fuerza.

—Lo acepto, señor Smith. Cuando he hablado de su indecisión, ¿a qué se refería?

—Exactamente a lo que la palabra sugiere. Que su secretario fuera homosexual era revelador, créame. Una de las formas en que Cornucopia permanece en lo más alto es mediante la absorción de empresas independientes de menor tamaño, especialmente si tienen ideas inteligentes o encuentran un nicho en el mercado para un nuevo producto. Las negociaciones de una adquisición poseen una estructura y un espacio de tiempo que Erica desconocía. Gracias a ella, perdimos la oportunidad de absorber cuatro empresas en menos de cuatro días. Tres correspondían a Fred Collins, una a mí. Llevábamos meses, o semanas según el caso, haciendo la danza ritual de apareamiento. Pero la muy imbécil vaciló y, después, fue corriendo a ver a Wallace Grierson.

—¿No podían saltársela? —preguntó Carmine, curioso.

—No tal como lo había dejado todo estipulado Desmond en su testamento; como controlaba la mayoría de Desmond tercero, ella tenía la última palabra —explicó Smith con amargura.

—Hummm… Así que deshacerse de ella tenía sus ventajas, aunque su técnica no hubiera implicado asesinarla.

—¿Es también idiota usted, capitán? ¿No se lo acabo de decir?

—No, señor Smith, no soy idiota —replicó Carmine con frialdad—. Sólo tengo que asegurarme totalmente de las cosas.

Se levantó y se acercó a la pared donde los aguafuertes de Hogarth colgaban con una precisión matemática. Mostraban un Londres largo tiempo desaparecido, un lugar lleno de personas que sufrían, pasaban hambre, vivían disipadamente, de personas que eran una lacra. Smith lo observaba, desconcertado.

Carmine se volvió para mirar al hombre sentado tras el escritorio lacado en negro y dijo:

—Son asombrosos. Un enorme sufrimiento humano con el que el artista convivía todos los días. No dice mucho del gobierno de la época, ¿verdad?

—No, supongo que no. —Smith se encogió de hombros—. Pero yo no convivo con él. ¿A qué viene ese interés?

—A nada, en realidad. Sólo que parece un tema extraño para el despacho del director de una empresa, especialmente cuando la finalidad de sus productos es provocar más sufrimiento humano.

—¡Oh, por favor! —exclamó Smith—. ¡No es culpa mía, sino de mi mujer! Le encargué a ella la decoración.

—Eso lo explica todo —dijo Carmine, sonrió y se marchó.

De ahí fue a ver a Gus Purvey, Fred Collins y Wal Grierson, por ese orden.

Purvey estaba verdaderamente afectado, y había ido a Los Ángeles para asistir al funeral. Como Phil Smith, su coartada para el día de la muerte de Erica era sólida.

—El señor Smith dice que la doctora Davenport era demasiado indecisa —le comentó Carmine, preguntándose si ya lo sabría. Parecía que sí.

—No estoy de acuerdo —dijo Purvey, y se secó los ojos—. Phil y Fred son un par de tiburones, muerden todo lo que se les cruza en el camino sin pararse a pensar si les sentará bien o les provocará una indigestión. Erica creía que esas cuatro empresas acabarían siendo un lastre en lugar de un recurso valioso.

Collins repitió los puntos de vista de Phil Smith, pero Grierson coincidió con Purvey:

—Era precavida, creo que ésa fue la razón por la que Des la eligió para que dirigiera Cornucopia. Sé, sin embargo, que estaba a favor de que Dormus adquiriera una empresa pequeña con buenas ideas sobre la energía solar. Es avanzarse décadas, pero estoy interesado en ello. Y Erica también. No quiero entrar en la empresa, sino limitarme a inyectarle un capital muy necesario en su infraestructura y recoger los beneficios más adelante. Lo mismo con la desalinización del agua del mar. Tienes que invertir en empresas pequeñas, capitán, no engullirlas —explicó Grierson, que se hizo eco sin querer de la metáfora de los tiburones de Purvey—. En ese sentido, la indecisión de Erica era fantástica. Por desgracia, en la mayoría de los sentidos, era desastrosa.

—¿Qué pasará ahora que la doctora Davenport ya no está?

—Phil Smith asumirá el control. Es curioso. Estos últimos quince años no ha movido ni un dedo y ahora, de repente, se ha despertado y se porta como un directivo. —Grierson frunció el ceño—. El problema es que no sé si este arrebato de energía durará. Espero que sí. No quiero ese puesto ni loco.

—¿Cómo es la mujer de Smith? —preguntó Carmine, pensando en el sombrero que parecía una pizza marrón.

Grierson soltó una carcajada.

—¿Natalie? Es lapona. Bueno, ella dice «sami». Cuesta creer que sea esquimal, ¿verdad? Extraño, con los ojos azules y el pelo rubio. Pero según me dicen, los samis son muy blancos. Su inglés es terrible. Me cae bien, es… eh, jovial. Sus hijos son guapísimos, todos rubios. Una chica y dos chicos. Ninguno de ellos quiso seguir los pasos de papá en la empresa; es asombroso lo a menudo que eso ocurre. Da igual lo rica que sea la gente, sus hijos quieren hacer su propia vida.

—¿Ninguno de los tres es un figurín?

—No, todos son muy trabajadores, Natalie se encargó de ello.

Tiene su tierra metida en la cabeza, de modo que en cuanto sus hijos terminaron sus estudios, fueron al país del sol de medianoche. No se quedaron, claro. Están repartidos por todo el mundo.

—Los Smith forman una pareja muy curiosa.

«Es fascinante —pensaba Carmine—. Jamás habría dicho que a Wal Grierson le gustara tanto cotillear sobre cuestiones personales. ¡Hay que ver! Su mejor amigo es una mujer… su esposa.»

—Los Smith son de lo más normales si los comparamos con los Collins cuando su primera mujer estaba viva. Aki era turca; otra rubia. De una belleza extraña. Era de algún lugar cercano a Armenia o el Cáucaso. Sus hijos son unos niños muy guapos. Bueno, ya son hombres ahora. Uno es marine y está destinado en Alemania Occidental, el otro es un científico de la NASA y está intentado llevar al hombre a la Luna.

—¿Qué fue de ella? ¿Se divorciaron?

Wal Grierson se puso serio.

—No. Murió de un disparo accidental en su cabaña de Maine. Un imbécil la confundió con un ciervo y le voló la cara. Por eso aguantamos a las amiguitas de Fred. Cuando Aki estaba viva, él no era así.

—Es una auténtica tragedia —comentó Carmine.

—Sí, pobre Fred.

Unas imágenes extrañas se iban formando en la cabeza de Carmine, pero no alcanzaba a verlas, como si un oftalmólogo sádico contuviera deliberadamente objetos en movimiento en los márgenes de su visión periférica. Están ahí, pero no están ahí. Mueves la cabeza para enfocarlos y desaparecen… ¡puf!

—¿Me estaré volviendo loco? —preguntó a Desdemona con el emisor de interferencias instalado en el teléfono.

—No, cariño, estás muy cuerdo. Conozco esa sensación. ¡Oh, cómo te extraño! —Se detuvo un momento y añadió con una astucia increíble—: Y Julian también. ¡De veras, Carmine! Cada vez que se acerca un hombre que se parece a ti, empieza a moverse arriba y abajo. ¡Es adorable!

—¡Qué cosa tan horrible de decir!

—Tienes idea de quién es, ¿verdad? —preguntó Desdemona.

—No, ése es el problema. No la tengo. Debería tenerla, pero no la tengo.

—Anímate, ya se te ocurrirá. ¿Hace buen tiempo?

Se vengó de ella.

—Tenemos unos preciosos días de primavera.

—¿Te imaginas el tiempo que hace aquí?

—Seguro que llueve. A cincuenta grados de latitud y con un clima así de suave tiene que llover mucho, Desdemona. Es la corriente del Golfo.