Cuando Carmine llegó el viernes 21 de abril a las ocho de la mañana, Delia lo estaba esperando. Por lo visto, para ella era un día festivo: vestía su conjunto más elegante, una combinación de púrpura y naranja que hería los ojos a no ser que, como le pasaba a Carmine, estuvieran acostumbrados a su gama de colores.

—Si no te importa —dijo mientras se sentaba en una silla delante de su escritorio—, preferiría hablar primero contigo en privado. ¿Es posible?

—Claro. Adelante.

Desenrolló con cuidado una hoja de papel sobre la mesa, junto con varias hojas de tamaño normal. Carmine las observó y miró luego a su secretaria con las cejas arqueadas.

—He encontrado un evento al que asistieron las once personas fallecidas —anunció, esforzándose por suprimir la euforia de su voz—. Fue el sábado tres de diciembre del año pasado, en el ayuntamiento de Holloman, y estuvo organizado por la Fundación Maxwell para recaudar fondos para la investigación de enfermedades infantiles de larga duración. —Se detuvo y sonrió de oreja a oreja.

—¡Caray! —exclamó Carmine, que se había quedado sin palabras—. ¿Y asistieron todas? ¿Incluidas las tres víctimas negras?

—Sí. Fue una cena con baile para quinientas personas, que se sentaron en mesas redondas dispuestas para diez personas o cinco parejas. La mayoría de las mesas fueron «compradas» por una empresa o por algún tipo de institución. Sin duda, Desdemona y tú habríais estado allí, en la mesa del tío John, si no hubiera sido porque acababais de ser padres. Costaba cien dólares por persona, lo que suponía mil dólares por mesa. La mayoría de las empresas e instituciones patrocinadoras donaron mil dólares más por mesa. Cornucopia y sus subsidiarias patrocinaron veinte de las cincuenta mesas. Chubb patrocinó diez, el alcalde tenía una, el cuerpo de policía y el de bomberos acabaron compartiendo una, etcétera. —Delia se detuvo de nuevo. Le brillaban los ojos.

—Increíble —aprobó Carmine en voz baja, creyendo que su secretaria esperaba algún comentario.

—La planificación que requiere un evento de este tipo me ha dejado de piedra, Carmine —dijo con asombro—. Se prepara como una batalla, sospecho que más rigurosamente que las batallas militares. Dónde debía estar una mesa patrocinada por determinada organización, su relación con las demás mesas de esa misma organización, las mesas situadas a la derecha, a la izquierda, delante, detrás y en diagonal (¡dudo que lord Kitchener dedicara alguna vez el mismo tiempo a planear sus baños de sangre!). Cuando la distribución de las mesas estuvo lista, se asignó un número a cada una de ellas. Entonces hubo que situar a los invitados. Había que prestar la debida atención a los que iban en grupos de cinco parejas, o querían sentarse en la mesa tal o la mesa cuál, o pedían estar con una, dos o tres parejas. También había invitados que iban solos o con un acompañante y que no tenían ninguna preferencia, como Beatrice Egmont. Un grupo de voluntarios de la Maxwell se encargó de toda esta logística, y lo hicieron espléndidamente. Evitaron incluso que se formara esa aglomeración espantosa en el vestíbulo cuando centenares de personas buscan a la vez su nombre en la relación del tablero. Había seis voluntarios con listas sentados en un mostrador de recepción que indicaban el número de su mesa a quien se lo pedía. —Hizo una pausa.

—Comprendo, Delia. Sigue, no me tengas en ascuas.

—Una de las muchas mesas de Cornucopia estaba patrocinada por el Fourth National Bank bajo los auspicios de Peter Norton. Debido a los caprichos del destino, contó con un grupo mucho menos selecto del que Norton habría esperado. Su mujer, por ejemplo, tenía la gripe intestinal que causaba estragos en aquel momento (yo misma la padecí) y no pudo asistir. Y tampoco la mujer del decano Denbigh, por el mismo motivo. Beatrice Egmont fue sola, sin acompañante. El marido de la señora Cathy Cartwright estaba en Beechmont con el chef temperamental. Bianca Tolano fue con una de las entradas que le dio su jefe, el señor Dorley, cuando resultó que él y su mujer no podían ir. Parece que Bianca no intentó encontrar acompañante; fue sola. Pero debía de ser una chica considerada, porque entregó la segunda entrada en el mostrador de recepción. ¿Cómo lo sé? Estaba numerada, y se vendió a un joven que se presentó sin entrada: Evan Pugh. De modo que, en cierto sentido, él y Bianca sustituyeron a los Dorley, que, según parece, se salvaron de casualidad. —Se estremeció y adoptó un aire dramático—. Pero ¿por qué el señor Norton no llenó la mesa con sus amigos? —preguntó retóricamente—. Pues ¡porque ninguno de ellos asistió al evento!

Carmine sabía por experiencia que Delia relataría sus pesquisas con su inimitable estilo y que, además, había planeado aquella explicación con la misma meticulosidad que la Fundación Maxwell el banquete. Tendría que esperar.

—En pocas palabras, Norton estaba demasiado asustado para invitar a sus amigos —prosiguió Delia, satisfecha de tener a Carmine con el alma en vilo—. El sitial de honor de la mesa del Fourth National lo ocupaba Desmond Skeps, que, entre todas las mesas en las que podía elegir sentarse, se decidió por la de Norton. Con él, de acompañante, iba Dee-Dee Hall.

—¿Qué?

—Aparece en la lista general de invitados como acompañante de Desmond Skeps. ¿Lo ves? —Delia le enseñó una hoja.

—¿Qué cono tramaba? —preguntó, leyendo incrédulo el papel—. ¡Seguro que nada bueno! ¡Sigue, sigue!

—Eso nos da, pues, cuatro mujeres: Cathy Cartwright, Bianca Tolano, Beatrice Egmont y Dee-Dee Hall. Y cuatro hombres: Desmond Skeps, Peter Norton, Evan Pugh y el decano John Denbigh. Ocho personas que ahora están todas muertas. En la mesa del Fourth National quedaron dos sillas desocupadas.

—¡No me extraña no haberte visto el pelo desde hace días! —exclamó Carmine sacudiendo la cabeza—. Desde luego, no has obtenido toda esta información de ninguna lista.

—Bueno, no —admitió Delia—. Tuve que hablar con mucha gente por teléfono y visitar varias veces la Fundación Maxwell. Hubo un momento en que temí que hubieran quemado o tirado a la basura mis preciadas listas, pero eso era imposible. Hasta las organizaciones benéficas están plagadas de burócratas, y los burócratas no se deshacen de nada que pueda poner en peligro su parasitaria existencia.

—¿Por qué detestas tanto a los administrativos, Delia? Tú misma lo eres —comentó Carmine con malicia.

Delia mordió el anzuelo:

—¡Yo no soy ningún parásito! Mi trabajo da frutos. Soy una pieza necesaria de la maquinaria de la policía. A ver, ponme un solo ejemplo de una unidad policial que no ande corta de administrativos —dijo, indignada.

—¡Cálmate, mujer! Te estoy tomando el pelo. Acabas de procesar tú sola más documentos con resultados positivos que un ministerio entero —aseguró—. ¡Desmond Skeps! ¿Qué hacía llevando del brazo a una prostituta de la calle? Aunque no es que lo pareciera por su aspecto. Dee-Dee podía… podía…

—¿Vestirse y peinarse bien? —sugirió Delia.

—Con un buen vestido podía parecer casi respetable. Se habría seguido notando que era una mujer de la calle en un ambiente humilde, pero yendo del brazo de Skeps se le habrían perdonado muchas cosas. La gente no quiere pensar que un hombre con la riqueza y la posición de Skeps le esté dando gato por liebre. —Carmine frunció el ceño antes de seguir—. Muy bien, ya tenemos a ocho de los once. ¿Qué hay de las víctimas negras?

—También estaban allí. Quien sirvió la cena fue Barnstaple Catering, que se estrenaba en eventos de esa magnitud. La empresa se había dedicado anteriormente a actos más reducidos, pero surgió la oportunidad de firmar un contrato con Chubb para servir la comida en sus banquetes, y la cena de la Fundación Maxwell fue una especie de prueba. Por esta razón, al menos según su director general, Barnstaple aceptó cobrar menos de lo que pedirá en el futuro. La Fundación Maxwell, por su parte, también puso algunas condiciones porque, al parecer, había tenido malas experiencias en el pasado. La cena con baile a mil dólares la mesa era una iniciativa nueva para ellos, y querían que la primera fuera memorable, con la intención de ofrecer una cada año. Así que Barnstaple tenía que asignar un equipo de tres camareros a cada mesa. Cedric Ballantine, Morris Brown y Ludovica Bereson sirvieron la mesa del Fourth National. El sistema funcionó de maravilla —prosiguió Delia, con menos pasión ahora que ya había revelado el último dato suculento—. La comida llegó a los comensales calentita y muy deprisa, la bebida fluyó ininterrumpidamente y nadie tuvo un plato vacío delante más de dos o tres minutos.

—¿Se siguió algún método para asignar a las tres víctimas negras a esa mesa? —preguntó Carmine.

—No, al margen de que los tres trabajaban para Barnstaple los fines de semana desde hacía cierto tiempo, incluido Cedric Ballantine, que se hizo pasar por mayor de lo que era para conseguir el trabajo. No comprueban las edades rigurosamente, y Cedric parecía mayor de lo que era. Si hubiera sido entre semana, ninguno de los chicos habría podido trabajar porque tenía clase. Es probable que a la señora Bereson tampoco le hubiera interesado hacerlo después de pasarse el día limpiando casas. Pero era un sábado por la noche: ideal.

—Si no estuviera felizmente casado, me tendrías esperando junto a tu puerta, decidido a que fueras mía, Delia —aseguró Carmine con una sonrisa—. Dudo también que tres hombres hubieran averiguado la mitad que tú. Te fijas en todos los detalles, y si alguna investigación lo necesitaba, era ésta. Nunca podré agradecértelo lo suficiente.

—No hace falta que me lo agradezcas. Me encantó hacerlo. —Se levantó, pero no recogió los papeles—. Quédatelos. Y ahora, si me disculpas, tengo cosas que hacer.

En cuanto se marchó, Carmine llamó a Desdemona.

—¿Qué clase de flores puedo regalarle a Delia por un trabajo excepcional? —le preguntó.

—Orquídeas de colores muy vivos —contestó su mujer—. En una maceta, no en un ramo. Que sean cattleyas.

—La pregunta del millón es por qué Desmond Skeps se sentó a la mesa de Peter Norton —dijo Carmine.

—No sé cómo podremos saberlo —dijo Corey con tristeza—. Todas las personas relacionadas con la mesa están muertas.

—Lo que me gustaría saber es por qué pasaron cuatro meses entre este banquete y los asesinatos —intervino Abe.

—Como no creo que vayamos a averiguarlo, propongo que de momento lo aparquemos —dijo Carmine.

—Pero podemos saber los nombres de muchas de las personas que fueron y siguen vivas —sugirió Corey—. Tenemos que hacernos una idea de la clase de evento que era.

—¡Silvestri! —exclamó Carmine—. Él asistió, y también Danny y Larry. —Se dirigió hacia la puerta—. Hablaré con él. No se lo comentéis a los demás. De momento lo mantendremos en secreto.

John Silvestri lo escuchó absorto, tan orgulloso de su sobrina que decidió al instante que escribiría una carta a su cuñado de Oxford, que tantos humos se gastaba, para decirle que Delia dejaría una huella mucho más profunda en la historia que él. Luego, la realidad se impuso y se concentró en lo que había descubierto Delia.

—¡Madre del amor hermoso! —exclamó al final—. ¿Qué pretendía ese cabrón mañoso? No sacarás nada preguntándome a mí, Carmine, sé tan poco como tú.

—Sí, John, pero tú estuviste allí. Nosotros acabábamos de tener a Julian y no asistimos. Dime cómo fue, qué pasó. Tengo que hacerme una idea de todo.

Silvestri cerró los ojos para recordar.

—Supongo que lo recuerdo más que esos eventos benéficos a los que suelo ir porque todo fue sobre ruedas. ¡Como una seda! Cenamos los tres platos en una hora, lo que dejó tiempo para bailar y relacionarnos sin necesidad de quedarnos hasta pasada la medianoche. La comida era buena, y fue servida a la perfección gracias a los numerosos camareros que había. Cuando nos retiraron el plato del postre, sirvieron café y licores según los íbamos pidiendo. El café era bueno y estaba caliente, y había té para quienes quisieran. Recuerdo que todos coincidimos en que ni siquiera tú habrías podido encontrarle ninguna pega.

Carmine lo escuchó atentamente y, luego, se centró en una palabra:

—Dijiste que hubo tiempo para relacionarlos. ¿A qué te referías?

—Si fueras a más eventos de ese tipo en lugar de esquivarlos, ya lo sabrías —respondió el inspector jefe, introduciendo hábilmente un ligero reproche—. Esto no es Nueva York. Como mucha de la gente que asiste no se encuentra en demasiados sitios, en cuanto se sirve el café, empiezan a ir de mesa en mesa para ponerse al día. Como Jesse Bateman, de Busquash, al que apenas veo. De modo que, cuando una pareja de su mesa se levantó para ir a otra, mi mujer y yo fuimos a sentarnos con él. Había una gran pista de baile y la orquesta tocaba música de Glenn Miller, pero no todo el mundo quiere bailar. Es probable que ir de mesa en mesa guste más.

—Y había dos sillas vacías en la mesa del Fourth National —dijo Carmine—. Lo que significa que otras personas pudieron reunirse con Norton y sus invitados. —Resopló—. En algún lugar de Holloman hay varias personas que se sentaron un rato en la mesa de Norton esa noche. Sólo tengo que encontrarlas.

—A mí no me mires. En cuanto vi a Desmond Skeps en la mesa del Fourth National, la esquivé. Y no fui el único. Lo hizo mucha más gente, incluidos el alcalde y sus lameculos.

—¿Por qué? —preguntó Carmine, sorprendido por la actitud del alcalde.

—Porque hasta de lejos se veía que Skeps estaba borracho como una cuba.

—¡Caray! Adiós al mito de la abstinencia. Gracias. Me has ayudado mucho.

Regresó a su despacho muy pensativo, y se encontró a Corey y Abe inclinados sobre el plano de la Fundación Maxwell donde estaban dibujadas las cincuenta mesas redondas, etiquetadas todas ellas con su patrocinador y su número. La del Fourth National era la 17, y tenía la 16 a su izquierda y la 18 a su derecha. Había diez filas de cinco mesas; la 17 estaba cerca del extremo superior, alejada de cualquier mesa importante de Cornucopia. La de Phil Smith era la 43; la de Wal Grierson, la 39, y la de Fred Collins, la 40. La 17 estaba rodeada de mesas de personas relativamente insignificantes. ¿Por qué, entonces, se sentó en ella Desmond Skeps? ¿Porque sabía que empinaría el codo? ¿O porque, acompañado de Dee-Dee, tendría que recorrer casi todo el comedor para llegar a la mesa 17?

—¿Y por qué con Peter Norton? —preguntó Carmine una vez más.

—¿Y por qué con Dee-Dee? —preguntó Corey una vez más.

—Habría sido más lógico que eligiera a Erica Davenport —dijo Abe.

—¡Imposible! Acababa de cortar su relación con ella —indicó Corey—, y ella estaba con su acompañante habitual: Gus Purvey.

—Quería molestar a alguien —sugirió Abe—. Seguro que él mismo se invitó a la mesa de Norton, que debió de estar encantado de que el rey de reyes se hubiera fijado en él.

—Un rey que, al parecer, estaba borracho perdido —comentó Corey.

—Sí, pero cuando Skeps le pidió que reservara dos sitios en su mesa, Norton no podía saber que eso pasaría —replicó Abe.

—Me gustaría saber qué pensaron Bianca, Cathy y la señora mayor de Dee-Dee —dijo Carmine—. Especialmente si Skeps estaba como una cuba. Si no lo reconocieron, seguro que Norton o Denbigh les dijo quién era, pero no creo que les impresionara. Evan Pugh debía de saberlo, pero él era de los que sólo se dejan impresionar por sí mismos. Así pues, diría que las sillas vacías eran las que estaban al lado de Skeps y Dee-Dee. Beatrice, Cathy y Bianca debían de tener el alma en vilo (las mujeres suelen pensar que los borrachos vomitan en cualquier sitio).

—Tendríamos que hacer algunas preguntas a Gerald Cartwright —dijo Corey—. Estoy seguro de que Cathy le explicó lo de la cogorza de Skeps.

—¿Alguien apuesta a que no? —preguntó Abe—. Allá donde vayamos, chocamos con la misma pared de ladrillos. La mujer de Norton está loca, Cathy Cartwright trabajaba demasiado y tenía que arreglárselas con Jimmy, Bianca y la pobre señora mayor asistieron solas y vivían solas, las víctimas negras pertenecían a un mundo donde Skeps no importaba, y dudo que Denbigh tuviera conversaciones íntimas con su mujer. Lo que es extraño es que Marty Fane no dijera nada sobre la cita de Dee-Dee con Skeps. Estaba dispuesto a todo para ayudarnos a atrapar a su asesino.

—No creo que Marty lo supiera —dijo Carmine—. Dee-Dee le era fiel a su manera, pero si Skeps le dio un par de los grandes, seguro que tuvo la boca cerrada. Seguramente fingió haber sucumbido también al virus intestinal que tanta gente tuvo entonces.

—No avanzamos ni a tiros —se quejó Corey.

—¡No es verdad! Delia nos ha proporcionado el banquete de la Fundación Maxwell, y yo a eso lo llamo avanzar. —Carmine apoyó los codos en la mesa y el mentón en las manos—. Erica Davenport me contó que Skeps nunca tomaba más de una copa al día, y me explicó por qué. Pero cuanto más los conozco, más me cuesta creer nada de lo que me dice ningún miembro del consejo de Cornucopia. Añadid a ellos a Philomena Skeps, Anthony Bera y Pauline Denbigh. Lo otro que me preocupa es la certeza de que nuestro cerebro tiene un ayudante aquí, en Holloman, seguramente alguien que ni siquiera conocemos. Desde luego, no es nadie que frecuente oído avizor los Servicios del Condado ni el Malvolio para obtener información. No le hace falta.

—¿Por qué crees que tiene un ayudante en lugar de una serie de mercenarios? —preguntó Abe.

—Oh, eso también, pero todo maestro tiene un aprendiz. —Carmine se enderezó y los miró muy serio—. Hay algo seguro: esas once personas murieron por algo que ocurrió en la mesa de Peter Norton. Debemos averiguar de qué se trata.

—¿Localizar a cualquiera que se sentara en esa mesa después de cenar? —sugirió Corey.

—Por supuesto. Beatrice Egmont era muy popular, tuvo que ir a verla mucha gente. Abe, tú tienes una lista de sus amigos. Ve a preguntarles qué pasó en la mesa de Norton. Seguro que algunos asistieron al banquete. —Y se dirigió entonces a Corey—. Tú interrogarás a Gerald Cartwright. Si su mujer no se atrevió a contarle lo que pasó, el hecho de que él insistiera para que fuera sola indica que sabía que en la cena habría muchos amigos. Obtén sus nombres y habla con ellos, además de con Cartwright.

—Mientras tú te encargas de Erica Davenport —dijo Abe.

Tras la partida de Myron, la doctora Davenport no lucía como antes, aunque no podía achacarse a su peinado, su maquillaje ni su atuendo. Ese día llevaba un vestido ligeramente drapeado de color azul lavanda, y los ojos maquillados a juego. Andaba con menos ímpetu y, cuando se sentó tras el escritorio lacado, no podía tener las manos quietas, jugueteaba con un bolígrafo o con un expediente, sus uñas con una perfecta manicura. Parecía haber llegado al límite, pero a Carmine se le escapaba qué clase de límite, porque sabía que ella no era el cerebro maquinador, y tampoco era Ulises. Más bien parecía que, de repente, se había dado cuenta de que era mucho menos importante de lo que creía, y tenía una aguda sensación de haber sido traicionada.

¿Por qué habían pasado cuatro meses entre el evento de la Fundación Maxwell y los asesinatos? Sentado frente a la consejera delegada de Cornucopia Central, Carmine pensó que si alguien sabía la respuesta a esa pregunta era ella.

Tardó diez segundos en lograr que lo mirara a los ojos; cuando por fin lo hizo, a Carmine le sorprendió ver el miedo, la inquietud y la desesperación que se ocultaban en su mirada. Por todos los santos, ¿qué sabía esa mujer? ¿Cómo podría sonsacárselo? Había llegado al límite, sí, pero no era capaz de darle el empujón necesario para que acabara de saltárselo. De repente echó de menos a Myron, porque tal vez él fuera el único que podría lograrlo. Si había una mujer que necesitaba una ternura infinita para confiarse, era Erica Davenport.

—¿Echa de menos a Myron? —preguntó.

—Mucho. Pero estoy segura de que no ha venido para expresarme sus condolencias, capitán. ¿Qué quiere?

—Las once personas cuyos asesinatos estoy investigando se relacionaron entre sí en la mesa que el Fourth National Bank patrocinó en un evento celebrado hace más de cuatro meses —explicó, mirándola tan intensamente que le dio rabia tener que parpadear—. El tres de diciembre del año pasado, un sábado por la noche. Era un banquete que ofreció la Fundación Maxwell.

—Sí, lo recuerdo —afirmó, más serena—. Fui con Gus Purvey y nos sentamos a la mesa de Phil Smith.

—¿Sabe dónde se sentó Desmond Skeps?

Ella arrugó la frente.

—Estaba muy raro, de eso me acuerdo. Era de esperar, claro. Me había informado de que ya no necesitaba mis servicios amorosos. Su mesa estaba al otro lado del salón, y no conocía a las personas que estaban con él.

—Pero fue a sentarse un rato en esa mesa. —«¡Di que sí, Erica, di que sí!»

—Pues sí, la verdad es que fui —dijo ella con una mueca—. Fue desagradable, pero tendría que habérmelo imaginado.

—¿Por qué desagradable?

—Des estaba borracho.

—Pero según su propia declaración, el señor Skeps se limitaba a tomar una copa al día desde hacía muchos años. Cuando hizo esa declaración, no mencionó esta recaída en el banquete de la Fundación Maxwell.

—Fue la única vez, capitán.

—¿Por qué?

—¿Por qué recayó, me pregunta?

—Sí.

—No lo sé, pero si cree que fue porque había cortado conmigo, se equivoca. No nos amábamos. —Reflexionó un momento y añadió—: Ni siquiera nos gustábamos.

—¿Y la mujer que estaba con él en la mesa?

—¿Qué mujer? —preguntó, sorprendida—. Estaba solo.

—Una mujer de metro ochenta, que habría parecido alta incluso sentada. Para usted, muy corriente. Con algo de sangre negra, una cara bonita, rubia de bote, muy maquillada, pechugona. Creo que seguramente llevaba un vestido ajustado de satén de algún color alegre: verde esmeralda o rosa fosforito. Pero no escarlata. Puede que llevara una estola de visón blanco, auténtica.

El rostro de Erica se distendió.

—¡Oh! Estaba en la mesa, pero sentada entre una joven atractiva y una señora mayor de pelo blanco a la que le costaba respirar. No prestaba atención a Des y él la ignoraba. Bueno, estaba demasiado borracho para ver lo que había al otro lado de la mesa. Y también para hablar con claridad. Como no entendía nada de lo que decía, no me quedé mucho rato.

—Si usted se sentó a un lado de Desmond Skeps, ¿había alguien al otro lado?

—Sí, un hombre muy gordo que apenas cabía en la silla.

—¿Y al otro lado de él?

—No lo vi. El hombre gordo me tapaba.

—¿Quién estaba sentado a su lado además de Skeps?

—Un joven bastante repugnante que intentó ponerme la mano en la pierna. Las mujeres estaban todas juntas, y no las culpé. Hasta el decano Denbigh era desagradable.

Carmine siguió interrogándola un rato, pero no averiguó nada nuevo. Al marcharse tenía cierta sensación de fracaso.

Antes de que llegara el ascensor, se le acercó el secretario, Richard Oakes, acompañado de un hombre mayor que él, diez años como mínimo. Tras entrar y pulsar la planta baja, Oakes se estremeció y se alejó todo lo que pudo de Carmine.

—¿Quién es su compañero, señor Oakes? —preguntó Carmine.

Pero quien contestó fue el desconocido porque, al parecer, Oakes estaba demasiado asustado para hacerlo.

—No soy compañero del señor Oakes —aclaró con gesto altanero—. Soy Lancelot Sterling, de contabilidad.

—¡Oh, ese jefe tan encantador! Atormentador además de chismoso.

—¿Cómo dice?

—Olvídelo —pidió Carmine, y se quedó callado hasta llegar abajo.

Sterling le dirigió varias miradas desagradables, pero la expresión de Richard Oakes le indicaba que ponerse agresivo sería un error. Nadie había hablado en Cornucopia, y menos que nadie el agente especial Ted Kelly, pero de algún modo la historia de los puñetazos delante del Malvolio había llegado a las plantas ejecutivas. Seguro que a continuación le tocaría a contabilidad, a juzgar por la expresión de Oakes.

En la planta baja, Oakes y Sterling esperaron un ascensor que llevaba al aparcamiento. Carmine salió a la calle a buscar su Fairlane, que a ningún policía municipal se le habría ocurrido multar.

Pasaron varios días, durante los cuales Carmine, Abe, Corey y Delia trataron de encontrar a alguien que hubiera visitado la mesa 17 durante el banquete.

Al ver que sus esfuerzos eran infructuosos, Carmine fue a ver a Silvestri.

—Necesito que aparezca uno de tus boletines informativos por televisión —dijo al inspector jefe—. Algo para que cualquiera que tuviera contacto con Desmond Skeps en el banquete que ofreció la Fundación Maxwell hace cuatro meses se presente. Podría proporcionarnos información vital.

—Gracias a Dios que no se ha filtrado que todos los que se sentaron en esa mesa están muertos. No te preocupes, Carmine, parecerá algo rutinario a la vez que importante —prometió Silvestri.

Cumplió su palabra, pero nadie apareció de quién sabe dónde, como él decía.

—Estamos parados —dijo Delia.

—Estamos estancados —dijo Abe.

—Estamos jodidos —dijo Corey.

«Todo esto pone de muy mal humor a Carmine», pensó Desdemona al cumplirse la cuarta semana de investigaciones. Así que intentaba animarlo preparándole comidas sabrosas y haciéndole pasar todo el rato posible con Julian. El caso le facilitaba hacerlo porque, al estar estancado y jodido, Carmine llegaba a casa mucho antes que cuando estaba ocupado y obtenía resultados.

Aunque Julian todavía no tenía seis meses, quería otro hijo lo antes posible, convencida de que cuanta menos diferencia de edad hubiese entre los hermanos, más probabilidades tenían de llevarse bien. Su suegra no paraba de decirle que eso era una falacia, pero Desdemona podía ser muy tozuda y, en este caso, lo era. Por eso, cuando se puso triste porque le había venido el período, Emilia Delmonico, exasperada, se enfadó, algo poco habitual en ella.

—¡Deja de compadecerte! —le dijo Emilia—. Lleva al niño a dar un paseo y a tomar un poco el sol. Nació por Acción de Gracias, no ha sentido nunca su calor. Hoy hace un buen día de primavera. ¡Disfrútalo!

—¡Pero quiero preparar salsa bearnesa! —protestó Desdemona.

—Carmine prefiere el bistec sin salsa. ¡Anda, vete!

—Me apetece pasar la tarde en la cocina.

—¡Tienes que salir más a menudo de la cocina! Qué quieres, ¿que Carmine acabe gordo y enfermo del corazón?

—No, claro que no, pero…

—¡Nada de peros! Pon a Julian en la sillita y ve a dar un paseo, Desdemona.

—Es demasiado pequeño para la sillita.

—¡Tonterías! Se sienta derecho y mantiene bien erguida la cabecita. Os irá bien a los dos. ¡Vamos! ¡Vete!

Como Carmine había puesto correas a la sillita, Desdemona se quedó sin argumentos. Comprobó que Julian pudiera recostarse si le daba sueño y salió a la calle. El terreno era demasiado escarpado para el cochecito, y Julian iba muy tieso en la sillita, mirándolo todo muy atento e interesado.

Tras dar una vuelta por East Circle, empezó a animarse; hasta pensó con cariño en su suegra sabelotodo. Era verdad, hacía muy buen día, con un cielo despejado y una suave brisa; la llegada de mayo sería perfecta. En lo alto del camino largo y serpenteante que llevaba desde la calle hasta la casa, Desdemona decidió que ese día Julian vería por primera vez una masa de agua: el puerto, tan poco transitado que no estaba contaminado.

Con los pulmones llenos de aire fresco, empujó el cochecito por delante de la casa en dirección al embarcadero y al cobertizo para las barcas, deleitándose con el frondoso follaje que la rodeaba. Las forsitias estaban en flor y formaban setos densos hasta la orilla del agua, donde crecían arbustos halófilos. La finca estaba situada a sotavento, y en Connecticut no solía haber huracanes.

Donde la mujer del anterior propietario había colocado un banco, se había despejado la vista desde el camino hasta el agua. Desdemona se sentó y miró a su hijo para ver cómo le sentaba el paseo. El pequeño estaba pendiente de todo con los ojos abiertos como platos, testigo silencioso de la sabiduría de Emilia. Sí, tenía que pasar menos tiempo en la cocina y más paseando con Julian. Le soltó las correas y lo levantó para sentárselo en el regazo. Apoyó la mejilla en los rizos del pequeño y aspiró su dulce olor a limpio. «¡Mi bebé! ¡Mi Julian!» En esa parte el camino estaba cubierto de arena y, como ocurre a la gente corpulenta, Desdemona andaba con pies ligeros.

No hizo el menor ruido, ni siquiera al sentarse, y Julian, que era un niño silencioso por naturaleza, vivía totalmente absorto esa experiencia nueva, maravillosa. «Será un hombre de pocas palabras», pensó su madre.

Puede que pasaran dos minutos antes de que Desdemona se diera cuenta de que había alguien trajinando en el cobertizo de las barcas; de repente se oyó el ruido de algo que caía al agua. Cuando volvió la cabeza para ver qué pasaba, se abrió la puerta y salió un hombre. Llevaba ropa de camuflaje y un pasamontañas de lana caqui que le tapaba la cara, salvo los ojos y la boca. Empuñaba una pistola en la mano derecha y tenía el aspecto de alguien que no espera ser descubierto pero aun así está preparado.

Lo primero que pensó Desdemona fue que, con el niño, jamás llegaría a lo alto de la colina. En cuanto lo vio, él la vio a ella, y le apuntó con el arma. Pero no se precipitó: quería hacer buena puntería y acabar con ella de un solo disparo. Desdemona buscó con sus ojos las aberturas del pasamontañas, suplicando con la mirada por su hijo; incluso lo desplazó un poquito hacia delante como para mostrarle lo atroz que era el crimen que iba a cometer. El gesto no le hizo desistir, pero al mover el niño le descentró la puntería. Volvió a apuntar el arma, esta vez a la cabeza. Eso indicó a Desdemona todo lo que necesitaba saber: aquel hombre era un tirador experto, no fallaría.

En ese mismo instante, tapó con una mano la boca y la nariz de Julian y se lanzó al agua, a pocos metros de distancia, tras dar dos amplias zancadas. Cayó con el niño sujeto a un costado y se impulsó con los pies para sumergirse lo más lejos que se atrevía, dada la pendiente de la orilla. La mente se le desbocó. ¿Dónde podía ir? Julian se había abrazado a ella, pero forcejeaba con más fuerza de lo que había esperado; no podía respirar, pero estaba decidido a hacerlo.

Se había sumergido en dirección contraria al embarcadero, y salió a la superficie donde los arbustos halófilos crecían frondosos entre el camino y el agua. Cuando apartó la mano de la cara de Julian, el pequeño se llenó los pulmones de aire y se dispuso a berrear, pero Desdemona volvió a taparle la boca con la mano mientras inspiraba también y volvía a sumergirse.

El agua estaba helada. Sabía que no disponía de mucho tiempo antes de que le ralentizara los movimientos para volver a la superficie, pero llevaba con ella a su hijo, suyo y de Carmine, y no iba a permitir que muriera. Tanto si el agua estaba helada como si no, tenía que salir de su finca y entrar en la de los Silberfein. Los vecinos habían edificado su casa en una parcela estrecha, demasiado cerca del agua según decían los viejos del lugar. Pero era la salvación de Desdemona.

La quinta vez que se sumergió, Julian le estaba cogiendo el tranquillo, o por lo menos eso creyó su madre; inspiraba el aire y se apretujaba contra su cuerpo casi sin forcejear. Pero Desdemona no podría hacer muchas inmersiones. Si su enemigo la esperaba en la orilla, estaba acabada. Dejó al bebé fuera del agua y salió a rastras, exhausta. Si no hubiera habido marea alta, habría habido más pendiente expuesta, llena de percebes y resbaladiza. Nadie disparó. Volvió a cargar a Julian y subió con esfuerzo el jardín de los Silberfein pidiendo auxilio. ¡Ya estaba, se había salvado!

Una vez que estuvo seguro de que su mujer y su hijo estaban a salvo y relativamente ilesos, Carmine desechó la terrible sensación de impotencia, la aterradora idea de que Desdemona había tenido que salvarse por sí misma, sola. La impresión y el espanto le hacían pensar que tendría que haber estado ahí para defenderlos, pero la experiencia y el sentido común le indicaban que eso era imposible nueve de cada diez veces. No era la primera ocasión que Desdemona había tenido que salvarse con sus propias fuerzas; lo que rogaba era que fuera la última. Por dentro estaría asustado y lloraría de noche, en vela, pero no podía mostrarse así ante nadie, ni siquiera ante su mujer. No era por machismo; era por herencia, carácter y deber. «Puede que haya sido una bendición —pensó—. Pensar que hoy casi pierdo a mi familia me ha hecho darme cuenta de lo que siento. Por fin sé lo mucho que significan para mí. Son literalmente mi vida.» Su madre estaba peor que Desdemona y Julian; se culpaba a sí misma por insistir en que fueran de paseo. La casa estaba llena de hermanas, tías y primas, de modo que la dejó a su cuidado y al del doctor Santini. Su herida sólo se curaría con el tiempo y con mucho razonamiento. Julian había superado esa experiencia tan terrible sin aparentes secuelas psíquicas; o, por lo menos, ésa era la opinión del doctor Santini después de que el bebé, con el estómago lleno, se durmiera en la cuna con el aspecto y la actitud de siempre. Envuelta en un albornoz después de darse un baño para entrar en calor, Desdemona estaba sentada en un sillón junto a la cuna de Julian y se negaba a moverse de allí.

«Más tarde —pensó Carmine, bajando por el mismo camino hacia el embarcadero—. Ahora apenas sabe que estoy con ella, y no voy a privarla de quedarse con Julian por culpa de mis deberes de policía.» Patrick y su equipo estaban frente a la puerta del cobertizo de las barcas hablando con Abe y Corey. Cerca de ellos, en una parte bastante plana del terreno, había una bolsa para cadáveres.

En su interior estaba el cuerpo de Erica Davenport, una vez sacado del agua. La pendiente era demasiado escarpada para una camilla con ruedas; tendrían que llevarla hasta la calle en una manual.

—Le rompieron las piernas y los brazos unas horas antes de que muriera —indicó Patrick—, y cada uno de ellos por dos sitios: tibia más peroné y fémur en las piernas, y cubito más radio y húmero en los brazos. Causa de la muerte: estrangulamiento, diría que con una cuerda delgada.

—De nuevo distinto —comentó Carmine.

—¿Cómo está tu familia? —preguntó Patsy.

—Ilesa, según el doctor Santini. La que está fatal es mamá. Se culpa de todo.

—Tienes una mujer única.

—Lo sé. Enseguida iré a Cedar Street.

—Podemos encargarnos nosotros —dijo Abe.

—Ya lo sé, pero es que aquí estorbo. Tengo la casa ocupada por un regimiento de mujeres que destrozarían Holloman si no encontramos a quien intentó matar a una mujer con un bebé en brazos —dijo Carmine, y no hablaba en broma—. Yo coincido con ellas. Primero mi hija, y ahora mi mujer y mi hijo. Debemos de estar más cerca de lo que creemos de ese cabrón.

Toda la policía del condado estaba que echaba chispas; cuando Carmine entró, lo rodearon varios agentes que se ofrecieron a hacer horas extras. Abrirse paso le llevó tiempo, pero le alegró el corazón. A pesar del vacío que sentía, de repente supo que aquel cerebro criminal tenía los días contados. Había perdido la calma, se había vuelto demasiado arrogante. Evidentemente, no había planeado matar a Desdemona y al bebé, pero había lanzado el cadáver de Erica Davenport al agua delante del cobertizo de las barcas de Carmine a modo de advertencia. ¡A plena luz del día! Había pasado algo en el banquete de la Fundación Maxwell, y durante cuatro meses todo había parecido ir bien. Entonces, Evan Pugh envió una carta de chantaje, y a los cuatro días todos los testigos de ese algo estaban muertos. Así que alrededor del 29 de marzo había pasado algo más, algo que el asesino temía que lo dejara al descubierto.

—Necesitamos un testigo vivo —comentó a Abe y Corey cuando entró por fin en su despacho.

—¿Sobre lo que pasó en la mesa de Peter Norton? —preguntó Corey.

—Sí, pero también necesitamos un testigo vivo sobre el incidente o lo que fuera que llevó a Evan Pugh a intentar el chantaje. Creo que Erica Davenport lo sabía, y ahora está muerta. ¡Me daría de hostias por no haber convencido a Myron para que se quedara! Cuando la vi, me percaté de que ya no podía cargar más con algún secreto, y deseé que Myron estuviera aquí. En ese caso, tal vez habríamos sabido de qué se trataba. —Se frotó la cara con las manos—. Y ahora tengo que decirle que está muerta.

—Te dejamos solo —dijo Abe.

Fue una llamada larga. Aunque lloró, Myron no estaba totalmente hundido.

—Supongo que me esperaba algo así —comentó—. Tal vez porque creo que ella se lo esperaba. No sé si su propia muerte, pero desde luego sí algo terrible. ¡Se alegró tanto de mi marcha! No porque estuviera harta de mí, sino más bien porque yo era otra preocupación más. El problema es que no conseguí que me dijera qué le daba tanto miedo.

Carmine lo dejó hablar, detestando tener que agravar su sufrimiento, pero tenía que contarle cómo había muerto por si algún imbécil que lo supiera se lo soltaba. En las salas de juntas de Nueva York se encontraba constantemente con imbéciles como Phil Smith o Fred Collins.

Y finalmente, después de todo eso, Carmine tuvo que explicarle lo de Desdemona y Julian.

—¡Tienes que alejarlos de ahí, Carmine! —exclamó con voz aterrada—. Oye, quería preguntarte si podría tener a Sophia un tiempo. Puede terminar el curso en Los Ángeles, no se retrasaría…

—Claro que sí, Myron. Me quedaría más tranquilo si no estuviera aquí.

—Muy bien, muy bien. Fantástico. ¡Pero no iba a decir eso! —Myron gritó tan fuerte que Carmine tuvo que apartar el auricular de la oreja—. Voy a enviar algo de dinero a Desdemona, y vas a llevarlos a ella y Julian a Londres. ¡Y no aceptaré un no por respuesta!

—La respuesta tiene que ser no, Myron. En primer lugar, soy funcionario público y no puedo aceptar dinero de millonarios, ni tampoco mi mujer, se sobreentiende. En segundo lugar, estoy en mitad de un caso y no puedo irme —explicó Carmine pacientemente, sin prestar atención a las réplicas de su amigo—. ¿Y por qué Londres, precisamente?

—Porque Desdemona quería vivir allí antes de casarse contigo, y porque está al otro lado del Atlántico, lejos de ese asesino.

—Te agradezco infinitamente el gesto, amigo mío, pero es imposible. Olvídalo, por favor.

Pero fue una llamada larga. Para cuando colgó, Carmine estaba cansado. Lo que menos le gustaba en el mundo era discutir, mientras que eso era lo que daba sentido a la vida de Myron.

Abe y Corey no estaban en su despacho. Fue a ver a Patrick en busca de una cara amistosa.

—¿Se lo has contado a Myron?

—Sí. Bien mirado, se lo ha tomado bien. Lo mejor es que se va a quedar con Sophia un tiempo. Ella estará encantada de ir, se van a consentir demasiado uno al otro, y yo no tendré que preocuparme por ella. No creo que ese asesino cabrón contrate a nadie para asesinarla en Los Ángeles.

—Yo tampoco. Y si te sirve de consuelo, no creo que hubiera tratado de matar a Desdemona si ella no le hubiera pillado en el cobertizo. Lástima que no sea de Montana o de Nuevo México; estaría bien tener dónde enviarla.

—Es lo mismo que dice Myron, sólo que su solución es que yo acepte una gran cantidad de dinero y que Desdemona y Julian vayan a Londres hasta que todo esto acabe.

Patrick soltó una carcajada antes de centrarse en la mesa de autopsias. Estaba cubierta con una sábana. Cuando la apartó, Carmine vio el cuerpo desnudo de Erica Davenport con los brazos y las piernas hinchados, deformados y descoloridos, la cara azulada y la lengua fuera; el tronco aparecía tan inmaculado que no parecía corresponderse con las extremidades.

—Pobre mujer —dijo.

—Sí, pobre —coincidió Patrick con voz lúgubre.

—¿Qué has averiguado?

—Alrededor de los veinte años fue brutalmente violada, no sé cuantas veces, pero fue una violación múltiple. Anal además de vaginalmente, con objetos además de con penes. El tejido cicatrizal le habría impedido retozar demasiado en la cama (seguro que la aterraba que un amante lo viera). Skeps tuvo que verlo, si su relación fue tan larga como asegura Philomena Skeps. Lo descubrí cuando la estaba lavando.

—Eso explica muchas cosas —dijo Carmine, apoyado en la pared alicatada.

—Ya.

—¿Cuándo tendrás el informe completo de la autopsia?

—Iba a practicársela ahora, pero este descubrimiento hará que el procedimiento sea más largo, así que lo tendré mañana por la mañana, a primera hora. —Su mirada había perdido brillo; no le gustaba nada trabajar con víctimas de una violación—. ¿Quién se hará cargo de su entierro?

—Myron. No le sorprendió demasiado porque Erica le entregó su testamento antes de que se marchara. Lo nombró albacea. Sus bienes (desconozco su valor) irán a la fundación Mujeres contra la Violación, que ayuda a las víctimas. Añadiré que logró engañar a Myron; él no sabía que la propia Erica había sido víctima de una violación. Otra cosa mala para contarle. En cuanto a Cornucopia, no había ninguna mención sobre la tutoría de Desmond Skeps tercero. Tenía que saber que si le pasaba algo, sería más fácil que Philomena Skeps obtuviera la custodia total de su hijo. Seguro que ese cabrón también lo sabía, lo que sugiere que no busca obtener el control de Cornucopia. ¡Madre mía, cómo estarán gruñendo allí los perros ahora mismo!

—Vete a casa, Carmine.

El capitán lo hizo.

Las mujeres, incluida su madre, ya se habían marchado, aunque había tres policías patrullando los alrededores. La noticia se había propagado por todo East Holloman con más rapidez de lo habitual. Los Silberfein, sus vecinos más próximos, habían reaccionado muy bien ante la emergencia desde el momento en que Sam había encontrado a Desdemona en su jardín. Normalmente, habría estado en su tintorería, pero Sylvia no se había encontrado bien esa mañana y se había quedado en casa. Cuando llegó Carmine, el médico que iba en la ambulancia se había ocupado de Julian, helado hasta los huesos pero nada más. El problema había sido Desdemona, que no quería separarse del bebé ni siquiera para cambiarse la ropa mojada, y estaba azul del frío. Fue Carmine quien la convenció de que entrara en casa con Julian y el médico, quien dio encarecidamente las gracias a los Silberfein, quien desnudó a Desdemona y quien dio a Julian un biberón de leche materna de las reservas que su madre guardaba en la nevera, mientras ella entraba en calor con un baño caliente.

Cuando entró en el dormitorio, Desdemona seguía sentada junto a la cuna, al lado de la cama. Estaba sentada con las piernas recogidas e inclinada hacia delante, con los ojos puestos en el bebé dormido.

Carmine no la distrajo. Buscó una silla y se sentó delante de su mujer. No lloraba, pero dada su postura, no pudo ver si temblaba. Su expresión era de dureza, pero su mirada, de un amor infinito.

—Tendrías que darme algunos detalles —dijo como si nada.

—Vale.

—¿Puedes describir a ese tío?

—Su corpulencia, sí. Más o menos mediana, ni alto ni bajo. Creo que estaba en forma. Era rápido de reflejos. Llevaba una pistola, imagino que del veintidós. Como no llevaba silenciador, habría sonado muy fuerte. Yo no oí ningún tiro, pero supongo que disparó a esa pobre mujer, ¿no?

—No; murió estrangulada —explicó Carmine en voz baja—. El arma de fuego debía de ser para emergencias. Tú fuiste una emergencia.

—Tengo que quitarme el miedo de encima, cariño —dijo con firmeza—. Me siento mejor si contemplo a Julian. No sería lógico ni sensato quedarme escondida por si vuelve a ocurrir algo así, pero es justamente lo que me pide el cuerpo. Tengo que lograr pasar página, y Julian me dice que puedo hacerlo. ¡Míralo! Era la primera vez que se zambullía en el agua y que buceaba, no tenía idea de lo que le estaba pasando, pero tenía a su mamá a su lado.

—Afortunadamente no es lo bastante mayor como para acordarse.

—Eso no lo sabremos hasta que vuelva a ver el puerto, o quizá cuando lo llevemos a una piscina, o vaya a chapotear a Busquash Beach. Si tiene algún recuerdo en el subconsciente, entonces aflorará.

—Será imposible saberlo con seguridad. Míralo, Desdemona. Nuestro hijo duerme como un angelito. ¿Se ha despertado angustiado? ¿Se ha movido inquieto en la cuna?

—No.

—No estoy preocupado por él; lleva mis genes —comentó Carmine sonriendo—. Estás haciendo eso tan inglés de quedártelo todo dentro y usar la lógica para reprimirlo. No serías humana si esto no te dejara huella, y la más profunda será el miedo de que pueda volver a ocurrir. A mi madre (que se siente muy culpable, debo decirte) le costará meses superarlo. Si realmente quieres darle un hermanito a Julian, no puedes permitir que el día de hoy dirija tu vida. Pero no lo conseguirás haciendo ejercicios mentales, cariño, sino manteniéndote ocupada y disfrutando con lo que tienes, con lo que tenemos. No puedes dejar que ese bastardo nos destruya, que destruya a nuestra familia. Deja de pensar tanto sobre cómo olvidarlo. El tiempo lo cura todo, ya lo sabes. —Y jugó su mejor carta—: ¡Después de todo, Desdemona, has salido triunfadora! Todo ha acabado en un baño helado. Eres una heroína, como cuando hiciste esa cabriola en el exterior del edificio Nutmeg. Lo de hoy tendría que reforzar tu seguridad en ti misma, no destruirla.

Finalmente ella sonrió y dejó de mirar a su hijo para poner sus ojos en su marido.

—Sí, tienes razón. —Se irguió, temblorosa—. ¡Pero tuve tanto miedo! Me pareció que pasaba una eternidad mientras pensaba cómo escapar, y entonces miré el agua, la miré realmente, y vi que la marea estaba alta. Bajo el agua, la pendiente es escarpada, sabía que lo bastante escarpada para poder esconderme. Cuando lo hube decidido, me calmé. ¡Pobrecito Julian! —Su mirada reflejó asombro—. Oh, Carmine, ¿te das cuenta que en ambas ocasiones habría muerto si no fuera tan corpulenta? Cuando hice aquella cabriola en el edificio Nutmeg, estaba en forma porque hacía muchas excursiones, pero hoy me he dado cuenta de que tengo que recuperar la forma. Me he pasado más de doce meses holgazaneando y hoy lo he notado. Es una suerte que ese hombre se fuera, porque cuando salí, ya no podía más. Si Sam no hubiera estado en su jardín, podríamos haber muerto.

—Ya no puedes ir de excursión como antes —dijo él, atrayéndola para sentarla en su regazo—. ¿Y si te apuntas a un gimnasio? ¿Uno de esos nuevos clubes de fitness?

—No; haré ejercicio en casa. Sé que es una tontería, pero quiero estar cerca de Julian.

—Siempre y cuando no lo agobies demasiado cuando crezca un poco. Las madres sobreprotectoras no les hacen ningún bien a sus hijos.

—Te prometo que no voy a agobiarle cuando crezca. Claro que lo más seguro es que no se dejara —dijo ella—. Lleva tus genes. Y gracias por tus palabras, cariño. Me siento mucho mejor. ¿Qué más necesitas saber?

—Más detalles sobre el aspecto del hombre.

—Llevaba un pasamontañas caqui.

—¿Un pasamontañas?

—Sí, sólo le he podido ver los ojos y la boca. No he estado nunca demasiado cerca de él. Estaba sentada en el banco, y él ha salido por la puerta lateral del cobertizo. ¿Cuánto hay: diez, quince metros? He visto el destello de sus ojos, pero no su color ni su forma, y tenía las cejas tapadas. Y también llevaba guantes.

—¿Y dices que el pasamontañas era caqui?

—Sí, exacto. Iba vestido de camuflaje (caqui, con manchas verde oliva y verde oscuro), cazadora abrochada y pantalones anchos remetidos en botas militares. Pienso que iba vestido así porque había llegado siguiendo la orilla. Habría sido difícil verlo entre los arbustos.

—¿Cuánto ha tardado en sacar el arma?

—Al instante. Estaba alerta, pero bastante tranquilo. Eso sí, nada más verme, me ha apuntado con decisión. Te diré algo, Carmine: era un tirador experto. Cuando le impedí dar en el blanco al moverme, me ha apuntado a la cabeza. A esa distancia y con un arma ligera, no podía permitirse fallar. ¿Lo ves? —preguntó orgullosa—. Estoy casada con un policía, sé cómo van estas cosas.

—Ha tenido que vigilar nuestra casa el tiempo suficiente para conocer nuestros movimientos. ¡Ese dichoso telescopio en el ático de Skeps! Estaba enfocado hacia el puerto de East Holloman. La cámara que llevaba incorporada había desaparecido cuando lo encontré. Pero alguien lo siguió usando. —Carmine la abrazó, la besó en la cara—. Creí que Skeps lo tenía por motivos lascivos, y puede que fuera así. Pero alguien le dio un uso más práctico.

—¡Y quienquiera que fuera no vería nunca a nadie en nuestro jardín delantero! —exclamó Desdemona—. Estaba demasiado embarazada para recorrer esa pendiente, luego tuve a Julian, y era invierno. ¡Hoy era la primera vez que bajaba hasta el agua desde hacía siglos! —De repente se echó a temblar—. ¡Oh, Carmine! ¿Y si Julian hubiera estado aún en el cochecito con las correas abrochadas? ¡Ahora estaríamos muertos!

La meció con ternura; él ya se había hecho todas esas preguntas.

—¡Julian no estaba en su sillita, Desdemona! Lo tenías sentado en el regazo. Supongo que eso significa que allá arriba hay alguien que vela por ti.

Un buen llanto sirvió para que se le pasara el susto. Cuando dejó de llorar, volvió a lo cotidiano.

—¡No te he preparado nada para cenar! —dijo.

—He pedido una pizza.

—¡Sophia! ¿Cómo he podido olvidarme de Sophia?

—Patsy la ha llevado al JFK a tomar un avión. Myron quiere que pase un tiempo con él.

Entonces Julian se despertó, hambriento pero siendo el de siempre.

Carmine observó cómo su mujer lo alimentaba, esforzándose por ahuyentar sus miedos. El problema era que Desdemona malinterpretaba la importancia que tenía en su vida profesional. Holloman era tan pequeño que su mujer destacaba, y atraía las enemistades como un imán las limaduras de hierro. Se debía a su corpulencia, a la dignidad que conllevaba, a su aspecto invulnerable. Si sus enemigos lo odiaban, también la odiaban a ella, pero por ella misma. Desdemona no era una princesa: era una soberana.