—¿Hasta qué punto puede considerarse algo una coincidencia? —preguntó Carmine a primera hora de la mañana siguiente.

Ni Abe ni Corey tenían la menor idea de a qué se refería, pero tampoco se atrevieron a decirlo: ¿y si era alguna clase de prueba?

—¿Qué quieres decir, jefe? —aventuró Corey, incómodo.

—Me refiero al dichoso tres de abril. Jimmy Cartwright fue una casualidad. Y nos dan a entender que el decano Denbigh también. La cuestión es: ¿podría ser una coincidencia más que nuestro banquero gordo muriera el tres de abril?

—Lo encuentro un poquito forzado —comentó Corey, contento de haber sido sincero.

Con Carmine nunca sabías qué derroteros seguían sus pensamientos. La noche anterior, Corey había tenido una discusión con Maureen que casi había terminado a gritos, pero que había servido para aclarar las cosas, y esa mañana estaba convencido de que las quejas y los reclamos iban a terminarse. Maureen le había sonreído, le había preparado el desayuno y no había dicho ni una palabra sobre el ascenso.

—¿Qué te preocupa, Carmine? —preguntó Abe.

—Esa oportunidad. Resulta demasiado… oportuna. Yo dedicaría más tiempo a la señora Norton, si no fuera por la fecha. ¡El tres de abril! ¿Cómo es posible que haya sido ella?

—¿Significa algo el tres de abril? —intervino Corey—. Cayó en lunes. Era el primer día laborable del mes, que es el último mes de algunos años fiscales…

—Es frustrante porque el uno de abril, día de los Inocentes, cayó en sábado —dijo Abe con una sonrisa burlona—. Este año no hubo bromas.

—No sabemos de dónde salió la estricnina —comentó Carmine.

—Pues no —dijeron sus sargentos a dúo.

—Miremos las cosas de otra forma, aunque tengamos que parecer macabros.

A Carmine no le gustaba usar una pizarra, pero a veces era necesario exponer los datos, y entonces la pizarra resultaba útil.

—Hay muertes apacibles y muertes terribles. —Dibujó una raya en el centro para formar dos columnas—. En el lado de las apacibles están Beatrice Egmont, Cathy Cartwright y las tres víctimas negras. Las llamo «apacibles» porque ninguna de las víctimas la vio venir y todas murieron rápidamente. Muy bien, cinco muertes apacibles.

Las apuntó en el lado izquierdo de la pizarra.

—Las muertes terribles incluyen la del decano Denbigh, pero lo excluimos porque queda fuera de nuestro ámbito. Lo que nos deja con cinco muertes terribles: Peter Norton, Dee-Dee Hall, Bianca Tolano, Evan Pugh y Desmond Skeps. Ahora bien, quiero anotarlas por orden, de la más fácil a la peor. ¿Quién tuvo la muerte más fácil?

—Peter Norton —respondió Corey. ¡Caray, hoy estaba inspirado!

—¿Por qué?

—Porque lo más probable es que estuviera inconsciente cuando empezaron las convulsiones. No puedo afirmarlo con certeza, pero creo que Patrick diría que las convulsiones generalizadas bloquearon las vías transmisoras de la conciencia.

—Bien, Corey. Pondremos a Peter Norton el primero. ¿Quién le sigue en esta horripilante lista?

—Dee-Dee Hall —propuso Abe—. No se resistió. No hizo nada mientras se desangraba lentamente, de ambas yugulares, aunque lo de lentamente es relativo: la sangre debía de brotar a borbotones, como cualquier líquido bombeado, y el corazón es una bomba perfecta. Debió de sufrir tanto mental como físicamente, pero no movió ni un solo músculo para defenderse o intentar huir. Lo que podría sugerir que a Dee-Dee no le parecía mal que su vida acabara.

Carmine escribió su nombre en la pizarra.

—La ponemos, pues, más o menos al mismo nivel que Peter Norton.

—Después va Evan Pugh —dijo Abe.

—¿Tú crees, Abe?

—Yo también lo creo —comentó Corey—. Murió de un traumatismo en la columna vertebral y los órganos internos. Una muerte lenta pero limpia. Lo peor debió de ser lo que pensó en esos momentos, pero sobre eso sólo podemos especular. Todo el mundo es distinto.

—Evan Pugh —enunció Carmine al escribirlo—. ¿Quién le sigue?

—Desmond Skeps —dijo Abe—. Su muerte fue espantosa, aunque su tortura no fue tan terrible, por lo menos desde mi punto de vista, que la que padeció Bianca Tolano.

—Abe tiene razón —dijo Corey con firmeza—. Skeps era un hombre famoso, sabía que se había ganado muchos enemigos, y tenía que saber que era posible que alguno de ellos lo odiara lo bastante como para matarlo. Su tortura fue superficial, incluso lo de los pezones cortados. Mientras que Bianca Tolano era una mujer inocente que sufrió lo indecible. Skeps sólo podría haberla igualado si lo hubieran violado, y no fue así. Su asesino… hummm…

—Mantuvo intacta su integridad como hombre —terminó por él Carmine—. Sí, eso es importante. Ninguna de las víctimas masculinas fue violentada sexualmente, y sólo una de las mujeres: Bianca Tolano.

Anotó su nombre al final de la columna de la derecha y se quedó mirando la pizarra.

—Tenemos que suponer que el asesino los conocía a todos. ¿Qué fue entonces lo que lo llevó a decidir sus distintas muertes?

—Beatrice Egmont era una anciana muy simpática —comentó Abe.

—Cathy Cartwright era una mujer muy agradable que lo estaba pasando muy mal con su familia y con Jimmy —dijo Corey.

—Y las tres víctimas negras eran totalmente inofensivas —intervino Carmine—. ¿Qué hay de las que tuvieron muertes terribles?

—El banquero era un prepotente que abusaba a veces de su poder —dijo Abe—. Y Dee-Dee era una prostituta, lo que para algunos es un crimen en sí mismo.

—Evan Pugh era un chantajista que no eligió bien a su víctima —dijo Corey—, y es probable que Skeps hubiera llevado a la ruina de un modo u otro a millares de personas.

—Sin embargo, la peor muerte le estaba reservada a una mujer inocente —dijo Carmine con el ceño fruncido—. ¿Por qué la odiaría tanto el asesino? —Miró a Corey—. Tú hiciste el trabajo preliminar. ¿Descubriste algo que sugiera que Bianca no era una mujer inocente?

—Nada de nada. Es exactamente lo que parece, pondría la mano en el fuego. —Se ruborizó un poco—. Estuve atento, aunque entonces tuviera problemas personales.

—No lo dudo. —Carmine se sentó y señaló un par de sillas—. Tenemos a alguien que ha asesinado a nueve o diez personas y es capaz de compadecerse de algunas de sus víctimas y, a la vez, de odiar implacablemente a otras. Sólo en un caso su odio lo llevó a ensañarse con su víctima: Bianca Tolano. Una economista de veintidós años que estudiaba un máster en Harvard. Muy bonita, con una figura espléndida, pero más bien tímida. No era promiscua. En una segunda autopsia, Patsy determinó que seguramente era virgen.

—Me recuerda a Erica Davenport —soltó Abe, pensativo.

—¿Qué?

—¿Qué pasa? —Abe se preparó para defender una postura insostenible—. Me imagino a la doctora Davenport a esa edad, con su sobresaliente cum laude y toda la vida por delante. Ahora es fría como un témpano, pero seguro que entonces no lo era. Seguro que tampoco era promiscua. Demasiado ambiciosa. Como Bianca.

—Pues ahora que lo dices… —terció Carmine—. Ayer pasé media tarde repasando el archivo del FBI sobre Erica Davenport y no alcancé a verlo: Bianca fue una sustituía de Erica.

—¡Dios mío, este caso es cada vez más enrevesado! —exclamó Abe.

—¡Pensad en ello! —dijo Carmine, entusiasmado—. Si Bianca fuera una sustituta de Erica, su asesinato adquiere perspectiva. El factor azar desaparece. ¡Todos están relacionados de alguna forma! Podemos descartar a la doctora Davenport. Pero cabe preguntarse si el asesinato de Bianca la deja fuera de peligro.

—Ya no ha habido más asesinatos —dijo Corey.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Abe.

—Concentraos en Peter Norton —ordenó Carmine—. Cada vez me cuesta más creer en esa chorrada de que el asesino aprovechó la oportunidad. ¿Y si hacía tiempo que la señora Norton quería matar a su marido y alguien la convenció para que lo hiciera el tres de abril? Si es culpable, tuvo que obtener la estricnina en alguna parte, y tal vez ésa sea su conexión con el cerebro perpetrador. Quiero que investiguéis a fondo el pasado de la señora Norton. ¿Un novio? Lo dudo, pero no podemos descartarlo. ¿Tiene deudas? ¿Joyas? ¿Pieles? ¿Ropa? ¿Juego? ¿Está harta de ser la mujer del banquero de un pueblo? Es rolliza, pero tiene su atractivo. Mirad por todas partes, chicos. Quiero saber dónde se incluye este asesinato.

Eso le dejó tiempo para almorzar en el Malvolio con Myron, que parecía agobiado.

—¿Te da mucho la lata? —preguntó Carmine al sentarse a la mesa. Su sonrisa contrarrestó su indiscreción.

—No tanto desde que le aconsejé que dejara que el barco de Cornucopia siguiera su propio rumbo. Tendría que habérseme ocurrido a mí.

—Eres el jamón del bocadillo —dijo Carmine, y se volvió hacia la camarera—. Tomaré una ensalada de lechuga, tomate, pepino y apio aliñada con aceite y vinagre, Minnie, y ponme unas galletas saladas, por favor. —Dirigió la mirada a Myron, receloso—. ¿Qué pasa?

Minnie se marchó discretamente.

—No es normal en ti, Carmine —dijo Myron—. ¿Qué fue de la salsa Thousand Islands? ¿Y los panecillos? ¿Y la mantequilla?

—Si cenaras en mi casa lo sabrías. —Carmine sorbió el café solo, sin azúcar—. Mi mujer se ha convertido en uno de los mejores chefs del mundo. Si no almuerzo como un conejo o paso de almorzar, acabaré pareciendo el dirigible de Goodyear.

—¡Santo Cielo! ¿Y qué hay de los asesinatos?

—Estamos haciendo progresos. ¿Qué te ha contado Erica sobre su infancia y juventud?

—Creo que más cosas que a Desmond Skeps. Engañó a todos los ejecutivos de Cornucopia para sobrevivir, pero fue sincera conmigo cuando le pregunté. Su familia sufrió mucho durante la Depresión y lo pasó muy mal.

—No hace falta que me lo cuentes, la mía también. Mi padre tuvo suerte, conservó su empleo, pero tenía que repartir el sueldo con la familia. East Holloman fue uno de los barrios que se recuperó primero, y en 1935 las perspectivas volvían a ser buenas. El colegio de St. Bernard tenía pocos alumnos. Los profesores nos dedicaban mucho tiempo.

—A mí no me afectó —confesó Myron—. La industria cinematográfica iba bien, y mi padre también.

—Esa década fue una locura —comentó Carmine, y empezó a atacar la ensalada como si le gustara—. ¿Cómo crees que Erica acabó siendo la persona que es ahora, Myron?

—No tengo ni idea, y no quiere decírmelo.

—¿Te ha mencionado alguna vez qué hizo en sus viajes por Europa el verano de 1948?

—Ni siquiera sabía que hubiera salido de Londres cuando estuvo en Europa.

—Está en su expediente del FBI, y podría explicar muchas cosas.

—No voy a espiar para ti, Carmine.

—Ni yo te lo pediría, pero espiar ya forma parte del caso. En Cornucopia hay alguien que vende secretos a los rojos, y Erica es una sospechosa de peso.

Myron se quedó blanco. Hasta se le cayó el tenedor de la mano.

—¡Oh, Dios mío, eso es terrible! —exclamó.

—También es información confidencial. No puedes contárselo a nadie, Myron, aunque puedes decírselo a Erica. Lo sabe todo sobre Ulises.

—¿Ulises es el espía?

—Es el nombre en clave que le asignó el FBI. No creo que Erica sea Ulises, pero sí que sabe quién es Ulises. Como seguramente tu habilitación de seguridad es más amplia que la mía, no tengo ningún problema en decírtelo. Si no lo sabes, significa que tus empresas y tus colegas no están implicados. Podría ser que Erica se alegre de tener un amigo de verdad.

A Myron se le humedecieron los ojos. Asintió con la cabeza, incapaz de hablar. Cuando lo hizo, su voz sonó normal.

—Parece que he perdido el apetito —dijo—. Apenas he tocado la carne. ¿No querrías…?

—Lo siento, no. Esto es comida para conejos.

—¡Jo! ¡Desdemona debe de estar a la altura de Escoffier!

—No lo sé, pero supera a mi abuela Cerutti, y eso es mucho decir.

Al día siguiente hizo otro viaje para ver a Philomena Skeps. ¿Por qué tenía que vivir en Orleans? Tres horas en coche, incluso con la sirena puesta en Connecticut, y esta vez dudaba que le ofreciera nada de comer. El día no prometía demasiado; el cielo estaba cubierto, soplaba viento y el Atlántico intentaba derribar las dunas de arena, o quizás elevarlas aún más.

Tenía razón sobre la comida. La señora Skeps lo recibió en la puerta acompañada de Anthony Bera, que condujo a Carmine a una salita con una ventana cubierta de rosales trepadores que dejaban entrar muy poca luz. El abogado vestía muy formal, traje, chaleco y corbata de Harvard, y Philomena llevaba un vestido de lana verde que le realzaba las formas voluptuosas. ¿Por qué se recluiría una mujer tan espléndida en Cape Cod? Podía entender que Bera lo hiciera; era el mastín que espera que le lancen un hueso.

—¿Tiene algún contacto con el movimiento feminista, señora Skeps? —preguntó.

—No, capitán. He hecho pequeños donativos a algunos proyectos que me gustaban, pero no me considero feminista.

—¿Han hecho esos proyectos que se fije en la doctora Pauline Denbigh?

—La conozco un poco, pero nunca me ha pedido colaboración ni dinero.

—¿Se solidariza con las causas feministas?

—¿Usted no, capitán?

—Sí, claro.

—Pues eso.

—¿Sobre qué discutieron usted y Erica Davenport tan serias en la fiesta del señor Mandelbaum?

—No tienes por qué responder, Philomena —dijo Bera—. De hecho, te aconsejo que no lo hagas.

—No; quiero responder —dijo con esa voz dulce y tranquila que jamás perdía su cadencia—. Discutimos sobre el futuro de mi hijo, ya que la doctora Davenport es ahora quien decide su destino. La única razón por la que fui a la fiesta del señor Mandelbaum fue para ver a Erica, y no se me ocurre otro motivo por el que ella le pidiera que me invitara. Erica no es bienvenida en mi casa. Y yo no lo soy en ninguno de los locales de Cornucopia. Por tanto, elegimos un terreno neutral.

—Eso supuse —comentó Carmine—. Pero no ha contestado a mi pregunta. ¿Qué aspectos del futuro de su hijo discutieron, y cuál fue el resultado de sus… negociaciones?

—Mi hijo tendrá que soportar casi ocho años la autoridad de la doctora Davenport, y los últimos le resultarán insoportables. No le gusta Erica, nunca le ha gustado. Esperaba convencerla de que accediera a que una segunda persona supervisara su futuro. Me preocupa mucho que esta mujer dilapide su herencia. No aposta, sino por incompetencia.

—Pero cualquier albacea durante la minoría de edad de un heredero podría arruinar un imperio empresarial —dijo Carmine—. ¿Debo entender que no confía en la mujer que está al timón de Cornucopia?

—No, no es eso. ¡Es ella! Le pedí que Tony, el señor Bera, fuera esa segunda persona. Se negó. Y eso puso fin a nuestra conversación.

—Debía de ser muy amiga de la doctora Davenport para haberse enfadado tanto con ella. ¿Por qué no le gusta a su hijo? ¿Cuándo y dónde se conocieron?

Inclinó la cabeza hacia Anthony Bera. «¡Auxilio, socorro, sálvame! ¿Qué digo? ¿Qué hago?»

—Te aconsejo que no contestes, Philomena —dijo el mastín, y se ganó su hueso.

Carmine se levantó para marcharse.

—Gracias por su tiempo, señora Skeps.

«Me siento como Miguel Ángel trabajando el mármol —pensó al iniciar el largo camino a casa—. Hoy he esculpido un codo, un antebrazo y una mano. Pero ¿son del lado derecho o del izquierdo? ¿Y dónde encaja Ulises?»

A su vuelta, descubrió que Delia le había usurpado la mitad de la oficina, donde había ahora una mesa de caballete y una silla con ruedas.

—Estoy demasiado estrecha —explicó—. ¡El tío John no ha sido nada justo con el espacio! Un jefe de detectives debe tener secretaria, y ésta debe tener un despacho como Dios manda. ¡Pero el mío es un cuartito minúsculo!

—¿Y por qué no te quejas al tío John? ¿Dónde van a poner las sillas Abe y Corey si convoco una reunión? Y, por más que te quiera, Delia, no me apetece tenerte aquí metida todo el rato. Un puesto de trabajo sólo debe ocuparlo una persona. ¿Cómo voy a pensar si cada vez que alzo los ojos te veo a ti?

Delia se lo tomó con la intención con que él lo había dicho, pero no tenía el menor propósito de mover el montón de papeles que había extendido en la mesa: unas hojas enormes con otras más pequeñas sujetas con clips. «Ahora tengo que luchar las batallas de Delia», pensó Carmine mientras iba hacia la puerta sin hacer ruido, como siempre. «Otro hombre se habría ido refunfuñando —pensó Delia—, pero no Carmine. El lunes que viene tendré un despacho más grande.»

Esperó a notar un cierto vacío en el ambiente, que era como sabía si Carmine estaba en el edificio. «¡Perfecto, se ha ido!»

—¿Has pensado alguna solución, tío John? —dijo nada más entrar en el despacho del inspector jefe.

—No, Delia. He preferido quedarme aquí sentado esperando a que vinieras y me la dieras tú —respondió Silvestri.

—¡Qué perspicaz! El problema es Mickey McCosker. Tiene el doble de espacio que Carmine y Larry, pero no está nunca aquí. Lo que yo propongo es que des sus dos salas a Carmine e instales a Mickey donde está Carmine ahora. ¿Quieres que pida a los de mantenimiento que lo hagan mañana?

Él asintió en silencio. ¿Por qué su sobrina tenía siempre razón?

—Si me lo pides —dijo a Carmine en el Malvolio cinco minutos después—, te daré el puesto de Danny. O el mío, si lo quieres.

—Salud, jefe —brindó Carmine con la copa en alto—. Me gusta ser capitán, sobre todo si puedo ocupar el despacho de Mickey. ¿O voy a instalarme en su segunda sala?

—No, tú te quedas su despacho. Según me informa Delia, la segunda sala es el doble de grande. —Logró que su cara imitara aceptablemente la expresión de su sobrina y añadió con voz de falsete—: «¡La segunda sala es para mí, tío John!» He accedido.

—Es lo mejor a largo plazo —añadió, y dio un sorbo al bourbon con aire pensativo.

—Si no recuerdo mal, la segunda sala de Mickey, incluso al ritmo al que Delia necesita archivadores nuevos, debería bastarle los próximos dos o tres años. —Sonrió burlón—. Entonces tendrás que presentarte a la alcaldía y construir un edificio nuevo sólo para ella.

—¡Ni lo sueñes! —El inspector jefe se terminó la bebida de un trago y pidió otra—. ¿Qué está haciendo Delia?

—Un trabajo descabellado que sólo ella entiende y quiere hacer. Va de eventos públicos y recepciones, y está relacionado con el caso, así que supongo que la estoy usando de detective —explicó Carmine, que pidió también otro bourbon y soltó, esperanzado—: ¿No querrías nombrarla teniente a ella, quizá?

—¡No, ni loco! Mira cómo me tiene, bebiendo a las cuatro y media de la tarde por su culpa. ¡Delia y sus papeleos!

No hubo el menor caos; el lunes a mediodía Carmine estaba bien instalado en su nuevo despacho, al fondo de su planta de los Servicios del Condado y, por lo tanto, bastante tranquilo. La luz entraba por una serie de ventanales que, dada su orientación, recibían los vientos predominantes de Holloman y le ofrecerían alguna que otra ráfaga fresca durante la canícula de agosto. Tener cerca el despacho de Abe y Corey era una ventaja más; era la segunda puerta pasillo abajo. La vieja oficina de Carmine estaba dos tramos de escalera más arriba, en el mismo piso que la del inspector jefe.

—Necesita una mano de pintura y muebles nuevos —comentó Delia.

—Cuando me vaya de vacaciones —replicó Carmine en tono inapelable mientras inspeccionaba el puesto de su secretaria, cubierto de grandes papeles—. ¿Qué es esto? ¿Planos?

—Podría decirse así. Ahora que tengo más espacio libre en el suelo, podré desplegarlos bien. El viernes podré darte mi informe.

Llegó Corey con una noticia:

—Violencia familiar en Hollow, Carmine. Una mujer muerta a golpes. Su amante está en paradero desconocido.

«Lo que significa que estamos estancados en la búsqueda del cerebro —pensó Carmine al salir—. Y la vida sigue. ¡Tiene que haber algún cabo suelto! ¡No voy a darme por vencido, no voy a dar carpetazo a esos nueve expedientes y archivarlos en Caterby Street!»

—Ha habido novedades en casa de los Norton —dijo Abe en voz baja el martes por la mañana. Estaba demacrado.

—¿Qué pasa? —Carmine se levantó y rodeó la mesa.

—El niño está muerto.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó el capitán, tan impresionado que le fallaron las piernas—. ¿Cómo? ¿Por qué?

—Bebió o comió algo, según me han dicho.

—¡Pero si no encontramos la estricnina!

—No sé si es estricnina, Carmine.

—¿Qué más podría ser?

—Esperemos a confirmarlo, ¿de acuerdo?

Las piernas le respondían de nuevo. Carmine apretó el paso preguntándose por qué. El pobre Tommy estaba muerto.

—¿Ya va Patsy para allá?

—Le he avisado antes que a ti. Corey ha ido con él —respondió Abe con voz entrecortada.

—¿Cuál es el nombre completo del pequeño?

—Thomas Peter. Cumplió los cinco años hace unos días, en abril, por lo que tenía que empezar el colegio en septiembre. Ya no irá nunca.

Se subieron al Fairlane y Abe puso la luz en el techo. Carmine, en el asiento del copiloto, se cubrió la cara con las manos. ¡Qué pesadilla, por Dios, qué pesadilla! Curiosamente, la sirena resultaba reconfortante: un sonido solitario, desolado. Cuando se quitó las manos de la cara ya estaban llegando a North Holloman.

—¿Ha confesado la señora Norton? ¿Quién ha hablado con ella?

—Sólo Dave O’Brien, el sargento de servicio en North Holloman esta semana. Lo llamó la mar de tranquila, no llamó a nadie más. Dave fue directamente a la casa y me avisó. No sé nada más.

—¿Cómo pudo su imbécil de médico no saber lo que estaba ocultando? ¡Las dos veces que la vi estaba tan medicada que era imposible sacarle nada en claro! ¡Tendría que haberla presionado, Abe, pero me engañó!

—No teníamos forma de saberlo, Carmine. Si mató a su marido, la realidad fue tan distinta a lo que había imaginado que perdió la cabeza. ¡No fingía! Pero todavía no sabemos si lo hizo ella, y eso es lo único que importa.

—¿Qué otra cosa pudo ser si no la estricnina?

—No lo sé, y tú tampoco. Pasan cosas malas de todo tipo, Carmine, pero aún no sabemos de qué clase es ésta, así que cálmate.

Se habían congregado algunos vecinos, los otros dos policías de North Holloman habían acordonado el camino de entrada a la casa, y Patsy los esperaba en el porche. Salió a reunirse con ellos.

—No es estricnina —dijo en voz baja, directo al grano—. Se ahogó con una goma de borrar que parecía una fresa.

El alivio que invadió a Carmine y Abe fue como el agua que se escapa por una grieta en una presa, imposible de contener, aunque se avergonzaron de sí mismos por haberlo sentido. ¡No había sido negligencia suya! Pero podría haberlo sido, podría haberlo sido. El pobre niño seguía estando muerto, aunque Dios se había apiadado de ellos al ahorrarles un dolor mayúsculo.

—¿Cómo está la señora Norton? —preguntó Carmine, a punto de desfallecer.

—Siéntate, primo. Tú también, Abe.

Se sentaron en los peldaños del porche.

—Está ahí —dijo Patsy, colérico, señalando las ventanas del salón con un movimiento brusco de la cabeza—. Gracias a Dios el niño no está con ella. ¡No quiero volver a ver a esa mujer en mi vida!

Carmine se puso de pie de golpe.

—¡Patsy! —exclamó atónito—. ¿Qué hizo? ¿Le dio ella la goma de borrar?

—Como si lo hubiera hecho, pero ya te lo contará ella misma.

Cruzó con ellos la puerta de entrada y los llevó escaleras arriba hacia el cuarto de Thomas Peter.

Abe y Carmine vieron cómo Patrick recogía al pequeño con ternura, lo metía en una bolsa para cadáveres y se marchaba con lo que parecería a los curiosos una camilla vacía; tenía una especie de fondo hundido que ocultaba la presencia de un cadáver pequeño.

Barbara Norton estaba sentada con Corey y el sargento Dave O’Brien. Seguía muy tranquila, y hasta que empezó a contar su historia no fue posible ver que se estaba sumiendo en una locura más profunda que antes. Parecía no ser consciente de que su hijo estaba muerto, aunque lo había sabido cuando había hablado por teléfono con Dave O’Brien, porque le había dicho que Tommy tenía la cara ennegrecida y no respiraba; más aún, le había dicho que ella lo había matado.

—Ahora que Peter ya no está —contó a los hombres—, por fin puedo hacer lo que quiera. —Se inclinó hacia delante y susurró—: Peter era muy comilón. Insistía en que teníamos que comer lo mismo que él. ¡Los niños se hincharon como globos! No intenté llevarle la contraria, no valía la pena. Me limité a esperar. Sí, me limité a esperar.

Tras asentir con la cabeza, muy seria, se recostó de nuevo en el asiento y sonrió.

—Los gordos no gustan a nadie, ¿saben? —empezó a contar de nuevo—. Por eso, en cuanto Peter murió, nos puse a todos a dieta. Marlene y Tommy toman agua. Yo tomo café solo. Podemos comer todas las verduras crudas que queramos, pero nada de pan, galletas, bollos, nada que lleve azúcar. Nada de leche, nada de nata, nada de postres. Dejo que Tommy y Marlene tomen galletas saladas en el desayuno y el almuerzo. Comemos pollo sin piel o pescado a la parrilla y verduras al vapor. Arroz. ¡Y a perder peso! Cuando Tommy vaya al colegio en septiembre, será un niño esbelto.

Cuando hubo terminado, Carmine decidió aventurarse a hacer una pregunta:

—¿Cómo se conservó usted tan esbelta, Barbara?

—Me metía el dedo en la garganta.

«Está claro porque el pobre niño se ahogó al intentar comerse una goma de borrar —pensó Carmine—, pero ¿desde cuándo está loca la señora Norton? ¿Qué lo motivó? ¿La muerte de Peter Norton? ¿O él murió a consecuencia de esa locura? La muerte de Tommy ha acabado de enloquecerla, pero tengo que conseguir algunas respuestas.» —¿Qué hizo con la estricnina, Barbara?

—Lancé la botella al Pequot.

—¿La destapó antes?

—¡Claro que sí! ¡No soy idiota! —exclamó indignada.

—¿Por qué eligió el tres de abril para verter estricnina en el zumo de naranja de Peter?

—¡Oh, por favor, si ya lo sabe! —dijo con los ojos como platos.

—Se me ha olvidado. Dígamelo otra vez.

—¡Porque sólo surte efecto el tres de abril! Cualquier otro día la poción pierde su magia. Fue muy tajante al respecto.

—¿Quién?

—¡Ya sabe quién, hombre!

—Tengo muy mala memoria.

—Reuben.

—Tampoco recuerdo su apellido, Barbara.

—¿Cómo va a olvidarlo si no tiene?

—¿Dónde conoció a Reuben?

—¡En la bolera, hombre!

—¿Qué magia hacía surtir efecto a la poción el tres de abril?

Ella se estaba cansando y hartando, o tal vez ambas cosas; se le cerraban los párpados y se esforzaba en mantener abiertos los ojos.

—Reuben me explicó que la magia sólo dura un día —contestó, y empezó a agitarse—. ¡Me mintió! ¡Me mintió! ¡Me dijo que Peter moriría en paz! ¡No lo entendí mal! ¡Dijo que el día era el tres de abril!

—Sí, Barbara, usted lo entendió bien —aseguró Carmine—. Reuben era un mentiroso. Quédese aquí sentada un rato pensando en cosas agradables.

Los cuatro hombres soportaron estoicamente el silencio, rehuyendo la mirada de los demás, intentando no mirarla a ella.

—¿Dónde está Tommy? —soltó Barbara.

No preguntó por Marlene, la niña. Sólo por Tommy.

—Está durmiendo —dijo Carmine.

—No creo que llegue a ir a juicio —comentó después Carmine al inspector jefe Silvestri—. El pobre niño resolvió el caso. ¿Te lo puedes creer, John? Una dieta de hambre aplicada de golpe a un niño gordo de cinco años que ha comido a espuertas desde que empezó a andar. La niña es tres años mayor, y astuta. Birlaba dinero del monedero de su madre para comprar comida, pero si no era bastante para saciar su propio apetito, menos aún para darle algo a su hermano. La asustaba el día que su madre contara las monedas, pero habría seguido robándole dinero hasta que la descubriera.

Silvestri sacudió la cabeza y parpadeó rápidamente.

—¿Está bien la niña? ¿Hay algún familiar que pueda hacerse cargo de ella? El sistema la convertiría en una delincuente más.

—Irá a vivir con los padres de Norton, en Cleveland. Es la única heredera de sus bienes, que imagino que quedarán en fideicomiso hasta su mayoría de edad —contestó Carmine, que logró esbozar una sonrisa—. Puede que tenga más posibilidades así. Por lo menos eso espero.

—¡Una goma de borrar con forma de fresa! —exclamó Silvestri—. ¿Tan real parecía?

—Sólo para un niñito hambriento —dijo Carmine—, aunque no la vi antes de que intentara comérsela. No era suya, sino de la niña, lo bastante mayor para saber qué era. El pequeño peinó la casa en busca de comestibles.

—Supongo que eso significa que, si no quieres que un niño sea gordo, tienes que esmerarte desde el principio —comentó Silvestri—. Esa dichosa dieta convirtió a la niña en una ladrona y acabó con el niño. —Miró al descreído Carmine con ojos chispeantes—. Espero que pidas que se celebre una misa por el alma del pequeño Tommy, a St. Bernard le iría bien un techo nuevo. Si no, la próxima vez que llueva la señora Tesonero verá que Nuestra Señora tiene la cara mojada y afirmará que es un milagro que la Virgen llore.

—Hoy todos teníamos la cara mojada, John. Sí, veo tu misa y subo una.

—Supongo que no tengo elección —dijo Desdemona esa noche mientras tomaban la copa habitual antes de cenar.

—¿Elección?

—Como me casé con alguien perteneciente a una familia católica, mis hijos crecerán en esa fe.

—No creí que te importara, Desdemona. —La miró sorprendido—. Nunca lo habías mencionado.

—Supongo que porque hasta la llegada de Julian no creí que eso fuera importante para ti. No eres practicante.

—Cierto. Es que mi trabajo te saca a Dios del organismo. Pero quiero que mis hijos reciban una educación católica: en el colegio al que yo fui si son niños, en St. Mary si son niñas —dijo Carmine preparándose para librar batalla—. Deberían conocer un Dios cristiano, ¿y cuál mejor que el original?

—Si estuviéramos en Inglaterra —dijo su mujer, pensativa—, me decantaría por la Iglesia anglicana, pero aquí no existe su equivalente. Me gusta la idea de una familia de East Holloman muy unida, y no quiero que nuestros hijos se sientan desplazados porque sus padres no lograron ponerse de acuerdo. Soy yo la que se incorporó a vuestro círculo al casarse contigo, y las ventajas compensan con creces las desventajas. Pero me niego a convertirme y asistir a misa, y tampoco nuestros hijos asistirán.

—Me parece justo —dijo, aliviado porque no reñirían—. Yo sólo voy a misa el día de Navidad y el de Pascua, aunque iré a la de Tommy Norton. Lo he pactado con Silvestri.

—Ese hombre es un genio —sonrió Desdemona.

—¿Qué hay de cenar?

—Chuletas de cerdo asadas con guarnición.

—Haces conmigo lo que quieres, princesa —admitió él mirándola por encima de la copa—. ¿Por qué no te has opuesto más? Esperaba que lo hicieras. Insististe en casarte por lo civil.

—Por aquel entonces estaba embarazada y no tenía ganas de liarla con este tema. Sólo quería ser la mujer de Carmine Delmonico lo antes posible.

—Eso no explica tu actitud esta noche —insistió él.

—Muy sencillo —dijo ella tras acabarse la copa—. Detesto la educación mixta, y los colegios católicos de East Holloman no son mixtos. Lo último que necesitan los adolescentes cuando sufren los embates de las hormonas es la presencia del sexo opuesto en un aula. Oh, la mayoría de los críos sobrevive, pero el coste es muy alto. Mira cómo se viste y se maquilla Sophia para ir a clase. Una dosis de uniformes no le iría nada mal.

—Eres una caja de sorpresas —repuso Carmine, y la siguió a la cocina—. ¿Tú sí llevabas uniforme?

—Como casi todo el mundo. Fui a un colegio anglicano. Lucía una horrorosa guerrera azul marino, camisa y corbata. Me sujetaba la gorra con una cinta elástica bajo la barbilla para que el viento no se la llevara volando (las gorras eran caras). ¿Sabes qué? —prosiguió, pensativa, mientras se agachaba para sacar el asado del horno—. De todas las humillaciones que implicaba llevar uniforme, la peor era esa cinta elástica bajo la barbilla. —Dejó el asado en la encimera—. Ahora tiene que reposar —indicó mientras comprobaba la consistencia de la carne—. Es muy importante que Julian vaya a un colegio sólo para niños.

—¿Por qué él en particular?

—Porque será alto, moreno y guapísimo. Si hubiera chicas en el aula y en el patio, no lo dejarían en paz. Y sería perjudicial para su ego. Las chicas de St. Mary pueden adorarlo de lejos.

—Las chicas de St. Mary encontrarán el modo de acercársele.

—¿Hablas por experiencia? —Pues claro.

—¿Quieres decir que me casé con el rompecorazones del colegio?

—No; te casaste con un cuarentón que tiene artritis.

—La muerte de Peter Norton demuestra la existencia de un cerebro maquinador —dijo Carmine al inspector jefe, así como a Danny Marciano, Patrick O’Donnell y sus hombres. Delia había declinado ir, alegando que tenía trabajo.

»Hemos cerrado cuatro casos (Jimmy Cartwright, John Denbigh, Bianca Tolano y Peter Norton) aparte de los tres asesinatos por disparo. Aunque sospechábamos la existencia de un cerebro, no habíamos comprobado su intervención directa en ninguno de ellos hasta que Barbara Norton explicó por qué eligió el tres de abril para matar a su marido. Jamás conseguiremos que nos dé una descripción de ese hombre, y Reuben es un nombre falso. Supongo que embaucó a Pauline Denbigh con alguna estratagema sofisticada; tampoco creo que saquemos nada de interrogarla. Aspira a que la absuelvan. Barbara necesitaba que le aseguraran que su marido moriría en paz, mientras que a Pauline no le importaba que su marido sufriera si ella no tenía que verlo. El rastro del cianuro se interrumpe con el asesinato del decano; tenemos el frasco. Si hay más muertes por cianuro, las sales ya no están en él. ¿Cuánto cianuro crees que falta, Patsy?

—Si el frasco estaba lleno, unos sesenta gramos, dos cucharadas llenas.

—Tenías razón, Carmine —dijo Silvestri—. Un asesino.

—Un asesino hábil e ingenioso. Usó el material que tenía a mano, normalmente personas frustradas. Tanto Barbara como Pauline querían librarse de hombres dominantes sin un divorcio complicado que pusiera de manifiesto su situación. Joshua Butler quería vivir sus fantasías en el mundo real, pero necesitaba que le enseñaran cómo.

—¿Y los demás, Carmine? —preguntó Corey.

—Yo limitaría «los demás» a Evan Pugh y Desmond Skeps. Podemos olvidarnos de resolver los casos de Beatrice Egmont, Cathy Cartwright y los tres abatidos a tiros. Una aseguradora los llamaría «daños colaterales».

—¿Y Dee-Dee Hall? —preguntó Marciano.

—Creo que la mató personalmente. No sé por qué.

—Muy bien, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Silvestre, dejando el cenicero con el puro bajo la nariz de Danny.

—Reagrupamiento general —contestó Carmine, y suspiró—. ¡Oh, cómo detesto Cornucopia! Pero volvemos a la acción, chicos.

—¿Erica Davenport? —dijo Corey, esperanzado.

—Está implicada, pero no es el cerebro. Yo la clasificaría como… —Se detuvo con el ceño fruncido. No, no podía mencionar a Ulises—. Yo la clasificaría como pista falsa.

—No era eso lo que ibas a decir —observó Silvestri cuando todos los demás se habían ido.

—Bueno, no podía decirlo. Por eso detesto Cornucopia: demasiados secretos.

Myron lo estaba esperando en su despacho, observándolo admirado.

—Tendrías que darle una capa de pintura y ponerle muebles nuevos —dijo en cuanto lo vio—. Pero es mejor que el que tenías antes.

Su amigo se estaba convirtiendo en un hombre mayor de un día para otro; los ojos enrojecidos, las mejillas hundidas, la boca fláccida y la espalda, antes muy erguida, algo encorvada.

—Nadie va a tocar nada hasta que me vaya de vacaciones —dijo Carmine, y se sentó a su escritorio—. ¿Una taza de café de policía?

—No, gracias. Prefiero llegar vivo a la hora del almuerzo.

—¿En qué puedo ayudarte, Myron?

—Esta tarde me voy en avión al Oeste.

—Justo a tiempo, te habría dicho en los viejos tiempos. Ahora… eso es discutible. —Carmine se encogió de hombros—. ¿Lo sabe Erica?

—Sí.

—¿Le has pedido ya que se case contigo?

—No —contestó Myron con tristeza.

—¿Por qué no si la quieres?

—Pues por eso… ¡La quiero! Pero creo que ella no me quiere a mí. Por lo menos, no de la forma en que Desdemona te quiere a ti.

—Myron, recuerda que Desdemona y yo somos un caso especial —dijo Carmine tras suspirar—. Corrimos peligro juntos, y eso suele crear un vínculo muy particular. Empezamos cayéndonos mal… ¡Por el amor de Dios, no puedes desear tener la misma relación que nosotros! Es una chiquillada.

Myron, ruborizado, apretó los labios.

—Sí, está bien, lo admito. Pero ¿cómo supero las defensas de una mujer que no es la princesa fría de buena familia que finge ser?

—No puedo ayudarte —dijo Carmine, perplejo—. ¿Qué te hizo pensar que podría?

—Es que habla de ti con sentimiento. Si no fuera por ti, creería que no tiene ninguno. —Agitó las manos—. Tranquilo, no está loca por ti. No hace falta que salgas huyendo. Pensé que tal vez usabas alguna técnica policial… —No terminó la frase.

—No querías decir eso. Querías decir que tengo una forma de superar sus defensas y esperabas averiguar cuál es. Pero no la tengo, Myron. Y si la tuviera, no te la diría. Sabes muy bien cómo conquistar a una mujer. La conquistaste a ella. Y, de hecho, superaste lo bastante sus defensas como para que confiara en ti. En Cornucopia nadie sabe que no es una princesa fría de buena familia, pero tú sí. Yo diría que eso es mucho.

—Eso no es nada —repuso Myron, desanimado—. Me deja hacerle el amor (la primera vez fue ella quien tomó la iniciativa, no yo), pero es como si no estuviera allí. Piensa en otra cosa, Carmine, pero no sé en qué.

—No es por nada que tú hagas, Myron. Es ella —comentó Carmine, ansioso por cambiar de tema—. Yo en tu lugar hablaría con Desdemona.

Pero Myron sacudió la cabeza:

—No, ya me ha costado lo mío hablar contigo. —Se puso de pie—. Dile a nuestra hija que la quiero mucho.

—Tendrías que decírselo tú.

—No puedo. He de marcharme ahora mismo.

Y se fue. Carmine escuchó sus pasos alejarse por el pasillo, y rezó para que su mejor amigo encontrara pastos femeninos más verdes.

—Pero me parece que puedes estar tranquila por lo que respecta a tu madre —dijo a Sophia esa noche—. No va a haber divorcio.

—Pues entonces le perdono que se fuera —comentó la chica, magnánima—. Esa zorra lo mataría.