El juez Douglas Wilfred Thwaites, toda una institución, presidía el tribunal de distrito de Holloman. Había estudiado Derecho en Chubb y se sentía muy orgulloso de ello. No ambicionaba trasladarse a otra jurisdicción más importante, de modo que era el típico norteño de Connecticut que no concebía vivir o trabajar en ningún otro sitio. Tenía una casa preciosa en Busquash Point desde donde podía salir a navegar, una mujer que lo creía graciosísimo y dos hijos de veintipocos años que habían escapado a su tiranía yendo a estudiar a la costa Oeste, un lugar, para él, similar al planeta Marte.

Puede que fuera un distorsionado recuerdo infantil de Ichabod Crane lo que había llevado al agente especial Ted Kelly a calificarlo de excéntrico, una palabra que no hacía justicia ni a Washington Irving ni a Doug Thwaites. Su señoría se enorgullecía de su imparcialidad; a menos, claro está, que hubiera sacado previamente sus propias conclusiones sobre alguien. Aunque Carmine sabía todo eso —y mucho más— sobre el juez, estaba preparado para presentar batalla cuando llegó a su despacho a las diez de la mañana del lunes 10 de abril. Necesitaba una orden para registrar las dependencias de la doctora Pauline Denbigh antes de que el Dante College le pidiera educadamente que abandonara el apartamento del decano, y estaba seguro de que el juez se iba a oponer.

—¡Concedida! —bramó Thwaites a medio preámbulo de Carmine—. ¡Esa mujer es capaz de cualquier cosa!

¡Oh! ¡La fiesta de Myron! El juez y su mujer habían ido, por supuesto, lo mismo que la doctora Denbigh. Seguro que sus caminos se habían cruzado. ¿Cómo iba a saber la doctora que Doug detestaba profundamente a las feministas? Creía fervientemente en acabar con los agravios que sufren las mujeres, pero no en las payasadas que hacía la parte visible y ruidosa de este movimiento. No soportaba que se quemaran sujetadores y se invadieran santuarios masculinos, por no hablar de la emasculación física. Para él era una batalla legislativa, y esas tonterías la degradaban.

Carmine se marchó alucinado, lamentando haberse perdido el choque de ese par de titanes. Tendría que llamar a Dorothy Thwaites para pedirle los detalles escabrosos. Mientras tanto, tenía su orden de registro.

Acompañado de cuatro policías uniformados para mantener a raya a los curiosos, llamó a la puerta del despacho de la doctora Denbigh.

—Adelante —dijo ella con su lánguida voz.

—¿Pauline Denbigh? —preguntó Carmine con el documento en la mano.

—¡Sabe muy bien quién soy! —exclamó, mosqueada.

—Le ruego que abandone su despacho y el apartamento del decano. Tengo una orden para registrar ambos sitios —explicó.

El semblante de la mujer perdió el color y adoptó un tono amarillento, como el de un viejo pergamino. Se movió inquieta, pero se rehizo enseguida.

—Esto es un atropello —susurró muy erguida—. Me opongo.

—Está en su derecho, y así lo haremos constar, pero eso no impide que efectuemos el registro. ¿Tiene adónde ir, doctora Denbigh?

—La sala de profesores. Quiero llevarme los cigarrillos, el encendedor, papel, bolígrafo y un libro.

—Siempre que nos permita examinarlos antes, claro.

—¡Cerdos! —explotó ella.

Tras revisar lo que quería llevarse, la acompañaron a la sala de profesores, donde se quedó bajo la atenta mirada de un policía, mientras Carmine, Corey y Abe la emprendían con su estudio.

Había que abrir todos los libros uno por uno y hojearlos para comprobar que no hubiera nada en su interior, tarea ingente en sí misma. Luego dieron golpecitos a las paredes detrás de las estanterías por si había algo escondido, mientras Abe, al que se le daba muy bien encontrar puertas ocultas, repasaba hasta el último centímetro de los paneles oscuros y presionaba las tablas del suelo en busca de algún hueco. Nada. Dos horas después, Carmine dio por terminada la habitación.

—Pero esa mujer esconde algo —aseguró cuando pasaron al apartamento del decano—. De modo que tiene que estar aquí.

En un armario del dormitorio encontraron una máquina de coser eléctrica portátil.

—Nos estamos acercando —sonrió Carmine—. ¿Dónde está la cesta de labores? —¡Qué útil era que tu mujer bordara!

Pero cuando la encontraron, la cesta de labores resultó inocua: los recortes de una blusa, una falda con pinzas. A la doctora Denbigh le gustaba coser, y se hacía ella misma algunas prendas.

Abe encontró el armario que había tras una pared hueca de la cocina. Se abría gracias a un mecanismo de resorte que se accionaba al presionar con la mano la puerta. Dentro había una cañería gruesa en forma de U con un tornillo de desagüe en la parte inferior.

—Con los años que tiene Dante, seguro que han renovado las cañerías —comentó Abe—. Diría que ésta no está conectada.

Corey sacó la cámara y empezó a hacer fotografías mientras Carmine iba en busca del doctor Marcus Ceruski.

—Será nuestro testigo —dijo.

—¡Pero si yo no sé nada de estas cosas! —se quejó Ceruski.

—De eso se trata. Está aquí para ver cómo cogemos todo lo que hay en este armario secreto, ¿entendido?

Sobre la cañería había una bolsa negra fruncida con un cordón que Corey había fotografiado a conciencia. Una vez puestos los guantes, Carmine la sacó y la dejó sobre la encimera, donde la cámara captó sus formas angulosas antes de que Carmine descorriera el cordón y, con un movimiento rápido, le diera la vuelta. Abe y Corey se dispusieron a detener cualquier cosa que saliera rodando, pero no fue necesario; hasta el carrete de hilo para la máquina de coser se quedó justo donde había caído. El flash se disparó varias veces mientras Carmine hurgaba en el contenido.

—Si encontramos sus huellas en alguno de estos objetos, está acabada —comentó Corey, encantado.

—Seguro que las encontraremos —aseguró Carmine, muy tranquilo—. Trae las bolsas para pruebas, Corey.

Había una caja del té de jazmín que tomaba el decano Denbigh, un rollo de papel satinado rosa con letras y detalles art-nouveau impresos en negro, un rollo de papel de filtro del que se usa para hacer bolsitas de té, trocitos de hilo rematados con una etiqueta de té de jazmín, el carrete de hilo y un frasco de cristal lleno de cianuro de potasio con la etiqueta de una marca comercial.

—Ni una palabra de esto, doctor Ceruski —le advirtió Carmine mientras lo acompañaba afuera—. Si la defensa alega que la policía de Holloman puso aquí estas pruebas para incriminar a la acusada, lo llamarán a declarar; si no, no tendrá que hacer nada.

—Ella misma hizo las bolsitas de té y los sobres de papel que las envuelven —dijo Corey maravillado—. ¿De dónde coño sacaría el papel rosa impreso y el papel de filtro? ¿Y los hilos con las etiquetas?

—Del proveedor —contestó Abe—. Según la etiqueta, en Queens.

—¿De dónde si no? Abe, habla con el proveedor y averigua si consiguió todas estas cosas abiertamente o a escondidas. Yo diría que las robó. No sería demasiado difícil, bastaría con ir a Queens por la noche. Seguro que sólo tienen un vigilante nocturno. Lo del cianuro debió de ser más complicado.

—Es una mujer de recursos —dijo Abe—. ¿Un laboratorio químico?

—¡Imposible! Ya sabes que el cianuro figura en el registro de venenos de cualquier laboratorio y, por lo tanto, tiene que guardarse bajo llave —replicó Carmine.

—¡Bah! —gruñó Corey—. Ya sabes cómo son esas ratas de laboratorio, Carmine. Tienen la cabeza en otra parte, se olvidan de echar la llave, puede que hasta tengan la patita de conejo de la suerte ahí metida, junto a los venenos, para que nadie la toque.

—¡Hay que ver cómo eres! ¡Conozco a ratas de laboratorio que son más astutas que un zorro! —replicó Abe.

«Están contentos —pensó Carmine, que sólo los escuchaba a medias—. Acabamos de resolver otro caso, ya sólo nos quedan diez por resolver.» Y tuvo que admitir que él también estaba contento. ¡Qué satisfecho estaría Doug Thwaites! ¡Menudo olfato para detectar a los malos!

No volvió a verla hasta esa tarde, cuando entró en una de las salas de interrogatorio.

—¿Sabe cuáles son sus derechos? —preguntó.

—Sí, perfectamente. —Parecía tranquila y mejor arreglada; una mujer policía le había llevado la ropa que había pedido, junto con un surtido completo de maquillaje. El maravilloso pelo caoba le enmarcaba suavemente la cara, y el lápiz de ojos y el rímel le realzaban los ojos amarillos de leona. Su vestido era austero, pero de un tono pardo que la favorecía tanto que no necesitaba adornos. Carmine sabía que era frígida porque ella se lo había dicho pero, al mirarla, ningún hombre lo creería.

—¿Desea que esté presente un abogado? —preguntó mientras indicaba con la cabeza a la mujer policía que fuera a sentarse en un rincón de la sala.

—Todavía no —respondió, y señaló irritada a la policía—. ¿Tiene que estar aquí esa pobre chica? Preferiría hablar con usted a solas.

—Lo siento, señora, pero tiene que quedarse. Para garantizar sus derechos.

—Es usted desconcertante, capitán. Pasa de hablar con estilo coloquial a un lenguaje profesional.

—¡Las palabras coloquiales son maravillosas, doctora Denbigh! Demuestran que una lengua está viva, que evoluciona constantemente. —Se sentó, puso en marcha la grabadora y dio los detalles.

»Encontramos su alijo en el armario secreto de la cocina del apartamento del decano, doctora Denbigh.

—¿Alijo? ¿Armario? —preguntó con los ojos abiertos como platos—. No sé de qué me está hablando.

—Sus huellas dicen lo contrario, señora. Están en todos los objetos de la bolsa, así como en la cañería y en la puerta. Podemos acusarla, doctora Denbigh.

Ella cambió de táctica.

—No creo que ningún jurado me condene por lo que hice cuando haya oído mi historia, capitán.

—¿Quiere un juicio con jurado? Para eso tendría que declararse no culpable, pero prácticamente acaba de confesar. Una confesión impide el juicio con jurado.

—¡No he confesado ningún asesinato! Lo que hice fue en defensa propia.

Carmine se inclinó hacia ella.

—¡Fue un crimen premeditado, doctora Denbigh! Cuidadosamente planificado y ejecutado. La premeditación invalida la defensa propia.

—¡Tonterías! —repuso con desdén—. El miedo a perder la vida hace que la gente reaccione de forma distinta porque cada persona es diferente. Si hubiera sido una esposa maltratada, habría usado un martillo o un hacha. Pero soy profesora adjunta de la Universidad de Chubb, y mi marido, el origen de mi terror, era un decano de esta misma institución. Esperaba que mi participación en su muerte pasara inadvertida, por supuesto, pero el hecho de que se haya descubierto no me convierte en una fría asesina. Me pasaba los días temiendo por mi vida porque yo era la única que conocía las actividades sexuales de John. ¡Si yo conspiraba para salvar mi vida, capitán, él conspiraba para acabar con ella! La historia que le conté justo tras la muerte de John era cierta, pero apenas era la punta del iceberg de los detalles sórdidos y de los seis (¡sí, seis!) intentos de asesinarme de mi marido. Un accidente de coche, otro de esquí, tres intoxicaciones alimentarias y un disparo accidental cuando estábamos en Maine. ¡A John le gustaba cazar ciervos indefensos, y después se los comía!

Carmine la miró embelesado y dio gracias al Señor porque no hubiera demasiados asesinos así de listos, o de bien parecidos. A los treinta y dos años, aquella mujer estaba en la flor de la vida.

—Espero que pueda demostrar esos intentos de acabar con su vida —dijo.

—Claro que sí. Tengo testigos —aseguró con frialdad.

—¿Cómo decidió salvar su vida con una dosis de cianuro en una bolsita de té? —preguntó Carmine.

—Ah, sí, el cianuro. Lo encontré en un estante en la sala donde se reúnen los alumnos de primer curso. Uno de ellos se había llevado uno de mis libros sin mi permiso y fui a reclamárselo. ¡Eso no se hace! Sospechaba de él porque había pocos alumnos de primero a los que les interesara Rilke. Me llevé el cianuro, claro. ¡Era demasiado peligroso para dejarlo ahí! Se me ocurrió entonces que había encontrado la forma ideal de sacar a John de mi vida para siempre, a condición de que encontrara una forma de administrárselo que no pusiera en peligro a nadie más. Y eso me llevó al té de jazmín de sus estúpidas sesiones quincenales de los lunes. Lo demás fue fácil —aseguró encogiéndose de hombros—. La tienda estaba en Manhattan, pero las bolsitas de té se hacían en Queens.

—No ha presentado un caso sólido contra el decano, doctora Denbigh —comentó Carmine.

—¿Aquí? ¿Ahora? ¿Por qué debería hacerlo? Ya lo presentaré en el juicio. El señor Anthony Bera se encargará de mi defensa —dijo la leona relamiéndose—. Y esto es todo lo que tengo que decir antes de que llegue el señor Bera. Creo que he sido justa al… eh, enseñarle mis cartas, por así decirlo. Ya sabe cómo voy a declararme y cuál será mi defensa.

Carmine apagó la grabadora.

—Gracias por su franqueza, doctora Denbigh, pero se lo advierto: el fiscal demostrará que fue un asesinato y pedirá la pena máxima.

—¿Qué te apuestas a que se irá de rositas? —dijo a Silvestri unos minutos más tarde—. Es una mujer inteligentísima.

—Depende de lo bien que Bera elija al jurado —respondió Silvestri, pasándose el puro de un lado de la boca al otro—. Pedirá que el caso sea juzgado en otra jurisdicción, y entonces será lo que Dios quiera. Pero cuesta mucho conseguir una condena cuando la acusada está de buen ver. Te imaginas que las mujeres del jurado se van a poner en su contra, pero no es así, y los hombres se vuelven unos peleles. Así que puede que tengas razón, Carmine. —A pesar de la incertidumbre por el resultado del juicio de Pauline Denbigh, se le veía satisfecho—. ¿Quieres saber si me importa? Pues no mucho. Lo importante es que el asesinato del decano Denbigh está resuelto.

—No creo que los otros diez vayan a ser tan fáciles.

—¿Sigues pensando que hay un único asesino?

—Más que nunca. Ningún otro se sale de la pauta, jefe —dijo Carmine. Frunció el ceño—. ¡Maldita mujer! Me descolocó tanto con esa chorrada de la defensa propia que no le hice la pregunta que quería.

—Pues vuelve y házsela.

—¿Delante de Bera? Le aconsejará que no conteste.

—La doctora Denbigh no puede concederle mucho tiempo, capitán. La audiencia para fijar la fianza es de aquí a una hora —dijo Bera la mañana siguiente.

—Ya lo sé, abogado —aseguró Carmine, que se sentó y puso en marcha la grabadora—. ¿Cómo está, doctora Denbigh?

—Bien, gracias —respondió, sin saber que el juez Thwaites, que presidiría la audiencia, la creía capaz de cualquier cosa.

—Me gustaría que me contestara una pregunta. No está directamente relacionada con su caso ni con su defensa, pero es muy importante para la investigación de otros diez asesinatos.

—Mi clienta no cometió ningún asesinato —advirtió Bera.

—De diez asesinatos —corrigió Carmine conteniendo la rabia.

—Adelante, capitán —asintió Bera.

—¿Hubo alguna razón por la que decidiera conservar su vida terminando con la de su marido el lunes tres de abril?

Con la cabeza ladeada, Bera pensó en las implicaciones mientras Pauline Denbigh, sentada de costado, lo miraba a la cara.

—La doctora Denbigh tuvo una razón —contestó el abogado.

—Ésa no es la clase de respuesta que busco —se quejó Carmine, exasperado—. Necesito detalles.

—No se los vamos a dar, capitán.

—Volveré a intentarlo. Sea cual sea la razón que tuviera, doctora Denbigh, ¿tuvo algo que ver con que hubiera oído un rumor de que podría haber otras muertes?

—Paparruchas —soltó Bera con desdén.

—¿Tuvo algo que ver con un pacto, o con un acuerdo, de que moriría más gente? ¿O es una casualidad que su decisión de actuar el lunes tres de abril coincidiera con la fecha en que hubo once asesinatos en Holloman?

—¡Oooh! —exclamó la doctora sin prestar atención a las muecas de enojo de Bera—. ¡Ya veo por dónde va! La razón que tuve para elegir ese día saldrá a relucir en el juicio, capitán, pero no tuvo nada que ver con diez, u once, asesinatos. Fue mera coincidencia.

Carmine soltó un sonoro suspiro de alivio.

—¡Gracias, doctora! No puedo hacer nada para ayudarla, pero usted acaba de ayudarme a mí. —Decidió tentar un poco más a la suerte—. ¿Quién sabía que usted le tenía miedo a su marido? ¿Qué temía por su vida?

—Si responde a eso, doctora Denbigh, no podré ayudarla —advirtió Bera.

—Estoy en manos de mi abogado, capitán —dijo ella encogiéndose de hombros y sonriendo con tristeza—. Yo misma me doy cuenta de que contestarle perjudicaría mi defensa.

Lo que era, como Carmine pensó al salir, una forma inteligente de decir que sí, que había confiado en otra mujer como mínimo. Ahora tenía que encontrar a su mejor amiga.

¿Erica Davenport? ¿Philomena Skeps? ¿O alguna feminista a la que él no conocía?

Esperó fuera a que Anthony Bera saliera de la sala de interrogatorios y lo paró.

—No debería tener ningún problema en lograr que la absuelvan —comentó afablemente.

—Lo mismo creo.

—¿Cómo puede la doctora permitirse pagar sus honorarios, señor Bera? Chubb no es famosa por pagar grandes sueldos a sus profesoras.

—Trabajo gratis en este caso —dijo en tono seco Bera.

«¿De veras? —pensó Carmine—. ¿Y por qué? Creo que tendré que volver a Cape Cod para hablar con Philomena Skeps. Esa mujer aparece cada vez más como la araña que está en el centro de la tela.»

Convocó una reunión en su despacho: Abe, Corey, Delia y Patrick.

—Muy bien, sólo nos quedan diez —dijo sin intentar ocultar su alegría—. Podemos olvidarnos de los tres asesinatos por disparos, eso seguro. Pero los consideraré resueltos cuando atrapemos a nuestro cerebro, ya que es evidente que fueron cometidos por encargo. Eso nos deja con seis casos: los de Beatrice Egmont, Bianca Tolano, Peter Norton, Cathy Cartwright, Evan Pugh y Desmond Skeps. De momento, aparcaremos el de Beatrice Egmont por imposible de resolver. Muy bien, tenemos cinco cadáveres. Empezaremos por ahí. Echaremos el resto por el asesinato con violación de Bianca Tolano. Fue por encargo, sí, pero le he dado vueltas y he caído en la cuenta de que no puedes contratar un asesino sexual. El dinero no les interesa. Por tanto, es alguien de aquí. Nuestro cerebro se enteró de sus fantasías y lo educó. Si no lo atrapamos, volverá a matar ahora que ya lo ha probado. Si aprendí algo del Fantasma fue que los asesinos sexuales no pueden parar.

—¿Cómo sabemos qué hay que buscar? —preguntó Patsy—. Es el problema que tuvimos con el Fantasma: el anonimato. ¿En qué se diferencia este caso en ese sentido? —Frunció el ceño—. Creía que no ibas a llamar «cerebro» al asesino.

—Sí, no me gusta nada. Pero además de exacto es práctico. A no ser que queráis hacer como el FBI y darle un nombre en clave. ¿Qué os parece Einstein o Pauling? ¿O Moriarty? ¿No? Vamos a quedarnos con lo que tenemos. Y se diferencia, Patsy, en que alguien (el cerebro) desalojó al asesino de su hogar de fantasía, y nuestro cangrejo ermitaño todavía no se siente cómodo en su nueva morada. Moverse en terreno desconocido todavía le asusta, y no es como el Fantasma. Tengo una idea de dónde buscarlo; el Fantasma fue un entrenamiento fantástico. Refréscanos la memoria sobre Bianca, Patsy, por favor.

—Fue encontrada desnuda —empezó Patsy—, con las muñecas y los tobillos atados con alambre. Estuvo consciente todo el rato, salvo breves períodos de asfixia provocados por unas medias alrededor del cuello. Tenía veintinueve quemaduras de cigarrillo en el cuerpo, y diecisiete cortes hechos con una especie de cúter. Se prestó especial atención a los pechos y al pubis. Violación múltiple, pero no se encontró semen en ningún orificio. La muerte fue causada por la introducción de una botella rota en la vagina; se desangró. Existe un caso igual que éste en un libro sobre desviaciones sexuales muy consultado por los estudiantes de Psicología.

—¿Cuántos años tiene este libro? —preguntó Delia.

—Se publicó hace diez años y generó una gran polémica. Se decía que era demasiado accesible para los que buscan emociones fuertes —explicó en tono irónico—. No era como tragarse ese tostón de Krafft-Ebing preguntándose qué era el frottage; los diccionarios no incluían la definición de palabras así en mi época. Creo que el autor era alemán y que el libro se tradujo de ese idioma. Los alemanes inventaron el vocabulario sexual a principios de siglo.

—Gracias, Patsy —dijo Carmine—. Conocemos a este individuo. Lo que quiero decir es que tenemos que haberle visto la cara varias veces, puede que incluso hayamos hablado con él. Es pequeñito y feo, pero no estoy seguro de su edad.

—Vayamos a Cornucopia y empecemos con el secretario de la doctora Davenport —propuso Abe.

—¿Por qué lo dices? —se sorprendió Corey. Se le veía frustrado y muerto de envidia. El cargo de Larry Pisano le rondaba la cabeza.

—Recuerdo al secretario —dijo Abey—. Encaja.

—Cuando dijiste que no estabas seguro de su edad, ¿te referías a muy joven, joven o no tan joven? —preguntó Delia.

—No, Delia, me refería a joven, de mediana edad o mayor.

—¿Y a qué se dedica? —prosiguió, puesto que no había estado ahí durante los días frenéticos del Fantasma.

—Con los asesinos sexuales nunca se sabe, pero en este caso diría que estaba más acostumbrado a recibir órdenes que a darlas. Si no, nuestro hombre no habría podido lavarle el cerebro.

—Qué interesante que lo llames así —comentó Patsy—. Creía que el lavado de cerebro tenía que ver con una conversión ideológica.

—¿Lavado de cerebro? No olvides que el FBI cree que hay algo de espionaje en los confines de este caso. Pero, ahora en serio, creo que esta expresión se aplica a cualquier clase de proceso de conversión que afecta a lo más profundo de la psique.

—Sobre todo si ya se es propenso —corroboró Abe.

Regresaron a Cornucopia para empezar con Richard Oakes, el secretario de la doctora Erica Davenport, presidenta del consejo de administración y ahora consejera delegada de Cornucopia Central. La doctora se indignó, pero no podía impedir que Abe y Corey interrogaran al joven; la sesión duró dos horas. Como cuando salió, lloraba, temblaba y empezaba a tener migraña, su jefa lo metió en una ambulancia y lo envió al hospital Chubb-Holloman.

—¡Les demandaré por esto! —espetó a Carmine.

—Tranquila. El chico sólo está tan nervioso como un potro en la línea de salida. Reaccionaría así ante cualquier interrogatorio por cualquier nimiedad. Lo que importa es que ha quedado descartado como sospechoso del asesinato de Tolano.

—¿En qué se basaba para considerarlo culpable? —preguntó ella, colérica.

—Eso no es de su incumbencia, doctora Davenport, pero le informo que interrogaré a más hombres de Cornucopia, y también de otros sitios de Holloman, incluido Chubb.

La mujer soltó un bufido de frustración y se metió haciendo aspavientos en su despacho.

«Hummm… —pensó Carmine—. Empiezo a comprender por qué Wallace Grierson cree que hundirá el barco de Cornucopia.»

Como decidido a causar la impresión contraria a la de Richard Oakes, Michael Donald Sykes acudió al interrogatorio con aplomo y un buen humor a prueba de bomba. Estaba encantado de que alguien lo considerara sospechoso de un asesinato sexual, y les amargó el trabajo a Abe y Corey.

—Creo que están obsesionados conmigo porque no tengo una maqueta de Gettysburg en el sótano de mi casa —anunció en tono solemne—. ¿Cómo puedo, siendo americano, preferir tener una de Austerlitz? ¿Y qué es Marengo, se preguntan, aparte de una receta de pollo? ¡El genio militar de Napoleón Bonaparte deja en ridículo a Sherman, a Grant y al mismísimo Lee, señores! Era de sangre italiana, no francesa, y en él la genialidad italiana volvió a florecer.

—Cállese, señor Sykes —ordenó Corey.

—Sí, señor Sykes, cállese —remachó Abe.

Pero, por supuesto, no se calló. Al final le dejaron ir, y él se largó, muy satisfecho de sí mismo. Se detuvo al ver a Carmine.

—En contabilidad hay un hombre al que deberían interrogar —dijo, todo sonrisas—. ¡Qué alentador ha sido! Y pensar que, cuando los vi llegar hace una semana, casi me muero de miedo. ¡Pero ya no, ya no! Sus abnegados seguidores son unos caballeros. Aceptaron mi rechazo a los generales de la guerra de Secesión como si fuera lo más normal del mundo. ¡Qué amabilidad la suya!

—¿A quién de contabilidad? —preguntó Carmine con sequedad.

—No creo que le suene el nombre, pero no tiene confusión posible. Metro y medio de altura, muy delgado y con una cojera muy marcada —dijo Sykes.

«¡Mierda!» Carmine sujetó a Abe de una mano y a Corey de la otra y los metió en el ascensor.

—¿En qué piso está el departamento de contabilidad de Cornucopia Central? —preguntó.

—Diecinueve, veinte y veintiuno —contestó Corey.

«¿Cuál, cuál, cuál?»

—Veintiuno —decidió, y entró en el ascensor—. Luego iremos bajando.

—¡Dios mío! —exclamó Abe cuando llegaron al piso 21—. ¡El carpintero de la señora Highman!

Pero no estaba ahí. Las pocas personas que se encontraron lo habían visto, pero no sabían dónde.

—¡Idiotas engreídos! —dijo Corey mientras bajaban un piso—. Para ellos, la plebe no es digna de atención.

«Ya me parecía demasiado bonito para ser cierto», se dijo Carmine cuando se encontraron con una escena de pánico contenido. Dos sanitarios salieron de otro ascensor empujando una camilla, y un puñado de personas angustiadas los acompañaron hasta una amplia sala dividida en cubículos por tabiques hasta la altura del pecho. Carmine y sus hombres mostraron sus placas para seguirlos.

Era demasiado tarde, claro. El cadáver menudo y liviano yacía sobre la mesa. Carmine comprobó sus constantes vitales mientras Abe y Corey mantenían a los demás alejados.

—Podéis iros, chicos —dijo Carmine a los sanitarios, y se dispuso a llamar por teléfono—. Éste se va a la morgue.

A los pocos minutos, la zona estaba acordonada. Patrick O’Donnell y su equipo llegaron un poco más tarde. Patrick estaba muy serio, pero no dijo nada hasta haber terminado el examen preliminar del cadáver.

—Diría que se trata de cianuro —informó entonces a Carmine—. Parece el veneno de moda, ¿verdad? Me gustaría saber por cuántas manos habrá pasado el frasco que encontrasteis en la bolsa de la doctora Denbigh. O lo lleno que estaba. La dosis mortal es muy pequeña.

—¿Podría ser este hombre el operario que vio la señora Highman?

—Sin duda, a menos que en Holloman haya dos alfeñiques de metro y medio con la pierna izquierda siete centímetros más corta que la derecha —respondió Patsy—. Llevaba botas con un alza en la izquierda, pero la cojera nunca desaparece del todo. Las rodillas no están sincronizadas, ni los tobillos. La bota con el alza mantiene las caderas niveladas, reduce el dolor lumbar. Hasta que no lo tenga en mi mesa no sabré si es congénito o adquirido.

—Bueno —dijo Abe cuando volvían a los servicios del condado—. Supongo que Erica Davenport es nuestro cerebro.

—Totalmente de acuerdo —dijo Corey, animado.

—No tiene por qué serlo —los contradijo Carmine en tono lúgubre desde el asiento trasero—. En cuanto empezamos a interrogar a hombres de pequeña estatura y poco atractivos, pudo correr la voz como un reguero de pólvora. La señora Highman es encantadora, pero no tiene nada de discreta. Y tampoco Dotty Thwaites, Simonetta Marciano (¡uf!), ni Ángela Macintosh. ¿Os habéis fijado que este caso está lleno de mujeres? Sospechosas, víctimas, curiosas, testigos… ¡Mujeres, mujeres y más mujeres! ¡No soporto los casos así! ¡No sé por dónde ando! Sólo conozco a dos mujeres que sepan tener la boca cerrada: una es mi mujer, y la otra, mi secretaria. ¡Grrr!

Los dos hombres de la parte delantera captaron la indirecta y no dijeron nada más.

En el Centro de Servicios del Condado se separaron. Abe y Corey se dirigieron a casa del difunto con los detalles que les había proporcionado el jefe de contabilidad, horrorizados por la violencia del mundo de las cifras. Carmine, con una expresión feroz, subió a la sala de autopsias sin darse cuenta de que la gente se apartaba al verlo acercarse.

—Joshua Butler, soltero, treinta y cinco años —enunció Patsy, que ya tenía el cadáver desnudo en su mesa—. Es uno de esos desdichados con síndrome congénito de hipófisis que impide la madurez hormonal. No le bajaron los testículos, no tiene vello corporal y su pene es de un joven prepúber. Dudo que pudiera mantener una erección, y menos eyacular espermatozoides móviles. Por lo que, si es el asesino de Bianca Tolano, toda la violación fue hecha con un objeto, probablemente la botella antes de que la rompiera. Como recordarás, no fue un acto frenético, lo limpió todo cuidadosamente al acabar. Tiene una pierna más corta debido a una rotura que no fue tratada durante su infancia. Dudo que llegara a verla ningún médico. Encontraré lo que busco en el interior del cráneo, cuando vea la base del cerebro y la hipófisis. La histología será muy importante. Podría haber también un situs inversus: el corazón en el lado derecho, y también otros órganos invertidos. ¿La causa de la muerte? No he cambiado de opinión. Envenenamiento por cianuro.

—Es imposible que instalara esa trampa para osos en el vestidor de Evan Pugh —dijo Carmine tras suspirar—. Ya sé que la fuerza no siempre se corresponde con el tamaño ni con la musculatura, pero este hombre es un alfeñique de cuarenta kilos. Es así, ¿no?

—Sí —contestó Patsy, ansioso por empezar su examen. No le llegaba un cadáver así todos los días.

«Así que en alguna parte hay una sabandija extremadamente astuta capaz de hacerse pasar por un alfeñique como Joshua Butler», pensó Carmine, marchándose para que Patsy pudiera proceder. «Y capaz de encender una llama en Joshua Butler lo bastante fuerte como para que cometiera asesinato.» No habían pasado ni cinco minutos cuando Patsy lo llamó.

—Carmine, definitivamente la causa de la muerte es el cianuro, pero no creo que fuera un asesinato. Le encontré una cápsula de plástico muy fino en la boca, y trozos del plástico alrededor de los dientes. Se suicidó.

—Tiene su lógica —dijo el capitán, al que ya nada sorprendía—. Igual que Goebbels, sólo que sin hijos, claro.

—¡Ánimo, hombre! —intentó consolarlo Delia—. Por lo menos estás avanzando. El caso de Bianca Tolano está resuelto.

—¡Bah! —gruñó Carmine—. Lo único que eso demuestra es que si miras debajo de las piedras suficientes, seguro que encuentras algo horrible. Ya sólo nos quedan cuatro que nos proporcionen respuestas reales a nuestras preguntas.

—Vete a casa —ordenó Delia—. Necesitas estar un rato con Julian.

Estar un rato con Julian le fue bien, pero Myron le arruinó la sensación de bienestar al presentarse en su casa tan enfadado que parecía dispuesto a pegarle. Al verlo así, Carmine se echó a reír.

—¡Madre mía, Myron! —exclamó, y le rodeó los hombros con un brazo para hacerlo entrar—. ¡Pareces un lebrel plantando cara a un gran danés!

Myron mantuvo esa actitud unos segundos más, y luego cedió.

—Por lo menos me has llamado lebrel —soltó entonces—. Tengo suerte de que no me compararas con un chihuahua.

—No, no eres ladrador —dijo Carmine dirigiendo la mirada a Desdemona—. Pero no eres lo bastante grande como para ser un galgo, aunque eres de buena raza. Tómate una copa y cuéntame qué te preocupa.

—Pues que persigas a Erica, ¡eso es lo que me preocupa! ¿Por qué te metes con ella?

—No me estoy metiendo con ella, Myron.

«¡Hay que ver cómo son algunas mujeres! —pensó—. Siempre hay alguna que se camela a algún calzonazos para que interceda por ellas». —Pero no se puede estar en misa y repicando. Cornucopia tiene muchos problemas, y ella es ahora el mandamás, mejor dicho, la mandamás. Eres un hombre de negocios y sabes que el poder tiene su precio. Si Erica no puede soportar el calor, será mejor que salga de la cocina.

El mal rollo había desaparecido; Myron no podía estar mucho rato enfadado con un amigo del alma, sobre todo cuando su postura era insostenible.

—Oh, Carmine —gimió abatido—. Amo a esa mujer y no soporto que nadie la moleste, y ella me ha hecho prometer que intentaría que no fueras tan duro con ella. Pero no puedo, ¿verdad? Tú no eres un gran danés, eres un bulldog.

—Hay demasiados perros en esta conversación. —Carmine le pasó un whisky—. ¿Se te ha ocurrido que tener que llevar las riendas de Cornucopia aterra a Erica? No creo que se lo esperara, y me parece que le da miedo no estar a la altura.

El whisky era bueno. Carmine tenía un bien provisto mueble bar, aunque no bebieran demasiado.

—Puede ser —admitió Myron.

—Como te va a creer más a ti que a mí, ¿por qué no le dices que no hay para tanto? Según mi experiencia, las empresas poderosas como las corporaciones o los gobiernos suelen funcionar solas. Los problemas empiezan cuando la gente se inmiscuye en su funcionamiento, seguro que ya lo sabes. Cornucopia lleva años yendo como una seda por su propia inercia. Sólo tiene que dejar que siga así.

—La dirigirías mejor tú que ninguno de nosotros dos —comentó Myron.

—¿Yo? ¡Qué dices! Según la mujer a la que amas, soy demasiado curioso, y tiene razón. Me pasaría el rato metiendo las narices en lo que no debería importarme.

—¿Te quedas a comer, Myron? —preguntó Desdemona—. Tenemos asado de sobra.

—Me encantaría pero tengo que volver con Erica —gimió. Se terminó el whisky, se puso de pie y los miró algo desconsolado—. Me gustaría que las cosas fueran como antes. Pero no puede ser, ¿verdad?

—Así es la vida —dijo Desdemona, y se rió—. ¡Menudo topicazo he dicho! No te preocupes, Myron. Todo volverá a la normalidad.

Pero más tarde, cuando habían comido parte del asado, dijo a Carmine:

—No es verdad. ¡Ojalá me cayera bien esa mujer! Pero no puedo, ¿sabes? Es tan complicada… aunque podría soportarlo si no fuera tan fría. Le romperá el corazón al pobre Myron.

—Quizá no —dijo Carmine con el optimismo que da tener el estómago lleno—. Creo que a él le fascina todo lo que a nosotros nos disgusta de ella. Tiene cincuenta años, una mujer encantadora y busca una zorra. Erica es una fase.

—¿Lo crees de verdad?

—Sí que lo creo.

—¿Te parece bien que haga pastel de carne con las sobras del asado? —preguntó Desdemona—. Lo hice grande porque Sophia dijo que cenaría en casa, y que vendrían dos amigas suyas a pasar aquí la noche.

—Puede que vaya siendo hora de que hable con mi hija —dijo Carmine, con el ceño fruncido.

—¡No, no lo hagas! Si no ha venido, seguro que ha sido por algo.

Como si supiera que hablaban de ella, Sophia llegó en ese momento, pálida y con los ojos desorbitados.

—¡Papá! —exclamó—. ¡Me han encerrado en el almacén del laboratorio de física!

«Tal como te he dicho», dijeron los ojos de Desdemona, pero Carmine miró a su hija para valorar sus palabras. Iba algo desaliñada, y su miedo no era fingido.

—¿Y cómo ha sido eso, cielo? —preguntó.

—¡No lo sé! ¡No tendría que haber pasado! ¡Nadie cierra ese almacén! —Se estremeció y se estrechó contra su padre—. He oído a alguien al otro lado de la puerta. Iba de un lado para otro, y entonces algo ha golpeado el suelo. No sé por qué, papá, ¡pero estaba segura de que iba por mí! Yo era hoy la encargada de ordenar el laboratorio y cualquiera ha podido verme entrar y salir del almacén. Al principio, creí que sería una broma, pero cuando he oído a esa persona andando, tuve un mal presentimiento.

—¿Se ha marchado? —preguntó Carmine con un nudo en el estómago—. ¿Cuánto tiempo has estado encerrada?

—Unos cinco minutos. Como sabía que abriría la puerta y me atacaría en cuanto el instituto se quedara vacío, he salido por una rejilla del techo que da a un conducto de ventilación. He tenido que andar un buen rato a gatas hasta salir al cuartito anexo de experimentación, en el otro lado del laboratorio. La luz estaba apagada, pero todavía era de día y he podido verlo: un hombre pequeñajo que cojeaba. He salido arrastrándome, procurando no hacer ruido, y me he acercado a la puerta de ese lado del laboratorio. He esperado a que se alejara para entreabrirla y salir a gatas. Entonces me he levantado y he corrido como una loca.

«Increíble. No hay duda de que es hija mía. Cuenta perfectamente lo sucedido aunque esté muerta de miedo.»

—Y has ido a buscar el coche y te has venido a casa, ¿no? —aventuró Carmine.

—¡Papá! —Lo miró con desdén—. ¡Si hubiera hecho eso, ya hace rato que habría llegado! Él ha debido de abrir la puerta del almacén y ver que no había nadie. He podido esconderme entre los arbustos justo a tiempo; iba hacia mi coche. Por eso sé que iba por mí, no por cualquiera, ¡por mí! Así que me he agachado y he esperado a que estuviera oscuro. Luego, he salido sin que nadie me viera hasta la carretera y tomé un taxi. Pero no me he subido hasta haber visto bien al taxista. Como era negro, supe que no corría peligro. Está fuera, en la calle, papá, esperando que le pague la carrera. No tenía el monedero.

Desdemona salió con el billetero en la mano, mientras Carmine acompañaba a su valiente hija al salón para darle una copa de vino blanco rebajado.

—Lo has hecho muy bien, hija —le dijo, orgulloso.

Ese sentimiento y la gratitud hacia lo que fuera que había protegido a Sophia le proporcionaron fuerzas para darle de cenar —estaba famélica— y luego acostarla sedada con un tranquilizante de Desdemona. Cuando la euforia por haber escapado por sus propios medios remitiera, tendría pesadillas a no ser que tuviera el cerebro aletargado.

Su propia reacción vino después, cuando por fin se sentó. Entonces se echó a temblar como una hoja sin dejar de retorcerse las manos.

—¡Será cabrón! ¡Menudo hijo de puta! —dijo a Desdemona entre dientes—. ¿Por qué no ha venido por mí? ¿Por qué ensañarse con una muchacha inocente de dieciséis años, por el amor de Dios? ¡La chica más dulce y buena del mundo! ¡Le arrancaré la cabeza con mis propias manos!

Desdemona lo abrazó y le acarició la cara.

—No digas eso, Carmine. Tú lo que quieres es que le caiga cadena perpetua, sin posibilidad de condicional. ¿Estás seguro de que es tu asesino?

—¿Un pequeñajo que cojea? Tiene que serlo. Pero ¿por qué Sophia? La ha elegido adrede, la ha estado vigilando en el instituto, lo tenía todo estudiado hasta el último detalle. La habrían encontrado mañana en el almacén del laboratorio de física, seguramente muerta a palos si lo que golpeaba el suelo era un bate de béisbol. La mejor porra que existe. Con lo que no contaba era con la presencia de ánimo de Sophia.

—Ni con que heredó tu instinto, mi amor. Cuando cualquier otro habría imaginado que se había quedado encerrado por error, Sophia ha sabido casi de inmediato que corría peligro. Y se ha concentrado en escapar en lugar de esperar a que la sacaran de allí.

—Tiene recursos, ¿eh? —dijo él, y logró sonreír.

—Sí, muchos. No debes temer nunca que Sophia sea una víctima de la vida —comentó Desdemona—. No, ella va a exprimirla al máximo.

—Creo que no te ayudaré a buscar un hermanito para Julian esta noche, Desdemona —dijo él, sintiéndose viejo.

—Lo pospondremos para mañana —respondió Desdemona alegremente—. Pero ahora vamos a saltarnos las normas y tomar una copa antes de acostarnos. Puedo sedar a Sophia y evitar que mañana vaya a clase, pero no puedo hacer lo mismo contigo. Un coñac es la solución para papá.

—Pondré un policía en el instituto para que esté pendiente de nuestra hija —comentó mientras cogía la copa y la calentaba con la mano—. Vigilancia secreta, pero Seth Gaylord tendrá que saberlo, no sea que el sargento de guardia mande a un zopenco. Y mañana hablarás con Sophia para convencerla de que no mencione el incidente a nadie, ni siquiera a Myron.

—¿Ni siquiera a Myron? —exclamó Desdemona.

—Tal como están las cosas, no podemos confiarnos. No sabemos cuán discreta es su enamorada. Di a Sophia que ahora mismo no es buena idea que se quede sola en el instituto ni en ninguna parte. Tiene que ir en grupo y salir de clase con los demás. ¡Y ese maldito Mercedes rojo que Myron le regaló se va a quedar en el garaje! ¡Que conduzca el Mercury de mi madre, por muy cafetera que sea!

Desdemona se estremeció.

—Es como el Fantasma.

—Sí. Por eso creo que nuestra mejor arma es el ingenio de Sophia. Si le hablas con franqueza, sin morderte la lengua, no se va a oponer.

A quien más afectó la noticia sobre lo que le había pasado a Sophia fue a John Silvestri, cuya hija María había sido apaleada violentamente unos años atrás. Había sido para vengarse de Silvestri, que se lo tomó muy mal. Pero María se repuso, se casó y siguió con su vida; el culpable fue condenado a treinta años de cárcel, veinte sin poder beneficiarse de la condicional. Como Carmine lo sabía, le contó en privado el atentado contra Sophia; ver llorar a Silvestri era muy duro, y Carmine no quería que hubiera nadie más delante.

—¡Terrible, es terrible! —dijo el inspector jefe, secándose las lágrimas—. Tenemos que atrapar a ese malnacido, Carmine. Pídeme lo que necesites. ¡Agredir a una niña tan maravillosa!

—Ya sé que no lo parece, pero tengo la impresión de que lo hemos puesto nervioso —dijo Carmine, y se sentó—. Han pasado nueve días desde los doce asesinatos, y hemos logrado resolver algunos (Jimmy Cartwright, el decano Denbigh, Bianca Tolano) y considerado que las tres víctimas negras fueron por encargo. Ha habido una decimotercera muerte: el suicidio del asesino de Bianca Tolano.

—Es terrible —dijo Silvestri, que ya había recuperado la compostura—. ¿Y ahora qué?

—Peter Norton, el banquero que se bebió el zumo de naranja con estricnina. Una muerte atroz.

—Como la del cianuro.

—Sí, pero el cianuro es rápido. En cuanto la hemoglobina de la sangre se queda sin oxígeno, te mueres. En cambio, la estricnina tarda entre veinte y treinta minutos, según la dosis. A Norton le dieron una dosis masiva, pero sólo se tomó la mitad. Era hombre muerto, pero le costó lo suyo. Vómitos, evacuaciones, convulsiones… No sé si estaría consciente mucho rato, pero su mujer y sus dos hijos lo vieron.

—¿Sugieres que el asesino quería que lo vieran?

—No lo sé. Puede que sí —contestó Carmine, y pareció sorprendido.

—Si elegir un método que torturara a la mujer y los hijos de Norton formaba parte del crimen, se abren nuevas perspectivas, Carmine —dijo el inspector jefe, pensativo—. Quizá deberíamos examinar a las familias de las víctimas con más atención.

—Volveremos a mirar debajo de todas las piedras —prometió Carmine.

La señora Barbara Norton había tenido más de una semana para recuperarse de su ataque de histeria, aunque Carmine sospechó que su médico le recetaba tranquilizantes muy fuertes. Tenía la mirada perdida y se movía como si arrastrara un peso enorme.

Pero hablaba con coherencia.

—Es algún chalado al que le negó un préstamo —aseguró, dándole una taza de café—. ¡No se lo puede imaginar, capitán! ¡La gente espera que el banco le deje el dinero sin ninguna garantía a cambio! La mayoría acaba desistiendo, pero los chalados no. Recuerdo unos cuantos que nos ponían caca de perro en el buzón, echaban sosa cáustica en la piscina, ¡o incluso orinaban en nuestra leche! Peter los denunció a la policía de North Holloman, ahí podrán darle los nombres.

Carmine observó que estaba bastante rolliza, pero su corpulencia era de las que seducían a algunos hombres, y tenía una cara bonita: hoyuelos, mejillas sonrosadas, piel perfecta. Cuando llegaron sus hijos, el capitán contuvo un suspiro, como la primera vez que los vio: era una familia gorda, predispuesta genéticamente a la obesidad. Recordó que, según la autopsia, Peter Norton tenía el típico sobrepeso de estos casos: brazos y piernas gruesos, manos y pies regordetes, y el exceso de grasa acumulado desde los hombros hasta las caderas, en lugar de rodearle sólo la cintura. De acuerdo con las preguntas que la policía hizo en el barrio, la señora Norton había intentado limitar la cantidad de alimentos que ingería la familia, pero su marido no quería ni oír hablar de ello. Siempre llevaba a los niños a tomar helados y batidos.

—¿Sus amigos también lo eran de su marido, señora Norton? —preguntó Carmine.

—Oh, desde luego. Lo hacíamos todo juntos. A Peter le gustaba que tuviera los mismos amigos que él.

—¿Qué clase de cosas hacían?

—Íbamos a la bolera los martes por la noche. Los jueves por la noche jugábamos a la canasta en casa de alguien. Los sábados por la noche salíamos a cenar y veíamos una película o una función de teatro.

—¿Utilizaba una canguro, señora?

—Sí, siempre la misma chica, Imelda González. Peter la recogía y la llevaba a su casa.

—¿No salía usted nunca sola?

—No.

—¿Quiénes son sus amigos?

—Grace y Chuck Simmons, Hetty y Hank Sugarman, Mary y Ernie Tripodi. Chuck trabaja en el Holloman National, Hank es contable y tiene una asesoría fiscal, y Ernie es propietario de una tienda de complementos y accesorios para el baño. Ninguna de nosotras trabaja.

«Mandos intermedios», pensó Carmine mientras sorbía el café. Tenía sabor a cardamomo. ¡Qué horror! En su opinión, el café era café y no había que adulterarlo con otros sabores.

—¿Alguna vez iban a otro sitio, señora Norton?

Sus rizos se movieron arriba y abajo al ritmo con que asentía con la cabeza, como un robot.

—¡Sí, claro! A actos benéficos, sobre todo, pero no los hay a menudo. Recepciones de Cornucopia a las que Peter y yo íbamos solos (el Fourth National es propiedad de Cornucopia). Si no, íbamos los ocho juntos. —Se puso triste y las mejillas le temblaron—. Ya no habrá más salidas, claro. Nuestros amigos son muy amables, pero soy una lata sin Peter. ¡Era muy bromista y divertido!

—Todo se arreglará, señora Norton —la consoló Carmine—. Hará nuevos amigos.

«Especialmente —pensó—, gracias al generoso importe del seguro y la pensión de su marido.» Bajo el ama de casa dominada se escondía una mujer decidida a salvarse. ¿Haría un crucero de lujo en busca de alguien a quien poder dominar? Si no fuera por esa fecha imposible de ignorar, el 3 de abril, podría haber sospechado que ella hubiera decidido acabar con el dominio de una persona que parecía caer bien a poca gente. A pesar de lo terrible que había sido su muerte, cierta clase de envenenador habría disfrutado viendo su sufrimiento. Pero la señora Norton no había disfrutado nada. Se había puesto tan histérica que los vecinos habían corrido a ayudarla. Cuando él, Carmine, había llegado, los niños se estaban recuperando de la impresión, mientras que la señora Norton había necesitado que la atendieran dos sanitarios y su médico de cabecera, y que le inyectaran algo tan fuerte que había dormido horas seguidas.

Se volvió hacia los niños para intentar discernir qué clase de familia era. La niña, Marlene, era agresiva e inteligente, e imaginó que no gustaría demasiado en el colegio. El niño, Tommy, al parecer vivía para comer; cuando alargó la mano hacia las galletas que Carmine tenía delante, su madre le pegó una colleja y le dirigió una mirada que le hizo retroceder.

—¿No tiene usted ningún interés particular? —preguntó Carmine.

—No, nada… ¡Tommy, deja en paz las galletas!

—¿El movimiento feminista?

—¡Claro que no! —exclamó ella—. ¡Es lo más estúpido y ridículo que he visto! ¿Sabe que intentaron convertirme? No recuerdo cómo se llamaba, pero la eché de aquí con cajas destempladas.

—¿Cuándo fue eso?

—No me acuerdo —dijo la señora Norton, demasiado sedada para recordar—. En alguna fiesta, hace mucho tiempo.

—¿Qué aspecto tenía esa mujer?

—¡Pues parecía normal! Se depilaba las piernas, se maquillaba y vestía bien. Logró confundirme, pero al final se le cayó la careta. Me informaron de este tema en el colegio y encajaba, capitán, encajaba. Cuando le dije lo que pensaba de las feministas, se puso desagradable. Y yo también. Debí de asustarla y se marchó.

—¿Era rubia? ¿Morena? ¿Pelirroja?

—No me acuerdo. —La señora Norton bostezó—. Estoy cansada.

—Os lo dije —espetó Carmine a Abe y Corey—, este caso está lleno de mujeres. A ver, ¿cómo coño está relacionado con el feminismo? Porque creo que lo está, por lo menos en la muerte de Peter Norton. Alguien o algo influyó en que nuestro asesino castigara a la señora Norton obligándola a ver cómo moría su marido. Funcionó (sigue necesitando muchos tranquilizantes), pero tuvo un momento de lucidez cuando me habló de una feminista de aspecto «normal». ¡Ojalá supiera más cosas sobre los Norton! Algo se me escapa, pero no sé qué. Tal vez que no sé con certeza qué clase de mujer es la señora Norton. Como un psiquiatra que hereda un paciente tan medicado que no consigue emitir un diagnóstico.

—¿No pudiste sonsacarle nada más? —preguntó Corey.

Carmine lo miró con compasión; la mujer de Corey era de las que no paran de chinchar a sus maridos.

—Sólo recuerda lo que quiere. Corey, encárgate de investigar a los Norton. Quiero saber el nombre y la fecha de todos los actos a los que haya asistido alguna vez la señora Norton… No, rectifico: que sea en los últimos cinco años. —Se volvió hacia Abe—. Y tú analiza el componente feminista. Empieza por la doctora Denbigh. Está metida en eso, y encaja con la descripción de la señora Norton: nuestra querida Pauline no tiene vello en las piernas ni en las axilas. Por cierto, me dijo que era frígida, pero lo dudo. Sé que ya la atrapamos por el asesinato del decano, pero vale la pena echar un vistazo a su pasado. ¿Por qué eligió el tres de abril para cometer los hechos? ¿Eh?

—¿Crees que tuvo algo que ver en los demás asesinatos? —preguntó Corey, que tenía miedo de no apuntarse los tantos suficientes.

—Es una mentirosa congénita. Si dice la verdad, lo hace indirectamente.

Cuando se marcharon, Carmine apoyó el mentón en las manos y se dispuso a pensar.

—¿Carmine?

—¿Sí? —Alzó la cabeza, sorprendido; Delia no tenía por costumbre interrumpir a su jefe si estaba reflexionando.

—Tengo una idea —dijo, quedándose de pie.

—Viniendo de ti, es alentador. Cuéntamela.

—No hay nada pendiente de archivar y no puede decirse que me hayas inundado de cartas últimamente —comentó con delicadeza, mirándolo con esos ojos que le recordaban los de una muñeca de porcelana: grandes, ingenuos, pintadísimos.

—Tienes razón, Delia, soy el primero en admitirlo.

—Bueno… ¿te importaría que me dejara llevar por mi intuición? Es como vosotros lo decís, ¿verdad?

—Sí, cuando tenemos una corazonada. Siéntate, Delia, por favor. No soporto ver a una mujer de pie cuando yo tengo el culo pegado a la silla.

Delia tomó asiento, sonrosada de placer.

—Verás, la mayoría de estas muertes tienen que estar relacionadas, ¿no? Lo has creído siempre, pero no se ha encontrado nada que lo confirme. He estado pensando dónde pudieron estar todos juntos al mismo tiempo. Y la única respuesta, creo, es en un acto social o algún tipo de función. Ya sabes a qué me refiero. Estás sentado en una fila esperando una eternidad a que el telón se levante o lo que sea, y empiezas a hablar con quien te rodea. O compartes una mesa con desconocidos y te esfuerzas por entablar conversación (si no, lo pasas fatal). La mayoría de la gente es muy sociable y lo consigue. Ves dónde quiero ir a parar, ¿verdad?

—Me encanta esa costumbre tan inglesa de acabar cada frase con una pregunta —sonrió Carmine—. Pero sí, Delia, lo veo.

—Pues si me lo permites, me gustaría dedicar los ratos libres a averiguar cuántos eventos sociales y funciones ha habido en la ciudad de Holloman en los últimos seis meses.

—¿Sólo seis meses?

—Si hubiera sido más tiempo, creo que el asesino no habría tenido esa crisis. Pasó algo que en ese momento no suponía ninguna amenaza, pero que el tres de abril sí lo era. Si encuentro algo a lo que asistieron todas nuestras víctimas, tendremos una parte del problema resuelta.

—Delia, es muchísimo trabajo —advirtió Carmine. Puede que tarde o temprano se tuviera que haber hecho, pero se lo reservaba a Corey y a Abe, y a la inercia propia de la investigación.

—Eso ya lo sé, y no pretendo atribuirme la idea como si fuera mía —repuso ella, muy digna.

—¡Oh, Delia, no te me pongas así! No quería decir que la idea no fuera tuya, de verdad.

—No, eso ya lo sé, hombre —dijo, ablandada en el acto—. Pero ¿puedo hacerlo?

—No vas a hacer caso de mis advertencias. —Carmine sacudió la cabeza, derrotado—. ¿Qué otra cosa puedo hacer salvo decirte «adelante»?

Delia se levantó entusiasmada.

—¡Oh, gracias, gracias! —exclamó, y siguió hablando mientras se dirigía hacia la puerta—: Ya tengo preparado el protocolo a seguir. Voy a concentrarme primero en los actos. Luego, si encuentro uno o más de uno que encaje, pasaré a la segunda fase.

—Adiós, Delia.

Una mirada al reloj de pared le indicó que casi era mediodía. Levantó el auricular y tras varios intentos logró contactar con el agente especial Ted Kelly.

—¿Ya ha almorzado? —preguntó Carmine.

—No.

—Nos vemos en el Malvolio en un cuarto de hora.

Aunque Kelly tenía que ir en coche y encontrar sitio en el aparcamiento subterráneo de los Servicios del Condado, ya estaba guardándole mesa cuando Carmine entró en el local.

—Habría jurado que sabían quién soy —comentó mientras Carmine se sentaba delante de él—, pero nunca había visto a ninguno de los policías que están aquí.

—Pueden olerlo, Ted —sonrió Carmine—. No, ahora en serio, ¿qué se esperaba de un sitio del tamaño de Holloman? Todo el departamento sabe que hay un hombretón del FBI rondando por aquí. —Miró la carta como si no supiera lo que iba a tomar. «Una ensalada especial de Luigi con aderezo Thousand Islands. Así podré ahorrarme la verdura esta noche.» Merele, la camarera, les llenó las tazas de café y esperó. Kelly pidió un emparedado de carne y, después, se reclinó con un suspiro.

—Tenía razón sobre el Malvolio —dijo—. Es lo mejor que tiene esta mierda de ciudad.

Kelly lo dijo muy serio, con total sinceridad. Su mala educación encendió los ánimos del capitán. «¡Cállate, Carmine, no digas nada!»

—¿Cómo va la búsqueda del escurridizo Ulises? —preguntó al agente del FBI.

—No va. Hábleme de Joshua Butler.

—Ya le envié mi informe, Ted, pero si quiere que se lo explique, no hay problema —dijo Carmine, sorprendido—. Violó y asesinó a Bianca Tolano, y prefirió masticar una cápsula de cianuro a dejar que lo capturaran. El crimen no fue espontáneo. Me refiero a que Butler siguió al pie de la letra la violación que aparece en un libro de texto.

El del FBI soltó una sonora pedorreta.

—¡No sea zopenco, Delmonico! Lo que quiero saber son los otros detalles —replicó, y le dirigió una sonrisa maliciosa—. Un pajarito me dijo que tenía las pelotas del tamaño de un cacahuete.

—¿Qué pajarito? —preguntó Carmine, indignado.

—Se dice el pecado pero no el pecador —respondió Kelly en tono pedante.

—¡Mire, no voy a permitir que ningún cabrón del FBI me toque los huevos!

Kelly se lo quedó mirando boquiabierto hasta que la rabia le pudo más que la sorpresa y se irguió en el asiento.

—Sus palabras son una provocación —dijo, y no bromeaba.

—Pues salgamos a la calle y ajustemos cuentas.

El comedor se había quedado en silencio. Luigi chasqueó los dedos a Merele y Minnie, que se situaron rápidamente detrás de la barra, mientras treinta policías de aspecto diverso seguían la escena embobados.

—¿Habla en serio?

—¡Estoy harto de que venga un federal a putearme! —gruñó Carmine, a punto de estallar—. Salgamos a la calle.

—¡Retire lo que ha dicho! ¡Si nos peleamos, saltarán chispas de un extremo al otro del país!

—¡No se siga haciendo el listillo, cabrón sabelotodo de la gran ciudad! ¿Se cree que puede putear a mi ciudad y a mi departamento? ¡Váyase a la mierda, hombre!

—Salgamos a la calle —aceptó Kelly, y se levantó con presteza.

Fue muy breve. Los dos hombres se prepararon con los puños cerrados y Kelly lanzó un directo que no acertó. Acto seguido, estaba sentado en el suelo tratando de recuperar el aliento. Cuando alzó los ojos, sólo pudo ver las caras de los policías en el escaparate del Malvolio, y la mano que Carmine le tendía para ayudarlo a levantarse.

—Ni siquiera lo he visto venir —dijo tras recobrar el aliento—. Pero no puedo consentir que nadie me llame «cabrón». ¡Olvídese del almuerzo!

—Si se niega a comer conmigo después de que lo haya tumbado, no sólo saltarán chispas, arderá Troya —comentó Carmine, pagado de sí mismo—. Ya va siendo hora de que los tipos como usted comprendan que no pueden ningunear a los lugareños.

Entraron en el Malvolio y se sentaron de nuevo a la mesa.

—Gracias por no hacerme ningún daño visible —dijo Kelly con amargura.

—Oh, no le llegaba a la cara, así que he tenido que conformarme con la tripa —comentó Carmine, regocijándose aún de su fulminante victoria—. Y ahora dígame quién le habló de los atributos de Joshua Butler.

—Lancelot Sterling, el jefe del departamento de Butler.

—¡Qué jefe tan majo! Recuérdeme que no pida nunca trabajo en Cornucopia. ¿Y por qué no podía saber yo que se lo había dicho él?

—Por ninguna razón, se lo aseguro. Sólo… Sólo me hacía el interesante. Pero jamás pensé que fuera a defender a un indeseable como Joshua Butler.

—¡Dios mío, Kelly, cómo es posible! —Ahora era Carmine el sorprendido—. Es verdad que detesto que los representantes de la justicia eleven los chismes a la categoría de información indispensable, pero no le he pegado por Joshua Butler. Lo he hecho por mí y, caray, qué bien me ha sentado. Ha sido una especie de catarsis.

Pero Kelly no se lo podía creer. De hecho, Carmine se preguntó si llegaría a saber nunca por qué se habían peleado.

—Está esquivando la cuestión —aseguró—. Defendió a Joshua Butler, Delmonico.

—Si eso es lo que va a escribir en el informe que mande a J. Edgar o a quien sea, es probable que se evite un buen rapapolvo pero, por suerte para mí, a mi jefe le basta con mi palabra. —Apartó el plato vacío que tenía delante—. La ensalada estaba muy sabrosa. ¡Santo Cielo, apenas ha probado bocado! Le duele la tripa, ¿eh?

—¡Es usted un capullo! —gruñó el agente del FBI.

—Bueno, si me va a caer un puro que sea por algo importante —rió Carmine—. ¿Puedo ver el expediente del FBI sobre Erica Davenport?

Ted Kelly pareció sopesar su petición como si desconfiara, pero accedió:

—No veo por qué no. Es sospechosa de la muerte de Desmond Skeps, y nos conviene. Cuanta más gente haya bombeando agua, antes achicaremos el barco.

—Si supiera algo sobre embarcaciones, sabría que quien mejor achica el barco es un hombre asustado con un cubo —comentó Carmine.

—Le enviaré el archivo —aseguró Kelly mientras se palpaba el estómago.

—Dígame —se aventuró Carmine en tono simpático—, ¿le han mencionado algo sus informadores, o debería decir chismosos, de Cornucopia sobre un intento de acabar con la vida de mi hija?

Kelly lo miró pasmado.

—N-no —tartamudeó.

—¿Ni siquiera Erica Davenport?

—No. —Kelly recuperó la compostura, y parecía realmente preocupado—. ¡Joder, Carmine! ¿Cuándo ocurrió?

—Eso no importa —respondió con brusquedad—. Sé cuidar de Sophia. Más aún, mi hija sabe cuidar muy bien de sí misma. ¡Excelente! No ha corrido la voz, y no quiero que corra por su culpa, ¿entendido? Se lo he preguntado porque necesitaba saberlo, y usted es la única persona relacionada con Cornucopia en cuya discreción puede confiarse. No me gustaría haberme equivocado con usted.

Demasiado intrigado para ofenderse, Kelly preguntó:

—¿Fue para intimidarlo?

—Eso parece, pero quien lo hizo no estaba jugando. Su intención era matar a mi hija, y si fuera una muchacha corriente, así habría sido. Por suerte para mí y por desgracia para él, Sophia es una chica fuera de lo corriente y se escapó. Yo me enteré cuando todo había terminado.

—¡Debe de estar hecha un manojo de nervios!

—¿Sophia? ¡No! Perdió un día de clase, pero hasta donde mi mujer y yo sabemos, no tiene ninguna secuela mental. Es una ventaja que saliera indemne. Se siente como una vencedora, no como una víctima.

—Tendré la oreja atenta.

—Estupendo, siempre y cuando no abra la boca.

El archivo sobre Erica Davenport no era demasiado grueso. Contenía básicamente declaraciones de personas que la habían conocido a lo largo de sus cuarenta años. Phil Smith había —¿insinuado? ¿dicho?— que procedía de una familia adinerada de Massachusetts, pero no había nada en sus primeros años que sustentara esa historia. Si los antepasados de los Davenport habían sido de los primeros colonos del país, ya no se tenía conocimiento de ello en 1927, cuando Erica nació. Su padre era capataz de una fábrica de calzado, y la familia vivía en un barrio de gente más bien humilde. Había estudiado, con notas muy altas, en un colegio público, donde no pertenecía, y eso era interesante, a la categoría de las animadoras. La Gran Depresión había afectado mucho a su familia; el padre se quedó sin trabajo cuando la fábrica de calzado quebró y se deprimió tanto como la economía. No bebía ni malgastaba de otra forma el poco dinero que tenían, pero tampoco era ninguna ayuda. La madre limpiaba casas cobrando una miseria, y metió la cabeza en el horno de gas cuando Erica tenía siete años. El cuidado de Erica y sus dos hermanos recayó en una hermana mayor, que prefería ofrecer sus servicios a hombres antes que limpiar casas.

«Todo muy sórdido», pensó Carmine mirando al vacío; pero era la típica historia de los años treinta, una década horrible para personas de todas las clases y profesiones. Hasta entonces, los hombres encontraban algún trabajo durante la adolescencia, y esperaban conservarlo hasta jubilarse. Los años treinta rompieron ese molde para los Davenport y para millones de personas más.

¿Cómo fue a parar a Smith? La respuesta estaba en la declaración de la viuda del director del último instituto de Erica. Era mordaz, implacable y tendencioso, sí, pero también parecía veraz. Lawrence Shawcross había visto más allá del cuerpo flacucho e inmaduro de Erica Davenport, más allá de los rasgos angulosos de su cara, más allá de su inexperiencia, y había tomado de la mano a ese diamante en bruto para intentar pulirlo. Aunque Marjorie Shawcross intentó impedirlo con uñas y dientes, Erica Davenport se mudó a la casa de los Shawcross en septiembre de 1942, cuando tenía quince años. La batalla posterior se libró en secreto, porque si se hubiera sabido que su mujer estaba en contra, Shawcross habría perdido su empleo, su reputación y su pensión. Puesto que no podía evitarlo, la señora Shawcross fingió estar encantada de hacer lo que pudiera por esa muchachita tan prometedora. Erica tuvo ropa nueva, aprendió a cuidar de sí misma, a comer bien, a usar la servilleta y los cubiertos adecuados, a hablar correctamente con buena dicción y todas las demás cosas que Lawrence Shawcross consideraba vitales para que Erica pudiera triunfar como se merecía en el mundo.

Según Marjorie Shawcross, profesor y alumna se hicieron amantes en 1944, cuando Erica tenía diecisiete años. Carmine, con el ceño fruncido, llegó a la conclusión de que era probable que Erica tuviera un amante, pero que no había sido Lawrence Shawcross. Una de las cosas que ese aspirante a catedrático le habría enseñado era que jamás había que ensuciar el propio nido. Y ella, que se tomaba todo lo que le decía como si fuera la Biblia, habría visto inmediatamente que era un buen consejo.

Sus buenas notas mejoraron aún más, pero entonces terminó la guerra y, como volvieron a casa millones de soldados, era imposible que Erica consiguiera una plaza en una universidad importante; tendría que ir a una universidad femenina. A pesar de una beca parcial para ir a Smith, Erica tenía un futuro bastante negro. En 1945 había estudiantes excelentes a patadas. Y entonces, de repente, Lawrence Shawcross murió. Su médico, que lo trataba de hipertensión arterial, dictaminó muerte por colapso vascular cerebral. Nadie prestó atención a las acusaciones de asesinato que hizo la señora Shawcross contra Erica Davenport; eran los desvaríos de una mujer desconsolada, porque puede que el testamento de su marido le diera motivos para sospechar algo así, pero no los suficientes. La mayoría de sus bienes fueron para su viuda, aunque Erica recibió cincuenta mil dólares para sufragar su educación.

Erica fue a Smith, donde cursó Económicas, además de estudiar matemáticas, literatura inglesa y… ¿ruso? Pero ¿acaso enseñaban ruso en Smith?

Volvió a la parte de su infancia, maldiciéndose por haberse saltado algunas declaraciones. Pero no pudo encontrar nada. Davenport nunca había sido Davenski, de eso no parecía haber duda. Repasó los distintos centros en que había estudiado y tampoco hubo suerte. ¿Tal vez el amante misterioso que tuvo el último año de instituto? Los papeles volaban. Entonces pensó en Delia y la llamó.

—A ti se te da mejor leer cosas que a mí —dijo, y le entregó los papeles correspondientes a los años que Erica había vivido con los Shawcross—. Mira si puedes encontrar cualquier referencia a un ruso o a la lengua rusa.

Delia se marchó con los papeles mientras Carmine le daba vueltas al asunto. El FBI sabía que aquella mujer había estudiado ruso, lo que seguramente la situaba en lo alto de su lista de sospechosos de ser Ulises. ¿Por qué no se lo habían dicho entonces?

—Porque eres un don nadie provinciano —murmuró a la habitación vacía—. Un policía tonto de origen italiano en una ciudad perdida y llena de excéntricos. ¡La próxima vez dejaré KO a ese cabrón, aunque tenga que aprender a dar patadas voladoras!

—No, no —dijo Delia al volver—. Sé justo con ese hombre, Carmine. Te dio el expediente.

—Cree que soy tan imbécil que no sé leer.

—Pues peor para él, ¿no? —Tras ordenar los documentos que tenía en el escritorio, se sentó y le devolvió el fajo de papeles que le había dado—. Sólo hay una referencia de, quién si no, el lechero. —Soltó una risita—. Bueno, el hombre es tonto de capirote, y estoy segura de que te dio la impresión de que estaba colado por Erica. Es cuando divaga sobre sus novios, y si me permites un inciso, te diré que lo que cuenta parece carecer de fundamento, y creo que por eso nadie puso ninguna nota junto a la referencia. ¿Por qué tachan palabras o frases? ¡Cualquiera puede imaginar lo que pone debajo!

—¡Es para hoy, Delia!

—¡Oh! Oh, sí, claro. Uno de sus novios farfulla y ella le contesta igual. Aquí está, y cito: «Cuando está con ella farfullan como hace con sus amigotes.» Podría referirse a alguien que habla rápido, pero si farfullan, en plural, quiere decir que ella le contesta igual y, por supuesto, que lo entiende.

—Un novio ruso en 1944, ¿eh? ¿Un inmigrante?

—¿Por qué no? Por lo que sé y he visto de la doctora Davenport, es muy reservada. Conversar en otra lengua le habría ido de perlas.

—Según el lechero, este novio tenía amigos.

—No es extraño, Carmine. Los inmigrantes que dominan poco el inglés tienden a agruparse. ¿Dónde vivía?

—En las afueras de Boston.

—Pues supongo que allí habría trabajo.

—¿En 1944? A montones.

Muy bien, hablaba ruso, decidió Carmine antes de volver a centrarse en los años de Smith. El dinero de Shawcross tuvo que serle útil. El programa de intercambios todavía estaba en ciernes, pero se animaba a los estudiantes a ampliar su experiencia y su formación cursando en otra parte dos semestres, otoño y primavera, el primer año. En 1947, Erica, a sus veinte años, preguntó si podía ir a la London School of Economics, de modo que las clases a que asistiera le fueran convalidadas para obtener el título. Y se fue a Londres. En la London School of Economics su rendimiento y su dedicación no flaquearon nunca; mientras los demás estudiantes tenían problemas con el cambio de rutinas, de actitudes y costumbres, Erica Davenport se adaptó perfectamente a su nuevo ambiente. Hizo algunos amigos, fue a fiestas e incluso tuvo varios romances con hombres que, por lo general, tenían fama de inalcanzables.

Una vez terminados sus estudios al final del curso académico, se pasó el verano de 1948 viajando por Europa; su pasaporte mostraba sellos de entrada y salida de Francia, Países Bajos, Escandinavia, España, Portugal, Italia y Grecia. Viajó en segunda clase, sola, alegando que la soledad era buena para el alma. Cuando regresaba a Londres entre viaje y viaje, sometía a su círculo de amistades de la London School of Economics a sesiones de diapositivas en color. Una de ellas se quejó de que, si bien el paisaje era espectacular, casi no se veía gente.

—¡No soy tan insensible como para fotografiar a personas que se dedican a sus quehaceres habituales como si fueran bichos raros! —había contestado, enojada—. Puede que sus costumbres sean extrañas para nosotros, pero para ellos son lo más normal del mundo.

—Pues págales para que te dejen fotografiarlos —dijo alguien—. Eres una americana rica, te lo puedes permitir.

—¿Cómo, y rebajarlos a nuestro nivel? ¡Eso es asqueroso!

¡Vaya, vaya! Carmine siguió esta declaración con el dedo como si el papel estuviera bañado en oro. «¡Hubo un tiempo en que tenías pasiones, Erica! Pasiones fuertes, incontenibles. Y también ideales.»

La licenciatura de Derecho en Harvard y el doctorado de Chubb no aportaron ninguna novedad; lo único de los segundos veinte años de Erica que le pareció interesante fue lo monótonos que eran. Después de tres meses saboreando los encantos de Europa, no regresó nunca al Viejo Mundo, y eso era extraño. Sabía, por experiencia, que la gente siempre intentaba revivir las alegrías y aventuras románticas de su juventud, especialmente cuando para ello tenía que viajar a Europa. No había estado en Alemania Occidental y se había mantenido alejada de Chipre y Trieste; había ido en ferry de Brindisi a Patrás, esquivando así Yugoslavia. ¿Tan complicado era obtener visados en 1948, antes de que la guerra fría se calentara?

—¡Delia! —llamó—. ¡Me voy a Cornucopia!

—¿Qué tal habla el ruso? —preguntó a la doctora Davenport—. ¿Ese novio ruso le ayudó a perfeccionar también la gramática?

—¡Oh, qué ocupado ha estado! —exclamó ella mientras daba golpecitos en la mesa con un bolígrafo dorado.

—No es ningún secreto. Está en su expediente del FBI.

—¿Puedo deducir que cree que el FBI me ha descartado como sospechosa de su investigación de espionaje? —preguntó con frialdad.

—El FBI es el FBI, y va a su aire. Para mí, sigue siendo sospechosa.

—Tuve un novio ruso en mi adolescencia, lo admito, y resulta que tengo facilidad para los idiomas. Un profesor de Smith me dio un curso especial de gramática y literatura rusas por la mera satisfacción de encontrar a alguien a quien le interesaba. También contemplé la posibilidad de trabajar como diplomática para el Departamento de Estado. ¿Satisfecho?

—¿Cuánto sabe de esto el FBI?

—¡Muy inteligente, capitán Delmonico! Sabe que no mencioné el novio, pero conoce su existencia. Alguien del FBI cometió un error.

—Cuanto mayor es la empresa, más probabilidades de cometer errores hay. —Ladeó la cabeza para mirarla—. ¿Qué fue de la pasión?

—¿Perdón?

—La pasión. A los veinte años usted vivía todo con mucha pasión.

—Se equivoca —repuso ella sonriendo con desdén.

—Diría que no, y jamás me convencerá de lo contrario. Deseaba fervorosamente que la humanidad fuera mejor. Quería cambiar el mundo, pero al final se adaptó a él.

—Bueno —dijo Erica con la cara tensa, pálida—, creo que encontré nuevas salidas a mis pasiones, si con esa palabra se refiere a los sueños de juventud. Descubrí que las mujeres no tienen herramientas suficientes para cambiar el mundo, porque el poder lo ostentan los hombres. Lo ejercen física y psíquicamente. Hay que empezar por el principio, capitán. Tenemos que obtener poder, y éste es nuestro principal objetivo en este momento.

—¿Habla en plural?

—El monstruoso regimiento de mujeres.

—Knox era misógino además de ser un viejo verde.

—¡Pero piense en el poder que tenía! Y deme después un equivalente femenino. No puede. Los hombres mayores pueden desvirgar impunemente jovencitas porque controlan y dirigen lo que piensan los demás.

—¿Está relacionada con la doctora Pauline Denbigh y las feministas?

—No.

—¿Lo está Philomena Skeps?

Soltó una carcajada.

—Tampoco.

—Me gustaría conocer al doctor Duncan MacDougall —dijo Carmine tras levantarse.

—¿Para qué? ¿Para atosigarlo como hizo con mi secretario?

—Más bien no. Es el director del departamento de investigación de Cornucopia.

—Ya entiendo. El poder de nuevo. Se puede atosigar a los subordinados, pero los jefes son sagrados. Haga lo que le plazca —añadió con hastío, sosteniendo un archivador—. MacDougall lleva su propia agenda.

Lo peor de conversar con el doctor Duncan MacDougall no era su falta de cooperación, sino la dificultad de entender lo que decía. Carmine lo comprobó en el aparcamiento, el lugar donde habían acordado encontrarse. Vio cómo el hombre menudo y musculoso se le acercaba. De pronto se detenía, echaba un vistazo a los tubos fluorescentes que salpicaban el techo del vasto recinto y retrocedía con cara de susto.

—¡Vamos, hombre, los tubos apestan! —gritó, y se llevó a Carmine con él como un profesor haría con un alumno rezagado.

Por lo menos, eso era lo que Carmine creyó que había dicho. Una vez dentro, el director dio unas cuantas voces por teléfono y pareció aliviado.

—Los tubos no deberían apestar —explicó después de colgar.

—¿Perdón? —El acento del director causaba auténticos problemas de comprensión a Carmine.

—Me refiero a que un tubo humeaba, hombre.

Y así todo el rato, aunque Carmine logró traducir bien la mayoría de lo que MacDougall decía. Fue imposible encontrar defectos a sus medidas de seguridad o proponer mejorarlas. Dentro de su cámara acorazada había varias cajas de seguridad, cuyo tamaño dependía de su contenido: los planos se guardaban en cajas grandes con cajones en su interior, mientras que los documentos se conservaban en otras de tipo más habitual. Había vigilantes, cualificados y competentes, y no se podía sacar ningún documento de la cámara acorazada sin que quedase constancia de ello.

—No creo que los robos ocurrieran aquí, doctor MacDougall —dijo Carmine al final de una explicación detalladísima sobre los procedimientos—. Por ejemplo, la nueva fórmula de Polycorn Plastics y todos los restos empleados en su experimentación jamás han salido de esta cámara porque el señor Collins se negó a recibirlos. Y apuesto a que Ulises ni los ha olido. Podría hablar muy mal sobre la seguridad de las oficinas centrales de Cornucopia, pero no de estas instalaciones. Siga así y no tendrá ningún problema.

—¡Sí, pero con eso no basta! —refunfuñó MacDougall—. Se hacen cosas excelentes en nuestra división, y nadie que trabaje aquí se alegraría de que sus proyectos, energías y trabajo acaben en Moscú o Pekín.

—Pues entonces tenemos que atrapar a Ulises. Puede ayudarnos elaborando registros exactos de quién maneja material sensible. Tiene que saber quién está en cada división además de en Cornucopia Central. Le agradecería que me diera algunos nombres.

—Y no al FBI —comentó MacDougall.

—Exacto. Ellos no comparten demasiada información.

—Bien, gana él sí, se los encomendaré —aseguró el director, refiriéndose a que se los daría.

—A un escocés sólo lo entiende otro escocés —comentó Desdemona mientras servía escalopines de ternera con una salsa de setas al vino blanco; ahora que Julian se estaba convirtiendo en un ser humano cada vez se aventuraba más en la cocina.

—Era casi como si hablara otro idioma. —Carmine miró el plato con un placer casi lascivo. Arroz, ideal para absorber la salsa, y espárragos. Era una de esas veces en que daba gracias al Señor por tener el estómago amnésico: pasadas dos horas, olvidaba que había comido, de modo que ya ni siquiera recordaba la ensalada de Luigi.

No volvió a hablar hasta haber terminado los escalopines. Luego, tomó la mano de su mujer y la besó con reverencia.

—¡Exquisitos! —afirmó—. Mejor que los de mi madre. Mejor incluso que los de mi abuela Cerutti, y eso es mucho decir. ¿Cómo has logrado que la ternera quedara tan tierna?

—La he aporreado de lo lindo —dijo Desdemona, encantada—. No soy una diminuta anciana siciliana de metro y medio, Carmine, soy una guerrera de metro ochenta, como Boadicea.

—Sophia se ha perdido un festín. Peor para ella, ¡que se quede con su pizza!

—Está en su torre de marfil, mi amor. Aunque la quiero mucho, me gusta tenerte a veces para mí sola.

—Y a mí. Pero me habría gustado que hubiera testigos de tus habilidades culinarias.

—¡Para, por favor! Al final no podré pasar por la puerta. Hoy pareces muy contento, y no sólo por la comida. ¿Me lo cuentas?

—Pues que he insultado al agente del FBI. Él ha insistido en que saliéramos a la calle (estábamos en el Malvolio) y hemos llegado a las manos.

—Madre mía —dijo ella suspirando—. ¿Todavía vive?

—Por ahí anda, perjudicado. Apenas nos hemos atizado; no es buen boxeador. Del tipo Primo Carnera, tan corpulento que tropieza con sus propios pies. Ha estado bien, me ha gustado. Por lo demás, he visto a los sospechosos habituales. Me he compadecido del pobre Corey (su mujer no para de fastidiarlo). He alborotado uno o dos gallineros, y he pedido a Delia, la sabueso humana, que siguiera un nuevo rastro. ¡Ojalá pudiera nombrarla teniente!

«Le preocupa más ese dichoso ascenso que sus asesinatos —pensó Desdemona, observándolo—. Uno de los dos tiene que perder. ¡Mataría a John Silvestri por mantenerlo en ese jurado! Es el inicio del fin, y Carmine lo sabe. Quien pierda buscará el ascenso en otro departamento de policía, y el viejo equipo desaparecerá. Aunque cabe que el Estado aumente la edad de jubilación y que pase la crisis. No, imposible. En todo caso, la edad se reducirá y no al revés. Lo quiero mucho, y sé que él también a mí. Tenemos una vida juntos, incluso cuando estamos separados. Nos echamos de menos.»

—¡Pobre Erica Davenport! —exclamó de repente.

—¿Eh?

—Tanta inteligencia, tanta belleza, tanto dinero en el banco. ¡Y una vida tan vacía!

—Ella no piensa lo mismo —dijo Carmine sonriendo—. De hecho, esta tarde me ha soltado un sermón al respecto. El poder es lo que da sentido a su vida.

—¡Bah! ¿Qué poder? ¿Profesional? ¿Personal? Es una ilusión, como sucede con las piezas de ajedrez en un tablero: gente muy inteligente juega una partida con piezas inanimadas. Sólo una cosa da poder de verdad: tener la capacidad de limitar la libertad personal. Esa terrible certeza de que, si tus documentos no están sellados como es debido o de que si estás en un sitio en que no deberías, te van a fusilar. De que pueden llevarte a un campo de concentración sin causa justificada, y que no hay posibilidad de apelar. De que alguien anónimo decide dónde vives, trabajas o incluso vas de vacaciones sin que te lo consulten siquiera. ¡El poder convierte a los seres humanos en bestias, dile eso a tu preciosa doctora Davenport la próxima vez que la veas!

Si Desdemona pensaba decir algo más sobre ese tema, no pudo hacerlo. De repente, se encontró tumbada boca arriba en el suelo del comedor mirando un par de ojos apasionados.

—¡Carmine! Pero ¿qué haces? ¿Y si Sophia…?

—De acuerdo, tienes diez segundos para llegar a nuestra habitación.