El asesinato de Desmond Skeps seguía siendo la prioridad para Carmine, que se reunió con Ted Kelly en un tranquilo rincón de la cafetería de Cornucopia.
—El contenido del archivador es decepcionante —dijo.
Estaba desayunando huevos revueltos con tostadas, unas diez lonchas de beicon frito y una guarnición de judías estofadas. Los emparedados de salami no eran una cena de verdad, y esa mañana a Julian le había dado por quejarse de dolor de barriga en cuanto Desdemona echó mano a la sartén.
—¿Y cómo sabe lo que había en el archivador? —preguntó Kelly—. ¡Me lo devolvieron antes de que tuviera tiempo de examinarlo!
—Bueno, siempre hay fotocopiadoras…
El otro se quedó con la boca abierta.
—¡Pero bueno! ¡No puede usted fotocopiar información confidencial! —protestó—. Lo que ha hecho es un delito que se castiga con la horca.
—Nunca he tenido claro cómo se ejecutan las sentencias de muerte por un delito federal. ¿En la horca? ¿Por fusilamiento? ¿Friendo al condenado? Hace tiempo que en los periódicos no aparece un caso de alta traición. Pero, Ted, en respuesta a lo que acaba de decir, nadie ha visto esas fotocopias desde que salieron de la Xerox, nadie excepto Delia Carstairs y yo, y los dos tenemos habilitación de seguridad. Por lo demás, ¿le parece que Ulises piensa colarse en las oficinas del condado de Holloman en busca de secretos? Las copias están guardadas bajo llave en la cámara de las pruebas documentales, junto con objetos como hachas ensangrentadas, matrículas falsas de automóvil y algún que otro kilo de heroína. El nuestro es un departamento pequeño, lo que significa que los sargentos encargados de custodiar las pruebas conocen personalmente a todos los policías que entran por la puerta. Lo cierto es que la seguridad de nuestro departamento es cien veces mejor que la de Cornucopia, cosa que usted sabe bien. Esos tontos que ejercen de personal de seguridad en Cornucopia serían incapaces de encontrarse el propio trasero bajo los calzoncillos aunque registrasen con las dos manos a la vez. La clave de una seguridad eficiente estriba en conocer las caras que entran por la puerta y anotar los nombres de todas y cada una de ellas en un registro. Si lo hubieran hecho, ahora sabrían ustedes quién es Ulises, incluso si éste hubiera sido el mismísimo Desmond Skeps, pues no todas sus visitas estarían justificadas. ¡Los seres humanos son perezosos, Ted! Siempre van a lo fácil. Y las corporaciones de tipo poco ilustrado, como Cornucopia, reservan los sueldos altos para los miembros del consejo. Pero quien paga calderilla se ve obligado a trabajar con inútiles. Seguramente hay libros de registro, pero ¿se usan con rigor? Sí, sí, ya sé que la cosa no está bajo control directo de ustedes, pero tendría que estarlo. Usted tiene la constitución de todo un Hércules, pero en estos establos de Augías hay más mierda de la que puede palear.
Carmine dijo todo eso mientras daba buena cuenta del desayuno. Ted Kelly no dejaba de mirarlo con fascinación; ¡se diría que el hombre anoche no había cenado! Pero, justo servidor de la justicia, se contentó con asentir con la cabeza.
—Estoy de acuerdo con sus argumentos, Carmine. Lo que necesitamos son leyes y penas más estrictas, y en ese sentido Ulises nos viene de perlas. —Sonrió con gesto travieso y añadió—: Y me alegro de que haya husmeado en el archivador. Por lo menos ahora sé que en él no hay mucho de interés.
—¿Por qué lo dice? ¿Dónde está el archivador?
—De camino a Washington, con una escolta. Cuando llegue allí, pasarán semanas antes de que reciba información sobre su contenido.
—Ya. El FBI es igual que nuestra capital nacional: está lleno de burócratas que tienen que justificar su sueldo.
El plato estaba limpio por completo. Carmine bebió café y miró a Kelly con expresión apacible.
—Quiero saber qué se llevó del ático de Desmond Skeps.
—Yo no me llevé nada.
—Sí que se llevó algo, antes de que los forenses llegaran a la escena del crimen.
—No tiene motivos para semejante afirmación.
—Sí que los tengo. De lo contrario, amigo mío, no habría trastocado la escena del crimen antes de la llegada del forense. Conoce las reglas tan bien como yo, y sabe perfectamente quién tiene la jurisdicción en un caso de asesinato que no traspasa los límites del estado o que no tiene vínculos obvios con un asunto tan importante como el espionaje. En el ático de Skeps había algo que usted no quería que los paletos provincianos como yo descubriéramos, y quiero averiguar qué era.
—¡Yo no me llevé ni una goma de borrar! Simplemente observé el cadáver y examiné un poco el lugar.
—¿Llegó a tocar el cuerpo?
—No.
—Descríbamelo.
—¿Ahora que ya han pasado más de veinticuatro horas? ¡Por favor!
—¡Tonterías! A usted lo entrenaron para observar. Descríbamelo.
El agente especial cerró los ojos.
—Skeps estaba tumbado de espaldas sobre la banqueta de masaje, con la marca de una inyección intravenosa en el brazo, de la que salía una gotita de un fluido rosado translúcido, no de sangre. Y sí, tomé una muestra con un trocito de algodón, pero se secó. Skeps estaba desnudo. Alguien le había rasurado por las bravas el vello corporal hasta la base del pene, pero no más allá, y tenía su nombre marcado a fuego. En el cuerpo había más quemaduras. Le habían cortado los pezones con un instrumento romo y pesado. Había marcas de ligaduras en las muñecas y tobillos. Eso es todo.
—¡Por Dios! Menudo mentiroso es usted, Kelly. Conque no llegó a tocar el cuerpo, ¿eh?
—No lo toqué. Tan sólo lo rozó el algodón.
—¿Cuánto tiempo pasó entre que usted se marchara del ático y la llegada del doctor O’Donnell?
—Media hora.
—¿Se quedó junto al ático?
—No; bajé a las oficinas de Skeps.
—¿Y se niega a decirme qué fue lo que birló?
—Yo no birlé nada.
—Claro. Pues en lo que a mí respecta, la cuestión del espionaje no es más que una maldita distracción. Si hubiera dejado las cosas como estaban, compartiríamos con usted lo que fuéramos descubriendo. Es una pena que el péndulo se mueva en una sola dirección. Ted, no voy a tratarlo con deferencia profesional, y mejor que lo tenga claro.
—Ulises fue quien asesinó a Skeps. Y éste es un caso federal.
—¿Tiene alguna prueba tangible que enseñarme?
—No tengo.
—No quiere, mejor dicho.
—En serio, Carmine… Estoy atado de pies y manos.
—Pues yo por suerte no lo estoy. —Se levantó—. Siempre viene bien comprobar que el café de cafetería es un verdadero asco. Si quiere cenar bien y tomar buen café mientras sigue en este estado diminuto y lleno de excéntricos, vaya al restaurante Malvolio, justo al lado de las oficinas del condado. —Se detuvo—. ¿Está usted casado?
Era la pregunta que todos daban la impresión de detestar.
—Lo estuve —dijo Kelly, torciendo el gesto—. Pero mi mujer no soportaba que pasara tanto tiempo fuera de casa. Pensaba que la engañaba.
—¿Alguna vez ha trabajado como agente encubierto?
—¿Con mi pinta?
Carmine esbozó una sonrisa y se marchó.
—Menos mal que en el FBI queda alguien con dos dedos de frente —le dijo por encima del hombro—. Nos vemos.
—La inyección intravenosa no tendría que haber liberado ninguna clase de gotita —dijo Patsy cuando Carmine le explicó lo referido por Kelly—. Sé que llegamos tarde, pero Skeps llevaba demasiado tiempo muerto como para que de su cuerpo fluyeran líquidos que pudieran empapar un algodón. Por lo demás, todo esto indica que Kelly se presentó con frascos de cristal, probetas, algodón… Seguro que tomó muestras de cada orificio y puso una lámpara de aumento sobre el cuerpo. Y seguro que nadie se dio cuenta de que andaba con todo ese equipo encima.
—Voy a pedir que el FBI nos ceda los resultados de sus análisis, en lo referente a la gotita, sobre todo —dijo Carmine—. El juez Thwaites estará encantado. ¡Un verdadero excéntrico de Longfellow! Ese bruto de Kelly ni sabía que Longfellow fue un poeta. Hay que ser ignorante… Aunque a veces me pregunto hasta qué punto se hace pasar por tonto.
—Todavía no tengo claro lo de ese líquido —dijo Patsy.
—¿La heparina?
—¿Y para qué, por Dios? Skeps estaba inmovilizado. Y si la aguja se salía, siempre podía intentarlo en otra vena. A no ser que nuestro asesino no sea muy ducho con las inyecciones. Quizá tuvo suerte con el primer pinchazo y decidió no arriesgarse a intentarlo otra vez. Eso explicaría lo de la heparina. Yo también voy a tomar una muestra. —Patsy no parecía muy contento—. Lo que está claro es que voy a tener que echarle un segundo vistazo al cuerpo de Skeps. Porque no puse la debida atención.
—Patsy, el de Skeps era uno entre doce casos.
—Ya lo sé, y eso es lo que me da miedo. ¿Cuántos de ellos examiné como es debido? El bebé y su madre… Voy a revisar nueve de esos once casos, Carmine, y esta vez pondré la debida atención.
No tenía sentido discutir; Patrick había tomado su decisión.
—En tal caso, empieza por Evan Pugh —dijo Carmine.
—¿Te parece que es el más importante?
—No me lo parece. Lo sé.
—Pues empiezo por Evan Pugh. Por cierto —añadió Patsy, en tono acaso demasiado casual—, ¿es verdad eso de que Myron se ha ido de East Circle?
—¿Y cómo demonios ha corrido la voz?
—Por los cotillas de East Holloman, que siempre quieren saberlo todo sobre los policías. La tía Emilia está hecha una furia.
Como la tía Emilia era la madre de Carmine, el capitán se contentó con encogerse de hombros en un gesto de lo más italiano.
—Por lo que veo, sabes tanto como yo.
—Probablemente más. Myron ha alquilado la planta superior del Cleveland Hotel y tiene previsto presentar a su querida Erica a todos los peces gordos de Holloman.
—¡Vaya! Myron va en serio.
—Y espero que ella también.
—Pues yo espero que sea inocente del asesinato.
—¿Está muy arriba en tu listado de sospechosos?
—No. Por el medio, más o menos.
Carmine dejó que Patrick recuperase las fuerzas necesarias para emprender un nuevo asalto sobre Evan Pugh y se fue a su despacho, donde lo esperaba un montoncito de papeles. En su mayoría eran memorandos y también había algunas cartas formales, en las que Delia se había fijado porque habían sido pulcramente mecanografiadas, pero no estaban firmadas ni siquiera con iniciales, y nada en ellas delataba su procedencia.
«Señor —rezaba el primer memorando—, le escribo para recordarle que convino usted en encontrarse conmigo a fin de hablar de las sugerencias para mejorar el diseño de nuestro reactor atómico. En el lugar y a la hora de costumbre, por favor.» Los quince documentos —cuatro cartas y once memorandos— desprendían el mismo olor a chamusquina, dijo Delia.
—Parecen todos escritos con la misma máquina, aunque es difícil determinarlo cuando una compañía utiliza máquinas eléctricas IBM con letras que no están gastadas o dañadas, y tengo la impresión de que las máquinas de todas las secretarias ejecutivas son nuevas o casi nuevas. La cinta de carbón tan sólo ha sido usada una vez, y no hay erratas, lo que hace pensar en un muy buen mecanógrafo. O mecanógrafa. Siento decirlo, Carmine, pero creo que Kelly haría mejor en investigar a las secretarias ejecutivas antes que a los propios ejecutivos. Nunca he conocido a un directivo que fuera un mecanógrafo competente.
—¿Y si se trata de una directiva? —preguntó Carmine.
—Lo mismo, a no ser que en su momento empezara como secretaria. Y la doctora Davenport nunca ha trabajado como secretaria. En la universidad pagaba a una mecanógrafa para que le redactara los trabajos y las tesinas.
—Supongo que es bueno saberlo —dijo Carmine, pensando en Myron.
—¿Ya te ha llegado la invitación?
—¿Qué invitación?
—El sábado por la noche Mandelbaum va a celebrar una recepción con bufé en el Cleveland Hotel. El tío John está invitado, lo mismo que Danny y lo mismo que yo —dijo Delia.
—En ese caso, me atrevo a decir que Desdemona, Sophia y yo os veremos allí. Entretanto, ¿hay algo más del archivador que tenga que mirar, o te ocupas tú del asunto?
—Creo que todo lo demás podemos quemarlo tranquilamente.
—En ese caso, evitemos hacerle el trabajo sucio a Kelly, ese cabrón mentiroso… Volvamos a centrarnos en los asesinatos. Hoy es jueves, pero es demasiado tarde para ir a Orleans en coche y volver para la cena, así que dejaremos a la señora Skeps para mañana. Hazme un favor y dile que iré a verla. ¿Dónde están Abe y Corey?
—En la hemeroteca, leyendo periódicos viejos. ¿Los llamo?
—No hace falta. Ya los recojo yo.
La biblioteca pública se encontraba algo más abajo, en Cedar Street, pero la hemeroteca estaba en las oficinas del condado, para facilitar la consulta de los usuarios, ya fuesen policías o bomberos. Los habitantes de la ciudad también hacían uso de ella, y había algunos visitantes habituales que pasaban largo tiempo mirando con expresión abstraída las páginas del Holloman Post, siempre a rebosar de interesantes noticias locales. En esos días estaban transfiriendo la colección a microfichas, y Carmine se preguntó si a los habituales les gustaría escudriñar una pantalla en blanco y negro. Seguro que no, concluyó, enarcando las cejas.
—El progreso —dijo sin motivo aparente a sus atónitos colaboradores mientras salían del lugar— puede ser un fastidio. —Cuando estuvieron en la calle preguntó—: ¿Habéis encontrado algo?
—Bastante sobre los Denbigh, que se dedican a las buenas obras. La doctora Denbigh está metida en una cruzada en pro de la alfabetización universal. El decano se interesaba por todo cuanto tuviera que ver con el Renacimiento. Ambos participaban activamente en organizaciones de caridad que luchan contra las enfermedades infantiles. La doctora también es una feminista, y se lo toma muy en serio. Desmond Skeps aparece muchas veces, como suponíamos. Hemos tomado nota de los artículos que mencionan su nombre y fotocopiado los dedicados a su persona. No hay mucho sobre el divorcio, lo cual no deja de ser raro.
—Bueno, el divorcio tuvo lugar en otro estado, y Cornucopia seguramente se ocupó de ponerle sordina al asunto. —Carmine sonrió a Corey, que era quien le había dado la explicación, e hizo extensiva la sonrisa a Abe, que no se sentía a gusto en su nuevo puesto de subordinado; cuando intentó que lo relevaran, Silvestri se negó.
—¿Adónde vamos? —preguntó mientras enfilaban South Green Street en dirección a Maple Street.
—Al Cleveland Hotel, para encontrarnos con los Pugh. Han venido para identificar el cadáver, pero no piensan marcharse sin el cuerpo. Los ha acompañado su abogado.
—¿Habrá problemas, Carmine?
—No creo. Danny Marciano habló con ellos por teléfono y dice que parecen buena gente.
Los Pugh se habían alojado en una suite del penúltimo piso con vistas al rojizo peñasco de North Rock. Los árboles acababan de florecer y el bosque que se extendía en torno a Holloman ofrecía un tenue y translúcido velo verde amarillento, si bien Carmine comprendía que David y Enid Pugh no tuvieran muchas ganas de fijarse en él.
Los padres del joven asesinado tenían unos cuarenta y cinco años, estaban bronceados y en forma, vestían ropas de vivos colores que hablaban del clima en que vivían, y eran mejor parecidos que su hijo. En vista de lo engreído, egocéntrico y amoral que éste había sido, se diría que a los padres les habían dado el cambiazo por error en la clínica donde nació Evan Pugh. Cinco minutos en su compañía bastaron para dejar claro que los padres no compartían los rasgos negativos de Evan y que el abogado sólo estaba presente para ayudarlos con las formalidades legales. Su dolor era íntimo y sin aspavientos, pero inconfundible. ¿Cómo habían podido tener un hijo como Evan? Insistieron en conocer todos los detalles sobre el asesinato, cosa que puso en un aprieto a Carmine, que, muy a su pesar, se vio obligado a explicarlos. No obstante, la señora Pugh convino con tristeza:
—Sí, eso era muy propio de él. A Evan le gustaba arrancar las alas a las mariposas. Capitán Delmonico, recurrimos a todos los remedios conocidos, pero nos fue imposible humanizarlo un poco. Los psiquiatras lo diagnosticaron como psicópata y dijeron que para lo suyo no había tratamiento eficaz. ¡Y mire que era inteligente! En el colegio sacaba unas notas brillantes… Y cuando se empeñó en estudiar en Chubb, tuvimos que ceder. Hubiéramos preferido que fuese a una universidad más cercana a casa, pero quería venir a Chubb, la mejor facultad de Medicina. Evan tenía claro que quería estudiar Medicina… —La mujer suspiró—. Hacía tiempo que Davy y yo nos temíamos que pudiera suceder algo así.
—Lo siento mucho, señores —dijo Carmine.
El capitán no volvió a abrir la boca hasta que se encontró en el ascensor con sus dos sargentos.
—Supongo que era de esperar que algunos de esos tipejos tuvieran unos padres modélicos.
—Pues los Pugh son los primeros que he visto —dijo Corey.
—Yo también —apuntó Abe.
A Carmine le pilló por sorpresa encontrarse con Myron en compañía de Erica Davenport en el vestíbulo del Cleveland. La doctora vestía un conjunto color morado que convertía sus ojos en violeta y, como Carmine observó divertido, calzaba unos zapatos con menos tacón; Myron no era muy alto. «¡Ya veremos qué pasa cuando te encuentres con Desdemona!», pensó, mientras con la cabeza indicaba a sus ayudantes que siguieran su camino.
—¿Cómo está Sophia? —fue lo primero que preguntó Myron.
—Convencida de que si la invitas a almorzar y le regalas esas alhajas de las que lleva tiempo encaprichada, no sería imposible que volviese a mirarte con buenos ojos.
—Mañana mismo, pues es fiesta escolar.
—Y otra cosa, Myron. A pesar de lo que le dijiste sobre los motivos de tu presencia aquí, Sophia estaba convencida de que venías para hacerle compañía mientras yo estaba ocupado con un caso muy complicado. Sophia adora a su hermanito, pero el pequeño absorbe casi todo el tiempo de Desdemona.
—Oh, Carmine… —gimió Myron—. ¡Lo siento mucho!
—Díselo a ella, no a mí.
—¡Le compraré unos diamantes!
—¡Ni hablar! Desdemona dice que las olivinas son perfectas para una chica de dieciséis años, y yo confío plenamente en su juicio.
Carmine volvió a saludar con un gesto de la cabeza a Erica Davenport, que no había dicho palabra, y se encaminó hacia la puerta tras los pasos de Abe y Corey.
—¿Quién es Desdemona? —oyó que preguntaba ella con su voz tenue y seca.
Carmine no llegó a oír la respuesta de Myron, pero supuso que soltaría una risita, que adoptaría un aire misterioso y le diría que esperase a conocerla.
—La gente no hace más que hablar de Myron y ella —dijo Abe.
—No es de extrañar que lleve esos diamantes —observó Corey.
«Sí, no es de extrañar —pensó Carmine—. ¿Cuánto tiempo hace que Myron la conoce? ¿Y cómo podemos seguir siendo amigos cuando yo detesto a esa mujer? Es una arpía que se alimenta de los hombres que gozan de buena salud.»
El resto del día transcurrió sin novedad, por lo que Carmine suspiró aliviado cuando el viernes amaneció soleado y despejado. Necesitaba escapar un poco de la rutina. Al volante de su coche enfiló la I-95 en dirección a Cape Cod, un destino difícil a causa de los gigantescos bocados que algún monstruo geofísico del pasado le había echado a ese tramo de la costa, con dedicación especial a la bahía de Buzzard. Pero aún seguía en Connecticut, por lo cual aprovechó ese detalle para poner la luz sobre el techo del Ford Fairlane y conectar la sirena a fin de avanzar a más velocidad de los cien kilómetros por hora permitidos.
Orleans se encontraba en el comienzo del antebrazo que Cape Cod forma después del codo de Chatham, y se lo consideraba el más bonito de los muy bonitos pueblos de la zona, si bien la mayoría de las casas y los caserones estaban deshabitados en esa época del año. Cape Cod era un lugar de veraneo. Las casas solían ser de tablones y tablillas de cedro que se dejaban sin pintar para que el mar las tintara de un color plateado, y en julio las adornaban con rosales trepadores de flores rojizas y blancas. La península, en forma de brazo, combada como si un hombre estuviera exhibiendo los bíceps, abrazaba las plácidas aguas de la bahía de Cape Cod, tranquilas y cristalinas en verano, si bien su límite exterior se topaba con toda la fuerza del Atlántico y el antebrazo era un amasijo de dunas arenosas batidas por las olas y recubiertas de espuma.
A Carmine le gustaba mucho Cape Cod, y si había un sueño que nunca había llegado a convertir en realidad, era el de tener una casita para veranear en algún punto situado entre Hyannis y Provincetown, el lugar donde los padres peregrinos del Mayflower tocaron tierra por primera vez.
La residencia de Philomena Skeps se encontraba al final de un caminillo cuyo vallado estaría cubierto de rosas trepadoras en julio. Era una típica vivienda colonial de Cape Cod: plateada madera de cedro, pérgolas con rosas y terreno suficiente para dejar claro que la propiedad era muy valiosa. La finca llegaba hasta las aguas tranquilas del lado protegido y tenía su propio embarcadero y un cobertizo para barcas; allí vivía alguien al que le gustaba navegar. En una pared lateral de la casa había una bomba de gasóleo, lo cual indicaba que allí alguien vivía todo el año. Sin dejar de observarlo todo muy complacido, Carmine recorrió el sendero de grava hasta la puerta de la entrada.
Le abrió la señora Skeps en persona. Era una belleza morena, de pelo negro espeso y ondulado, piel oscura, pestañas y cejas negras y ojos verde oscuro.
—Pase, capitán, pase —dijo, precediéndolo por un largo pasillo hasta la parte trasera de la casa, a la que habían añadido un anexo de estilo inglés, acristalado y sustentado por unas elegantes tornapuntas de hierro, estilo art-nouveau pintadas de blanco. El anexo estaba atestado de plantas, algunas de las cuales rozaban el techo transparente, si bien había espacio suficiente para una mesa y unas sillas pintadas de blanco y, algo más allá, dos pequeños sofás tapizados de blanco. Carmine observó que todas las macetas también eran blancas; la señora Skeps era una perfeccionista. Verde era el color del tesoro de aquella estancia; blanco todo lo demás.
La mujer había preparado una bandeja con pastelillos. Como no se había detenido a desayunar por el camino, Carmine dio buena cuenta de aquellas exquisiteces, junto con varias tacitas (que no tazones) de café. Sólo cuando hubo terminado procuró que la conversación dejara atrás las insustancialidades de cortesía.
—Nunca volvió a casarse, ¿cierto? —preguntó.
—Así es. Desmond fue el único amor de mi vida —respondió ella, refiriéndose a Skeps por su nombre completo, como si nunca empleara el diminutivo. Y a continuación, con voz pausada, soltó una revelación explosiva—: Estábamos reconciliándonos.
Carmine fijó la mirada asombrada en el rostro de la mujer, que se mantuvo tranquila e impertérrita.
—¿Reconciliándose? ¿Después de tanto tiempo?
—Sí, por el bien del pequeño Desmond. Hará unos cuatro meses que contacté con Desmond, y desde entonces hablamos mucho al respecto. Lo supongo enterado de que hay otra mujer.
—Si la hay, no hemos encontrado rastro de ella, señora Skeps.
—Es Erica Davenport.
—La doctora Davenport lo niega de plano.
—Normal. Está claro que la suya no era una verdadera historia de amor. Por ambas partes. Sin embargo, capitán, una de las condiciones que puse fue la de que Desmond prescindiera de, digamos, sus servicios.
—¿Y prescindió?
—Sí, poco después de que yo hablara con él por primera vez.
—¿Es posible que le diera unos pendientes y un colgante con diamantes a modo de regalo de despedida? —preguntó Carmine, curioso. La propia Erica Davenport había dicho que la curiosidad era su principal pecado.
La señora Skeps rió divertida por la pregunta.
—¿Quién? ¿Desmond? ¡No! Es posible que sea uno de los hombres más ricos de Estados Unidos, pero también es tacaño a más no poder. —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Oh, Dios… Me resulta tan difícil hablar y pensar en Desmond en pasado. No, lo que Desmond le dio a Erica es infinitamente más valioso que unos diamantes, aunque a él no le costó nada.
—Un asiento en el consejo de administración, entre otras cosas.
—Exacto. Yo no tenía nada contra ella. Mientras estuvo con Desmond nunca me molestó.
—Es usted una mujer culta.
—Sí, y casi todo lo he aprendido leyendo por mi cuenta.
—Un título nunca viene mal, mas lo verdaderamente educativo son las lecturas que uno hace por placer. Pero, señora Skeps, ¿cómo se explica que quisiera reconciliarse con él? Los celos de su marido destruyeron su matrimonio.
—Ya se lo he dicho. Por el bien del pequeño Desmond.
—¿El pequeño no vive mejor sin los horrores que su padre solía prodigarle a usted? He tenido que leerme toda la documentación del divorcio, o sea que sé de lo que estoy hablando.
—Le hice jurar que nunca más repetiría esa clase de comportamientos. Y para Desmond la palabra era sagrada. Sucede que el pequeño ya se acerca a la adolescencia, y un chico de esa edad necesita un padre, por muchos defectos que éste pueda tener. Yo por mi hijo soy capaz de todo, capitán. Una vez que me hubiera dado su palabra, Desmond se habría atenido a ella.
—Y ahora todos sus proyectos se han venido abajo.
—Sí, pero por lo menos lo intenté, y el pequeño Desmond lo sabe. Ahora que su padre se ha ido, mis hermanos pueden ayudar… No se atrevían en vida de Desmond, que los amenazó con contratar sicarios, y esa amenaza iba en serio. Desmond dijo que cualquiera puede contratar a un asesino profesional si sabe adónde acudir.
Carmine se preguntó: «¿Quién más sabría contratar a un asesino a sueldo? ¿La doctora Erica Davenport, quizá? ¿Philip Smith? ¿Frederick Collins? ¿Gus Purvey, por mucho que me caiga bien?» Y en voz alta dijo:
—¿Cómo está su hijo?
—Recuperándose poco a poco. Ha sufrido un acceso terrible de lo que yo siempre tomé por una enfermedad infantil benigna, la varicela. Le salieron vesículas por todas partes. Y lo peor es que este año tendrá que repetir curso.
—No, si contrata usted a profesores particulares y lo envía a una escuela de verano —sugirió Carmine, que también había tenido problemas de salud.
—Sólo lo haré si él está de acuerdo —dijo ella en tono frío.
«¡Ajá! ¡Una madre sobreprotectora!» Carmine cambió de tema:
—Hábleme de Erica Davenport, señora Skeps.
—Personalmente la encuentro detestable, pero entiendo que se merecía un lugar en el consejo, más aún que todos esos babosos. Con la salvedad de Wally Grierson. Ese hombre es un tesoro. Cuando Walter Symonds dirigía el departamento jurídico la situación de la corporación era penosa. Cornucopia cometía un error contractual tras otro y se pasaba media vida metida en pleitos por daños y perjuicios y llegando a costosos acuerdos extrajudiciales. Pero todo eso cambió cuando Erica cogió las riendas. Desmond se prendó de ella porque le ahorraba mucho dinero a la compañía.
En ese momento se oyeron unas palabras procedentes de la parte frontal de la casa, a las que respondió la voz de un niño. Siguió una rápida conversación, pero cuando el recién llegado hizo acto de presencia, Desmond Skeps tercero no estaba a su lado. El desconocido podía pasar por hermano de Carmine: tenía la misma constitución, alta y fornida, la piel olivácea, anchos rasgos faciales y ojos muy inteligentes; la diferencia radicaba en el corte de pelo, pues lo llevaba largo y a la moda, y en el color de los ojos, castaño oscuro. Vestía unos vaqueros acampanados, un suéter blanco y una ajada chaqueta, si bien se las arreglaba para que el atuendo pareciese formal y hacía gala de un aire de propietario que no pasó inadvertido a Carmine.
—Tony Bera, abogado —se presentó, tendiendo la mano.
—Carmine Delmonico.
—¿Todo en orden, Philomena? —preguntó Bera a la señora Skeps.
—Perfectamente, gracias. —La mujer se volvió hacia Carmine—. Tony parece estar convencido de que todo el mundo me acecha.
—No conviene desdeñar a un buen guardián, señora. No habría venido a visitarla si un asesino no anduviera suelto. Tampoco es que piense que está usted en peligro, porque no lo está. Pero, dicho esto, me alegro de que el señor Bera esté ojo avizor. ¿Vive usted por aquí, señor?
—En esta misma calle, un poco más abajo.
—Bien. Según el testamento del señor Skeps, el heredero de todos sus bienes es su hijo, Desmond tercero. Estaba previsto que me llegase una copia completa del documento, pero todavía no la he visto. La doctora Davenport llamó al capitán Marciano y le dijo que su hijo iba a heredarlo todo, pero no dio más detalles. ¿Quizá puede usted darme más detalles, señor Bera?
—Ojalá pudiese —dijo el abogado, frunciendo el ceño—, pero por el momento no sabemos demasiado.
—Yo creía que el testamento tenía que leerse en presencia del heredero —señaló Carmine.
—No necesariamente. Todo depende de lo que se haya estipulado en el testamento. Los abogados del señor Skeps en Nueva York deben de conocer dichas estipulaciones. Y si el joven Desmond es el heredero, tengo la prerrogativa de examinar el testamento íntegro como representante de la madre y, en consecuencia, del pequeño.
—¿Diría que todo esto no tiene vuelta de hoja?
—Bueno, no, pero lo que es evidente es que ella va a tener la custodia.
—Sí, claro. —Carmine miró a Philomena Skeps—. Hay algunas cosas más que necesito saber, señora. ¿Podría darme una fecha precisa en relación con la sugerencia inicial de reconciliación que hizo a su marido?
—Hablamos sobre la cuestión el lunes de la tercera semana de noviembre.
—¿Y cuándo le dijo el señor Skeps a la doctora Davenport que la relación entre ambos había terminado?
—Muy poco después. Esa misma semana, con toda seguridad.
Así pues, Erica Davenport estaba al corriente de la reconciliación desde hacía más o menos cuatro meses. Lo que no era motivo suficiente para cometer un asesinato ahora. Una mujer rechazada y con impulsos homicidas no habría esperado tanto tiempo. Más bien parecía que, tras escurrírsele Skeps del anzuelo, la doctora había echado enseguida una nueva carnada y pescado a Myron. Los diamantes eran un regalo de Myron, el hombre más generoso del mundo. Teniendo en cuenta que sumaban unos ocho quilates en total, tenían que haberle costado entre un cuarto y medio millón de dólares. ¡Myron no se conformaba con bisutería de baratillo! Y estaba claro que iba en serio. La última vez que había hecho un regalo de piedras preciosas semejante fue para la madre de Sophia.
—Y ahora hábleme de… de los babosos, señora Skeps.
Ella esbozó una expresión de desdén que no se ajustaba bien a su rostro.
—¡Oh, ésos! Desmond los llamaba sus perrillos falderos, y con razón. Phil Smith así lo reconoce abiertamente. Smith es incapaz de dirigir su propia empresa, pero yo creo que otra vez ha aterrizado de pie, como de costumbre. Seguirá los pasos de Desmond, se convertirá en presidente del consejo, etcétera. ¡El muy hipócrita! Siempre dándose aires de aristócrata…
—¿Y qué sabe del pasado de esos hombres? ¿Actividades dudosas? ¿Negocios turbios? ¿Mujeres de mala reputación?
—No, que yo sepa, con la excepción de Gus Purvey, que se las da de machote pero luego no lo es tanto, desde el punto de vista de los hombres, por lo menos. Gus es homosexual y le gustan los jovencitos que se visten de mujer.
Carmine miró a Anthony Bera.
—¿Algo que añadir, señor?
—No. Yo no formo parte del mundo de Cornucopia.
«Quizá no —pensó Carmine mientras se levantaba de la silla—, pero pienso investigar dónde estabas el tres de abril, señor abogado importante. El hecho de que vivas el año entero en Orleans indica que tu bufete debe de producir muchos beneficios. Estás enamorado de la señora Skeps, pero ella sólo te ve como un amigo. Una situación de lo más frustrante.» Carmine volvió a usar el truco de la sirena y la luz azul durante el trayecto de vuelta; entre Providence y Holloman había un buen trecho. La visita a Orleans quizás había sido agradable, pero su investigación no se había beneficiado mucho. Había llegado el momento de dejarse de miramientos. Si en las oficinas del condado no le estaba esperando una copia del testamento, tenía toda la intención de ir a las dependencias de Erica Davenport y exigirle dicha copia de inmediato. Pero resultó que el documento sí estaba esperándolo. Acostumbrado a la jerga legal, leyó sus muchas páginas con rapidez y luego se arrellanó en el asiento, anonadado. Algún bocazas había comentado que hoy iba a ver a Philomena, y Erica Davenport había impedido deliberadamente que él y Philomena Skeps conocieran el contenido hasta después de que se reuniesen. ¡Y no era para menos! En caso contrario, las consecuencias habrían sido de aúpa. ¡Vaya golpe para Philomena Skeps y Anthony Bera! ¡Se habrían puesto como dos basiliscos!
Efectivamente, Desmond Skeps tercero era el único heredero, pero la custodia quedaba a cargo de Erica Davenport. No en el sentido maternal: Philomena seguía siendo muy libre de proporcionarle una casa al chico, alimentarlo, vestirlo y aportarle cariño. En su casa continuaría siendo su madre. Pero le habían arrebatado toda potestad sobre el destino y la fortuna del muchacho y sobre la suerte de Cornucopia. En lo tocante al poder y el dinero, Erica Davenport pasaba a estar situada in loco parentis. Y a lo largo de los años que transcurrieran entre el presente y el vigésimo primer cumpleaños del joven, Erica Davenport sería la presidenta de Cornucopia. Carmine no veía posible que Anthony Bera pudiese darle la vuelta en un tribunal. Philomena Skeps carecía de experiencia en los negocios y de cualquier cosa que pudiese convencer a un jurado. No, el único medio que la viuda tenía para conseguir algo consistía en llevarse bien con Erica Davenport, presidenta de Cornucopia. A la que personalmente detestaba.
¡Pobre Myron! Ese relámpago electrizante implicaba que Erica ya no necesitaba un marido rico, si tal era lo que la había llevado a conquistar el corazón del amigo de Carmine. Podía fijar su propio salario y sus bonificaciones sin que nadie dijera ni mu… ¡Que se fueran preparando los de la joyería Van Cleef! No, se dijo Carmine, la imagen de cazafortunas no era la exacta. Esa mujer ansiaba el poder antes que el dinero, lo que sugería que Myron tenía una faceta insospechada por Carmine. Myron había aparecido en la vida de Carmine casi quince años atrás y lo habían admitido como lo que en principio parecía ser: un productor de cine con mucho dinero. A Carmine nunca se le había ocurrido profundizar en sus negocios. Y ahora, cuando ya era demasiado tarde, empezaba a pensar que más le hubiera valido haberlo hecho.
¿Y qué decir de la mujer a la que Desmond Skeps había plantado hacía más de cuatro meses? Davenport seguramente había interpretado la decisión de su amante como el principio del fin. Pero después lo había sucedido como mandamás del imperio de Cornucopia. La pregunta del millón era: ¿Erica Davenport estaba al corriente de lo estipulado en el testamento de Desmond Skeps? De ser así, su motivación para cometer un asesinato era colosal. Pero ¿cómo podía haberse enterado del contenido de un documento guardado en la cámara acorazada de un bufete neoyorquino cuyo nombre desconocía? La única posibilidad era que se lo hubiese dicho el propio Skeps, pero ¿era posible? No, no lo era, concluyó Carmine por puro instinto: Skeps no era de esa clase de hombres. Más bien habría disfrutado atormentándola a medida que pasaban las semanas y los meses; debajo de las diferencias obvias, se parecía bastante a Evan Pugh. «Apuesto a que a los dos les gustaba arrancarles las alas a las mariposas», pensó.
¿Cuándo se había hecho el testamento? Carmine volvió a mirar la fecha sólo para cerciorarse de que no se había equivocado. Pero no, no se había equivocado. Skeps lo había firmado hacía dos meses, bastante después de haber prescindido de los servicios de su amante. Y eso significaba que había considerado con la cabeza fría sus méritos para el puesto, y que le habían gustado.
Consultó la hora en su reloj de pulsera; aún tenía tiempo para hacerle una visita a la doctora Davenport antes de que cerraran las oficinas de Cornucopia. Ni siquiera se molestó en llamarla para cerciorarse de que estaba en el edificio. Con el nuevo puesto, esa responsabilidad que le había caído encima, seguro que estaría.
Tras una excursión infructuosa a los despachos de Skeps, encontró a la doctora arriba, en el ático, que, como había descubierto Abe, tenía una pequeña escalera interior oculta en un aseo para invitados. La pared trasera se abría hacia dentro cuando se apretaba el segundo de una serie de lujosos botones, y dejaba al descubierto una escalerilla de caracol. Carmine subió los escalones y salió como si hubiera hecho uso del lavabo. Su aparición no alarmó a la doctora, simplemente la fastidió.
Ese día había elegido un rojo apagado, y los ojos, cuando se volvió hacia Carmine, tenían un toque caqui. «Ojos de camaleón», pensó el capitán. Reflejaban el color que la rodeaba, pero no conseguían adquirir el tono rojo apagado de su atuendo. Le faltaba el pigmento necesario.
—Ahora debo de ser su principal sospechoso —dijo la doctora Davenport.
—No. En todo caso, la posibilidad de que lo sea ha disminuido un poco. A menos que él le revelara lo que había estipulado en el testamento.
—¿Desmond Skeps, indiscreto? Lo único que le hacía irse de la lengua era el alcohol, y cuando lo conocí casi había dejado de beber. Un solo escocés de malta al día, nada más, y nunca bebía de más. Dirigía una de las empresas más grandes del país y era consciente del daño que podía causar si se iba de la lengua. Cuando se hizo cargo de Cornucopia, puso en peligro la licitación para construir los primeros reactores atómicos, lo cual permitió a una empresa rival presentar un presupuesto más bajo que el suyo. Grierson fue quien lo salvó del incendio. Si Des quería a alguien, ése era Wal Grierson. En aquel momento el consejo acababa de formarse. Debería haber echado a todos menos a Grierson, pero decidió que los hombres que decían que sí podían serle de utilidad… siempre y cuando, claro, el jefe no se emborrachase.
—Salta a la vista que mantuvo usted con él conversaciones muy íntimas, doctora Davenport.
—Oh, se lo ha dicho ella, ¿verdad? ¡Sería muy capaz de hacer una cosa así!
—¿Le gustaban las mujeres al señor Skeps? ¿Se entendía bien con ellas?
—Oh, vamos, capitán, sabe usted perfectamente que odiaba a las mujeres. Ésa es la razón por la que su testamento me ha dejado estupefacta. Nunca se me había ocurrido que Des valoraba mi talento empresarial. ¡Y ahora, mire! Soy la presidenta del consejo de administración y albacea de los intereses, las acciones y el dinero del pequeño Des. —Soltó una risita entrecortada—. ¡Yo, Erica Davenport, el ama del cotarro!
—Y piensa restregárselo a la señora Skeps por las narices.
—En absoluto —dijo con una mirada tan seria que sus ojos se esforzaron por volverse azules—. No tengo la menor intención de meterme en los asuntos de Philomena Skeps ni en sus deberes de madre.
—Tengo una pregunta de otra índole, doctora Davenport. ¿Qué ocurriría si muriese Desmond Skeps tercero?
La doctora palideció.
—¡No! ¡Por favor, no diga eso!
—Usted es abogada; ha debido de pensarlo. En ese caso, ¿qué pasaría?
—Hay otros miembros de la familia Skeps. Me atrevo a decir que, si ocurriese, el heredero sería el pariente más cercano por parte de padre.
A Carmine el corazón le dio un vuelco.
—¿El señor Philip Smith?
—No. Smith dice tener un parentesco de sangre, pero nunca se ha investigado el grado de ese parentesco. Hay un sobrino y un primo. Ellos ocuparían el primer lugar, y el primero sería el primo. El sobrino es el hijo de la hermana de Desmond Skeps. El primo es el hijo del hermano menor de Desmond Skeps padre. No obstante, el testamento se redactó según la ley del estado de Nueva York, y en ese campo no soy experta.
—No tiene mucha importancia, la verdad, pues el pequeño Desmond está bien vivo. Gracias —dijo Carmine, y echó un vistazo a su alrededor—. ¿Piensa instalarse aquí?
—No veo por qué no, aunque tendré que vaciar este lugar. El pobre Desmond no tenía gusto.
—¿Y usted sí?
—Más bien diría que tengo un gusto muy distinto. Compraré cuadros para ir haciéndome un plan de jubilación, y los colgaré aquí. También me desharé de esta monstruosidad —dijo, tocando el telescopio—. Desmond era un mirón.
—Ya. ¿Tenía una cámara incorporada ese telescopio?
La doctora se sobresaltó.
—¡Sí, tenía una cámara! ¡Pero ha desaparecido!
—Tampoco estaba cuando el cadáver aún se encontraba sobre la banqueta de masaje —dijo Carmine con gravedad—. Bueno, al menos ahora sé qué se llevó Ted Kelly.
—A lo mejor se la llevó el asesino.
—Es posible.
Carmine se acercó al ascensor.
—Capitán, ¿irá usted con su familia a la fiesta que Myron da mañana?
—Si nos han invitado, sí.
—Perfecto. Tengo muchas ganas de conocer a su mujer.
—¿Por qué?
—Es una mujer valiente. Me lo ha dicho Myron. Y ésa no es una cualidad que suela asociarse a las mujeres.
—Qué tontería —soltó Carmine, sintiéndose provocado—. Las mujeres son increíblemente valientes, todos los días de su vida. Un poli como yo es una presa. Siempre hay alguien por ahí, acechando, vigilando, fisgoneando, y nadie sabe qué mujer será el blanco. Aunque no era eso a lo que apuntaba, señora. Las mujeres son valientes porque traen hijos al mundo y sostienen la casa. Y, mire usted, eso sí que es duro.
—Es usted un romántico —repuso ella, entre fría y sorprendida.
—No; soy realista. Buenas noches, doctora Davenport.
«¿Y qué sabrás tú de las mujeres de verdad, princesa de la alta sociedad que vives en un mundo de lavabos para ejecutivos?» Carmine estaba que trinaba, pensado en los miles de mujeres que había conocido en sus muchos años de trabajo, recuerdos fugaces que centelleaban entre la rabia, sin entenderse a sí mismo más de lo que entendería un mudo testigo de sus problemas, de su dolor y sus horribles circunstancias. Se tranquilizó un poco y consiguió dirigirse a casa con los peores recuerdos arrumbados de nuevo en el subconsciente.
—Tú también estás hecho un romántico incurable —dijo Desdemona, pasándole el bourbon con soda.
Al final había llegado a tiempo para encontrarse con Julian ya totalmente despierto. El crío se puso a bailotear sobre el regazo de su padre, pues era demasiado pequeño para hacer otra cosa. Abiertos, sus ojos eran de un color topacio pálido; las pestañas eran negras, espesas y tan largas que se curvaban hacia arriba, y en la cabecita tenía una mata de rizos oscuros que no hubiera desentonado en una niña. Pero nadie se equivocaba en lo referente al sexo del pequeño, que tenía los rasgos de Carmine, demasiada determinación y tenacidad.
Su génesis era una fuente de constante perplejidad para Carmine, que nunca había pensado que fuese a tener un hijo ni se le ocurrían suficientes formas de agradecerle a Desdemona el regalo que le había hecho en ese momento de su vida.
—Aprieta la mano de papá —pidió Carmine.
Julian lo hizo y Carmine se embarcó en una histriónica interpretación de gritos y gestos de dolor que hizo reír al crío. Luego padre e hijo se sumieron en un derroche de besos que sólo terminó cuando Desdemona le arrebató al pequeño y se lo llevó de la habitación.
—Nunca intenta resistirse —comentó Carmine cuando ella volvió y se sentó a saborear su gin-tonic—. Siempre pienso que va a enfurruñarse o ponerse a berrear. Y hoy estábamos pasándolo en grande cuando de pronto… ¡zas!, se presenta mamá y adiós diversión.
—Julian es lo bastante espabilado para saber que tiene que ir a dormir a su hora. Prefiere reservar las fuerzas para otros objetivos más a su alcance —dijo ella, mientras sonreía y levantaba el vaso para brindar.
—¿Dónde está Sophia?
—Cenando en el Cleveland con Myron y su Erica.
—¿En serio?
—En serio. Myron la llevó a comer y le regaló las divinas… Siendo como es, Myron fue más allá y también le regaló un bonito juego de granates.
—Habrán hecho las paces, supongo.
—Sí, claro. La muy pilla luego estuvo haciéndole zalamerías hasta que Myron convino en llevársela a cenar con Erica. Le he dado permiso porque, si ha de enfrentarse con esa mujer, mejor que lo haga en privado y no delante de un gentío en ese guateque del demonio que Myron va a celebrar mañana. También he aceptado su invitación en tu nombre, claro. —Miró la hora—. Supongo que Sophia habría vuelto ya si las cosas no hubieran marchado bien.
—Esa Erica Davenport es un enigma.
—¿Y una asesina?
—No lo creo, por mucho que la muerte de Skeps le haya proporcionado mucho poder. Según el testamento, ahora es la nueva jefa.
—¡Uau! Una victoria significativa para las mujeres —dijo Desdemona, mirando a Carmine a través de unos ojos que translucían un amor incondicional. Era estupendo ser una mujer independiente que no tenía que rendir cuentas a nadie; ella misma lo había sido hasta bien entrada la treintena, pero no había dudas de que la vida con Carmine, en medio de una gran familia italoamericana, era infinitamente preferible.
—¿Qué hay para cenar? —preguntó él, sin decir que se moría de ganas de comer algún plato italiano.
—Espaguetis con salsa de carne a la Emilia Delmonico.
¡Qué noche! Había conseguido abrazar a su hijo despierto, y su capricho para la cena se vería satisfecho… Después, quizá, Desdemona y él podrían dedicarse a fabricar una hermanita para el pequeño. Aunque Carmine pensaba que aún era demasiado pronto, Desdemona no lo veía así. Apuró la copa y dijo:
—Vamos a cenar, pues. Mañana por la noche tendremos que alimentarnos de todas esas cosas tan indigestas: langosta, cangrejos blandos, caviar iraní y toda clase de pijadas crudas… He oído que Myron ha hecho venir a un chef.
Es posible que Carmine no tuviese muchas ganas de asistir a la fiesta de Myron, pero en eso daba la impresión de ser el único. Después de la meteórica ascensión de Erica, la fiesta, concebida como informal, había pasado a ser de gala, y nadie sabía si a instancias de Myron o de la propia Erica. Y eso había llevado a las mujeres invitadas a sumirse en la agitación… ¿Qué modelito ponerse?
Para gran alivio de su padre, Sophia decidió no asistir. Aunque no dio ninguna explicación, Desdemona sospechaba que la muchacha se sentía intimidada por la nueva novia de Myron. Después de cenar con la pareja, Sophia había llegado a casa entusiasmada, sin cesar de repetir que Erica esto y Erica lo otro, pero no sonaba convencida. Tanta belleza, tanta sofisticación, inteligencia y distanciamiento resultaban formidables conjuntados en una sola persona, y Sophia había terminado dándose por vencida.
Dado que, por su talla, Desdemona no podía comprar prendas de confección, Carmine se vio liberado del dilema de qué modelito escoger; aunque no era descomunal, el vestuario de su mujer daba para cualquier ocasión. Carmine se dijo que estaba espléndida con un vestido de noche azul pálido que ella misma se había hecho inspirada por el modelo que Audrey Hepburn había lucido en Sobrina. En la época en que estaba al frente del Hug, Desdemona había ganado bastante dinero cosiendo, pues lo hacía tan bien que hasta los sacerdotes católicos le encargaban vestiduras. Y —a Carmine le encantó comprobarlo— seguía sin tener ninguna intención de minimizar su estatura. Sus sandalias (¡menos mal que en Nueva York había muchos travestidos!) tenían unos tacones de ocho centímetros.
La primera pareja con la que se tropezaron en el ascensor fue la formada por Mawson Macintosh y su muy perfumada esposa Ángela, que dejaba que el marido se ocupase de cuanto tuviera que ver con Chubb mientras ella se dedicaba a explorar otros planos existenciales, del yoga a la astrología. Formaban una buena pareja, pues, a pesar de lo mareante de su perfume, Ángela tenía una memoria excelente y jamás olvidaba una cara, un nombre o una conversación. Y eso le venía de perlas al rector de Chubb. Hacía tiempo que Carmine había dejado de buscarle explicación al hecho de que Myron, nacido, criado, educado y domiciliado en la costa Oeste, conociese a tantos miembros de la buena sociedad de la zona. Era así y punto.
—Así que esta noche vamos a conocer a la nueva presidenta de Cornucopia —dijo M. M.
—En efecto —convino Carmine, absteniéndose de decirle a M. M. que era una de las personas sospechosas de asesinato. Cosa que el propio M. M. seguramente ya sabía.
—Querido, te recuerdo que la conocemos de antes… —intervino Ángela—. ¡No me digas que lo has olvidado! Nos vimos en una cena de beneficencia hace cuatro meses. Acudió con Gus Purvey. Me acuerdo de ella porque es guapísima: una acuario con ascendente escorpio y Júpiter en Capricornio.
—¡Ya! —gruñó M. M., haciéndose a un lado para que pasaran las damas—. Está usted irresistible, Desdemona.
Se unieron al gentío, presidido por Myron y Erica. La anfitriona iba vestida con un modelo de tafetán plateado que añadía una tonalidad gris claro a sus ojos; los tacones no superaban los cinco centímetros, según advirtió Carmine. Fuera la clase de feminista que fuese —y por fuerza tenía que serlo—, su técnica era sutil y no incluía la intimidación del varón en ningún plano tangible. Y Myron estaba tan orgulloso de ella, tan deseoso de presentársela a todas las personas importantes, que parecía no darse cuenta de que se trataba de una persona tan poderosa o más que cualquiera de los presentes… ¿Qué pasaría cuando terminaran por enfrentarse en una reunión del consejo, como inevitablemente sucedería? ¿Quizás Erica Davenport ya tenía en cuenta dicha eventualidad?
Myron se la presentó a Desdemona. La doctora tuvo que echar la cabeza atrás para mirar el rostro de Desdemona, lo que no resultó especialmente cómodo. Buscando un ángulo de visión menos incómodo, sus ojos terminaron por posarse en los anillos de Desdemona.
—Qué bonitos —dijo con una sonrisa forzada.
¿Cómo podía una mujer grotescamente alta sentirse a gusto con tan grotesca característica? ¡Y llevar tacones altos! El capitán también era alto, pero a su lado resultaba empequeñecido… ¡Y a él no parecía importarle! ¿Cómo catalogar a aquella extraña pareja?
—El de diamantes es el anillo de compromiso —explicó Desdemona—, y el de zafiros data del nacimiento de nuestro hijo.
—¿Es usted inglesa?
—Sí, pero naturalizada estadounidense desde hace un tiempo.
Desdemona sonrió y se alejó; cada vez había más gente.
—¿Qué te ha parecido la reina de las nieves? —preguntó Carmine.
—De las nieves, no, cariño. La nieve es suave y agradable. La reina del hielo.
—Tienes razón. ¿Te parece que aparenta los años que tiene?
—Para mí, sí. Es una mujer muy dura, y a los veinte, o incluso a los treinta años, no se puede ser tan duro. Supongo que no tardará en hacerse un lifting… Las arrugas entre las aletas de la nariz y las comisuras de los labios ya se le empiezan a notar.
—¿La ves capaz de asesinar a alguien?
—En sentido figurado, para trepar en una empresa, sí. Al modo de los tiburones. Te partiría en dos de un mordisco antes de que pudieras advertir su presencia. Pero no, no me parece posible que pudiese llegar al asesinato físico. A no ser que algo la empujara a ello, por supuesto.
—Mientras estaba contigo te miraba como si fueses un monstruo. Pero ahora que está a distancia, no hace más que observarte.
—Más bien diría que está interesada en ti, Carmine. Creo que tenía esperanzas de seducirte, pero después de verme a mí, sus esperanzas se han evaporado. No sabe manejarse con las personas que no entran dentro de su experiencia, una experiencia que, en el fondo, es más bien limitada. Para ella, los hombres son unos seres tan patéticos e inseguros que es imposible que puedan estar junto a una persona que les haga sombra, por decirlo así. Y ahora no sabe qué pensar.
—Es lo que leo en su cara, aunque no lo de la seducción. ¿Qué quieres decir con eso, oráculo mío?
—Que le gustas, tontorrón.
En ese momento se acercó Delia, que lucía un vestido de colores chillones y con volantes. Carmine dejó a su mujer y a su secretaria conversando y fue a echar un vistazo. Por lo visto, allí no faltaba nadie. Se detuvo junto a Philip Smith, cuya mujer estaba en otra parte.
—¿Cómo es que conoce a Myron, señor Smith? —preguntó.
El felino saltó al instante.
—En los eventos sociales todos me llaman Phil. Myron es el presidente de Hardinge, un banco neoyorquino con el que hacemos muchos negocios. Por supuesto, es un banco financiero, sin depositantes individuales como los que pudiera tener el First National.
El muy cabrón seguía mostrándose tan condescendiente como siempre.
—¿Fue así como Myron conoció a la doctora Davenport?
—Erica, Carmine, Erica. Pero sí, por supuesto. Erica es la responsable del departamento jurídico de Cornucopia, por lo que todos nuestros acuerdos bancarios son de su incumbencia.
—¿Cuándo tuvo lugar ese primer encuentro?
Smith se encogió de hombros.
—No tengo idea, pregúnteselo a ellos. A decir verdad, siendo usted tan buen amigo de Myron, me sorprende que no lo sepa. ¿O eso de que son amigos íntimos es otra de las exageraciones de Myron? Todos sabemos que a veces le gusta tomarle el pelo a la gente.
—Pregúnteselo a él —respondió Carmine con afabilidad.
«¡Y vete a la mierda, especie de maniquí engreído! —pensó mientras se alejaba—. ¡Si hablas así es porque eres un envarado pedante!» A continuación se encontró con la doctora Pauline Denbigh y el decano en funciones de Dante, el doctor Marcus Ceruski, ambos ocupados —y extasiados— con los pastelillos de langosta.
—Veo que no lleva luto, doctora Denbigh —comentó Carmine, todavía picado por las malintencionadas pullas de Smith.
Ella soltó una risita y, sin amilanarse, dijo:
—Parezco una cirrosis terminal revestida de negro, así que no me hace falta. Y además, me moría de ganas de conocer a la nueva presidenta de Cornucopia. ¡Qué triunfo para las mujeres!
—Sí, claro, y más aún cuando es sabido que la decisión se tomó basándose en sus méritos personales y nada más. ¿Por qué no intenta que la designen decana de Dante? Ése sería otro triunfo reseñable.
—Los de Chubb nombrarían a un marciano antes que a mí, siempre que tuviera pene y fuera un exalumno, por supuesto. Voy a intentar que me pongan al frente de Lisístrata cuando terminen de construirla.
—¿No le parece incongruente construir una residencia sólo para mujeres y a la vez insistir en que las masculinas son pura discriminación?
—Pues claro. Pero ya nos ocuparemos de establecer algunas plazas para alumnos varones. El verdadero triunfo radica en conseguir que la administración sea mayoritariamente femenina. Es lo mínimo que Chubb tiene que hacer —dijo ella.
—¿Qué pasaría si no hubieran asesinado a su marido? O, mejor dicho, ¿qué pasaría si él hubiese seguido vivo cuando terminaran de construir Lisístrata?
—Que yo seguiría presentándome para decana. Y si John no me respaldase, pues me divorciaría de él. Me han asegurado que en Lisístrata va a imperar la tolerancia en lo referente al estado civil de sus miembros. ¡Ya era hora de ponerle fin a tanta tontería!
—¿Y usted qué piensa en relación con la decadencia de tantas costumbres y prácticas tradicionales, doctor Ceruski?
Ceruski se ruborizó y lo miró con aire confuso.
—Eh… Todo eso no es asunto mío, capitán. Y la cosa no deja de ser hipotética.
Carmine les dedicó una sonrisa y siguió con su recorrido. ¿Ella podría haber hecho una cosa así? En su mente estaba germinando una idea, pero… Iba a tener que esperar hasta el lunes. Y la fiesta tampoco estaba tan mal, pensó traviesamente mientras sus ojos seguían facilitándole información. «Gracias a Dios mi mujer puede cuidar de sí misma y sabe perfectamente por qué estoy aquí. ¡Por los clavos de Cristo! Aquella mujer lleva un sombrero enorme.» El siguiente pez que capturó con su red era, en realidad, doble, según la mujer de M. M., muy atraída por la astrología: unidos por la cintura, el uno nadaba río arriba y el otro río abajo. Eran el decano Robert y la señora Nancy Highman, una mujer de trato agradable y aproximadamente la misma edad del decano. Sus hijos ya eran mayores y habían volado del nido, por lo cual residir en Paracelsus resultaba ideal.
—Espero que encuentre al asesino de ese joven desdichado —dijo la señora Highman, mientras bebía vino blanco a sorbitos—. El otro día invité a sus padres a almorzar. Unas personas encantadoras. ¿Qué se puede hacer para mitigar su dolor? Trate de devolverles el cuerpo lo antes posible, capitán. Y en cuanto a Bob… ha dejado de ser el de siempre. Y yo lo entiendo. No sé cómo hace la gente para enterarse, pero los padres de todos los alumnos están al corriente de lo de la trampa para osos. Bob se pasa el día entero tratando de convencer a la gente de que nadie más corre peligro. Y supongo que me dirá que prefiere que no digamos nada a los padres sobre el chantaje de Evan…
¿Quién demonios se lo había dicho a los Highman? ¿Los Pugh?
—Es mejor que no se lo digan, señora Highman —dijo sin alterarse—. Se trata de lo que llamamos información confidencial. Si se hiciera pública, sólo conseguiríamos complicar las cosas.
La mujer suspiró y dijo:
—Sí, claro, lo entiendo. —El rostro de pronto se le iluminó—. Ahora que lo pienso, tengo un dato que quizá pueda serle útil.
—¿De qué se trata? —preguntó, sin tenerlas todas consigo y sin saber muy bien hasta dónde estaba dispuesto a llegar para aliviar el peso que recaía sobre los hombros del decano Highman.
—La cosa sucedió por la tarde. Por lo general yo no… Estoy siguiendo unas clases de dibujo de modelos al desnudo en el instituto Taft, pero nuestro profesor ese día estaba enfermo y cancelaron la clase. Volví algo después de la hora del almuerzo, a la una y cuarto o así. El vestíbulo se encontraba desierto, pero vi que un hombre de uniforme pardo subía por las escaleras de los alumnos de segundo curso. Lo había olvidado hasta ahora, cuando he visto a esa mujer con la capa color pardo, la que lleva una casaca estampada y con lentejuelas… ¿Puede verla? ¿La ve? Aquella que va tocada con un enorme sombrero marrón. Pues bien, ese individuo llevaba algo en la cabeza, de color marrón, redondo… El color de la tela hacía pensar en la funda de un instrumento musical. Era bastante más grande que el sombrero, pero el sombrero hace que me confunda… ¡Menuda estampa la de esa mujer! ¿A quién se le ocurre presentarse con sombrero en una gala formal? El hombre vestido de marrón llevaba una bolsa y un cinturón para herramientas, como los que usan los carpinteros, y por esa razón no me fijé especialmente en él.
Reprimiendo la que consideraba una exasperación más que comprensible, Carmine acercó su rostro al de la mujer.
—Señora, ya la han interrogado dos veces. Y las dos veces juró no haber visto a nadie… De hecho, ni siquiera les dijo a mis hombres que el lunes pasado estuvo en la residencia.
—¡No sabe cuánto lo siento! Por favor, discúlpeme, capitán… Es que siempre me olvido de las cosas, hasta que después algo me lleva a recordarlas… ¡Como el sombrero que lleva esa mujer! ¡Qué cosa más fea! Por eso me he acordado ahora… Aquel operario de uniforme marrón llevaba en la cabeza algo parecido a una pizza también marrón… ¡Acabo de recordarlo justo ahora!
—¿Era un hombre corpulento?
—No; muy bajito, como un niño. Y delgado… Y cojeaba, aunque no recuerdo de qué pierna. Si hubiera visto que con las botas dejaba huellas en el suelo de mármol, me habría dirigido a él para llamarle la atención, pero esas botas no eran de las que tienen suelas sucias, de goma, y que tanto disgustan a Bob. Así que fui al comedor y me olvidé de él.
—¿Llegó a verle la cara?
—No. Estaba de espaldas a mí.
—¿El pelo?
—Lo tenía cubierto con esa pizza marrón que llevaba en la cabeza.
—¿Y las manos? ¿El hombre era blanco o negro?
—Creo que llevaba puestos unos guantes de trabajo.
Aquel malnacido tenía valor, había que reconocérselo. «Hasta ahora estábamos convencidos de que habría escogido una hora en que la residencia estuviera desierta, pero en realidad se encontraba allí a la hora en que estaban sirviendo el almuerzo en el comedor.» Cualquier alumno de segundo curso bien podría haberse acercado un momento a su habitación del piso de arriba y tropezado con ese asesino cojo y casi enano. ¿Qué habría pasado entonces…? Seguramente nada, pues el desconocido, para no despertar sospechas, se habría limitado a fingir que era un carpintero incluso si ese alumno hubiera sido Evan Pugh. Pero eso no había sucedido. El asesino tenía una fe absoluta en su suerte, y con razón, o eso parecía. ¿Qué otras sorpresas iba a depararle la fiesta de Myron? Y, se preguntó Carmine, ¿quién era esa mujer que lucía un sombrero con aspecto de pizza marrón?
Gus Purvey, Wallace Grierson y Fred Collins se mostraban precavidos, pero a Carmine le resultó fácil desbaratar sus defensas. Con Desdemona a su lado, esta vez no tuvo problema en someterlos. Privado de Erica, Purvey se había presentado solo. Ante Candy, su mujer, una veinteañera, Collins se las daba de hombre de mundo y gran señor. Margaret, la mujer de Grierson, que también era muy alta, parecía aburrirse como una ostra cuando los Delmonico se acercaron, y de inmediato pasó a acaparar a Desdemona. Tras alejarse unos pasos, entablaron una animada charla.
—Su mujer tiene mucha clase —dijo Grierson a Carmine—. ¿También es, o era, policía?
—No; trabajaba en la administración de uno de esos nuevos hospitales. Eso sí, habría sido incapaz de emascular a un gatito. Los hospitales hoy en día funcionan como empresas: están más pendientes de los balances de contabilidad que del cuidado que reciben los pacientes.
—Es una pena. La salud no es una mercancía, sino una condición del ser.
—No estaría mal que formase parte del consejo rector del hospital Chubb-Holloman.
—Por mí encantado.
—Siento envidia por las mujeres que tienen una carrera profesional —dijo Candy, suspirando.
—Siempre puedes cursar una —sugirió Grierson en tono amigable.
—Tú ya tienes una carrera de la que ocuparte —zanjó Collins—. La de esposa y madre, claro está.
—Veo que sigues fastidiado por el hecho de que esa yegua gris haya terminado sacándote una cabeza de ventaja —dijo Purvey entre risas—. El gris le sienta bien a nuestra Erica. Pero ¡anímate un poco, Fred! Siempre es posible que la competición todavía no haya acabado.
—Para mí sí ha terminado. Y para ti también. Y para Phil. No se ha acabado para el viejo Wallace, que está a nuestro lado. Wallace es de los que sobrevivirán —afirmó Collins.
—¿Me está diciendo que pronto podrían encontrarse de patitas en la calle? —preguntó Carmine.
—Eso es seguro —respondió Purvey.
—Supongo que la sorpresa tuvo que ser enorme —comentó Carmine.
—¿A qué se refiere?
—Al testamento.
—¡Uf! Un insulto. Una jugada repugnante —masculló Collins.
—¿Alguno de ustedes se lo esperaba?
Grierson se decidió a responder:
—Ni siquiera Phil Smith, y eso que era el más próximo a Desmond. Yo diría que es una falsificación, si no fuese porque Tombs, Hillyard, Spender y Hunter lo redactaron, vieron cómo Desmond lo firmaba y después lo guardaron en la cámara acorazada. El documento llegó a Holloman en un maletín cerrado que el mensajero llevaba prendido a la muñeca con esposas, y Bernard Spender lo abrió en nuestra presencia. Resulta evidente que es auténtico. Yo esperaba que por lo menos explicara la razón por la que escogió a Erica, pero dicha explicación brilla por su ausencia. De hecho, en el testamento no hay una sola referencia personal, ni siquiera a pie de página. Lo único que hay son páginas y más páginas destinadas a frustrar a Anthony Bera si éste llegara a presentar una denuncia en nombre de Philomena.
—Señor, ¿a usted le parece que la doctora Davenport no será una buena presidenta?
—Lo que me parece es que llevará a Cornucopia a la quiebra. Por eso estoy decidido a arrancarle un contrato de opción preferente para la compra de Dormus cuando la corporación se venga abajo —dijo Grierson.
—¿Cuántos de ustedes sabían que la doctora Davenport era la amante del señor Skeps? —preguntó Carmine.
Todos se quedaron boquiabiertos, y la reacción no era fingida. Ninguno se había enterado. «Hasta que llegué yo, Carmine, el malévolo, para ahondar en la herida.»
—¡Oh, vamos…! —se burló—. Sin duda tuvieron que preguntárselo cuando conocieron el testamento, incluso si hasta entonces nunca pensaran que entre ellos había una relación amorosa.
—Por mi parte siempre estuve convencido de que Desmond la escogió por su capacidad —dijo Grierson—. En realidad, el hecho de que fueran amantes no me parece que cambie las cosas.
Desmond no era de la clase de hombres que se dejan influir por las emociones. Pudo equivocarse al creerla tan capacitada, pero no cometió ese error porque ella fuese su amante.
—Gracias, señor Grierson. Lo cierto es que hace cuatro meses que el señor Skeps prescindió de los servicios de la doctora Davenport como amante. Y no hizo testamento hasta dos meses después. Fueran cuales fuesen sus emociones, está claro que no influyeron en su decisión, tal como dice usted. Lo que me llama la atención es que su opinión no coincide con la de los demás en lo referente a que la doctora Davenport no está preparada para su nuevo cargo. ¿Tiene alguna razón para creerlo así?
—El instinto —respondió Wallace Grierson—. Erica es una persona que oculta lo que es; da gato por liebre. Usted es un hombre muy despierto, capitán Delmonico, y también tiene mucha experiencia. En todos los colegios siempre hay una chica que es la primera de la clase, que saca unas notas casi inmejorables y tiene un gran futuro por delante. Y siempre hay otra que también destaca, pero no tanto, porque su forma de trabajar es peculiar, poco ortodoxa. Pero ¿qué pasa después? Cuando los alumnos celebran una cena de reencuentro veinte años más tarde, la segunda es la que ha llegado más lejos. Erica es la primera de la clase, la que saca las mejores notas, pero nunca ha dirigido otra cosa que no sea el departamento jurídico y, por tanto, tiene visión de túnel y una calculadora en la mente. También dependía mucho de Desmond, que no se daba cuenta de ello. —Grierson frunció el ceño—. El instinto también me dice que su aspiración en la vida no es dirigir un imperio industrial. Lo que la mueve es otra cosa, aunque no sabría decir qué.
—El instinto, señor Grierson, es algo magnífico —dijo Carmine con tono solemne.
Acto seguido se marchó sin ir a buscar a Desdemona. «Las fiestas —se dijo— pueden ser mejores fuentes de información que los interrogatorios policiales. Si Myron no hubiera montado este sarao, la mujer del sombrero marrón no habría refrescado la memoria a la señora Highman, y el antiguo consejo de Cornucopia no se habría ido de la lengua gracias al alcohol… Y nuestra anfitriona parece un poco exhausta —advirtió mientras se encaminaba en su dirección—. Es natural que lo esté, pues no es una persona habituada a las fiestas. Mientras que Myron, californiano hasta la médula, es un hombre al que las fiestas le apasionan… ¡No es eso, Carmine, hay que definirlo de otra manera! Myron necesita sentirse continuamente rodeado de oropel y jolgorio, de gente guapa que luce sus encantos, el brillo de las lentejuelas, la cháchara de la gente hablando de negocios a su alrededor. No menos importantes son cosas como el Polo Lounge e ir a cenar al restaurante de moda. Cuando viene a visitarnos, Myron se somete a una suerte de penitencia. No, los judíos no hacen penitencia. Myron viene a ser como uno de esos tipos que se hacen azotar con una rama de abedul antes de meterse en la sauna o zambullirse en la piscina helada. Para Myron somos una especie de rama de abedul que le permite disfrutar en mayor medida de las delicias de su mundo. ¿Por qué lo quiero tanto? Porque es todo un caballero, el verdadero padre de Sophia, la amabilidad y la generosidad personificadas, un tipo fantástico en todos los sentidos. Lo que me trae de cabeza es que a mí el instinto me dice que Myron va a pasarlo mal durante su recorrido por el túnel del amor. Primero Sandra, después Erica. Se equivoca a la hora de escoger pareja.»
—¿Ya ha tenido suficiente? —preguntó a Erica, cuando llegó a su lado.
La mujer dio un respingo.
—¿Tanto se me nota?
—La verdad es que no. Pero la charla insustancial no es lo suyo, y no tiene la motivación necesaria para aprender dicho arte.
—¿Me está diciendo que haría bien en encontrar una motivación?
—Depende. Sí, si su relación con Myron va en serio. Myron vive en un mundo de charlas insustanciales, bromas y chistes con doble sentido, la jerga de los negocios y los tratos cerrados de forma improvisada. ¿Dónde se conocieron?
—En Nueva York, en una reunión del consejo de administración del banco Hardinge’s. Me resultó tremendamente atractivo desde el primer momento.
—A usted y a la mitad de las mujeres del mundo. Supongo que le habrá dicho que está casado con mi ex.
—Sí. Y la verdad, no entiendo cómo usted y él pudieron encapricharse de la misma mujer.
—Eso lo dice porque no conoció a Sandra a los veinte años. Una mujer muy parecida a usted en muchos sentidos, pero con menos seso. Lo que tenía era cierto aire desvalido que hacía que los hombres ansiaran protegerla. Sophia se parece mucho a ella físicamente, pero lo enmascara con su inteligencia.
—Mejor que sea así. No soporto a las mujeres estúpidas —dijo Erica con acidez.
—El hecho de que una mujer sea estúpida no implica que sea desagradable.
—Para mí sí.
—En ese caso, se alegrará de que Sophia sea inteligente.
—Sí. Tampoco es que su hija desdeñe su físico, pero no piensa permitir que el físico determine su destino.
—Piensa usted en la belleza física de Sophia del mismo modo en que piensa en la suya, como una herramienta a utilizar cuando las cosas vienen mal dadas, pero una herramienta que, en realidad, es un fastidio durante el resto del tiempo. Sophia lo ve de forma muy distinta. Para ella, su rostro es parte integral de lo que existe detrás. Sophia no vive en un mundo compartimentado.
—Siempre se las arregla para dejarme en mal lugar —espetó Erica, y al volverse divisó a dos recién llegados—. ¡Philomena! ¡Tony!
Carmine se retiró a un rincón desde el cual podía observarlo casi todo y vio cómo Erica acompañaba a Philomena Skeps y Anthony Bera a saludar a Myron, a quien, como siempre, le encantó conocer a nuevas personas y les dio la bienvenida con el calor propio de un anfitrión que recibiera a los primeros en llegar, no a los últimos.
Carmine se dijo que Philomena tendría, como mínimo, cinco años menos que Erica; hacía una sombra considerable a la reina del hielo. Como Delia, lucía un vestido con volantes ajustado en la cintura, pero ahí terminaba la comparación. A pesar de lo que había dicho a Carmine sobre la tacañería de Skeps, llevaba un extraordinario conjunto de diamantes rojizos. Y, en compañía de Bera, su aspecto era espléndido.
Philomena y Erica estuvieron charlando un rato; poco después, Myron se fue con Bera a saludar al alcalde mientras las dos mujeres seguían con su conversación. Las dos sonreían y se mostraban relajadas en apariencia, pero Carmine se quedó con la sensación de que no todo eran palabras amables entre ellas. Declinaron una copa de champán, pero dijeron que sí a una de vino tinto chileno; Erica revoloteaba en torno a la viuda de Desmond Skeps como una novia nerviosa en presencia de una suegra imponente el día de la boda. ¿Langosta? No. ¿Unos pastelillos de hojaldre con pollo? No. ¿Esta deliciosa terrina de paté? ¡Ah, bien!
Bera finalmente se liberó del brazo de Myron y rescató a Philomena, a quien acompañó hasta una silla, le pasó la copa de tinto chileno y trajo un plato con viandas surtidas que dejó sobre una mesita para que pudiera picar. Tras haberla acomodado, se situó tras ella y empezó a seguir a Erica Davenport con la mirada. Ahí había gato encerrado, pero Carmine no terminaba de saber por qué ni de qué tipo. En ese momento llegó Phil Smith con su mujer, quien —¡mira por dónde!— saludó a Philomena sin quitarse un aparatoso sombrero marrón en forma de pizza.
Smith no estuvo mucho rato junto a Philomena. Su esposa, pobrecilla, estaba hasta las narices de seguirlo de un lado a otro, pero Smith se la llevó sin contemplaciones, como si temiera que pudiese decir alguna inconveniencia. Quizás a modo de reconocimiento del gusto común de ambas en lo tocante a la ropa, un momento después Delia se la arrebató a su marido, y las dos mujeres peor vestidas de la fiesta se marcharon por su cuenta. Gus Purvey y Fred Collins fueron los siguientes en saludar; Collins asistió sin Candy. Anthony Bera los saludó con frialdad y se mantuvo en silencio mientras Philomena hablaba con ellos. Cuando Collins, que a esas alturas estaba lo bastante borracho como para trastabillar, empezó a mostrarse un tanto irritante, Bera se colocó delante de la silla de Philomena y le dijo a Purvey sin ambages que se lo llevara de allí. Purvey lo hizo, pero Philomena no tardó en ordenarle a Bera que se apartase de su lado. Él protestó, pero la mujer levantó la barbilla con un gesto tan imperioso que no dejó de sorprender a Carmine. Mordiéndose el labio, Bera se fue y la dejó sentada sola en la silla. ¿A quién quería ver?
Pero en ese momento se acercó Myron y el excelente anfitrión arruinó los planes de la señora. Por mucho que siguiera observándolo todo, Carmine no consiguió saber qué hizo ella para librarse de él, pero lo cierto es que al final se quitó de encima a Myron, y de una forma tan elegante que éste le dedicó una sonrisa admirada antes de alejarse. Philomena Skeps volvió a quedarse sola.
Otras personas se acercaron a saludarla, pero desdeñó su compañía con el mismo encanto que había usado con Myron: la doctora Pauline Denbigh (¡interesante!) y Mawson y Ángela Macintosh. Carmine se acercó unos pasos y se dijo que era una pena que la sala empezara a vaciarse; no iba a tener oportunidad de escuchar lo que decía Philomena Skeps.
Y por fin llegó la persona esperada; el lenguaje corporal así lo dio a entender de forma inequívoca. Erica Davenport.
Pasó un camarero y Philomena lo llamó. Enseguida el joven se llevó todo cuanto había en la mesita. Erica se sentó en el borde y ladeó la cabeza para mirar a la exmujer de Skeps, quien, a su vez, volvió el rostro hacia ella. Frustrado, Carmine las observó conversar de perfil; era capaz de leer los labios si el hablante estaba de frente y articulaba con claridad, pero cuando estaba de perfil resultaba imposible.
Siguieron conversando con un aire de aislamiento tan perceptible, que varias personas que quisieron acercarse lo dejaron para otra ocasión. Era posible que se hubiera propagado la noticia de que Erica ahora tenía la administración de la herencia y que nadie quisiera desbaratar con su presencia algún tipo de acuerdo. Porque ambas daban la impresión de estar sumidas en alguna negociación, lo cual explicaba la inesperada aparición de Philomena en la fiesta. Un terreno neutral. ¿En qué otro lugar podía defender su postura sin el enorme espectro de Cornucopia a sus espaldas? ¿En Orleans? Erica nunca acudiría.
Anthony Bera observaba a las dos mujeres con inquieta atención, mientras respondía con aire ausente a las preguntas que Wallace Grierson no paraba de hacerle. Y en ese momento reaparecieron Phil Smith y la pizza marrón, que se colocaron entre Philomena y Bera, obstaculizando a éste la visión. El abogado se dio por vencido.
Las negociaciones debieron de prolongarse media hora o más. Al final Erica daba la impresión de estar agotada, mientras que Philomena parecía más radiante que nunca. Erica se dio unas palmadas en las rodillas y se levantó de la mesita. Se inclinó para besar a Philomena en la frente y fue a reunirse con Myron.
—Estoy hecha polvo —dijo Desdemona, mientras se quitaba las sandalias nada más subir al coche.
—Yo también, princesa. Has estado guapísima toda la noche.
—¿De veras?
—De veras. Tienes un cuerpazo de estrella de Hollywood, y ese vestido que llevas lo deja más que claro.
—Qué curioso… Las mujeres siempre se quejan de que tener niños te estropea el cuerpo, pero a mí Julian me ha venido la mar de bien.
—¿Cómo crees que Myron se siente en este momento?
—Buena pregunta. Está lo que se dice loco de amor, ¿te has fijado en esa pulsera de brillantes?, pero creo que empieza a darse cuenta de que a su queridísima Erica no le gustan mucho las fiestas. Supongo que hoy Sandra habría sido mejor pareja para él.
—Me he enterado de que Myron todavía no ha presentado la petición de divorcio.
El Ford Fairlane enfiló la desierta South Green Street. Desdemona se arrellanó en el asiento y dijo:
—Vaya, vaya… Myron tiene una bala guardada en la recámara.
—Lo mismo pienso yo.
Ella arrimó su rostro al de él y añadió:
—¿Te has fijado en una mujer que llevaba un horroroso sombrero marrón?