El edificio Cornucopia estaba situado en el centro, en la esquina de Maple y Cromwell, en el barrio comercial y de oficinas, y sólo tenía un año de existencia; con sus cuarenta pisos, era la estructura más alta de Holloman. En el ático residía Desmond Skeps, y los treinta y nueve pisos inferiores albergaban las oficinas centrales de las numerosas empresas del grupo Cornucopia. Los despachos de Desmond Skeps se encontraban en el piso 39. Curiosamente, Skeps no había hecho construir un acceso directo entre las dependencias privadas y las destinadas a su trabajo; para ir al ático tenía que salir de los despachos, descender a la planta baja y subir en su ascensor particular. Carmine supuso que lo había dispuesto así para establecer una verdadera separación entre los negocios y el placer.
El vestíbulo de la planta baja estaba revestido de mármol multicolor y decorado con palmeras exuberantes en tiestos artesanales también de mármol; una inspección más detallada permitía ver que las palmeras crecían en unas macetas de plástico colocadas en el interior de los tiestos. Había un mostrador de información y otro para las visitas, atendido por una sola empleada cuya única función era prender un distintivo de identificación en la pechera de cada visitante. El resto de los empleados no reparaba en las personas que entraban o salían. Una serie de ascensores subía al primer piso y hasta el 19, y la hilera de enfrente llevaba de la planta 20 a la 39; el solitario ascensor del ático se encontraba al final del pasillo y tenía el rótulo de PRIVADO en un atril de madera, situado delante de sus puertas de reluciente cobre dorado.
Carmine accionó el mecanismo de apertura con una llave y las puertas se abrieron a un cubículo de tabiques lujosamente revestidos con cuero color habano rojizo, suelo de mármol rosso antico y molduras y ribetes dorados. En el tablero tan sólo había dos botones: SUBIR y BAJAR. «Qué arrogante», pensó Carmine, divertido. Al llegar, el ascensor se abrió directamente al apartamento, que era inmenso. Primero, un vestíbulo del tamaño de una sala de estar; luego, un salón del tamaño de una casa normal, con dos paredes de cristal: una daba al norte de Holloman; la otra, al estrecho de Long Island y el puerto. Carmine distinguió con claridad el embarcadero de su casa, de planta cuadrada con una pequeña terraza en lo alto. Un corto telescopio montado en un trípode hizo que se preguntara qué más habría visto Desmond Skeps, y en cuántas casas además de la suya. «Señor Skeps, no me gusta usted nada —pensó—. La privacidad es nuestra última defensa contra la barbarie, y usted es tan bárbaro como los gobiernos federales.» La decoración era del consabido insulso tono beis preferido por tantos interioristas; tampoco se veían objetos preciosos que sugiriesen que Skeps coleccionaba obras de arte o piezas de estilo kitsch. Los cuadros que colgaban de las paredes eran acuarelas mediocres que el decorador seguramente había vendido a Skeps como obras maestras, si bien en el dormitorio se había decantado por grabados enmarcados de aire Victoriano. La factura debió de haber sido astronómica, pero Carmine no sentía ninguna lástima por un hombre incapaz de distinguir lo mediocre de lo realmente bueno.
A Skeps no lo habían matado en la cama, sino en la camilla para los masajes, un mueble más alto y estrecho que debió de encajar a la perfección con las intenciones del asesino. Es posible que Skeps se hubiese tumbado allí de forma voluntaria, o que el asesino tuviese la fuerza suficiente para cargar con el cuerpo y dejarlo allí después de que apurara el vaso de whisky de malta Glenlivet e hidrato de cloral. Era evidente que Skeps no podía haberse tomado el escocés tumbado por completo en el que pronto iba a ser su lecho de muerte. El asesino era una persona fuerte, se dijo Carmine, recordando la trampa para osos. Los dos asesinatos permitían inferir que el criminal poseía una notable fuerza física. Todo apuntaba a un individuo forrado de dinero y con una constitución como la de Mister Universo. Pero ¿y si nadie cumplía ambos requisitos a la vez? ¿Y si nadie cumplía ninguno de los dos?
Los chicos de Patsy habían examinado la escena del crimen con meticulosidad y Carmine no se molestó en hacer otro tanto. Lo que quería era formarse una idea sobre Desmond Skeps con una inspección visual de sus dependencias privadas.
Carmine sabía lo que a esas alturas ya sabía todo el mundo por las mismas fuentes: las revistas del corazón, los columnistas, el ocasional artículo serio del Wall Street Journal o el New York Times. El padre de Skeps, un rico fabricante de piezas para automóviles, había advertido con antelación los nubarrones de guerra que se cernían sobre Europa en 1938 y, también, la situación en el Sudeste Asiático. Fue entonces cuando fundó Cornucopia (cuyo nombre, según explicó, sólo era una referencia al cuerno de la abundancia) para fabricar piezas de artillería y, poco después, motores para aviones y maquinaria de guerra. Ahora, en 1967, la compañía fabricaba instrumentos y equipos quirúrgicos, cañones y obuses, motores de turbinas, generadores, reactores nucleares, misiles y armamento ligero, y recientemente se había diversificado para introducirse en el sector de los plásticos, especialmente en los que tenían alguna aplicación militar. Cornucopia contaba con una enorme planta de investigación y todo cuanto fabricaba era de última generación; también tenía numerosos contratos con las fuerzas armadas.
Las responsabilidades de Skeps eran vastas, pero su trabajo no podía calificarse de agobiante. Tenía unos cincuenta directores ejecutivos, y ninguno de ellos sometido a una presión excesiva. Carmine supuso que los empleados realmente metidos en faena se encontraban tres o cuatro puestos por debajo en el organigrama. Eso era lo que pasaba en todos los conglomerados industriales, y Cornucopia era un conglomerado de dimensiones modestas. La descripción física que Carmine tenía de Skeps era la de un hombre alto, delgado, moreno y desgarbado que atraía a las mujeres como un imán. Una característica de los poderosos, por supuesto, y lo que había ocurrido con Myron Mendel Mandelbaum. Skeps, antes casado con una mujer muy hermosa, había terminado apartándola de él por culpa de sus propios celos patológicos, y nunca más había vuelto a casarse. Tenía un hijo de trece años y alumno de Trinity Grey. No era de extrañar que el muchacho se llamase Desmond Skeps. Su madre tenía la custodia, lo cual permitía deducir que Skeps había hecho algo lo bastante grave para manchar su reputación personal.
Era difícil saber lo que Skeps pensaba de su hijo o de su exmujer, pues en el apartamento no había fotografías ni retratos de ninguno de los dos. Era lógico pensar que estaba obligado a seguir viéndose con ella, lo cual lo obligaría a viajar a Orleans, en Cape Cod, donde vivía Philomena Skeps, y donde, según la información de la que disponía, también residía en ese momento su hijo, convaleciente de una grave enfermedad. El chico ya llevaba cinco semanas sin ir al colegio, y no estaba previsto que volviese antes de terminar el año lectivo en Trinity Grey. Lo más probable era que tuviese que repetir curso, y eso siempre era un latazo.
—¿Qué os parece? —preguntó a Abe y Corey tras terminar el recorrido.
—Que alguien estuvo aquí antes que los hombres del forense —dijo Corey.
—Lo mismo pienso yo —coincidió Abe, señalando un jarrón que, según se apreciaba por la presencia de dos polvos de distinto color, habían examinado dos veces en busca de huellas dactilares.
—La culpa es mía —dijo Carmine, con el ceño fruncido—. Pensé que lo mejor sería resolver la cuestión del pez pequeño antes de ocuparnos del gordo, el señor Skeps. Pero me temo que no va a dejarnos margen para ello. La cuestión es saber si se han llevado algo y, si es así, qué, por qué y quién lo ha hecho.
—¿Alguien del Departamento de Justicia? —sugirió Abe.
—El FBI. El inspector jefe ha oído algo, o eso ha dado a entender. Pero no lo sabe de una fuente oficial. Además, lo ha sabido poco antes de que llegáramos. ¡Por Dios, estas cosas me revientan! —exclamó Carmine—. ¿Por qué, en lugar de andar merodeando como cucarachas en un pastel de boda, no vienen a hablar con nosotros directamente y nos dicen que están interesados en el caso?
—Estarán abajo, en las oficinas —dijo Corey.
—Tendremos que mantener la cabeza fría, amigos —dijo Carmine.
El intruso, como supieron al pasar por debajo del precinto policial colocado en la entrada de las oficinas de Desmond Skeps, era efectivamente del FBI. El hombretón, de casi dos metros de altura y más de cien kilos de peso, estaba en el centro del despacho principal, observando a dos empleados de Cornucopia que, con dificultades, trasladaban un archivador de cuatro cajones en una carretilla. Era apuesto, con el pelo moreno y espeso y los ojos oscuros, pero los tres policías de Holloman no entendían que pudiera operar como agente sobre el terreno: su aspecto de gigante lo volvía demasiado llamativo para investigaciones de cualquier tipo, o casi.
—Señor, siendo usted tan fuerte, quizá lo más práctico sería que cogiera el archivador y lo llevara a pulso usted mismo, ¿no cree? —propuso Carmine en tono afable.
El hombretón dio un respingo y trató de adoptar el aire de quien está al mando, pero fracasó.
—Espero que no esté pensando en obstruir mi trabajo —dijo, enseñando sus credenciales—. Soy el agente especial Ted Kelly, del FBI, y estas pruebas son de importancia crucial.
—¿Tiene una orden judicial? —preguntó Carmine.
—No, pero puedo conseguirla en menos tiempo del que su gato necesitaría para lamerse el pelaje, así que mejor olvídelo.
—Mi gato es un animal limpísimo, agente especial Kelly. Y yo sí que tengo una orden judicial. Por eso, conforme a las atribuciones que me confieren el estado de Connecticut y el condado de Holloman, voy a quedarme con estas pruebas de importancia vital. Carmine Delmonico, para servirlo. Le presento a Abe Goldberg y Corey Marshall. Chicos, ya podéis sacar la carretilla con mis pruebas. Y usted, señor agente especial Kelly, está poniendo patas arriba mi escena del crimen. ¿Por qué no va a buscar los papeles que necesita, vuelve luego y ejecuta sus decomisos de forma legal?
—Ya me avisaron que iba a cruzarse en mi camino —repuso Kelly con el rostro encendido.
Carmine levantó el precinto.
—Adiós, señor Kelly. Y no vuelva hasta que esté dispuesto a compartirlo todo con el Departamento de Policía de Holloman.
«¡Mierda! —se dijo tras salir vencedor de la batallita—. Por culpa de este archivador esta noche volveré tarde a casa por muchos trucos que Myron se saque de la manga; mañana los federales ya habrán movido todos los hilos necesarios para recuperar las pruebas. Éste es el único archivador que han cambiado de sitio; así pues, lo que Kelly esperaba encontrar debe de estar aquí y solamente aquí. Como sea, me da en la nariz que la presencia del FBI en este caso no es una mera cuestión de rutina.» Hizo una llamada desde el teléfono que tenía más a mano.
—¿Delia? Hazme un favor y busca nuestras habilitaciones de seguridad. Quédate con la tuya y envíame la mía ahora mismo. No tengo ganas de que me detengan con una orden judicial federal. Después es muy lioso conseguir una orden de puesta en libertad.
Con una sonrisa maliciosa, Carmine colgó cuando Delia empezaba a protestar, y marcó otro número.
—¿Danny? Los federales andan por aquí. Algo huele a podrido en Cornucopia. Dile a Silvestri que es posible que se vea metido en un lío más gordo de lo que imagina. Y pásame a Delia otra vez, anda.
La joven había dejado de rezongar.
—Tus credenciales están en camino —dijo—, y las mías las llevo en el bolso, junto con la pistolita. ¿Qué más, capitán?
—Corey y Abe llevan un archivador. Hay otros que andan detrás de esta prueba, Delia, y es posible que nos impidan quedarnos con ella. Cuando Corey y Abe lleguen, quiero que lo dejen en mi despacho y que enchufen allí tantas fotocopiadoras como aguante la red eléctrica. Reúne a todas las mecanógrafas y diles que se pongan a fotocopiarlo todo —Carmine volvió a sonreír con malicia—, y en menos tiempo del que tu gato necesita para lamerse el pelaje. Otra cosa: sólo tú y yo podemos ver el contenido de esos documentos.
—¿Y las chicas?
—Descuida. Estarán demasiado ocupadas con su trabajo para fijarse en lo que están fotocopiando.
—Sí —dijo Delia, siguiéndole la corriente—, son unas chicas muy simpáticas, pero no saben distinguir una reacción en cadena de una cadena de polímeros.
—Exacto.
«Todo esto tiene que funcionar», pensó Carmine al colgar.
—¡Llevad el archivador a las oficinas del condado de una vez, chicos!
«Eso de que los grandullones son lentos de reflejos es una leyenda —pensó—, pero ojalá hayamos pillado al señor Ted Kelly con el pie cambiado. Cuando se dé cuenta de que puede hacerse con el archivador, ya será demasiado tarde. Esperemos que ese trasto no me destroce el asiento trasero del Fairlane.» Las oficinas parecían normales y corrientes. Carmine recorrió un despacho tras otro fijándose en los elementos habituales: escritorios, sillas, máquinas de escribir, fotocopiadoras, máquinas de télex y calculadoras. Hasta que, fascinado, dio con dos pequeñas habitaciones en las que había unos escritorios con enormes consolas que él reconoció porque alguna vez había visto los ordenadores de Chubb. Y esos terminales eran exactamente del mismo tipo; ergo, en algún lugar, quizás en las entrañas del edificio, tenía que haber una cámara con el aire acondicionado a temperatura antártica y destinada a los ordenadores. Era perfectamente lógico que Cornucopia contase con su propio equipamiento informático.
El precinto policial sólo circundaba el espacio por el que se movía el propio Desmond Skeps, es decir, aproximadamente la mitad de esa planta. En el extremo opuesto de la pared del despacho había más oficinas, bastante menos agradables a la vista, que seguían en funcionamiento. Unos paneles grises encerraban a la gente en cubículos que llegaban a la altura del pecho, lo cual obligaba a sus ocupantes a ponerse de pie para enterarse de lo que sucedía alrededor. Ese día eran muchos los que estaban de pie; cuestión de nervios, quizás. En la esquina más alejada había un despacho de mayor tamaño, cerrado y con una placa que indicaba que era la guarida de un tal M. D. Sykes. Abrió la puerta y se topó con un hombrecillo de mediana edad sentado a un escritorio que empequeñecía aún más su estampa.
—Capitán Carmine Delmonico, policía de Holloman. ¿Qué significa eso de M. D., señor? ¿Y cuál es su función?
Asustado, el hombre se levantó de golpe, volvió a dejarse caer en el asiento y tragó saliva.
—Michael Donald Sykes —dijo con voz aguda—. Soy el director general de Cornucopia Central.
—¿Y eso qué es?
—La corporación matriz, capitán. La que supervisa las operaciones de las demás empresas de Cornucopia. Sus subsidiarias —añadió Sykes haciendo acopio de valor.
—Ya. ¿Me está diciendo que Landmark Machines, por ejemplo, no es una empresa independiente? ¿Qué su propietaria es Cornucopia?
—Sí, eso es. Ninguna de las empresas de Cornucopia tiene verdadera autonomía.
—Y ahora que el señor Skeps ha muerto, ¿es usted quién está al mando?
Sykes se demudó como si estuviera a punto de prorrumpir en llanto.
—No, capitán, de eso nada. Yo vengo a estar en un limbo situado entre la dirección y la gerencia. El señor Philip Smith es el vicepresidente principal y director ejecutivo nominal. Supongo que será él quien asumirá el mando.
—¿Y dónde puedo encontrar al señor Philip Smith?
—Un piso más abajo. Su despacho está justo debajo del que ocupaba el señor Skeps… Tiene las mismas vistas, ya me entiende.
—¿Y también la llave para el cuarto de baño de la dirección?
—El señor Smith tiene su propio cuarto de baño.
«¡Vaya!», pensó Carmine.
Luego cogió el ascensor hasta la planta de abajo, donde lo interceptó una mujer mayor y vestida con elegancia que, antes de decirle a regañadientes que podía ver al señor Smith, lo miró de la cabeza a los pies, como si Carmine hubiera ido a interesarse por una vacante de conserje.
Su despacho tenía las mismas magníficas vistas a uno y otro lado, con la diferencia de que allí no había ningún telescopio. Philip Smith era un hombre alto y refinado, vestido con un impecable traje de seda gris y una corbata de la que Carmine había oído hablar pero que hasta entonces nunca había visto: una versión en seda de la corbata emblemática de Chubb, hecha por un diseñador italiano. Llevaba una camisa de puños vueltos; los gemelos hacían pensar en oro macizo, y los zapatos eran de los hechos a mano en St. James’s, Londres. Apuesto y de pelo rubio, hablaba con el acento propio de la clase alta de Filadelfia; sus ojos grises buscaban sin cesar un espejo en el que mirarse.
—¡Terrible! ¡Horroroso! Es lo único que se puede decir —dijo a Carmine mientras le ofrecía un cigarro. Cuando Carmine lo rechazó, Smith le ofreció café, y esta vez el capitán aceptó.
—¿La muerte del señor Skeps tendrá consecuencias serias para el funcionamiento de Cornucopia? —preguntó el capitán.
Smith, que no se esperaba esa pregunta, pestañeó y tuvo que reflexionar antes de contestar.
—No demasiadas, a decir verdad —dijo finalmente—. De la gestión diaria de las distintas empresas de Cornucopia se encargan sus respectivos equipos de dirección. Cornucopia Central es, hasta cierto punto, el padre de una familia numerosa; se ocupa de todas las cosas que los niños no pueden hacer por su cuenta.
«Un capullo de lo más condescendiente —se dijo Carmine mientras escuchaba con expresión atenta y cortés—. Tendría que someterte a un par de horas de charla en una sala de interrogatorios, pero tú, en realidad, no pintas mucho, señor Smith, a pesar de esos trajes que gastas.» Llegó el café, y la pausa permitió que Smith recuperase la compostura mientras la estirada secretaria lo servía… ¡Cómo iba a servirlo el vicepresidente!
—¿Por qué anda merodeando por ahí un agente del FBI, señor Smith? —preguntó Carmine en cuanto volvieron a estar a solas.
El director ejecutivo nominal estaba preparado para esa pregunta.
—Es inevitable, si tenemos en cuenta todas las contratas de defensa que tenemos —dijo con naturalidad—. Es lógico que en Washington y en el Pentágono se interesen por la muerte violenta de un hombre tan importante.
—¿Hasta qué punto cree que ha sido violenta la muerte del señor Skeps?
—Bueno… No lo sé con exactitud. Pero yo diría que un asesinato es violento por definición.
—¿Cuándo llegó el señor Kelly?
—Ayer al mediodía. Un personaje grotesco, ¿verdad?
—No, señor Smith, no es grotesco, pues esta palabra implica un elemento desagradable. El agente especial Kelly es un espécimen humano singular. ¿Qué hizo al llegar?
—Pidió ver el ático y los despachos de Desmond. Como es natural, le ofrecimos toda nuestra cooperación.
—¿A nadie se le ocurrió llamar al inspector Silvestri y notificarle la presencia del FBI en la escena de un crimen local?
—Pues no.
—Es una pena.
—No entiendo por qué. Todos ustedes están en el mismo barco.
—¿De veras? Es un alivio saberlo. Pero si el señor Kelly cogió alguna cosa de uno u otro lugar, la policía de Holloman tendría que recibir una notificación. Y no ha sido así. Si usted sabe de algo que haya desaparecido, le sugiero que me lo diga ahora mismo.
—Pues… salvo el archivador personal de Desmond, nada —repuso Smith incómodo—. Desmond guardaba el archivador en su enorme caja fuerte, pero el señor Kelly tenía una llave y la combinación. No hay nada en ese archivador que pueda interesar a la policía de Holloman. Es todo demasiado… esotérico. Todos los expedientes que contiene se relacionan con aspectos delicados de nuestras contratas de defensa. Y usted no puede conseguir las necesarias habilitaciones de seguridad, capitán Delmonico.
—A lo mejor un día de éstos lo sorprendo, señor Smith.
Smith rió con desdén.
—¡Vamos, vamos, capitán! Usted no es más que un pez gordo en una charca muy pequeña. Que no se le suba el cargo a la cabeza.
—Gracias por el consejo. Entretanto, agradecería que comunicara a todo el personal de Cornucopia que debe cooperar conmigo y mi gente. —Se levantó—. Y gracias por el café. —Se acercó a la ventana que daba al estrecho de Long Island y miró su casa con el ceño fruncido—. Y ahora, señor, si hace el favor de sentarse detrás de su escritorio, podremos hablar de lo que de verdad nos interesa.
Smith, aunque claramente molesto, obedeció; de su aire desenvuelto ya no quedaba nada.
—Dígame lo que sabe de Desmond Skeps.
—Un hombre detestable —respondió Smith, las manos sobre el escritorio—. Dudo que cualquier otro que lo conozca… mejor dicho, que lo haya conocido, le dé una opinión diferente. Por mucho que Cornucopia cotice en bolsa, Desmond era el propietario de la gran mayoría de las acciones, de ahí que pudiera hacer cuanto le viniera en gana. Y se aplicaba a ello.
—¿Puede darme un ejemplo de esa costumbre?
—Naturalmente. La sección de investigación. Todos nos opusimos a su proyecto de fundar nuestros propios laboratorios de investigación, en gran parte porque nuestras empresas operan en industrias muy distintas, pero él insistió. Y su insistencia obligó a invertir cientos de millones de dólares en la construcción de unas instalaciones gigantescas. Eso sí, en una cosa tenía razón: ahora ya no tenemos que ir a mendigar a otros laboratorios. Toda la investigación se realiza aquí en Holloman. Cuando Desmond le quitó Duncan MacDougall a Petro Brit, el departamento de investigación se hizo por fin realidad. MacDougall es uno de los tres hombres en el mundo capacitados para administrar una unidad de esas dimensiones. ¿Por qué me quejo? Porque nunca recuperaremos lo invertido. Los beneficios cayeron en picado.
—¿Usted se relacionaba personalmente con el señor Skeps?
—Naturalmente. Y más aún después de su boda con Philomena. ¡La mujer ideal para un magnate! Educada, guapa, encantadora, recatada como las mujeres tendrían que ser pero raramente son. Hoy día son todas unas fulanas. Desmond estaba obsesionado con Philomena, y más aún después de que naciera Desmond tercero, pero era incapaz de superar sus celos, completamente infundados por lo demás. Para él, todos se entendían con ella en secreto: el chico de la piscina, el jardinero, el técnico de la empresa telefónica, incluso el repartidor de periódicos… Al final, ningún hombre que quisiera conservar el empleo osaba acercarse a ella, y la pobre mujer sufrió una crisis de nervios. Cuando se recuperó, abandonó a Desmond para siempre, y mire que no tenía un centavo. A mí siempre me mereció respeto, capitán, muchísimo respeto.
Carmine hojeó brevemente sus papeles.
—Aquí pone que ahora la señora Skeps vive en Orleans, Massachusetts. Lo que indica que no pasa apuros de dinero. Explíqueme una cosa: ¿cómo es eso de que no tenía un centavo?
—Desmond se pasó de la raya cuando ella pidió el divorcio. Empezó a acosarla. Contrató a unos detectives privados de lo más sórdidos para que la siguieran por todas partes, y hasta llegó a secuestrar a Desmond tercero, por mucho que ella no le impidiese ver al pequeño. Cuando el caso llegó a juicio, Philomena se presentó en el juzgado con un abogado que vale su peso en oro, Anthony Bera. Para resumir, consiguió una pensión astronómica y la custodia exclusiva del niño. Philomena compró una propiedad en Orleans y el año pasado envió al chico a estudiar a Trinity Grey. No es una mujer vengativa, capitán, a pesar de que ha seguido confiando la defensa de sus intereses al señor Bera. Desmond continuaba viendo al niño, al que no han educado en el odio a su padre.
—Ya. ¿Cuánto hace del divorcio?
—En noviembre hizo cinco años.
—¿Y el señor Skeps ha tenido relaciones íntimas con otras mujeres desde entonces? ¿Tenía una amante? ¿Amiguitas?
Smith pareció molestarse.
—¿Y cómo quiere que yo lo sepa?
—Porque usted estaba en estrecho contacto con él.
—¡No en lo referente a sus líos de faldas, capitán! Los que me conocen saben que no apruebo esas cosas. —Resopló y añadió—: Pregúnteselo a Erica Davenport.
¡La novia de Myron!
—¿Por qué? ¿Acaso era su amante?
—No, claro que no. Esa mujer es un témpano. Pero quizás esté al corriente de los aspectos concupiscentes de la vida de Desmond.
—Hábleme de ese témpano, señor Smith.
—¡Me hace sentir como el alumno soplón de la clase!
—Pues empiece a soplar, señor Smith.
—Erica es la directora del departamento jurídico de Cornucopia, que supervisa las actividades contractuales y demás asuntos de toda la empresa.
—Defíname esos otros asuntos.
—¿Y cómo voy a saberlo…? Cosas como indiscreciones verbales, casos de libelo o difamación en potencia, comportamientos inadecuados por parte de los directivos.
—Vaya. El señor Skeps lo dirigía todo con mano de hierro.
—Era su obligación. Hacemos muchos negocios con el Pentágono.
—Entonces, ¿convendría conmigo en que la señorita Davenport dirige una especie de KGB privado al servicio de Cornucopia?
—¡No sea tan desconsiderado! Y, para que lo sepa, estamos hablando de una doctora, la doctora Erica Davenport, que lleva diez años con nosotros. Licenciada en Economía por Smith y en derecho por Harvard. Luego tuvo que pasar por el horroroso filtro de la pasantía, obligatorio para todos los abogados, en un bufete de Boston. Cuando fichó por nosotros, le financiamos el doctorado en Derecho Empresarial, en Chubb. ¡Una mujer dotada de una inteligencia singular! Hace diez años que sustituyó a Walter Symonds al frente del departamento jurídico. No perdió el tiempo durante sus años en Boston, capitán. Lo que nos llegó fue un diamante tallado a la perfección.
—¿Y qué puede decirme de la familia de la doctora Davenport?
—Blancos, anglosajones y protestantes, de Massachusetts. Una familia de mucho dinero. —Smith se miró las cuidadas uñas—. Erica conoce a toda la gente importante. Y tengo entendido que fue la debutante más hermosa el año en que participó en el baile de presentación en sociedad.
«Qué raro —pensó Carmine—. Las debutantes de bailes de gala rara vez terminan trabajando en un sombrío bufete de Boston.»
—Gracias, señor Smith. Y, por favor, recuerde que, sea cual sea el interés que los federales tienen en Cornucopia, ésta es, antes que nada, la investigación de un asesinato. —Al llegar a la puerta se detuvo—. ¿Dónde está el departamento jurídico?
—Justo debajo de este despacho.
¡Otra vez el orden jerárquico! Estaba claro que la doctora Davenport se merecía ventanas con vistas a uno y otro lado, a menos que, por supuesto, las dimensiones de su despacho fueran bastante más reducidas.
No lo eran. Antes al contrario, había allí claras muestras de que ese despacho lo ocupaba una mujer: jarrones con flores primaverales, empapelado de delicados tonos pastel en las dos paredes, ebanistería pintada en verde claro a juego con los tapizados en cuero, una alfombra oriental de tonalidades rojizas sobre el suelo de madera clara. Un despacho que hablaba de una mujer delicada, amable, intensamente femenina. «Y una mierda», pensó Carmine. La mujer descrita por Philip Smith hacía pensar más bien en cuero negro y cadenas. Una mujer no podía llegar a dirigir una división de Cornucopia sin la astucia, la falta de escrúpulos y el corazón de hielo que se requieren para ello. Esa mujer tan sólo era capaz de llorar pensando en una persona: en sí misma. ¡Pobre Myron!
En ese momento precisamente la doctora Davenport llegaba para encontrarse con él, lo cual le permitió estudiarla con atención. No había duda de que se trataba de la clásica princesita educada en colegios privados y que había llegado a lo más alto. Carmine sabía que había nacido el 15 de febrero de 1927, es decir, que tenía cuarenta años aunque sólo aparentase treinta. Ni muy alta ni muy baja, era una mujer de movimientos gráciles y un cuerpo esbelto como un junco sobre unas piernas maravillosamente torneadas. Y vestía en consonancia: un corto vestido azul cobalto y zapatos franceses de tacón muy alto. Los pendientes eran diamantes de dos quilates, y el diamante que pendía de la cadena que llevaba al cuello suponía cuatro quilates más. Llevaba el pelo rubio con mechas casi tan corto como el de un hombre, y el flequillo le caía sobre la frente. De facciones esculpidas en un cutis bronceado y terso, los labios eran rojos y carnosos, la nariz tenía una ligera curva aquilina y los ojos, grandes y abiertos, eran un reflejo azul cobalto del vestido. Ahí estaba la abeja reina; ¿cómo se las habría arreglado Desmond Skeps para dominarla?
Ella le tendió la mano.
—Capitán Carmine Delmonico, policía de Holloman —dijo él.
Carmine empezaba a dudar de su opinión inicial sobre la forma en que la doctora Davenport había ascendido a la dirección de ese departamento; una mujer tan guapa podía haberlo conseguido abriéndose de piernas. Pero al mirarla a los ojos desechó la posibilidad de una promoción horizontal. La carencia de escrúpulos, la astucia y la falta de corazón saltaban a la vista, y no por casualidad. Seguramente desdeñaba las armas de mujer y prefería vencer a sus adversarios empleando sus mismas artes.
Daba la mano como un hombre: un apretón firme pero breve. Con un gesto indicó a Carmine que se sentara en la silla reservada a las visitas. Ella se sentó en su sillón, detrás del escritorio. Erica Davenport no tenía la menor intención de caer en un desliz que pudiera restarle un ápice de la autoridad que tanto le había costado obtener.
—Creo que tenemos un amigo común —empezó él.
—¿Myron? Sí. Es una pena que no esté autorizada a encontrarme con él en su propio territorio, pero lo entiendo, por supuesto. ¿Quién podía predecir la muerte de Desmond?
—Sí, ¿quién? Usted no, o eso supongo, doctora Davenport.
—No. La sorpresa ha sido absoluta, tremenda.
—¿Le parece que lo sucedido tiene algo que ver con sus negocios?
—Ni idea, la verdad.
—¿Y ahora qué va a pasar? Con la corporación, quiero decir.
—Esperaremos a ver qué dice el testamento de Desmond, pues él era el accionista mayoritario y el propietario virtual de Cornucopia.
Al igual que Smith, Erica Davenport se miró detenidamente las uñas, que llevaba largas y pintadas de rosa pálido. «No creo que sea lesbiana», se dijo Carmine.
—¿Cuándo se hará público el testamento?
—Eso depende de sus abogados particulares, que están en Nueva York. Tengo entendido que mañana vendrá una persona con todos los documentos testamentarios. Se prevé que el heredero sea el hijo. Y que el tutor legal del pequeño Des, quienquiera que sea, no esté en situación de modificar las disposiciones de Desmond.
—En todo caso, agradecería que me hicieran llegar una copia del testamento tras proceder a la lectura —dijo Carmine, y cambió de tema—. Doctora, ¿ha notado algo extraño estos últimos días? ¿El señor Skeps se mostraba de un humor diferente?
Erica Davenport frunció el ceño, concentrándose.
—No, no me lo parece.
—¿Tiene idea de quién podría ser la mujer de su vida?
Una risita.
—¡Conque de eso se trata! No creo que hubiera una mujer en la vida de Desmond.
—Es usted una mujer atractiva. ¿No sería… pongamos por caso, usted?
—No, desde luego que no —contestó ella con calma—. Las rubias no eran su tipo, como descubrirá cuando vea a la señora Skeps.
—Ninguno de los dos se volvió a casar.
—No. Y tampoco volvieron a fijarse en otra persona. Al menos ésa es mi teoría.
—¿Por qué ha intervenido el FBI?
—Supongo que a causa de nuestras contratas con el Pentágono.
—¿La llegada del FBI ha provocado nerviosismo en el departamento jurídico?
Ella enarcó las cejas, finas y depiladas.
—¿Nerviosismo? ¿Por qué motivo? Cornucopia no ha hecho nada malo. Por lo que me han dicho, la presencia del FBI es cuestión de rutina.
—No me parece usted muy dada a confiar en los demás.
Erica Davenport se puso rígida.
—¿Qué quiere decir?
—Una simple intuición. ¿Tiene algo más que decirme?
—No —repuso ella con sequedad, y de pronto le dedicó una sonrisa encantadora que sugería que acababa de recordar que eran lazos afectivos los que unían a Myron, a quien ella tanto apreciaba, con Carmine Delmonico.
—En ese caso prefiero no incordiarla más.
Carmine se topó con Abe y Corey en el vestíbulo.
—¿Habéis podido llevarlo a casa sin problemas? —preguntó.
—Como si fuera un niño bueno, Carmine. Lo dejamos al cuidado de Delia.
—Bien.
—¿Quién es ese bombón? —preguntó Corey.
—La doctora Erica Davenport. Guapa pero letal.
—¿No es la nueva novia de Myron?
—Sí, por desgracia.
—No será para tanto, Carmine. Myron no es de los que se chupan el dedo —observó Abe.
—No me preocuparía si fuese otra cazadotes más, pero resulta que no es así. Es posible que su rostro no tenga el poder necesario para botar un barco, pero su trabajo, combinado con su inteligencia, quizá podrían conseguirlo. De todos modos, no es asunto mío. ¿Cómo está el agente especial Kelly?
Corey y Abe rieron por lo bajo.
—Le sentó muy mal saber que ahora el archivador está en un lugar al que no puede acceder sin orden judicial. Tendrá que ir a Hartford si quiere encontrar a un juez federal. Así que lo enviamos a hablar con Doug Thwaites, el indeciso.
Carmine sonrió.
—¡Estupendo! Perderá varias horas.
Decidieron comer en la cafetería de Cornucopia, donde, para sorpresa de Abe y Corey, Carmine los condujo hasta la mesa en que Michael Donald Sykes se encontraba comiendo solo. La presa del capitán —pues sin duda eso era— al principio se mostró inquieta, pero al punto se serenó.
—¿No tiene autorización para almorzar en el comedor de los ejecutivos? —bromeó Carmine al dejar en la mesa la bandeja con la sopa de almejas al estilo de Nueva Inglaterra, el pollo con arroz y la jalea de lima con peras y nata.
—Claro que sí —dijo Sykes, a la defensiva.
—Imagino que los platos serán más elaborados que los de aquí.
—Ése es el problema, que sí lo son. Y también más caros. A mí me gusta la comida sencilla. Además, ya ha conocido a Philip Smith… ¿Le gustaría tener que oírlo disertar sobre el vino con que conviene acompañar los escaloppes de veau? ¡A ese hombre no hay quien lo aguante!
—¿No es usted experto en vinos, señor Sykes? —preguntó Corey.
—No soy experto en nada que tenga que ver con la comida o la bebida. Yo sólo entiendo de soldaditos de plomo.
—¿Es usted de esos que tienen la batalla de Shiloh al completo en el sótano de su casa? —quiso saber Abe.
Sykes lo miró con desdén.
—Qué va. Lo mío es la época napoleónica. Austerlitz, Marengo…
—¿Y Waterloo? —sugirió Carmine.
—Waterloo es como la guerra de Secesión. Demasiado corriente.
—¿También es corriente que los ejecutivos de Cornucopia sean ricos? —preguntó Carmine, pensando en la posibilidad de que los juegos de guerra de Sykes se extendieran a las adquisiciones hostiles de gigantes de la industria. Eso haría que esos juegos en el sótano fuesen más lejos de lo corriente.
—Menos Erica Davenport y yo, todos son ricos como Creso. —Michael Donald Sykes cortó la jalea en dados y los cubrió con una cucharadita de nata—. Todos se conocen de antes y tienen el mismo origen: viejas familias llegadas en el Mayflower, colegios exclusivos, la Universidad de Chubb. No me extrañaría que estuvieran todos emparentados. El padre de Desmond Skeps tenía una buena posición, claro está; de lo contrario, nunca hubiera encontrado el capital necesario para fundar Cornucopia. Hasta 1938 se dedicó a fabricar piezas para automóviles, pero lo que ganaba era calderilla. Ni de lejos le hubiera llegado para fundar Cornucopia. Sin embargo, era un hombre con contactos y consiguió que los amigos de la familia y el colegio le prestaran el dinero que necesitaba. Pero era demasiado listo para ceder acciones a otros. Durante la Segunda Guerra Mundial, en cuanto el dinero empezó a afluir, pagó sus deudas con intereses y se quedó con la corporación como un perro con un hueso. Con un hueso de dinosaurio.
«Vaya, vaya —se dijo Carmine, arrellanándose en el asiento—. El señor Sykes quizás esté en un limbo situado entre la dirección y la gerencia, pero no hay duda de que conoce todos los trapos sucios. Una maravilla, las personas cotillas.»
—¿Y Philip Smith qué pinta en todo esto? —preguntó.
—Pariente de sangre de los Skeps o emparentado con ellos a través de algún matrimonio, eso está claro. ¡Rico a más no poder! Uno advierte lo ricos que son fijándose en sus salarios y privilegios. Como si el hecho de tener una gran fortuna automáticamente les diera el derecho a tener más. Lo mismo pasa con Gus Purvey, el director ejecutivo de Landmark Machines… En realidad, esas «máquinas» son cañones para el ejército y la armada. Landmark no es una de las subsidiarias principales o más rentables, pero Gus Purvey gana casi tanto dinero como Phil Smith. Y lo mismo pasa con Fred Collins de Polycorn Plastics, y con Wallace Grierson, de Dormus. Motores de turbinas. Se sorprendería si supiera lo que se llevan a casa, capitán. Hasta el presidente de Estados Unidos se quedaría boquiabierto. Pero sea lo que sea lo que los mueve, el dinero no es lo principal. Todos ellos podrían vivir como playboys hasta el día de su muerte sin que eso hiciera mella en su fortuna.
—¿La ética puritana del trabajo? —sugirió Abe.
—¿O el impulso de ganar siempre más? —preguntó Corey.
—¡Ja! —Sykes engulló el último dado de jalea—. No creo que se trate de eso. Tengo la impresión de que la vida de un play-boy los aburriría, pero tampoco soportan pasarse el día en casa con la mujer. Lo que hacen es rehuir a sus respectivas mujeres sin caer en la concupiscencia. Quiero decir, ¿puede usted imaginarse a Philip Smith sudando la gota gorda a la hora de echar un polvo? ¡Ni de broma! Imposible.
—A Sykes le están poniendo los cuernos —dijo Corey cuando se marcharon.
—Es posible, pero ahora sabemos más sobre las altas esferas de Cornucopia —repuso Carmine, satisfecho—. Philip Smith, Gus Purvey, Fred Collins y Wallace Grierson. Blancos, anglosajones y protestantes por los cuatro costados, y los cuatro tan ricos como Rockefeller, o eso parece. Está claro que tengo que examinar a fondo el contenido del archivador de Kelly, pero también voy a tener que investigar a esos cuatro caballeros. Todos tienen dinero de sobra para contratar a un asesino a sueldo.
—Hablando del rey de Roma —dijo Carmine menos de un minuto después, cuando de repente vio salir del ascensor al agente federal—. ¿Cómo va eso? —preguntó en tono amigable—. ¿Ya tiene su orden judicial?
—Dígame una cosa, capitán, ¿por qué todos los que viven en este diminuto estado dan la impresión de ser unos excéntricos? Mis jefes están convencidos de que el inspector Silvestri está loco de atar, ¡y ese juez que al final me ha concedido la orden parece salido de Longfellow!
—Longfellow es un poeta —corrigió Carmine—, y sus poemas no tratan de excéntricos. Pero me alegro de que por fin tenga la orden judicial.
—Sí, y también mi archivador —dijo Kelly, triunfal—. No le he dado tiempo a husmear en su interior, lo que es una suerte para usted. Pero dígame, ¿cómo consiguieron tener a Delia Carstairs? Cuando nuestro director supo que se había ido de la policía de Nueva York, intentó reclutarla, pero Delia ya se había perdido de vista.
—Se perdió de vista en Holloman. Como puede ver, es una excéntrica —dijo Carmine, muy serio. Después señaló con la cabeza una mesa vacía de la cafetería, ya semivacía—. Venga conmigo, agente especial, y es la última vez que voy a llamarlo así. A partir de ahora será Ted. Y yo Carmine, sin diminutivo. Mis compañeros Corey y Abe van a volver a las oficinas de Desmond Skeps mientras usted y yo conversamos un rato.
Se sentaron.
—Muy bien. Espionaje —dijo Carmine—. Para mí, esa palabreja significa venta de secretos oficiales a una potencia o una nación enemiga, y me atrevo a añadir que también puede aplicarse a la venta a individuos hostiles a nuestro país. Si Cornucopia está involucrada, supongo que el espionaje no se refiere a cuestiones generales: planes, procedimientos de rutina, localizaciones, sino a cuestiones más técnicas: innovaciones en reactores nucleares, en sistemas de análisis, en plásticos… Pueden ser muchas cosas. ¿Me equivoco?
Kelly lo miró asombrado.
—¿Cómo ha llegado a esa conclusión? —preguntó.
—Es la conclusión obvia para quien tenga dos dedos de frente, Ted. Yo lo conozco… mejor dicho, he oído hablar de usted. Y sólo era cuestión de tiempo que recordase que es un agente del contraespionaje. ¿Por qué otra razón iba a estar aquí el FBI? ¿Por un asesinato? No, por muy importante que fuese la víctima. ¿La naturaleza sensible de las contratas de Cornucopia? No, a no ser que la firma ya estuviera sometida a investigación y el asesinato de Skeps confirmara las sospechas del FBI. Tengo razón, ¿verdad?
—Sí —admitió Kelly en tono sombrío—. Aquí hay alguien que lleva dos años pasando información secreta a los comunistas.
—¿Cuándo lo han sabido?
—Cuando les birlamos a los rusos cierto regulador de combustible para misiles, un invento ultrasecreto. El trabajo costó lo suyo, y a alguno le costó la vida. Y luego resultó que el regulador era norteamericano, obra del departamento de investigación de Cornucopia. Los rusos ni siquiera se habían molestado en modificarlo.
—Entonces, ¿el culpable es alguien de ese departamento?
—Puede ser, pero no hemos encontrado la menor pista. Está claro que no fue Duncan MacDougall. Él hacía exactamente el mismo trabajo en PetroBrit, y allí nunca hubo la menor filtración. Ni de los gráficos de un sacapuntas. En la empresa privada el problema es siempre el mismo. Las personas van y vienen y pueden acceder a todas partes, siempre que tengan el rango debido. ¿La seguridad? Un papelucho que se mete en una caja fuerte.
—¿Se está refiriendo a los peces gordos?
—Pues claro.
—¿Por qué iban a robar algo para entregárselo a los rojos? El dinero no les hace falta, y es difícil dudar de su patriotismo.
—Siempre es difícil dudar del patriotismo de los demás, Carmine, pero los traidores a la patria existen. Cuando el dinero no es lo principal en el juego, la motivación es ideológica. Hablo de «juego» porque he conocido a dos espías que hicieron lo que hicieron para demostrar lo listos que eran.
—Pero al final la pifiaron. ¿Qué más ha desaparecido?
—Es difícil asegurarlo, pero ahora que sabemos que hubo una filtración, hay que fijarse en los proyectos rusos o chinos que avanzan de un modo inesperado. Hay otras compañías que han tenido que padecer las consecuencias de alguna filtración, pero siempre en relación con proyectos compartidos con Cornucopia.
—Me sorprende que sigan recurriendo a Cornucopia.
—Vamos, capitán, ¡no se haga el tonto! No abundan las empresas capacitadas para fabricar según qué productos estrafalarios. Y sea quien sea el traidor (su nombre en código es Ulises), se cuida mucho de limitar sus robos a artículos o piezas que defensa no puede conseguir en otro lugar. Y tampoco hay pruebas definitivas. Los del departamento jurídico de Cornucopia insisten en que las filtraciones se originaron en algún reducto de Washington que no es el Pentágono, y es difícil rebatirlos. El indicio más claro contra Cornucopia reside en que se la puede asociar a todo cuanto sabemos o sospechamos que ha sido robado.
—¿Y cree que el fichero de Desmond Skeps va a proporcionarle las respuestas?
—No, no lo creo. El asesinato de Skeps me lleva a pensar que él había descubierto la identidad de Ulises.
—Bueno, en circunstancias normales le diría que lo observara todo desde fuera y dejase que un experto se ocupara del asesinato, pero seguramente ya sabe que en Holloman tenemos una epidemia de asesinatos. Su misión consiste en encontrar a un espía. No es que yo sea un inútil, pero Skeps sólo es un muerto entre once y no puedo estar seguro de que todos los cadáveres, incluido el de Skeps, tengan algo que ver con Ulises.
—Puede usted ocuparse de sus asesinatos —dijo Kelly con una sonrisa torcida—. ¿Qué le parece si tomamos un café aquí mismo mañana hacia las diez?
—Por mí, bien.
Carmine Delmonico bajó otros siete pisos para ver a Frederick H. Collins, director ejecutivo de Polycorn Plastics.
Collins era como Philip Smith, si bien no exactamente igual. Traje de Savile Row, corbata de seda de Chubb, gemelos en los puños vueltos que eran réplicas en platino y esmalte del escudo de su universidad, zapatos hechos a mano en Londres. También parecía tener unos cincuenta años y lucía un afeitado y una manicura impecables, pero carecía del aire de aristócrata de vuelta de todo que caracterizaba a Smith. De hecho, pensó Carmine, esa cara bien podría haber sido la de un carnicero, y los ojos negros tenían dificultad en centrarse, no porque anduvieran en busca de un espejo, sino porque tenían cosas que ocultar.
—¡Terrible! ¡Horroroso de veras! —exclamó, removiéndose en la silla.
—¿Skeps y usted eran amigos, señor?
—Claro que sí. Amigos íntimos. Todos los miembros del consejo lo somos. Eso sí, también somos un poco mayores que Des… El pobre no llegó a trabar verdadera amistad con ninguno de los alumnos de su curso.
—¿Podría decirme por qué?
—No tengo idea, aunque oí que a sus compañeros no les caía bien. Des por entonces bebía mucho, y cuando bebía podía ponerse desagradable. Desmond Skeps padre murió una semana después de que Des se licenciara, y por esa razón el hijo entró en Cornucopia como presidente del consejo y propietario de la mayoría de las acciones. ¡Sin tener la menor experiencia! Tres de nosotros ya estábamos trabajando aquí como ejecutivos de bajo nivel: Gus Purvey, Wal Grierson y yo. Todos exalumnos de Chubb. Poco después Des nos endilgó a Phil Smith por la simple razón de que era primo suyo. Creo que Des admiraba a Phil por su físico y su forma de hablar. A Phil la palabra «trabajo» le es tan extraña como la palabra «follar», por lo que nos acostumbramos a verlo como un elemento decorativo. Phil tiene sesenta años cumplidos, por lo cual conocía bien al padre de Des. También estudió en Chubb, pero antes que nosotros.
—¿Cuántos miembros tiene el consejo, señor Collins?
—Phil Smith, Gus Purvey, Wal Grierson, Erica Davenport y un servidor. Des era el presidente, y Phil su segundo.
—Muy poca gente, ¿no?
—No hay ninguna ley que regule cuántos miembros debe tener un consejo de administración, capitán.
—¿Y qué me dice de los accionistas externos?
—Nosotros cuatro y cientos de miles de hormiguitas. Erica representa a las hormiguitas.
—¿Eso significa que suele estar enfrentada al resto de ustedes?
—¡No, por Dios! —Collins soltó una risita—. Piense en nosotros como en una especie de IBM… El que tiene veinte acciones tiene una pequeña fortuna. Pero eso, en realidad, es calderilla.
—¿Hasta qué punto se debaten en el consejo proyectos confidenciales?
—Pues… todo lo posible —respondió Frederick H. Collins, que pareció sorprendido.
—Usted es el director de Polycorn Plastics. ¿Dónde realizan sus descubrimientos de última generación? ¿En su fábrica?
—¡Nada de eso, señor! —repuso Collins, con muestras de regocijo en su ancha cara de carnicero—. Yo me limito a fabricar plásticos ya desarrollados y probados. De la investigación se ocupan quienes tienen que ocuparse, los del departamento de investigación de Cornucopia.
—Entonces, ¿por su división no circulan fórmulas confidenciales?
—¡En absoluto! Cuando me llega un nuevo plástico, ya ha sido sometido a todo tipo de pruebas y experimentos. Para los empleados de Polycorn, su aspecto es el de un plástico normal y corriente. Y yo no explico a nadie sus características especiales.
—¿Cómo se entiende que los comunistas puedan estar interesados en un nuevo tipo de plástico?
—¿Tiene usted una habilitación de seguridad, capitán?
Carmine abrió la cartera y le entregó unos papeles mecanografiados. Collins los examinó y se encogió de hombros.
—Hay plásticos cuya dureza extrema los convierte en útiles para la fabricación de armas ligeras —dijo—. Otros plásticos, también muy duros, sirven para fabricar blindajes y carcasas de motores. ¿Es suficiente?
—Más que suficiente, gracias. ¿Algunas de esas investigaciones ha llegado a los comunistas por culpa de una filtración?
Collins tragó saliva.
—¡Por Dios! No, que yo sepa. La primera innovación técnica importante desde que nos enteramos de la existencia de Ulises tuvo lugar hace poco más de un mes, y me negué a que nos pasaran la fórmula. De hecho, lo que hice fue ordenarle al doctor MacDougall que la escondiera, junto con todos los restos empleados en la experimentación, como las virutas de plástico, en su cámara acorazada y con precinto. Los comunistas no son tontos, capitán: ellos también llevan a cabo sus propias investigaciones. ¡Pero lo que no voy a permitir es que se beneficien de mis investigaciones! No vamos a producir ningún plástico nuevo hasta que detengan a Ulises.
«Muy bien —se dijo Carmine—, creo que este hombre es sincero. Quizá no sea un tipo muy recomendable, pero sin duda es un verdadero patriota.»
—¿Y qué dice el agente especial Kelly? —preguntó.
—Ni una puta palabra —dijo Frederick H. Collins con amargura.
Mejor cambiar de tema.
—¿Está usted casado?
—Sí —dijo Collins, mirándolo con ojos inexpresivos.
—¿Desde hace cuánto?
—Dos años, esta vez. Tengo tres exmujeres.
—¿Alguna le duró más de un par de años?
—La primera. Aki. Estuvimos casados veintiún años.
—¿Tiene hijos?
—Dos varones de Aki, otro de Michelle y otro de Candy, mi actual mujer.
—Pagará usted muchas pensiones.
—Puedo pagarlas.
«Le van las jovencitas monas —pensó Carmine, y se preguntó qué lo habría llevado a descarrilar después de veintiún años—. ¡Con tantos hijos, el día en que se muera se armará la marimorena! Está claro que tiene dinero para contratar sicarios, pero no lo invertiría al servicio de los sucesores de Stalin.» Dado que nada sugería que el espionaje y los asesinatos tuvieran alguna relación entre sí, el nombre de Frederick H. Collins iba a formar parte de la lista almacenada en la mente de Carmine.
Dos pisos más abajo estaban los despachos de Landmark Machines, cuyo director ejecutivo era Augustus Barraclough Purvey, que resultó ser distinto de Smith y Collins. Purvey iba vestido de pies a cabeza con prendas de Brooks Brothers, llevaba una pajarita con lunares y calzaba unos mocasines caros. Tenía el pelo espeso, ondulado y entrecano, un rostro agraciado y de cutis terso, y sus ojos azul oscuro miraban directamente a los de su interlocutor. A Carmine le cayó mejor que Smith o Collins.
La única innovación de alto secreto hecha por Landmark y filtrada a los comunistas era un modelo de mirilla telescópica, le dijo Purvey.
—Nos faltan unos años para conseguir nuestro verdadero objetivo —prosiguió—, que es el de asociar el fuego de artillería a ordenadores capaces de calcular con precisión absoluta la ubicación del blanco. Es un proyecto complicadísimo que exigirá el lanzamiento de satélites capaces de cartografiar el mundo entero. Y por ese motivo no es un proyecto exclusivo de Cornucopia. En realidad, sólo nos ocupamos de una pequeña parte. Todo el mundo está metido en el asunto, de la NASA para abajo.
—¿Qué consecuencias tendría, para los planes de los rusos o los chinos, el conocimiento exacto del proyecto?
—Consecuencias muy serias. Los rojos se huelen algo, pero hay demasiados bollos en el horno.
—¿Y si Ulises lo sabe?
—¿El qué? Capitán, lo que acabo de describirle es tan especulativo que ni siquiera yo mismo estoy convencido de que podamos llevarlo a cabo.
—Gracias por su sinceridad, señor Purvey. Y ahora pasemos a otras cosas. ¿Está usted casado?
—Lo he estado, pero no durante los últimos diez años. —Sonrió con malicia—. En mi opinión, las mujeres no se merecen el esfuerzo. Si a mí me apetecía cenar en casa tranquilamente, lo que ella quería era ir a una fiesta o una recepción y que su fotografía saliera en las páginas de sociedad. ¡La culpa fue mía! Tendría que haberme casado con una mujer de mi clase. Pero me casé con una camarera. Camarera de una coctelería. A mí también me gustan las fiestas y las recepciones, pero ¡no todas las malditas noches!
—¿Hijos?
—No. Le habrían impedido ir a tantas fiestas.
—¿Sale usted con mujeres?
—Pues claro.
—¿Con alguna que yo conozca?
—Erica Davenport. Es mi acompañante habitual. Socialmente aceptable, una buena pantalla para quien todavía anda loco por las camareras. Erica es estupenda.
—¿En qué se gasta el dinero, señor Purvey?
—En lanchas Donzi con motor fueraborda. Tengo una casita junto al lago Moosehead, en Maine. En los lagos de Connecticut hay demasiada gente.
—¿Cómo se las arregla para ir a Maine un fin de semana?
—Piloto mi propio helicóptero, un Sikorsky. Y voy siempre que puedo.
—¿Viaja a algún otro lugar con regularidad?
—A Nueva York. Tengo un apartamento en la 78 Este.
—¿Hay alguna camarera de coctelería que sea su preferida en particular?
—Ni hablar. He aprendido la lección y ahora me contento con el ligue ocasional.
—Gracias, señor Purvey.
Carmine bajó seis pisos más hasta llegar a Dormus. Debía de tratarse de una división muy importante, pues ocupaba tres plantas. Allí encontró a un interlocutor vestido con vaqueros, botas de trabajo, una camisa desteñida y sin corbata. Wallace Grierson vestía como un ingeniero de turbinas y se comportaba como tal. Su actitud era convincente, y su constitución no se diferenciaba mucho de la de Ted Kelly —alto, fornido y musculoso—, pero tenía una tez blanca y pecosa, un pelo pajizo, rizado y con flequillo, y ojos grises y vivaces. A Carmine le cayó bien en cuanto lo vio.
—Capitán, sólo estoy aquí porque me lo han ordenado —anunció desde el otro lado de las botas, que tenía apoyadas en el escritorio—. Normalmente estaría en mi fábrica.
—Lo siento, señor Grierson —dijo Carmine al sentarse—. No sabía que hubiera ejecutivos del consejo tan metidos en este lío. ¿Cómo se explica que Dormus sea tan diferente?
—Yo soy la única diferencia. Me distingo de todos esos petimetres porque tengo el título de ingeniero, y no voy a permitir que otros se ocupen de dirigir Dormus, ni siquiera a nivel de planta.
—¿Algunos de sus proyectos de alto secreto han sido filtrados a los comunistas?
La pregunta no pareció sorprenderlo en lo más mínimo.
—De dos departamentos distintos, capitán. El primero tiene el encargo de desarrollar el hiperreactor, que sirve para propulsar a los aviones de ala normal a velocidades superiores a mach-dos. El segundo es la división de cohetes, donde las filtraciones han sido notables. El descubrimiento de que un cohete ruso incluía mi regulador de combustible fue lo que abrió la caja de los truenos, ¡y sólo falta que me vinculen a lo sucedido! Si no se consigue neutralizar pronto a Ulises, Cornucopia estará acabada.
—¿Las contratas de defensa son tan vitales para Cornucopia?
—¡Pues claro! Es lo que Des Skeps quería. A él le complacía fabricar productos para la defensa de nuestro país. Incluso si diversificáramos en otros sectores ajenos a la defensa, seguiríamos estando en manos del espía. De hecho, para un fabricante innovador, el espionaje industrial resulta más dañino que estos casos de traición. Por si no se había dado cuenta, vivimos en un mundo despiadado.
—Pero esos casos de traición benefician a los enemigos jurados de Estados Unidos —dijo Carmine, y cambió de tema—: No tiene usted aspecto de millonario.
—En eso también me diferencio de los petimetres. Pero gano más que Phil Smith o Fred Collins, y estoy al mismo nivel que Gus Purvey.
—¿Casado?
—Desde luego. Hace cinco meses que celebramos las bodas de plata. Nos conocimos en la Universidad Técnica de California; ambos estudiábamos ingeniería.
—Intereses en común, ¿eh?
—No sólo eso, capitán. Margaret también es una preciosidad.
—¿Hijos?
—Cuatro. Dos chicas y dos chicos. Los dos mayores están estudiando en la Universidad de Brown.
—¿En qué gasta su dinero, señor?
—En pocas cosas. Tenemos una bonita casa cerca de Sleeping Giant, pero tampoco es que sea una mansión. ¿Usted sabe lo que es vivir en una mansión cuando se tienen cuatro hijos? Tenemos un refugio de caza en Maine, pero no salimos de caza, sino de excursión. Mis cuatro hijos conducen y todos tienen un Ford Mustang, así que poseemos una pequeña flota de esos cacharros. También tenemos un rancho al pie de las Grand Teton, en Wyoming. Solemos pasar los veranos en el rancho.
—¿Qué es lo más importante en su vida, señor Grierson?
—Mi familia.
—¿Y después?
—Dormus. Si Cornucopia desaparece, compraré la división y seguiré fabricando motores de turbinas para barcos y aviones.
—Es curioso —dijo Carmine mientras se levantaba—. Siempre me olvido de que los barcos actualmente funcionan con turbinas.
—Desde 1906 y los acorazados Dreadnought, capitán.
Tan sólo le quedaba volver a entrevistar a Erica Davenport. Mientras se dirigía al departamento jurídico, Carmine se encontró a Phil Smith, que en ese momento salía.
—Un momento. Señor Smith, ¿está usted casado? —preguntó.
El otro se quedó mirándolo con aire ofendido.
—¡Pues claro que estoy casado!
—¿Es su primer matrimonio? ¿El segundo? ¿El tercero? ¿Hay más?
—Mi única mujer es Natalie, con quien llevo treinta y cuatro años casado. Es usted muy impertinente, pero sepa que no creo ni en el divorcio ni en la infidelidad. ¡Y ella tampoco! ¿Qué más cosas despiertan su tan lasciva curiosidad? ¿Lo que hacemos por la noche? ¿Qué ropa nos ponemos para dormir?
—Eso no será necesario, señor. ¿Tienen hijos?
—Sí, tres. Mi hija no ha ido a la universidad. Mis dos hijos varones han estudiado en Harvard y en el MIT.
—¿No en Chubb? —repuso Carmine, y pensó: «Interesante.»
—¿Y a usted qué le importan las universidades donde han estudiado mis chicos? ¡Capitán Delmonico, sus preguntas van más allá de todo lo aceptable! Me propongo informar de ello a sus superiores para que tomen medidas disciplinarias, ¿queda claro? —Smith estaba furioso—. ¡Es usted…! Es usted un… un inquisidor, ¡una especie de miembro de la Gestapo!
—Señor Smith —dijo Carmine sin perder la compostura—, un policía utiliza muchas técnicas para procurarse información en un caso de asesinato y, sobre todo, para hacerse una idea de la persona a la que está entrevistando. Durante nuestra primera entrevista se mostró usted grosero y condescendiente, lo que me da derecho a ponerme en sus zapatos, por mucho que sus zapatos sean hechos a mano. Sugiere que tiene el poder de hacer que me sometan a, digamos, medidas disciplinarias, pero tengo que decirle que ninguno de mis superiores va a tomarse sus quejas en serio, por la sencilla razón de que todos me conocen bien. Estoy donde estoy porque me lo he ganado a pulso; mi carrera profesional no la he comprado con dinero. Y en un caso de asesinato, todos los aspectos de su vida me conciernen hasta que lo elimine de mi lista de sospechosos. ¿Está claro?
De pronto eran dos los Philip Smith que lo miraban. Uno era el aristócrata altanero; el otro era observador, cuidadoso, duro e inteligente en extremo. Carmine fingió no darse cuenta.
Smith se marchó bruscamente y sin responder. Carmine entró en la antesala del despacho de Erica Davenport, donde, como descubrió con sorpresa, lo recibió un hombre joven y delgado de aspecto anodino.
—Veo que tiene usted un secretario —observó, asomándose al interior del despacho.
—Soy ejecutiva. ¿En qué más puedo ayudarlo, capitán?
—No me dijo que formaba parte del consejo de administración de Cornucopia.
—¿Y eso tiene importancia? Si es así, no veo el porqué.
—Todo tiene su importancia en la investigación de un asesinato, doctora Davenport. Otra cosa: ¿de veras creía que no iba a averiguar a qué viene tanto interés en Cornucopia por parte del FBI? Tanto usted como el señor Smith han sugerido que la intervención del FBI era irrelevante. También me he enterado de que su acompañante habitual es Gus Purvey, y de que a usted le gusta contar a sus compañeros que el señor Purvey tiene debilidad por las camareras de coctelería.
Erica frunció los labios.
—En tal caso, tengo que aclarar que esas «camareras» del señor Purvey en realidad son hombres vestidos de mujer. A Gus le chiflan los de dieciocho o diecinueve años, de pelo largo y cuerpo depilado.
—Siempre es agradable ver confirmadas las propias sospechas —repuso él con una sonrisa—. ¿Y qué hay del señor Kelly?
La doctora Davenport se ruborizó y apretó los labios.
—Es posible que tengamos que vernos con frecuencia, capitán, pero no terminamos de entendernos. Aunque, por mi parte, nunca habría tratado de hacer amistad con usted. Porque es el típico machista de tres al cuarto.
Carmine sonrió, pues la comprendía.
—Hace muchos años que los hombres ya no están en disposición de hacerle preguntas incómodas ajenas a su trabajo, y por eso ahora no le gusta que yo se las haga. Por eso no le caigo bien. Pero no estamos en una reunión social, doctora Davenport. La estoy interrogando porque es una posible sospechosa de asesinato. Pero cuando más adelante nos encontremos en una reunión social, no recordaremos nada de esto.
Los ojos azul cobalto buscaron los suyos con asombro. Tras unos momentos de lucha interior, la mujer suspiró y asintió con la cabeza.
—Sí, capitán, lo entiendo. Y discúlpeme. Es verdad que soy integrante del consejo, pero simplemente porque Desmond Skeps consideraba necesario que el departamento jurídico tuviera un representante. Y no acostumbro a salir con Gus Purvey de forma regular. Tan sólo lo acompaño ateniéndome a las funciones que el consejo encuentra imprescindibles. En lo referente al señor Kelly…, bueno, supongo que usted sabe que ha venido para investigar un caso de espionaje. Aunque me parece claro que eso va más allá de su competencia, capitán Delmonico. Lo que ocurre es que es usted un hombre insaciablemente curioso, uno de esos individuos irritantes que siempre necesitan estar al tanto de los detalles sórdidos de las vidas ajenas.
—Qué gran psicóloga es usted. ¡Una curiosidad insaciable! Ha dado en el clavo, doctora. En todo caso, es esa curiosidad la que me permite encontrar respuestas.
—El gobernador nos ha dicho que con usted no se juega.
Carmine se apartó de la ventana prometiéndose mantener cerradas las ventanas de su casa durante el resto de la investigación. Los bárbaros eran demasiados.
—La veré mañana, señorita.
Y se marchó, dejando a su presa de pie ante el escritorio, con los labios convertidos en una delgada línea.
El archivador contenía todos los datos procedentes de Cornucopia relativos a los proyectos que Desmond Skeps consideraba confidenciales o posible objeto de filtración a los comunistas.
Delia, cuya habilitación de seguridad era del mismo nivel que la de Carmine, llevaba un buen rato examinando los documentos. Cuando el capitán se puso a ayudarla, eran las cuatro de la tarde y ella ya había revisado los dos cajones superiores, reservados a las filtraciones comprobadas.
—¡Por Dios! —exclamó él—. ¿Es que el Tío Sam no tiene ningún secreto a salvo?
—Tranquilo, Carmine, no es tan grave como parece. Lo que ves son los documentos referentes a ocho proyectos, desde el regulador de combustible para cohetes hasta la mirilla telescópica. También hay referencias a dos innovaciones hechas en una cosa llamada hiperreactor, otra pieza para cohetes, los planos de un cañón experimental para la aviación, un nuevo analizador atmosférico y la fórmula de cierta aleación de acero… Una fórmula que parece de lo más novedosa. Preocupante, sí, pero al principio pensé que sería mucho peor. Skeps lo metió todo en los cajones, incluyendo cartas y memorandos. Tengo la impresión de que se proponía estudiar cada papel personalmente. Y es posible que llegara a hacerlo si su asesinato tiene que ver con la cuestión del espionaje.
—Lo cual puede ser posible o no. ¿Qué hay en los dos cajones de abajo?
—Cosas que a Skeps posiblemente le parecían más inquietantes que los robos confirmados. Se trata de elementos que entraron en la fase de producción hace tiempo, una década en algún caso.
Carmine silbó y dijo:
—¡Eso sí es peligroso! Si Skeps estaba en lo cierto, Ulises lleva diez años trabajando en Cornucopia.
Delia se dejó caer sobre un taburete con ruedas, con tan mala fortuna que éste salió girando sobre sí mismo hasta que Carmine lo sujetó. Las risas de ambos pronto dejaron paso al silencio.
—Si los del FBI aún no lo saben, lo sabrán en cuanto abran los cajones de abajo —dijo Delia—. Ha habido filtraciones en todas las empresas implicadas en trabajos para defensa.
—Lo último que necesito en estos momentos es tener que trabajar más para encontrar al espía de Cornucopia. Tiendo a pensar que Ulises es un espantajo, pero está claro que es tan real como la vida misma, y ni siquiera puedo estar seguro de que el asesinato de Skeps no guarde relación con Ulises. Delia, me siento como si estuviera metido hasta el cuello en arenas movedizas.
—Según tengo entendido, en las películas las arenas movedizas sólo son una pequeña charca de agua con serrín en la superficie —observó Delia, que era una cinéfila empedernida—. Es posible que esto sea lo mismo.
—Pues en ese caso la charca es demasiado profunda para hacer pie.
—Ni falta que te hace, Carmine. Con mantenerte a flote basta. Lo único que has de hacer es escupir el serrín de vez en cuando.
—Tienes razón. El especialista en casos de espionaje es Kelly, y no yo. Mejor será que me concentre en encontrar al asesino, y si luego resulta que también es el espía, pues miel sobre hojuelas. O serrín sobre hojuelas.
Cuando llegó a su casa poco después de las siete, Carmine esperaba oír los alegres sonidos que siempre acompañaban la presencia de Myron Mendel Mandelbaum. Pero sólo había silencio. Al entrar en la salita en la que solían reunirse antes de la cena, se encontró con tres de las cinco personas que más quería en el mundo. Mudas. Desdemona tenía el rostro nublado, el de Sophia estaba anegado en lágrimas, y el de Myron era una mezcla de angustia y frustración.
—Carmine, ¡explícales que no quiero hacerles daño! —exclamó Myron, levantándose de un salto.
—Lo haría si supiera de qué me estás hablando.
—¡Papá! ¡Myron se va! —saltó Sophia, y rompió a llorar.
—No es que se vaya de Holloman —dijo Desdemona, levantándose para servirle una copa a Carmine—. Se va al Cleveland Hotel.
—¡Estás de broma!
—No, Carmine, no estoy de broma. Quiero tener la libertad de verme con Erica, que ella pueda ir y venir a sus anchas, y yo a las mías. Entiendo que es imposible que venga a tu casa como invitada, lo comprendo, pero por mucho que quiera a Sophia, la pequeña no es la única razón por la que he hecho este viaje desde el Oeste. He venido para estar con Erica, que está atravesando una mala racha… —Myron se interrumpió con gesto compungido, mirando a Carmine de hombre a hombre.
«Por Dios, ha perdido la cabeza por esa mujer», se dijo Carmine. Myron —¡nada menos!— era de repente un hombre con la cabeza llena de pájaros, a tal punto que acababa de herir a Sophia con esas palabras poco meditadas. Nunca había hecho una cosa así. Y ahora Sophia lloraba a moco tendido, como una niñita de cinco años. Desdemona estaba furiosa por su falta de tacto y Myron seguía temblando como una hoja al viento. ¿Qué debía hacer? «Vayamos por pasos, Carmine. Lo primero es librarte de Myron.» Rodeó los hombros de su amigo con un brazo y lo condujo fuera de la salita.
—¿Has hecho las maletas? —preguntó.
—Sí. —Myron tragó saliva—. Lo siento mucho. No sabía cómo decírselo a las dos y he terminado por cagarla. ¡Sophia, mi Sophia…!
—No te preocupes por ella; acabará por perdonártelo. ¿Estás seguro de que quieres largarte?
—Sí.
—Pues voy a llamar un taxi. —Cogió el teléfono de la entrada—. Sal con las maletas y espera en la acera. Yo me quedo con Sophia y Desdemona.
—Gracias, Carmine. Estoy en deuda contigo. Cuando la conozcas bien, Erica te encantará, ya lo verás. Es una mujer… ¡maravillosa!
«Ja —pensó Carmine mientras volvía a la sala—. Tu Erica es una pájara de mucho cuidado, una mujer que odia a los hombres; es todo lo que tú detestas en una mujer, pero de momento no lo adviertes. ¿Cuál es su magia? ¿Qué me hace inmune a ella?»
Transcurrió un largo rato hasta que consiguieron calmar a Sophia, que estaba hundida. ¿Qué más le habría dicho Myron para provocar esa clase de dolor que lleva a pensar en el fin del mundo? Myron no había escondido la razón de su visita, y en su momento Sophia dio la impresión de encajar bien la noticia. Pero, como indicaban su rostro desencajado y sus lloros, ya no la encajaba tan bien. Tampoco resultaba fácil acercarse a ella, como si Sophia achacase a Carmine parte de la culpa de Myron. ¿Porque era otro hombre? ¿O porque era otro padre? Carmine no lo sabía, pero el dolor de su hija resultaba tan hiriente como un cuchillo mellado.
Además, nunca había visto a Desdemona tan alterada, lo cual, por otra parte, lo complacía, pues era muestra de que quería a Sophia con toda su alma y estaba dispuesta a todo por ella.
—¡Mira que irse a un hotel! —masculló—. ¿Cómo se atreve…? ¡Pero si el Cleveland tiene más de cien años!
—Si la cisterna del baño no funciona, siempre podrá pagarse un fontanero. Además, el año pasado renovaron las habitaciones dobles, y ya conoces a Myron; a él no le valen los cuartuchos individuales. Myron se acuesta con esa mujer, Desdemona.
Finalmente, después de que Sophia se fuera a la cama sin cenar y Desdemona se calmara un poco, Carmine pudo tomarse su copa en paz.
—¿Dónde la habrá conocido…? —preguntó Desdemona.
—El tiempo lo dirá, cariño.
—¿Los políticos usan frases así? ¡Cuánta pomposidad!
—Ya. Pero pasemos a cosas más importantes: ¿cómo está Julian? Ese chico sería capaz de dormir en pleno terremoto de San Francisco… El ruido ni lo oye. Me había olvidado de lo muy bullanguera que puede ser Sophia cuando está disgustada. La pobrecita…
—Con Erica o sin Erica, Myron hará bien en invitar a Sophia a almorzar y regalarle ese juego de joyas del que está encaprichada desde hace semanas.
—Espero que no sean muy caras —repuso Carmine, sin tenerlas todas consigo.
—No, corazón, no. Es una piedra semipreciosa color verde manzana, de rango medio en la escala de Mohr, engastada en oro de catorce quilates.
—¿Te parece que Myron se las arreglará para sobornarla?
—¡Nada de eso! Como es su padre y lo quiere, Sophia lo perdonará, pero tiene que hacerle entender que el perdón tiene un precio. Hoy Sophia ha pasado por una prueba muy difícil. Yo diría que su infancia ha terminado para siempre. Hemos sido testigos de una de las tragedias de la vida: incluso los lazos más sólidos terminan por romperse. Myron es suyo de una manera como tú nunca has llegado a ser, Carmine. En el futuro lo seguirá queriendo, pero ya no con la misma confianza absoluta. Myron la ha traicionado al dejarle claro que, para él, esta nueva mujer es más importante que ella.
—Me parece un tanto egoísta por parte de Sophia —protestó Carmine—. Si ella no se hubiera venido con nosotros, Myron no se habría quedado solo en la vida. Era de esperar que acabara por prendarse de alguna mujer.
—Sí, lo sé. Y también Sophia. Pero ella sigue siendo lo bastante niña para actuar egoístamente. Ahora ha comprendido que las cosas no son como le gustarían, y parte de su dolor tiene que ver con que fue ella la que se marchó de su lado.
—Mis hijos tienen mucha suerte —dijo él, acercando a su mujer al sillón y besándola con ternura—. Porque tienen una madre muy sabia.
—Digamos que sencillamente tienen una madre con bastantes años encima. —Desdemona le correspondió el beso—. Imposible pensar en una cena de verdad, y tampoco podemos llamar a Emilia para que haga de canguro. Ahora mismo Sophia podría tener incluso ideas de suicidio… Tampoco es que la cosa vaya a ser tan grave, pero prefiero quedarme en casa. Así que ya puedes escoger entre un emparedado de queso o uno de salami. O de ambas cosas.