Carmine volvió a las oficinas del condado, donde se encontró el escritorio lleno de pilas de documentos; se sentó y dio gracias a su ángel de la guarda por su secretaria, Delia Carstairs, sobrina del inspector jefe John Silvestri. Un caso de nepotismo que, de hecho, funcionaba bien, pensó mientras recorría con la vista las pilas bien ordenadas. Delia era un tesoro que había heredado junto con su cargo; los tenientes no tenían secretaria y se las apañaban con el servicio de mecanografía o con su propio talento para la máquina de escribir, y ellos mismos archivaban la documentación de sus casos. Lo raro era que Delia había trabajado para Danny Marciano, el superior de Carmine, pero Danny la había dejado escapar sin hacer nada. La reemplazaron dos secretarias.
Delia salió de su diminuto despacho, que era pequeño sólo porque tenía las cuatro paredes ocupadas por enormes armarios a reventar de archivos.
—Justo a tiempo —dijo mientras apilaba otro montón de papeles.
Tenía treinta años, era bajita y vestía con un estilo que ella llamaba elegante pero que Carmine, en secreto, consideraba espantoso. Aquel día llevaba un traje con detalles de todos los colores y una falda que apenas le llegaba a las rodillas. Podía decirse que las piernas de Delia no tenían forma, que se parecían a las piernas de un piano de cola; aguantaban el peso de un cuerpo gordinflón y un exceso de bisutería. Además, iba muy maquillada; tenía un pelo crespo de un rubio fresa poco natural, y unos ojos marrones, sagaces y chispeantes, tan pintados que evocaban a Cleopatra. Hija única de la hermana del inspector Silvestri y de un catedrático de Oxford, Delia había nacido y crecido en Inglaterra.
Delia sacaba de quicio a sus progenitores. Sin embargo, no precisaba que los padres la guiaran; sabía exactamente qué iba a hacer y dónde quería hacerlo. Un curso en una excelente escuela de secretarias de Londres, donde se diplomó y fue la primera de la clase. En cuanto tuvo en las manos los papeles y el certificado, hizo las maletas y cogió un avión a Nueva York, donde empezó como mecanógrafa en la Jefatura Central de Policía; no tardó mucho en pasar a ser la secretaria personal de un subcomisario. Por desgracia, el grueso de su trabajo tenía que ver con inadaptados sociales, y pronto Delia tuvo claro que caía bien a todo el mundo y que terminaría donde quería estar: en homicidios. Lo que ocurría, simplemente, era que el Departamento de Policía de Nueva York era demasiado grande y ella demasiado buena en su trabajo.
Así pues, cogió un tren para Holloman y le pidió trabajo al tío John. Desde que el teléfono empezó a sonar y sonar el día anterior —gente que llamaba para hablarle de Delia—, Silvestri olvidó lo que opinaba sobre el nepotismo y la aceptó. No para él, sino para Danny Marciano, cuyas tareas administrativas eran mucho más ingentes. Delia lo sabía prácticamente todo sobre el trabajo policial, pero lo que no pensaba el tío John era que su sobrina ansiaba que hubiese muchos asesinatos sangrientos para que ascendieran a Carmine a capitán. Delia suplicaba que la pusieran a trabajar con el comisario Delmonico, el experto en asesinatos.
—Aquí hay lectura para unas cuantas horas —le dijo Carmine.
—Lo sé, pero es tan fascinante… —respondió Delia con su refinado acento de Oxford—. ¡Doce asesinatos en un día!
—¡No me lo recuerdes! ¡Qué mala eres, mujer!
Delia rió, se contoneó en sus altos tacones y dejó a su jefe que mirase todo lo que había sobre el escritorio. ¿Por dónde iba a empezar?
Por los casos de Larry Pisano, como era lógico, los tres disparos y la prostituta.
Tres armas distintas, todas con licencia. Pero ¿por qué tenía que hacerse de esa manera? ¿Y si habían sido las víctimas las que determinaron que se utilizaran tres armas distintas? Eso no llevaba a nada, no tenía sentido. Los silenciadores indicaban que los asesinos eran profesionales, algo raro en el distrito de Hollowman y en Argyle Avenue. Y todo ese dinero para cargarse a tres individuos inofensivos… ¿Qué demonios sabrían para justificar semejante gasto? Pisano y los suyos habían investigado con perseverancia, sin obtener ningún resultado. La mujer era anciana e inofensiva y los dos chicos eran buena gente. Entre los papeles estaban también los análisis de sangre de los tres, que no revelaban el consumo de ningún tipo de sustancia ilícita, ni durante mucho tiempo ni en la mañana en que fueron asesinados. Eran lo que parecían ser, el tipo de persona que nunca habría sido víctima de un crimen deliberado. Aun así, los habían escogido, los habían matado a propósito, y habían muerto a manos de hombres que no actuaban por casualidad, de asesinos profesionales. A Carmine aquello le olía a una trama que no podía ser de Connecticut, aun cuando Connecticut tuviera sus militantes negros, gánsteres y delincuentes; allí no se estilaba utilizar asesinos a sueldo con silenciadores, hombres tan competentes como para escoger el momento adecuado para cometer el crimen en la calle.
«Muy bien —pensó Carmine, dejando de lado los disparos—, voy a asumir que los autores del crimen son de otro estado y ordenaré que Larry y sus hombres vayan por otro camino en cuanto decida por dónde se debería investigar de forma exhaustiva para obtener resultados.»
A continuación, pasó al último caso de Larry, el de la prostituta. Todo el mundo conocía a Dee-Dee Hall, y no porque siempre estuviera metida en líos; al contrario. Aunque trabajaba en la calle, hacía siempre la misma ronda. Su chulo era Marty Fane, quien también era parte del motivo por el cual nunca se metía en líos; pese a ser un rufián, era buen tío y apreciaba a Dee-Dee Hall, no la maltrataba. A pesar de que había cumplido los treinta y dos, Dee-Dee Hall sobrellevaba sus dieciocho años en la calle mejor que la mayoría de las prostitutas, y se mantenía en excelente forma, podría decirse. Era una pena que no hubiese sido unos años más joven, reflexionó Carmine, pues en ese caso habría ofrecido sus servicios por teléfono en lugar de tener que hacer la calle, pero en el momento en que las prostitutas «modernas» ya eran algo común, el resplandor de Dee-Dee ya se había apagado. Sus hermosas piernas sustentaban un cuerpo de metro ochenta que todavía seguía siendo despampanante. Tenía un cabello cobrizo, ojos verdes y piel color café con leche. Todo ello le había servido para tener muchos clientes, pero no era la única razón de su popularidad. Si era popular, lo era por sus grandiosas mamadas, una especialidad que también significaba ausencia de embarazos no deseados; de ahí que conservase su buena salud y su figura. Marty Fane, su rufián, la mimaba alimentando su adicción a las drogas y asegurándose de que su habitación con baño y cocina, en los límites del gueto de Argyle Avenue, tuviese servicios de limpieza y lavandería. Dee-Dee era la que más dinero le reportaba.
Según Larry, que se había encargado personalmente del caso de Dee-Dee, Marty Fane estaba desolado por la pérdida. Por mucho que Larry hubiese interrogado a los habitantes de ese turbio mundo en el que vivían Marty y Dee-Dee, no encontró ninguna prueba de desavenencias entre el rufián y la prostituta. Algunos testigos los habían visto reír durante un descanso, a eso de las dos de la madrugada. Por ese motivo, Marty podía ser la última persona que la había visto con vida. Dee-Dee se movía por detrás del ayuntamiento de Holloman, donde el barrio era bastante menos salubre. Era una zona de aparcamientos, talleres y almacenes, siempre desierta por la noche. Allí sólo iban los que buscaban sexo, como los estudiantes de Chubb, hombres en viaje de negocios y trabajadores del turno de noche.
Consternado por el asesinato, incluso angustiado, Marty Fane se apresuró a dar los nombres de los clientes regulares de Dee-Dee que él conocía. Ello dio lugar a algunos interrogatorios un tanto embarazosos a hombres lo bastante estúpidos para negar su relación con ella. Los chicos de Chubb tendían a quedarse bastante pasmados en cuanto tomaban conciencia de que eran sospechosos de asesinato, tras lo cual, los que tenían padres influyentes llamaban a sus abogados y trataban de no decir nada. Una vez que se convencía a los abogados de que sus clientes no eran sospechosos sino una fuente de información, cooperaban. Pero todo fue inútil. La muerte de Dee-Dee seguía envuelta en el misterio.
Nada, se dijo Carmine, añadiendo los documentos del caso de la prostituta a la pila de los tres asesinatos por disparo. Quienquiera que fuese el asesino, era tan frío como la doctora Pauline Denbigh, aunque dudaba que fuese ella. Tampoco era ningún forastero; el asesino sabía perfectamente dónde encontrar a la desafortunada víctima. ¿Quizás alguien al que Dee-Dee había hecho alguna vez una de sus legendarias mamadas? «¡Ya puedes lamentarte, Marty Fane! Pasará mucho tiempo hasta que encuentres a otra Dee-Dee Hall.» Cathy Cartwright, asesinada antes de que su hijo discapacitado se ensuciase los pañales. Igual que Desmond Skeps, pero no del todo. La copa de bourbon envenenada; era triste pensar que la pobre mujer tenía que meterse en la cama para poder tomar un trago tranquilamente. Cuando sintió los efectos del hidrato de cloral, seguramente supuso que estaba agotada y necesitada de unas horas de sueño y se preguntó cuándo la iba a despertar Jimmy pidiéndole que lo cambiara. Patrick pensaba que el pentobarbital se lo habían inyectado inmediatamente; fue, quizá, la primera víctima de la noche, y había muerto muy rápido y sin dolor. Los centros vitales de su cerebro habían dejado de funcionar dulcemente. ¿Y si alguien se había apiadado de ella? ¿El asesino la estimaba y lamentó tener que matarla?
«¡Carmine, Carmine! —El capitán se enderezó en su silla, sintiendo el sudor que le resbalaba por la nuca—. ¡Estás pensando como si sólo hubiera un asesino! Pero no puede ser. Son demasiados crímenes en demasiados sitios distintos y en demasiado poco tiempo.» ¿O acaso se trataba de asesinatos por encargo? Pero eso significaría un montón de dinero. Y un cerebro. «Míralo con ecuanimidad y verás cuán equivocado estás…» La única razón por la que se habría cometido esa orgía de asesinatos más o menos en el mismo momento hacía pensar en ganas de hacer una travesura, lo cual era ridículo. ¡Más que ridículo! Los riesgos eran enormes. Alguien con la inteligencia necesaria para concebir semejante plan no sería tan tonto para quedarse a contemplar los resultados.
«Asúmelo, Carmine, la idea se te metió en la cabeza en el momento en que supiste que Desmond Skeps estaba entre los muertos.» ¡Qué brillante idea camuflar un asesinato tan importante entre una avalancha de homicidios! Habría sido lógica si el número de asesinatos no fuese tan alto. Pero… ¿diez? El asesinato de Jimmy Cartwright no, pero el resto daba la impresión de estar bien planeado. Otros cuatro asesinatos habrían sido el número ideal, una idea factible. Pero ¿diez más? ¡Era una locura!
A no ser que… A no ser que todas esas personas tuvieran que morir. A no ser que entre el 29 de marzo y el 3 de abril pasara algo que obligara a decantarse por esta solución. Pero ¿qué? «Venga, Carmine, ¡no te compliques tanto la vida! Ni se te ocurra comentarle a nadie esta sospecha, ni siquiera a John Silvestri.»
Consciente de que el gusanillo se había despertado, de que se retorcía en su cerebro e iluminaba todos los recovecos, Carmine puso a Cathy Cartwright en la pila de los vistos y cogió el expediente de Corey sobre Bianca Tolano.
Bianca tenía veintidós años y se había trasladado de Pensilvania a Holloman hacía diez meses. Era licenciada en Economía y quería hacer un máster en la facultad de Empresariales de Harvard; eso, al menos, era lo que Corey había deducido por la correspondencia y otros papeles encontrados en su apartamento. Sin embargo, en ese momento Bianca no tenía dinero, por lo cual había buscado un puesto de asistente ejecutiva en Carrington Machine Parts, una de las muchas compañías que Cornucopia tenía en Holloman. Era un trabajo bien pagado que ella sacaba adelante con muy buenos resultados, lo cual se reflejaba en el saldo de su cuenta de ahorros en el Holloman National Bank, que aumentaba rápido. Su apartamento, situado en la planta superior de una casa de vecindad de tres familias en Sycamore Street, quedaba a menos de una manzana del anterior apartamento de su mujer, descubrió Carmine con un escalofrío, y volvió a recordar el calvario que Desdemona había vivido allí; se suponía que un policía tenía que estar montando guardia en la puerta principal. Un barrio respetable. Antes, Desdemona. Y ahora esto.
El propietario se dio cuenta de que la puerta estaba abierta, llamó y, al no recibir respuesta, entró y encontró el cuerpo desnudo en el suelo del salón. Según Patsy, la habían torturado, incluso la habían estrangulado brutalmente con unas medias; la habían quemado con cigarrillos, cortado con tijeras, pellizcado cruelmente con pinzas, y rematado con una botella rota que le habían metido en la vagina. La víctima había sido consciente de todo; no tenía drogas en la sangre.
Las entrevistas con sus compañeros de trabajo revelaron que era reservada, pero no tímida. La relación con James Dorley, su jefe, era agradable y amistosa en el ámbito profesional. Puesto que era atractiva, recibía invitaciones para ir a cenar o al cine, y algunas veces aceptaba sin que de ello surgiera romance alguno. Los hombres tuvieron que esforzarse para explicar que Bianca se mostraba distante y no daba esperanzas a ninguno. El casero, un hombre mayor y curioso, se mostró dispuesto a jurar sobre un montón de Biblias que la víctima nunca había recibido visitas de sexo masculino. Tranquila, así era la señorita Tolano. Las mujeres con que trabajaba tampoco dieron a Corey ninguna pista. Se apuntaba a los cafés, participaba en las bromas y las risas, pero daba la impresión de que nada se iba a interponer entre ella y ese máster en Harvard. Le contaron que la vida en su casa en Scranton no había sido feliz, que no estaba en contacto con su familia y que estaba muy contenta de hallarse en otro lugar. «¿Salía?», preguntó Corey. «A veces», le respondieron las mujeres, generalmente porque el señor Dorley le daba entradas para ir al teatro o a eventos a los que él no podía ir. El único al que no asistió fue un baile de beneficencia, según dijo, porque no tenía un vestido lo bastante elegante.
«Otro cero, y bien gordo», pensó Carmine, añadiendo el expediente a la pila de los vistos. Si Corey esperaba que Bianca Tolano lo hiciera brillar ante el comité de ascensos, iba equivocado. Su caso tenía tan pocas pistas como el de Abe.
Abe había dado lo mejor de sí con Beatrice Egmont: no había dejado piedra por mover y había interrogado tanto a los basureros como a los hijos de los vecinos. Lo que más destacaba era la personalidad de la víctima; todos los que conocían a Beatrice Egmond la querían. No se metía en la vida ni en los quehaceres de nadie, pero siempre estaba allí con el detalle, el consejo o el regalo adecuado. No llevaba una vida aislada pese a su prolongada condición de viuda; la invitaban a todas las fiestas locales, le encantaba ir en autobús a Manhattan para cenar o asistir a un espectáculo, compraba galletas y cupones para rifas a las chicas del club de montaña, siempre estaba en la lista de los actos de beneficencia de Holloman. Conocía bien al alcalde, cosa que había dado lugar a preguntas del ayuntamiento sobre su asesinato. Por lo que Abe pudo averiguar, de la casa no había desaparecido nada; los jarrones Ming y los tapices de Flandes estaban intactos, y su reloj Baume Mercier seguía en su muñeca cuando la encontraron. No la drogaron antes de que se retirase por la noche, pero el corazón dejó de latirle muy rápido y no sufrió. «No encuentro móvil alguno para esta muerte», escribió Abe.
«Adiós, Beatrice Egmont, pobre anciana.» Carmine puso el expediente encima del montón, cada vez más alto, que había dejado para el día siguiente. Le quedaban sus casos: el decano Denbigh, Peter Norton, Desmond Skeps, Cathy Cartwright y Evan Pugh.
Sin duda, el decano Denbigh se lo había buscado, pero su mujer estaba bastante bien encaminada: ¿por qué una muerte sutil con cianuro en su despacho? Lo normal habría sido que le disparasen, que lo apuñalasen o lo mataran a golpes en las inmediaciones de la cafetería Joey’s Pancake. ¿Era la cafetería un punto de unión entre él y Gerald Cartwright, el propietario? Según el informe de Patrick, el paquete que contenía la bolsita de té había sido abierto una sola vez, por el propio decano, y un microscopio potente no había detectado puntos de sutura en la bolsita. El que había robado las dos bolsitas había forzado al decano a utilizar la última de la caja; claramente, estaba destinado a morir aquel día y sólo ese día, por lo que su caso se distinguía de los casos habituales de envenenamiento. Algunos asesinos aceptan cierta intervención del azar, pero no éste. «Morirás hoy, el 3 de abril, y no otro día…» ¿Y por qué cianuro? Para asegurarse de que el decano de Dante no sobreviviría.
Peter Charles Norton era distinto. A pesar de que Carmine había conseguido visitar la casa de los Norton sólo una vez, lo que se encontró allí le hizo descartar a la señora Norton como sospechosa, a pesar de que ella había exprimido el zumo de naranja. Los dejó en paz porque el único testigo adulto, la mujer del difunto, estaba histérica. «Mañana mandaremos de nuevo a Abe o Corey en busca de respuestas.» Sin embargo, él había deducido algunas cosas; la primera, que Peter Norton había sido el único que había bebido zumo de naranja; una jarra de zumo de arándanos en la nevera sugería que la mujer y los niños habían bebido ese zumo y no el de naranja. Sólo había exprimido un vaso para un hombre que se lo bebería de un trago y que se comería la tostada de camino a la puerta. Carmine estaba seguro de que Norton habría desayunado por segunda vez en la cafetería Joey’s Pancake. La tostada y el zumo sólo habían sido para contentar a la señora Norton.
Había muerto el 3 de abril, pero después de una larga y espantosa agonía. De ello se deduce que el asesino pensaba que Norton debía morir con el máximo de efectos visuales. ¿Estaba torturando al hombre o a la mujer? Eso dependía de lo rápido que Norton perdiera el conocimiento. En la sangre no había restos de otra sustancia, aunque los niveles de azúcar eran significativamente altos y las arterias ya mostraban signos de una dieta a base de hamburguesas y patatas fritas; según los vecinos interrogados, le encantaban. Patsy se había dado prisa en examinar el azúcar que había en un bol y en una gran fiambrera, ya que las pruebas de sangre sugerían que la señora Norton había azucarado el zumo. ¿Y si los niños se lo habían echado en los cereales? Pero allí no se había encontrado ninguna clase de veneno. «¡Bien pensado, Patsy!» Delia había dejado extractos bancarios entre los papeles de los Norton. ¡Delia era una joya! Norton era gerente del Fourth National Bank y era obvio que no tenía problemas económicos. Vivía según sus posibilidades y, según las averiguaciones de Delia hasta ese momento, no había realizado ningún movimiento importante de dinero en el último año. Su familia de Ohio tenía dinero; la señora Norton, en cambio, procedía de una familia obrera de Watebury.
Carmine lanzó el expediente hacia la pila de los aparcados y, con el ceño fruncido, se puso a mirar el de Evan Pugh. Se trataba de un crimen singular, distinto de los demás. ¿Quién era Motor Mouth? ¿Qué había propiciado un método de asesinato tan estrambótico? ¡Una trampa para osos! No una trampita diseñada para inmovilizar al oso hasta decidir el momento de dispararle; era una señora trampa, tan grande como para mutilar y asegurar la muerte por desangramiento.
En ese momento los padres de Evan ya viajaban hacia Holloman desde Florida, donde vivían en una de esas mansiones enormes con vistas a un canal artificial; tras amasar una considerable fortuna con la venta de aparatos electrónicos, el padre se había retirado para disfrutar de la vida en un lugar donde nunca hacía frío y nunca nevaba. Evan era su único hijo; la vida del señor Pugh, con la policía investigando el asesinato, estaba a punto de convertirse en bastante menos confortable. Los Pugh traían con ellos a su abogado.
Quedaba una escena del crimen que Carmine todavía no había tenido tiempo de visitar. Creía que no corría prisa. El ático de Desmond Skeps estaba acordonado; habían cerrado con llave el ascensor privado y las dos escaleras de emergencia estaban cerradas con candado. Abe no había perdido el tiempo; trabajó desde el despacho de Skeps y recolectó información de los subordinados y conocidos del magnate. Patsy informó a Carmine de los detalles grotescos del asesinato. Igual que a Bianca Tolano, a Skeps lo habían torturado, aunque no había indicios de abuso sexual, e igual que a Cathy Cartwright, Peter Norton y el decano Denbigh, lo habían envenenado. ¿Qué tenía más importancia, las similitudes o las diferencias?
«Ya vuelves a las andadas, Carmine, ¡suponiendo que se trata de un único asesino! No tienes nada que lo pruebe; pero tampoco ninguna prueba de que haya más de uno. De hecho, que sea un asesino a sueldo de otro estado parece posible en el caso, quizá, de la mitad de las víctimas, y eso sugiere que existe un cerebro que lo planeó todo, por lo menos para esos asesinatos. ¿Por qué no asesinos a sueldo para todos? ¿Hay algo que indique que el asesino tuviera una participación directa y activa? Sí, pero sólo en dos muertes: las de Desmond Skeps y Evan Pugh. Ese indicio de goce personal. Y si el chantaje a Pugh tuviera que ver con los asesinatos, sería lógico; incluso sería la razón por la que no había un legado escrito sobre el asunto. Lo único que Pugh debía hacer era hablar, y el brillante ojo de la policía de investigación miraría en una dirección que el asesino no podía permitir que se iluminase. Lo cual nos lleva otra vez a inferir que el objetivo principal era el propio Skeps. Pero ¿por qué tenían que morir los demás? El tiempo lo dirá —concluyó Carmine, más satisfecho ahora con esta teoría—. Ahora acabo de desentrañar el hilo; después tendré que volver a coserlo. Mañana volveré a mi rutina: trabajando solo en cada uno de los casos, con Abe y Corey en el remolque. ¡Sería una pena que no aclarasen ninguno ellos mismos! Sin Abe y Corey me siento amputado. Necesito tres pares de ojos, tres pares de oídos y tres cerebros.»
Dirigió la mirada hacia el gran reloj que colgaba encima de la puerta de Delia. ¡Las seis y media! ¡El tiempo volaba! Delia tenía la luz encendida; Carmine asomó la cabeza por la puerta.
—Vete a casa o algún poli lascivo te agredirá.
—Dentro de un minuto —contestó ella, abstraída, sin hacer caso a esa mezcla de broma y piropo—. Sólo quiero ordenar estos extractos del banco. Me ha llevado todo el día conseguirlos.
—De acuerdo, pero no te quedes aquí toda la noche. Y convoca a todos para una reunión en el despacho de Silvestri mañana a las nueve de la mañana, por favor.
Ahora, con Myron Mendel Mandelbaum residiendo en East Circle, mejor que se fuera a casa.
Había pocos hombres a los que Carmine estimara profundamente. El primer lugar lo ocupaba Patrick O’Donnell, pero el siguiente era el segundo marido de su exmujer. Ninguno de los dos había terminado queriendo a la mujer que tenían en común, Sandra, pero ambos estaban totalmente dedicados a Sophia, la hija de Carmine y Sandra. Aunque Myron la echaba de menos —ese terrible silencio de la casa vacía; la ausencia de su risa— no había dudado en mandarla al este después de que Carmine se casara con Desdemona, a sabiendas de que su vida en la casa de East Circle, relativamente modesta, sería mucho mejor para ella de la que la esperaba si seguía en su propia réplica del Hampton Court Palace, donde su madre no le prestaba atención y donde el propio Myron tenía obligaciones que no podía descuidar sin correr el riesgo de perder todo lo que tenía. Un acuerdo prenupcial, no habitual en 1952, garantizaba que Sandra recibiría varios millones si él moría, pero Sophia era su heredera y él quería que su herencia fuese importante. En ningún momento pensó que Sophia la malgastaría; estaba convencido de que su hijastra lo llevaría muy bien. A pesar de que había sido educada en todas las disciplinas comunes, desde las matemáticas a la literatura inglesa, Myron también tenía a Sophia al tanto de uno de sus negocios: recaudar fondos para producir películas y supervisar el presupuesto desde la preproducción hasta la realización y distribución en los cines. Myron había decidido que, con veintiún años, Sophia podría ascender como productora en Hollywood, si eso era lo que ella quería, o de lo contrario, consolidarse como ejecutiva en sus muchos negocios.
Myron sabía que Carmine se olía los planes que tenía para Sophia, pero nunca habían hablado de ello; a Carmine, ese tema llamado Sophia le tocaba demasiado de cerca como para hacer las primeras propuestas, y Myron era sumamente cauteloso. Si su querido amigo Carmine conociera cuán vasto era su imperio económico, Myron sabía que no habría querido agobiar a Sophia en lo más mínimo. Pero la Sophia que Carmine conocía era una figura borrosa; era Myron el que se había empeñado en hacer de padre desde que Sophia tuvo dos años hasta ahora, cuando ya tenía dieciséis; por tanto, él la conocía mucho mejor.
Además, Myron seguía fuerte como un roble y esperaba vivir con alegría muchos años más. Por consiguiente, no vio motivo para confiarse a Carmine mientras la chica cumplía felizmente los dieciséis años en un dulce hogar y en una buena escuela. Lo que no pensó fue que, recién privado de su querida niña y sintiéndose terriblemente solo, corría el riesgo de que algún listillo lo desplumara.
A sabiendas de que siempre era bienvenido en casa de Carmine, se tomaba unos días libres cada vez que iba a Nueva York y aparecía en la casa de East Circle. Esta vez, sin embargo, la visita fue por sorpresa; la última película, en la que actuaban nada menos que tres grandes estrellas, seguía sin concluirse e iba cambiando con cada día que pasaba. La excusa era que el dinero para el rodaje seguía en Nueva York, pero a Carmine eso le olía a chamusquina: el dinero siempre estaba en Nueva York. No, Myron estaba allí porque la muerte de Desmond Skeps había ocupado los titulares.
Cuando Carmine entró, Myron estaba sentado en un sillón de la sala de estar, con un vaso de bourbon de Kentucky con soda en la mano y leyendo un ejemplar de la revista News de esa semana.
Tenía cincuenta años, lo que equivale a decir que era mayor que Carmine, y su fama de seductor de mujeres bellas derivaba, más que de su aspecto físico, del poder que tenía. Ya estaba lo bastante calvo como para llevar bien corto el pelo que le quedaba; tenía un rostro largo y de hombre inteligente, boca firme y ojos verde grisáceos que, como Sophia subrayaba, miraban directamente al alma. Cuando se levantó para abrazar a Carmine, quedó de manifiesto que era bajo de estatura y que tenía un cuerpo delgado que no permitía ver ninguna señal de la vidorra que llevaba en los antros que frecuentaba.
Tras abrazarlo, Myron le mostró la revista.
—¿Has visto esto? —preguntó.
—Sólo de pasada —dijo Carmine mientras besaba a su mujer, que se les había unido bebiendo su gin-tonic habitual.
Sophia la seguía, y le sirvió un vaso de bourbon exactamente como a su padre le gustaba, con soda pero no aguado.
—Tienes que leer el artículo de Karnowski sobre los rojos —dijo Myron, hundiéndose suavemente en el asiento—. Hacía años que no leía algo tan bueno, sobre todo por lo que a la historia se refiere. Incluye un croquis detallado de todos los miembros del Comité Central que aspiraron a ser secretario general desde que Stalin murió, y el retrato del propio Stalin es fascinante. Me encantaría saber cuáles son sus fuentes; aquí hay material que yo no conocía.
—En circunstancias normales, me interesaría ese artículo —dijo Carmine—, pero no en este momento. Tengo demasiados frentes abiertos.
—Eso me han dicho.
—Poca cosa —previno Carmine, mirando a Sophia—. ¿Qué banquero de Nueva York va a rescatarte, Myron?
—Nadie que conozcas. —Myron parecía inquieto, pero se encogió de hombros—. Vale, supongo que es mejor que lo suelte ya —admitió—. Me voy a divorciar de Sandra.
—¡Myron! —exclamó Desdemona—. ¿Qué te ha hecho ahora la pobre, después de tantos años?
—Nada, en realidad. Lo que ocurre es que me he cansado de sus historias —dijo Myron, a la defensiva.
—¿Qué hará Sandra? —preguntó Desdemona, mirando de reojo a Sophia, que se sentó con el rostro inexpresivo y con un vaso de Tab que no se estaba bebiendo.
—Estará bien, de verdad. Le he depositado veinte millones, pero de una manera que impedirá que ningún hombre sediento de dinero pueda quitárselos, ni siquiera si se casaran o tuvieran bienes comunes. Le dará para tener ama de llaves y criadas, así que podrá seguir costeándose sus hábitos.
—¿Por qué, papá? —preguntó Sophia, alicaída.
Carmine sabía que la pregunta no iba dirigida a él; Sophia llamaba «papá» a los dos.
—Ya te lo he dicho, cielo. Simplemente me he cansado de ella.
—¡No me lo creo! Te cansaste de mamá hace muchos años. ¿Qué ha cambiado?
«Ahora lo sabremos», pensó Carmine mientras bebía.
Myron tosió; se lo veía apocado:
—Bien… Pues… He conocido a una dama. A una gran dama.
—¡Anda ya! —Sophia puso los ojos en blanco, que al punto destellaron feroces e intensos; en el momento en que miró a Myron ese brillo ya había desaparecido, reemplazado por la curiosidad—. Cuéntanos más, papá, porfa.
—Es la doctora Erica Davenport, la principal asesora jurídica de Cornucopia. Vive justo aquí, en Holloman. Estamos empezando, pero imaginé que con la muerte de Desmond Skeps, su jefe, probablemente necesitaría un poco de apoyo moral. Cuando la llamé desde Los Ángeles parecía agobiada. No me pidió que viniera, pero lo he hecho de todas formas.
Carmine bebió un trago.
—Myron, esto podría plantear un conflicto. Deberías haberte quedado en la costa Este —dijo.
—¡Pero Erica es mi amiga! —protestó Myron.
—Y una posible sospechosa del asesinato de su jefe. No puedo impedirte que la veas, pero no puede acercarse a mi casa, lo sabes muy bien.
—¡Sandeces! —bufó Myron, utilizando una expresión que consideró lo suficientemente inocua para los oídos de Sophia.
—Estás enamorado, es por eso que quieres divorciarte —dijo Desdemona, mientras recogía los vasos vacíos.
—¿Eso crees?
—Sí. Una copa más y cenamos. Pierna de cordero de Nueva Zelanda, al horno y con mucha guarnición.
Sophia y ella fueron a la cocina. Carmine se quedó mirando a su querido amigo con dureza.
—Myron, no me compliques la vida, es lo último que necesito.
—Lo siento, Carmine. ¡No lo pensé! Sólo quería estar al lado de Erica.
—Siempre y cuando entiendas las limitaciones.
—Lo sé, ahora que me lo has dicho claramente. Mañana comeré con ella y se lo explicaré.
—No, no comerás con ella. Igual que el resto de los sospechosos, ella tendrá que estar mañana en el edificio de Cornucopia. Todo el día, y quizá también por la noche. Te sugiero que le expliques las cosas por teléfono, y espero haber terminado con ella para cuando la lleves a cenar.
—¡Joder!
—Métetelo en la cabeza, Myron. Y no esperes que Sophia se muestre simpática contigo.
—¡Mierda!
—Tu vocabulario empeora por momentos, querido amigo. Así pues, ¿qué tiene de tan interesante ese artículo de News? —¿Es que no me estabas escuchando? Es simplemente el mejor artículo sobre los rojos que he leído en mucho tiempo, y en especial sobre los miembros del Comité Central. Por si lo has olvidado, Carmine, este país está librando una guerra fría con la Unión Soviética.
—No, no lo olvido. Pero ahora mismo mi ciudad parece librar una guerra caliente con desconocidos. Y aquí viene nuestra segunda copa, así que volvamos a la revista News.
Puesto que todos los presentes en la reunión sabían que se había progresado muy poco, el único hombre que no se sorprendió de que se hubiese convocado fue Carmine. Delia Carstairs, la única mujer, tenía muy claro lo que sucedía, pero su función era la de tomar notas, no la de hacer comentarios.
—Estamos llevando esto por mal camino —dijo Carmine después de que John Silvestri diera comienzo a la sesión—. De ahora en adelante, el departamento volverá a la normalidad en la medida de lo posible. Larry, tú y los tuyos os haréis cargo de los delitos habituales de Holloman, es decir, los que no tengan relación con las doce muertes del tres de abril. Si nos descuidamos se incrementarán los casos de robos y violencia doméstica, las peleas entre moteros, militantes y otras bandas. Salid a la calle y haced saber a los delincuentes locales que no nos olvidamos de ellos. Larry, has hecho un gran trabajo con los tres asesinatos por disparos y con el de la prostituta, pero eso está empantanado y no quiero que mis hombres malgasten fuerzas siguiendo pistas que no llevan a ningún lugar. Así que, muchas gracias, chicos, pero ya no os necesito.
Larry Pisano y sus hombres no se mostraron indignados, más bien aliviados. Si volvían a ocuparse de los delitos de rutina, sus posibilidades de éxito aumentaban. De hecho, Larry estaba tan deseoso de empezar que se puso de pie sin que le dieran permiso para marcharse.
—Entonces, no me necesitas aquí, ¿verdad, Carmine?
—Así es.
Carmine esperó hasta que los tres hombres salieron.
—Lo que diga ahora aquí no saldrá de esta habitación, ¿entendido?
—Por supuesto —dijo Silvestri—. ¿Has sacado algunas conclusiones?
—Sí, señor. No digo que sean las correctas, pero de momento me sirven. Creo que once de los asesinatos son encargos llegados desde fuera del estado; a partir de ahora ignoraremos el de Jimmy Cartwright. Los tres de los disparos, seguro. Posiblemente también el envenenamiento de Peter Norton, la violación de Bianca Tolano, el asesinato de Cathy Cartwright y la muerte por asfixia de Beatrice Egmont. Todos ellos son obra de profesionales, e incluyo el asesinato sexual porque es realmente de manual.
—Estás hablando de siete crímenes, Carmine —dijo Patsy, frunciendo el ceño.
—Sí.
—¿Qué hay de Dee-Dee Hall?
—Creo que fue un ajuste de cuentas. Igual que el de Evan Pugh y Desmond Skeps.
—Te dejas al decano Denbigh. ¿Dónde lo clasificarías?
—Todavía no lo tengo claro, Patsy. Mi intuición me dice que fue un encargo, pero, en ese caso, ¿por qué obró el asesino de forma tan minuciosa, con el paquete y la bolsita de té? ¿Por qué no dejar pruebas de violencia? Quizá sea un caso aparte.
—Eso no tiene sentido —dijo Danny Marciano—. En cualquier otro día, quizá, pero no el tres de abril. Ya has utilizado tu caso aparte, Carmine.
—Ya lo sé, ya.
De repente se hizo un silencio tan profundo que el susurro del aire acondicionado de Silvestri parecía un rugido.
Silvestri quebró el silencio:
—¿Sugieres que se trata de un único asesino, Carmine?
—Sí. Y si estoy en lo cierto, cometió un craso error al cargarse a todas las víctimas el mismo día. Eso quiere decir que tuvo que encargar la mayoría de los asesinatos. Pero no se trata de un tonto cualquiera; estamos hablando de una persona muy inteligente. Sabía muy bien que estaba cometiendo un error, lo que significa que no tenía otra opción. Por alguna razón, todos tenían que morir ese día, lo cual apunta a que representaban una amenaza muy reciente y que había que tomar medidas inmediatas.
El rostro de Carmine parecía tan malhumorado como eufórico, expresión que todos los asistentes a la reunión conocían: deseaba —y a su vez temía profundamente— salir de caza.
Silvestri sacudió la cabeza.
—No sé cómo lo consigues, Carmine; nos engañas para que pensemos como tú antes de que sepamos adónde quieres ir a parar. ¿Un único asesino? ¡Es una locura!
—Estoy de acuerdo, pero imaginemos que así es. ¿No te parece una locura aún mayor que haya doce asesinatos en un día en una ciudad del tamaño de Holloman? De hecho, es la única posibilidad que tiene lógica. Si han muerto once personas de formas tan dispares, ¿no huele todo a un único asesino? Los asesinatos en masa ocurren, pero son obra de un psicópata con una metralleta en un lugar atestado de gente, o del secuestrador de un avión que lo hace explotar por un descuido. Pero esto es distinto.
—Te sigo —dijo el inspector jefe—. Adelante.
—Que pague asesinos a sueldo nos dice que el cerebro (palabra que no me gusta) tiene muchísimo dinero. ¿Que por qué no me gusta la palabra «cerebro»? Porque al menos en una ocasión fue indiscreto y Evan Pugh le puso el mote de Motor Mouth. Eso explica que no hayamos encontrado nada de lo que Pugh usó para el chantaje. El motivo del chantaje era simplemente algo que Motor Mouth dijo y que todo el mundo, excepto Evan Pugh, había olvidado. El tipo de chantaje más difícil de demostrar.
—Demasiado improbable —dijo Danny Marciano.
—Estoy de acuerdo, es improbable, pero no del todo. Dame una razón mejor por la que se realizarían tres disparos encomendados fuera del estado. Escogieron a esas personas inocentes para que las mataran hombres con armas con silenciadores y acostumbrados a las huidas rápidas. ¡Demasiado sofisticado para Holloman! Un incidente, aún, pero ¿tres, todos al mismo tiempo? Es inverosímil. Tengo la corazonada de que quien encargó estos asesinatos piensa que somos unos pueblerinos idiotas.
—Entonces es que no te conoce, Carmine —dijo Abe.
—No; creo que sí me conoce, aunque sólo sea de haberme visto por ahí. Es una ciudad pequeña, y yo me muevo.
—¿Cómo quieres que procedamos? —preguntó Silvestri.
—Como de costumbre. Me encargaré de nuevo de los once casos, con la ayuda de Abe y Corey. Lo siento, chicos, pero os necesito. Si mando a alguno de vosotros a hacer interrogatorios, tengo la certeza de que lo haréis como si fuera yo mismo. Igual que con la búsqueda de pruebas. Hoy nos centraremos en Desmond Skeps. Abe ha empezado las investigaciones, pero ahora tiraremos del hilo en Cornucopia.
Carmine miró directamente a su jefe.
—Puede que recibas presión desde Hartford sobre el tema si hacemos demasiadas preguntas extrañas. O incluso desde Washington. También debo informarle de que el chalado de Myron Mandelbaum, mi amigo, está perdidamente enamorado de la asesora jurídica de Cornucopia, una mujer llamada Erica Davenport. Le he advertido que se quite de en medio y sabe que no puede invitarla a mi casa, pero no quiero que me critiques por su culpa.
Silvestri permaneció ecuánime.
—Las críticas más adversas son de Hartford o Washington, y tengo que estar en una rueda de prensa de aquí a unos minutos. Los tiburones están histéricos por saciar el hambre que les ha causado la muerte de Skeps, así que los alimentaré con algo sobre Skeps. Los dejaré masticar ese cadáver. ¿Doce asesinatos? ¿De qué doce asesinatos hablan? Me mantendré firme: no tenemos a ningún sospechoso del asesinato de Skeps, por supuesto. Por eso ha venido el FBI. Estamos investigando en Nueva York y en otros centros financieros. Eso es lo que voy a decir en todas las ruedas de prensa en que tenga que comparecer. Mantengamos a los tiburones alejados de Holloman. —Y levantando una mano añadió—: Bien, marchaos. Tengo que pensar.
Carmine se fue con el ceño fruncido. ¿El FBI? ¿Qué quería decir Silvestri con eso?