—Nunca habría ocurrido si la madre no hubiese estado agobiada —dijo Carmine a Patrick—. Algo me dice que el parsimonioso es Gerald Cartwright. Aunque Cathy debió de mostrarse indiferente a las preocupaciones de Gerald, para no insistir en que la ayudaran.

—Tampoco nunca habría ocurrido si la madre no hubiese estado muerta —dijo Patrick mientras guardaba los instrumentos.

—Ya. Lo que provocó la reacción del niño fue el olor a mierda, lo cual indica que Cathy ya llevaba muerta varias horas cuando Grant fue a buscarla, probablemente en algún momento después de las cuatro. Sabía que estaba ocultando algo cuando no admitió que fue en busca de su madre, porque todos los niños necesitan a mamá cuando han vomitado, sobre todo si no han llegado a tiempo al cuarto de baño. Yo no esperaba una confesión de asesinato, pero también cuadra. El padre es egoísta y sólo piensa en su trabajo, lo cual lo ha llevado a pasar mucho tiempo lejos de casa. Y la madre, después de haberlo dado todo por sus tres primeros hijos, se vio de repente condicionada por un niño que requería atención extrema. El pobre Jimmy fue la causa accidental de tanto odio y resentimiento.

—En fin… Por lo menos, el asesinato de Jimmy podría haberse evitado si los padres hubieran sido más conscientes de cómo se sentían sus hijos mayores, pero ¿qué hay detrás del asesinato de la madre? —preguntó Patrick.

—Son dos casos muy distintos. Hasta ahora no tenemos ninguna pista. Puede que Gerald Cartwright sea un egoísta sin perdón, pero no es un marido infiel ni un mal padre. Cuando se queda en el restaurante francés al norte de Nueva York, está rodeado de familiares; tanto de ella como suyos. La gente lo tiene por un padre modelo, una imagen que tuvo que consolidar con algún que otro dolor de cabeza. En cuanto a Cathy, dime cuándo, con cuatro niños y el más pequeño con síndrome de Down, habría encontrado tiempo para mantener relaciones extramatroniales —dijo Carmine, frunciendo el ceño.

—¿Salía de casa?

—En contadas ocasiones, según Gerald, al que le gusta la vida social. Iban a los conciertos del Schumann, a ver películas que tenían buenas críticas, a cenas de beneficencia o a eventos del club de campo. Si él se enfadaba y exigía que Gerald estuviera en el restaurante, él le insistía a Cathy para que fuera sola. Lo cual, probablemente, no está tan mal como parece; todos se conocen y ella se encontraría con amigos. La última vez que salió fue sola a una comida de beneficencia de la Fundación Maxwell; no quería perdérsela porque los Maxwell destinan cantidades generosas a la investigación de niños discapacitados. Toda esta detallada información la obtuve de Gerald, que consiguió no desmoronarse al abrazarse a una almohada. —Carmine se sirvió café recién hecho—. ¿Han dicho algo más los forenses?, chef.

—Los casos de envenenamiento ya están todos analizados —dijo Patrick con cierto triunfalismo—. A Peter Norton lo mataron con una dosis de estricnina capaz de liquidar a un caballo. La echaron en el zumo de naranja. El análisis de sangre no reveló ningún otro tipo de envenenamiento en las últimas horas, lo cual parece un dato a favor de la presunta inocencia de la señora Norton, como también lo corrobora el veneno utilizado. Se trata de un criminal con mucho estómago y capaz de administrar algo tan terrible como estricnina y quedarse en el lugar para presenciar la muerte.

—Estoy de acuerdo, Patsy. Tiene suerte de que fuera al piso de arriba a preparar a los niños para el colegio.

—Sólo tienes su palabra.

—También la de los niños. Aún son pequeños para considerarlos cómplices. Lo que llevó a los tres abajo fue el ruido que hizo el padre, y aunque la señora Norton intentó calmarlos y que se fueran, los dos niños presenciaron la muerte. Me inclino a creer la historia de la señora Norton, que ha dicho que exprimió las naranjas antes de subir y que estuvo arriba diez minutos antes de oír bajar a su marido para el desayuno, que se tomó deprisa y corriendo.

—El veneno es un arma femenina —observó Patrick.

—Suele serlo, sí, pero no siempre. ¿Qué te hace pensar que el criminal no es una mujer?

—Esa ventana, que permitía aprovechar la oportunidad o dejarla escapar. El zumo sólo se podía ver por la ventana de la cocina, pero era imposible echar nada en él a través de ella. Aprovechar la ocasión e improvisar no es muy femenino, y eso es lo que tuvo que hacer el asesino. Ve el zumo, se dirige a la puerta de atrás, vierte en el vaso una alta dosis de estricnina y se va. ¿Y si hubiera aparecido alguien abajo? Lo habrían descubierto, así que debía de tener preparada una coartada convincente. No, el asesino es un hombre.

—Machista —dijo Carmine con malicia—. ¿Y qué me dices del decano Denbigh?

—Con ése sí podemos trabajar, y tú lo sabes. Cristales de cianuro de potasio mezclados con hojas de té de jazmín dentro de una bolsita inmaculada que, a su vez, está dentro de un paquete de papel cerrado herméticamente. Y mis expertos están deseosos de declarar en el juicio que sólo la habían abierto una vez, y que quien la abrió fue el propio decano. Por otro lado, la bolsa de té está cosida a máquina, no grapada; y cosida una sola vez, según aseguran esos mismos expertos. Los cuatro alumnos que invitó a la tertulia eran hombres.

—En cambio, su mujer, la doctora Pauline Denbigh, reunió a sus tertulianas en un rincón de su despacho —dijo Carmine con una sonrisa—. Todas sus invitadas eran mujeres.

—Una tertulia… Eso son palabras mayores —dijo Patrick con cierta solemnidad—. Es obvio que no se puede llamar así a un grupo que se reúne por la mañana a tomar un café. Pero imagino que la idea iba por ahí, una lectura poética o algo así.

—Se debería llamar matinée, pero eso es otra cosa. ¿Qué tal «recitado matutino»?

—¡Eso es, Carruthers! Ahí ha aflorado la influencia de tu mujer inglesa.

—Pero ahora te cae mejor, ¿no, Patsy? —repuso Carmine, algo inquieto.

—¡Por supuesto que sí! Es ideal para ti, y eso ya es suficiente para que la quiera. Supongo que el hecho de no estar a su altura me puso en contra de ella, además de ese tupé que tiene, tan inglés. Pero ahora sé que es valiente, apasionada y muy lista. Y también sexy —dijo Patrick, intentando mejorar aún más las cosas.

Las dudas de Carmine se iban disipando, pero éste era un tema de conversación sobre el que volvían de vez en cuando. El problema era (Patrick lo había malinterpretado) que no sabía cuán profundos eran los sentimientos que albergaba por ella. Y, si lo sabía, nunca habría dicho una sola palabra de ella. Y no era Sandra, menos mal.

—¿Algo más en la sangre de Denbigh? —preguntó Carmine.

—Nada.

—¿Qué hay de Desmond Skeps?

A Patrick se le iluminó el rostro.

—¡Un lujo de asesinato, Carmine! No tenía drogas ni toxinas en la sangre, pero el día en que murió había tomado un cóctel.

—¿El día? —preguntó Carmine, frunciendo el ceño.

—Sí, creo que el proceso empezó mucho antes de que cayera el sol; quizá ya a las cuatro de la tarde, cuando tomó un vaso de whisky escocés de malta con un poco de hidrato de cloral. Mientras estaba fuera, el asesino le inyectó una aguja Luer-Lok en la fosa antecubital del brazo izquierdo y la tapó. La tuvo allí hasta que murió.

—¿La misma técnica que con la señora Cartwright?

—Casi. Se parece en que a los dos se les aplicó una intravenosa. Pero la señora Cartwright murió en el mismo instante en que le inyectaron la aguja, mientras que el destino de Skeps fue distinto. Lo entubaron y le administraron curare medicinal, lo que permitió al asesino causarle dolor físico al pobre, que estaba demasiado inmovilizado como para ofrecer resistencia. Le puso una mascarilla, pero no sé si estaba conectada a un respirador o no. La tortura consistió principalmente en quemaduras, no lo suficientemente severas como para bloquear las vías transmisoras del dolor. ¡Lo sintió todo, créeme! Eso indica que el asesino debe de tener conocimientos médicos. Las quemaduras de tercer grado no se sienten, porque destruyen también los nervios transmisores del dolor.

—¿El instrumento de tortura?

—Supongo que algún tipo de soldador; algo con una punta ardiente que se podía manipular. Incluso le grabó el nombre de Skeps en el estómago después de afeitarle el vello y dejarle la piel rasa y en carne viva. He hecho un buen reportaje fotográfico. ¿No te parece interesante la posibilidad de pillar a ese sádico analizando la caligrafía?

—Deja de soñar, Patsy.

—Mientras la concentración de curare era todavía lo bastante alta como para mantener la parálisis, el asesino inyectó a Skeps una pequeña dosis de una sustancia cáustica diluida. El dolor debió de ser horrible.

—¡Por Dios, Patsy! Quienquiera que sea el asesino de Skeps, lo odiaba. La única otra víctima de tortura fue la del caso de violación, Bianca Tolano.

—En algún momento el asesino hizo salir a Skeps de la parálisis de curare. Le quitó la cánula y lo ató de pies y manos con un alambre de unos tres milímetros de grosor, y apretó lo suficiente para que le doliera de un modo atroz si se resistía. ¡Y aun así opuso resistencia! El alambre se le hincó en la piel, aunque en las partes más óseas. Podría decirse que se quedó en la superficie. —Patrick hizo una pausa; había duda en su mirada.

El asesino quería interrogar a Skeps, supongo. O al menos pretendía oír la súplica del poderoso millonario, verlo rebajarse como si fuera el último peón de la jerarquía de Cornucopia.

Bajo los efectos del curare no podía hablar, y mucho menos si tenía una cánula. Eso es lo más importante que me has dicho, Patsy. Para conseguir su propósito, el asesino necesitaba a un Desmond Skeps elocuente.

—Pero esa elocuencia no debió de ser superior a una hora, Carmine. Como mucho. Después volvió a entubar a Skeps y le administró más curare; una dosis más fuerte. Debía de estar paralizado cuando finalmente lo mataron con una solución de sosa cáustica. ¡Madre mía! En total, calculo que ya habían pasado doce horas desde el whisky.

—Y ahora Cornucopia se ha quedado sin su propietario y director —observó Carmine.

—Sólo eso ya es de capital importancia. Una de las empresas de ingeniería más importantes del mundo sin su líder durante toda una noche —resopló Patsy.

—¿Hay algo más que debería saber?

—Nada que pueda hacerte más fácil la tarea. Los chicos de balística nos han dado información sobre los tres disparos y yo he podido hacer las autopsias. A Ludovica Bereson la mataron con una de calibre treinta y ocho; al principio pensamos que se trataba de un calibre menor porque la bala no había salido. Se quedó en la masa ósea de la base del cráneo. A Cedric Ballantine lo mataron al estilo KGB, con una bala del veintidós detrás de la cabeza, justo debajo del inión. La bala estaba dentro. El calibre que usaron para matar a Morris Brown fue del cuarenta y cinco. Una bala en el pecho que, al salir por la espalda, le dio en la columna vertebral en ángulo recto, así que no llegó tan lejos como pensaban los hombres de Pisano. Los hice volver a la escena del crimen y encontraron la bala en el lugar donde Morris cayó. Demasiado deformada para obtener pistas, pero lo bastante intacta como para medir el calibre. Así pues, tenemos tres revólveres, no uno.

—Y disparos que nadie oyó —refunfuñó Carmine—. Los que dispararon utilizaron silenciadores. Pero el tipo que encargó los asesinatos debió de haber pedido los distintos calibres; de lo contrario, todas las armas hubieran sido del veintidós, el calibre favorito para los trabajos que se ejecutan a corta distancia.

—Larry cree que los disparos a bocajarro no son característicos de Holloman.

—Tiene razón. ¿Y qué hay de la anciana que encontraron en el valle?

—La ahogaron con su propia almohada. Padecía una insuficiencia cardíaca obstructiva con la que había aprendido a convivir, pero bajo el peso de la almohada el corazón no tardó en dejar de latir. Las sábanas estaban hechas un lío, pero es probable que muriese rápido y sin sufrir mucho.

—¿Qué hay de Dee-Dee Hall?

—Le rajaron el cuello con una navaja de afeitar. No se encontró ni rastro de ella en la escena del crimen. Dos navajazos. El primero de oreja a oreja, lo suficientemente profundo para abrirle las yugulares. No hay signos de lucha ni de ninguna herida originada en una probable resistencia de la víctima. Al parecer, se quedó de pie desangrándose mientras el asesino la observaba. Después cayó de rodillas y se desmayó. Cuando el asesino creyó que ya había perdido demasiada sangre, volvió a entrar en acción y le asestó un segundo navajazo, más allá de la carótida. Lo único que le sostenía la cabeza era la columna vertebral.

—De hecho, este caso es todo un desafío. Lo lleva Abe, ¿verdad?

—No; se lo pasaste a Larry Pisano y sus chicos. Abe lleva el caso de la abuela, Beatrice Egmont, y Corey tiene a la chica de la violación, Bianca Tolano.

Patrick frunció el ceño y Carmine enarcó las cejas.

—¿Qué pasa, Patsy? ¿Qué he dicho?

—Tus dos chicos se disputarán el cargo de Larry Pisano cuando éste se retire a finales de año. Han trabajado juntos durante muchísimo tiempo y se llevan muy bien, pero son dos hombres muy distintos. Ya sé que todo esto lo sabes, así que no creo que vaya a revelarte nada nuevo, pero a veces se necesita a alguien de fuera para ver las cosas con claridad. —Patsy hizo una pausa para ver cómo reaccionaba Carmine.

—Te escucho —dijo éste.

—Creo que debes tratar el tema con tacto hasta que se decida quién sustituirá a Larry. ¿Eres miembro del jurado de selección, Carmine?

—Pues… sí —respondió con cierta incomodidad.

—Entonces, lo primero que tienes que hacer es dejar de formar parte de ese jurado. Sólo uno de tus chicos puede ascender, y sería muy injusto seleccionar a un tercero sólo para mantener el statu quo entre ellos. Cualquiera de los dos puede ser mejor teniente que Larry, y estoy seguro de que eso lo sabes. Pero la rivalidad ya ha empezado y los dos se observan de cerca. Cada uno de los trabajos que les asignes se juzgará por sus resultados. Así, al darle a Abe el primer caso, le diste a una anciana asfixiada con una almohada. No ha pasado mucho tiempo, pero sí el suficiente como para decir a Abe que su caso no va a tener mucho glamour, y que tampoco será muy emocionante. A Corey, en cambio, le has asignado un crimen sexual. Tiene pistas para trabajar, una escena del crimen interesante, una posible lista de sospechosos, es decir, por los hombres que salieron con la chica… Por lo que a Abe se refiere, tu balanza se decanta a favor de Corey. Además, Abe es judío. Sí, sí, Carmine, ya sé que no corre sangre antisemita por tus venas; Abe también lo sabe. Todo eso es así en circunstancias normales, pero estamos en un departamento de policía italiano-irlandés y Corey tiene raíces irlandesas. El hecho de que sea Corey el que parezca judío de repente es irrelevante para Abe. Él cree que estás de parte de Corey.

—¡Mierda! —bramó Carmine.

—Todavía no es demasiado tarde, pero en adelante mira por dónde pisas y muéstrate entusiasta con el asesinato de Beatrice Egmont. No pisotees a Abe. No olvides que a los dos los espera la mujer en casa para presionarlos aún más y exagerar la humillación. Hay una gran diferencia de salario entre un sargento y un teniente, y los privilegios de un teniente son muchos. No son dos personas las que compiten por el ascenso. Son cuatro.

—Gracias, Patsy —dijo Carmine, y se fue.

Cuando Carmine telefoneó a casa de Beatrice Egmont, le contestó Abe. A juzgar por la voz, parecía abatido, sin el tono optimista que solía tener.

—¿Estás muy liado con el caso, Abe?

—No mucho. He interrogado a los vecinos y a los dos hijos de la víctima. Viven en Georgia, pero han cogido el primer avión hacia el norte. Ninguna pista alentadora hasta el momento. No robaron nada, ni siquiera una baratija, y nadie, ni siquiera yo, puede encontrar un móvil para el asesinato de esa pobre anciana, una mujer incapaz de matar a una mosca.

—Parece una característica de los cadáveres que tenemos entre manos: gente inocente. Sin embargo, hay un par de ellos que destacan de los demás, y yo podría necesitar un poco de ayuda, Abe. Todavía no puedo investigar a Desmond Skeps, pero necesito a alguien con tu don de gentes para que empiece a confeccionar una lista de posibles sospechosos. Un hombre tan poderoso debe de tener muchos enemigos, y él no era precisamente famoso por su tacto o su diplomacia. Si no quieres seguir con Beatrice Egmont hasta que tengas una pista, ¿te importaría echar un vistazo entre los amigos y conocidos de Skeps? ¿Lo harías por mí?

Abe no vaciló:

—Me encantaría, Carmine. ¿El expediente está en Cedar Street?

—Lo tengo ahora mismo en las manos. Pero antes ve a hablar con Patsy, que podrá explicarte cómo murió Skeps. Una muerte atroz.

Solucionado. Se habían realizado algunas reparaciones en las vallas, pero tenía que esperar que el decano Denbigh y el señor Peter Norton no le entorpecieran el trabajo. Era vital que se involucrase personalmente en el asesinato de Skeps lo antes posible, y Carmine tenía su manera particular de trabajar, que no era la de ir revoloteando de caso en caso. Los dos asesinatos que destacaban sobre los demás eran los de Evan Pugh y Desmond Skeps, muertos a manos de unos asesinos crueles y fríos.

Pasemos ahora al caso del decano Denbigh.

Dos universidades Chubb, pensó Carmine mientras conducía por el lado norte del Holloman Green. El inmenso parque, cortado por Maple Street, seguía poblado de árboles raquíticos que, a pesar de estar pelados, eran magníficos. Respetables hayas rojas dispuestas en grupos permitían disfrutar de una buena extensión de hierba soleada. Almácigas ya plantadas prometían espectaculares vistas en mayo. Brotes de narcisos asomaban entre las hojas de la hierba. Los cerezos silvestres auguraban una magnífica y curiosa variedad de flores orientales a mediados de mayo, momento en que el parque se llenaba de visitantes que sacaban una fotografía tras otra. En primavera, Holloman Green era una visita «obligatoria».

El otro lado de North Green Street pertenecía exclusivamente a la Universidad de Chubb, cuyo campus tenía a Princeton como único rival. Los edificios se erguían entre jardines y verdes colinas, con la Biblioteca de Skeffington, semejante a una voluminosa catedral gótica, destacada en el extremo más lejano. La mayoría de las facultades más antiguas se encontraba al final del parque, en un imponente conjunto de edificios del siglo XVIII, rodeados de enredadera de Virginia. Aquí, a lo largo de este lado, se encontraban las hermandades y sociedades secretas, y también las facultades más nuevas, algunas de estilo gótico Victoriano, otras con esa imitación georgiana tan popular a finales del siglo XIX y principios del XX. Cuando pasó por el cruce de Paracelsus hizo una mueca, olvidando, casi, que dos meses atrás él y Desdemona habían admirado su austera fachada de mármol y los bronces de Henry Moore que flanqueaban la entrada.

La residencia Dante era antigua; por lo visto, a su arquitecto no le importaba la inmortalidad: levantó gabletes y exuberantes ventanas con buhardillas, deseoso de tener su obra enterrada bajo las enredaderas de Virginia. Sin embargo, el lugar se había modernizado con una técnica perfecta y ahora hacía alarde de una plétora de baños, de una cocina y unas lavanderías mejores que las habituales. Las habitaciones de los estudiantes no eran tan grandes como las de Paracelsus, pero no tenían por qué serlo, ya que todas eran individuales. Como la enseñanza era mixta (fue la primera facultad Chubb que se aventuró en la educación mixta), el decano John Kirkbride Denbigh había decidido dividir el alojamiento por plantas y poner a las universitarias en el ático.

—Tenemos cien chicos y sólo veinticinco chicas —dijo el profesor Marcus Ceruski, en quien habían delegado la misión de recibir al capitán Delmonico—. El año que viene tendremos cincuenta chicas y sólo setenta y cinco chicos, pero ya abordaremos el tema cuando llegue el momento. Como puede imaginar, la reacción en contra de las estudiantes ha sido fuerte entre el alumnado, y lo que nos preocupa es que haya una significante reducción de becas para los alumnos. Hay mucha gente que no consigue entender que en Chubb se imponga la enseñanza mixta después de doscientos cincuenta años centrados en estudiantes de sexo masculino.

Carmine escuchó como si hasta entonces no hubiera oído nada al respecto, mientras se preguntaba cuán distanciados estarían los partidarios de Holloman Gown de la ciudad, puesto que habían dado automáticamente por sentado que no habría gente de la ciudad interesada en este nuevo motivo de agitación social o que estuviese al tanto de lo que ocurría.

—Paracelsus aceptará a mujeres a partir del año que viene —prosiguió Ceruski—, pero para ellos será más fácil, porque pueden poner a la mitad de los estudiantes en el piso de arriba y la otra mitad en el de abajo.

«Esa medida no gustará a las feministas», reflexionó Carmine, pues ellas querían una integración real, hombres y mujeres en la misma planta. No conseguía entender muy bien por qué, si bien sospechaba que la intención era hacerles la vida imposible a los hombres.

—Supongo que Cornucopia ha hecho una donación al edificio reservado a las chicas —dijo inexpresivamente.

—Así es, aunque no estará terminado hasta 1970 —confirmó Marcus Ceruski, doctorado probablemente en manuscritos medievales o en algo esotérico; Dante era famoso porque sus estudiantes solían tener inclinaciones extrañas.

El profesor abrió la puerta y entraron en una amplia habitación revestida de paneles de madera; la mayor parte de las paredes estaban ocupadas por estanterías hechas a medida y repletas de libros ordenados escrupulosamente por tamaño.

—Éste es el despacho del decano Denbigh. Donde ocurrió —dijo Carmine mientras echaba un vistazo alrededor.

—Así es, comisario.

—¿Están aquí hoy los cuatro estudiantes?

—Sí.

—¿Y la mujer del decano, la doctora Pauline Denbigh?

—Espera en su despacho.

Carmine consultó una pequeña libreta.

—¿Podría hacer pasar al señor Terence Arrowsmith, por favor?

Ceruski asintió y salió. El capitán siguió inspeccionando. El sillón de cuero del anfitrión, situado junto al escritorio, era sin duda donde el decano Denbigh se había sentado; la alfombra persa tenía unas manchas siniestras, igual que el sillón y el reposabrazos. Cuando la puerta chirrió, se volvió y vio entrar a un joven que seguramente terminaría siendo un erudito: de hombros redondeados y encorvados, gafas gruesas y ojos claros, labios carnosos y, por lo demás, un rostro difícil de describir. Parecía agitado, y la mano que sujetaba la puerta le temblaba.

—¿Señor Terence Arrowsmith?

—Sí.

—Soy el capitán Carmine Delmonico. ¿Podría sentarse en la silla que ocupaba cuando el profesor Denbigh murió?

Arrowsmith avanzó hasta la silla con pasos torpes, se sentó en el borde con timidez y se quedó mirando al detective como un conejo que mirase a una serpiente.

—Cuéntemelo todo como si yo no tuviera ni idea de lo que ocurrió. Todo, incluso la razón por la que vino aquí.

El joven pareció reflexionar. Luego se humedeció los encarnados labios y dijo:

—El decano lo llama el «café quincenal de los lunes»; todos tomábamos café, excepto él. Él bebía té de jazmín que conseguía en una tienda de Manhattan. Nunca nos invitó a probarlo, ni siquiera cuando alguien comentaba que le gustaba esa clase de infusión. El decano decía que el suyo era un té muy caro.

«Interesante», pensó Carmine. El decano consideraba su gusto por el té como algo exclusivo, y a los estudiantes eso no les caía bien. Aunque Terence Arrowsmith apenas había empezado a contar la historia, Carmine ya tenía la impresión de que los jóvenes no sentían una gran estima por el decano.

—Para estar entre los invitados hay que ser estudiante de tercer o último curso —prosiguió el joven—. Yo estoy en el último y era un invitado bastante habitual. Podría decirse que formábamos una especie de secta del té para gente privilegiada. El decano era una autoridad en Dante, y los que asistíamos a la clase de Literatura Italiana del Renacimiento éramos sus favoritos. Los que estudiaban a Goethe, o a contemporáneos como Pirandello, no estaban entre los invitados.

«Es meticuloso —pensó Carmine—. Me lo dirá todo.»

—Yo estoy escribiendo un artículo sobre Boccaccio —continuó el joven— y al profesor Denbigh le gustaba mi trabajo. Organizaba las sesiones cada dos lunes. Lo peor era que el decano perdía la noción del tiempo, y quienes teníamos una clase justo después de la pausa del café a veces llegábamos tan tarde que no nos permitían entrar. Era muy frustrante cuando nos perdíamos una clase importante, pero no nos dejaba marchar antes de que terminara su discursito. Le gustaba que hubiese preguntas y respuestas, de manera que era imposible meterle prisa.

—¿Ocurrió algo distinto en la sesión de ayer?

—No, capitán; al menos no notamos nada extraño. De hecho, el decano estaba de muy buen humor. ¡Si hasta contó un chiste! La rutina era estricta. Él llegaba puntualmente a las diez c iba directo a la mesita de ruedas, nos servía café y cogía un bollo. Ayer sacó del armario la cajita donde guardaba su té de jazmín. Recuerdo que se molestó porque sólo quedaba un paquete en la caja; dijo que debería haber tres. Supongo que todos nos quedamos lo suficientemente inexpresivos para pasar la inspección, porque no nos culpó. Mientras nos sentábamos, se llevó el paquete a la mesita, donde tenía un termo de agua caliente.

Arrowsmith tuvo un escalofrío y empezó otra vez a temblar.

—Lo observé atentamente después de que dijera que faltaba té; creo que todos lo observamos. Abrió el paquete con brusquedad, lo arrojó encima de la mesita y puso la bolsita de té en la taza.

—¿Alguna posibilidad de que no fuese su taza?

—Ninguna. La suya es de porcelana china y las demás son tazas normales. Además, a ambos lados tiene la inscripción «Decano» en letras góticas alemanas (supongo que la caligrafía italiana del siglo XV no era bastante florida). Según contaba él mismo, esa taza era un regalo de su mujer. A continuación llenó la taza de agua hirviendo, fue hasta su silla y se sentó. Sonreía muy orondo. Sabíamos que nos esperaba una larga sesión, que hablaría por los codos. Y así fue: «He estado pensando en algo interesante que me gustaría compartir con ustedes, caballeros», empezó, y se detuvo para soplar el té. Es extraño. Recuerdo ese momento con una asombrosa claridad. Resopló y dijo algo que ninguno entendió realmente; algo sobre el té, pensamos más tarde. Después, se llevó la taza a la boca y bebió unos sorbitos; el té debía de estar muy caliente, pero él exageró un poco, como dando a entender que nosotros no teníamos un estómago de hierro que nos permitiese beber algo tan caliente. Luego creo que fue el ruido, aunque Bill Partridge dice que lo primero fue el cambio de expresión del decano. Sinceramente, tampoco creo que importe una cosa o la otra. Entonces empezó a hacer unos ruiditos como si se ahogara, y se le enrojeció la cara. Parecía que algo lo estiraba de la cabeza a los pies y por un momento se quedó rígido como una tabla. Le brotó espuma de la boca, pero no tenía arcadas como si fuera a vomitar. Agitaba las manos con violencia, golpeaba el suelo con los pies, la espuma no dejaba de salirle por la boca y sus movimientos se volvieron cada vez más violentos. Nosotros nos quedamos estupefactos, mirándolo. Debió de pasar un minuto hasta que Bill Partridge, el más cabeza fría, se puso de pie de un salto y dijo que se trataba de una crisis epiléptica. Corrió hacia la puerta y gritó que alguien llamara una ambulancia; los demás nos apartamos. Bill volvió y le tomó el pulso, le miró las pupilas y le puso el oído en el pecho. Después dijo que estaba muerto. Y no dejó que ninguno de nosotros se fuera.

—Un joven muy sensato —dijo Carmine.

—Quizá —dijo el joven en tono poco amable—, pero la verdad es que nos arruinó todo un día de clases. Los chicos de la ambulancia llamaron a la policía, y después supimos que se hablaba de envenenamiento. Bill Partridge dijo que de cianuro.

—¿De verdad? ¿En qué basó esa argumentación, señor Arrowsmith?

—En el olor a almendras. Pero yo no lo percibí, y Charlie Tindale tampoco. Dos notaron ese olor; los otros dos, no. No es suficiente prueba.

—¿Dijo algo el decano Denbigh desde que empezó a tomar el té hasta que murió?

—Nada de nada, sólo hizo ruidos desagradables.

—¿Qué hay del paquete de papel que envolvía la bolsita de té? Ha dicho que el decano la había dejado en la mesilla. ¿Se acercó alguien a ella?

—No mientras yo estuve en el estudio, señor, y no me fui hasta que llegaron los técnicos forenses.

—¿Sólo la dejó en la mesa o la chafó?

—La abrió de un tirón y la dejó en la mesa.

Ahí terminó la información útil brindada por Terence Arrowsmith. Como pudo verse más tarde, fue lo único útil proporcionado por los cuatro estudiantes. Ni siquiera William Partridge, el científico, pudo añadir nada a la descripción de los hechos realizada por Arrowsmith. A Partridge sólo le interesaba el cianuro. Así pues, cuando Carmine terminó de interrogarlos, suspiró aliviado y se dirigió al estudio de la esposa del decano.

Ella también formaba parte del personal docente de más jerarquía de la universidad, cosa que Carmine averiguó sentado a su escritorio de las oficinas del condado. Sin embargo, no estaba preparado para la indiferencia absoluta de la que hizo gala la doctora. Era una mujer alta, y muchos hombres la habrían considerado muy atractiva; lucía un cabello cobrizo recogido en un moño en la nuca; la piel, hidratada y tersa, ocultaba su edad, y sus rasgos evocaron a Carmine el rostro de Grace Kelly, pero sin su vulnerabilidad. Tenía los ojos de un singular tono amarillo. Una leona, si es que alguna vez Carmine había visto una.

El apretón de manos fue firme y seco. La doctora le ofreció a Carmine una silla confortable y ella hizo lo propio en la que Carmine supuso que era la «suya» cuando no se sentaba a trabajar al escritorio.

—Antes que nada quisiera darle el pésame por la pérdida de su marido, doctora Denbigh —dijo el capitán.

La viuda pestañeó, sopesando las palabras del capitán.

—Sí, supongo que es una pérdida —dijo con voz suave—. Pero afortunadamente soy catedrática, así que la muerte de John no afectará a mi carrera. Tendré que dejar el apartamento del decano, por supuesto, hasta que el colegio universitario de Lysistra esté terminado en 1970. Soy candidata al decanato. Viviré en una de las habitaciones de arriba, con las chicas.

—¿No se sentirá limitada allí? —preguntó Carmine, fascinado por el rumbo tomado por la conversación.

—No, no lo creo —contestó ella, serena—. John ocupaba las cuatro quintas partes de nuestro apartamento. La mayoría de cosas las hago aquí, en esta habitación.

Un despacho similar al del decano, y no menos espacioso. Carmine se quedó mirando las hileras de libros, que en su mayoría parecían escritos en alemán.

—Imagino que debe de ser toda una experta en la poesía de Rainer María Rilke, doctora —dijo.

Ella lo miró sorprendida, como si pensara que los policías de la ciudad no tenían ni idea de la existencia de alguien llamado Rainer María Rilke.

—Sí, en efecto, lo soy.

—En otras circunstancias sería un placer conversar sobre su poeta predilecto, soy un gran admirador de Rilke; pero, sintiéndolo mucho, es la muerte de su marido lo que hoy nos ocupa —repuso Carmine, frunciendo el ceño—. Doctora Denbigh, perdóneme si pienso, basándome en su comportamiento, que su matrimonio con el decano era una relación bastante… fría.

—Sí, lo era. Es inútil que lo disimule. Todos los que tengan alguna relación con Dante le dirán lo mismo. El nuestro era un matrimonio de conveniencia. Para ser decano, un hombre tiene que estar casado, y estarlo con una intelectual es una ventaja. Dicho sin ambages, soy frígida. John estaba dispuesto a soportarlo. Sexualmente lo atraían las jovencitas, aunque siempre tuvo mucho cuidado, por supuesto. Quería ser rector de una universidad de la Ivy League, y cumplía con todos los requisitos; tenía incluso un antepasado que llegó en el Mayflower. Mis aspiraciones personales no chocaban con las suyas en ningún sentido —añadió, y entornó sus gruesas y perfectamente maquilladas pestañas—. Nos llevábamos muy bien y yo me preocupaba por él.

—¿Vio en él algo diferente ayer por la mañana?

—No, la verdad es que no. En todo caso, estaba un poco más animado de lo habitual. Se lo comenté durante el desayuno, que tomamos en el salón, y se rió. Me dijo que había recibido una buena noticia.

—¿Le dijo algo sobre esa buena noticia?

Los ojos amarillos de la doctora se agrandaron:

—¿Quién? ¿John? Antes vería a una vaca volando, capitán. La verdad, creo que le gustaba torturarme.

—¿Cómo se sintió cuando le contaron lo sucedido?

—Anonadada. Sí, creo que ésa es la palabra que mejor describe mis sentimientos. John no era el tipo de hombre al que fueran a asesinar, por lo menos no de esa manera y en su propio despacho. Y menos con un método tan sutil, si es que así se puede llamar a una agonía tan breve.

—¿Qué tipo de asesinato no le hubiera sorprendido tanto?

—Pues… algo violento. Un balazo, o una muerte a golpes, o acuchillado. Por mucho cuidado que uno lleve, flirtear con chicas jóvenes es peligroso. Tienen padres, hermanos mayores, novios. No recuerdo que John jamás hubiese temido las consecuencias. Por su carácter, ¡y vaya si lo tenía! Las relaciones le duraban entre tres y seis meses, según la sexualidad de la chica y su estupidez intelectual; no las escogía por su inteligencia. Pero, en cuanto empezaba a cansarse de una, se ponía quejica, crítico y antipático. Normalmente pasaban dos semanas hasta que la chica rompía la relación, convencida de que la culpa era toda de ella.

—Quiere decir que minaba la autoestima de las chicas.

—Exactamente. ¡En eso era un genio! Dominaba esas tonterías como un virtuoso del violín. Y cuando ellas rompían, sufrían por si las descubrían, ya que eran ellas quienes lo dejaban.

—¿Ensuciaba su marido su propio nido, doctora Denbigh?

—Nunca. Las chicas de Dante, que este año hemos tenido por primera vez, estaban a salvo. Escogía a sus víctimas en la cafetería Joey’s Pancake, en Cedar Street. Supongo que es un lugar frecuentado por los estudiantes del Holloman State College y del Beckworth Secretarial College. Mi difunto marido alquilaba un pequeño apartamento en Mulvery Street, a unos pasos de la cafetería, en la que decía llamarse Gary Hopkins, un nombre que, según él, tenía un toque plebeyo. Por lo que sé, nunca nadie lo descubrió.

—Tarde o temprano alguien iba a descubrirlo.

—Entonces, me alegro por quienquiera que le puso el cianuro en el té, capitán.

«¡Vaya, vaya!», pensó Carmine, al salir del Dante College unos minutos más tarde. Menudo tipo, el decano John Kirkbride Denbigh. La vida le sonrió hasta que lo asesinaron. Con una mujer tan bella y un curriculum como hecho a medida para el suyo, y cuya frigidez le permitía dar rienda suelta a su peligrosa inclinación por las colegialas, lo tenía todo. Siempre y cuando la viuda le hubiese contado la verdad. Y la doctora no tenía ninguna razón para mentir; vivo o muerto, el decano Denbigh le había asegurado una carrera próspera. Sin embargo, en pocas ocasiones Carmine había encontrado a alguien tan frío, un verdadero bloque de hielo. ¿Habría sido así también el marido, frío y distante? No, probablemente no. Él, por lo menos, tenía otras inquietudes además de la erudición. ¿Cuántos años tenía el difunto? Treinta y seis. Mucho tiempo por delante para ascender en la jerarquía académica, no sólo hacia una cátedra completa en su especialidad, sino también hacia la administración de la universidad. A M. M., el rector de Chubb, todavía le quedaban diez años en el puesto, pero al secretario, Henry Howard, sólo le faltaban cuatro para la jubilación. Era extraño que a Mawson Macintosh siempre lo llamaran M. M.; Hank Howard, en cambio, nunca consiguió que lo llamaran H. H.

Ya era hora de volver al edificio de los servicios del condado y ver qué habían descubierto sus hombres.

Abe y Corey compartían despacho, pero cuando Carmine entró sólo encontró a aquél, inclinado sobre unos papeles.

—¿Cómo va eso, Abe?

—El asesinato de Skeps no se queda corto de sospechosos. Mañana te daré una lista kilométrica.

—Fantástico —dijo Carmine mientras salía por la otra puerta.

La rápida visita que hizo a Patrick resultó infructuosa; por tanto, se dirigió al aparcamiento del sótano, montó otra vez en su Ford Fairlane, que aún tenía el motor caliente, y puso rumbo hacia la residencia de los Cartwright. Decidió conducir él mismo; no le apetecía quedarse allí esperando a un conductor. De todos modos, para el papeleo ya tenía a Delia.

En casa de los Cartwright los ánimos habían cambiado, y de manera drástica; con Grant bajo custodia por el asesinato de Jimmy, un velo de tristeza se había apoderado de los otros tres Cartwright, de pronto espantosamente conscientes de la muerte de Cathy. La arrogante princesa Selma estaba en la cocina intentando preparar la cena y llorando a mares sobre un bol a rebosar de macarrones hervidos. Sobre la encimera había distintos tipos de queso junto a un cartón de leche. A Carmine le dio pena.

—Ralla cheddar, romano y parmesano, una taza de cada uno —dijo, cogiendo un trozo de papel de cocina y dándoselo—. Sécate la cara y suénate la nariz, o no verás nada. —Cogió un macarrón, se lo metió en la boca e hizo una mueca—. No le has echado sal al agua.

La chica se había quedado mirando el armario.

—¿Cómo es un rallador? —preguntó entre sollozos.

—Así —dijo Carmine, sacándolo del armario—. Aprieta el trozo de queso en contra del rallador y muévelo hacia abajo; que caiga dentro del plato, no sobre la encimera. Busca una taza de medir y mantén los quesos separados. Mientras tú haces eso, yo iré a ver a tu padre. Cuando termines, espera a que yo vuelva, ¿de acuerdo? Lo conseguiremos.

Gerald Cartwright estaba arriba, en el despacho, llorando casi como su hija.

—No sé qué hacer ni qué sería lo mejor —dijo, impotente, cuando Carmine entró.

—Lo primero es hacer venir a su madre. Y a una hermana, suya o de su mujer. No puede criar a una niña sin enseñarle las rutinas domésticas y después esperar que le eche una mano como si fuera un ama de casa con experiencia… Debería haber contratado una mujer cuando nació Jimmy. Así se habría ahorrado gran parte de este lío. ¿No puede permitirse una asistenta, señor Cartwright?

—Ahora mismo no, comisario —dijo, demasiado abatido para defenderse—. Michel acaba de irse a un restaurante de Albany. Ahora tengo que decidir qué hacer con L’Escargot: si cerrarlo o cambiar el estilo de la cocina manteniendo el nombre.

—En eso no puedo ayudarlo, señor, pero le sugiero que dedique menos tiempo a pensar en el trabajo y un poco más a sus hijos —repuso Carmine con aspereza. Se sentó y miró con ceño a Cartwright—. Sin embargo, de lo que ahora me gustaría es hablar de su mujer. Ha tenido tiempo para pensar y espero que lo haya hecho. ¿Tenía algún enemigo?

—¡No! —exclamó Cartwright, sorprendido—. ¡Claro que no!

—¿Hablaban por las noches en la cama?

—En la medida que Jimmy nos lo permitía, supongo que sí.

—¿Quién de los dos hablaba?

—Los dos. Ella siempre se interesaba por Michel. Pensaba que yo era demasiado blando con él. —Se detuvo para secarse los ojos—. Hablaba de Jimmy, de lo infelices que eran nuestros otros hijos. Y sí, tiene usted razón, me pedía una asistenta a jornada completa. Pero yo pensaba que estaba exagerando. La señorita Williams siempre ha venido una vez a la semana para ayudarnos con las tareas más pesadas.

—¿La señora Cartwright le comentó alguna vez que alguien la acechaba o la molestaba? ¿Y sus amigos? ¿Se llevaba bien con ellos?

—Ya se lo he dicho antes, capitán. Cathy no tenía tiempo para la vida social. Quizás haya otras mujeres que se quejan de amigas maliciosas o de los precios que encuentran en los grandes almacenes, pero no Cathy. Y nunca mencionó a ningún hombre.

—Entonces, ¿se le ocurre por qué la asesinaron?

—No, no tengo la menor idea.

Carmine se puso de pie.

—Tome una decisión rápida sobre el negocio, señor, y que venga alguien de la familia a esta casa. De lo contrario, puede que Junior acabe también teniendo problemas con la ley.

Cartwright palideció y se inclinó sobre los libros en acto de defensa.

Junior estaba en la habitación de al lado, pegado al televisor; al pasar por allí, Carmine reclamó su atención con firmeza.

—Vamos, apaga eso. Hasta que venga alguien a ayudarla, tu hermana necesita que le echen una mano en la cocina.

Él obedeció de mala gana, y siguió a Carmine al piso de abajo.

El queso ya estaba rallado, pero Selma estaba chupándose los nudillos por culpa del contumaz parmesano.

—Junior, ve por una tirita —ordenó Carmine mientras examinaba la herida—. Primera lección sobre cómo rallar el queso: cuidado con las manos cuando el queso empieza a deshacerse.

Carmine echó sal en los macarrones y le enseñó a Selma a hacer una salsa de quesos pasable; después mezcló la mitad del parmesano con migas de pan y lo espolvoreó por encima de los macarrones. A continuación lo metió en el horno. Luego, encima de un taburete de cocina, Carmine encontró un ejemplar de Cathy Cartwright, del libro El placer de cocinar, y escogió una media docena de recetas sencillas para Selma. La chica se mostró algo entusiasmada, ya que (con la ayuda de Carmine) había conseguido preparar por primera vez una cena aceptable. En pocas palabras, sólo era princesa por fuera.

—¿Sabes si tu madre tenía algún enemigo, Selma? —preguntó el capitán mientras hojeaba el libro.

—¿Mi madre? —Selma lo miró incrédula—. ¡Qué va! —Parpadeó—. No tenía tiempo para enemigos, capitán.

Carmine dejó el libro en el taburete y le puso una mano en el hombro. Después miró a Junior, que estaba a punto de salir de la cocina con los labios apretados.

—¿Y tú? —le preguntó Carmine mientras abría la puerta de atrás—. ¿Vas a ayudar en las tareas de la casa? Si Selma va a cocinar, tú tendrás que encargarte de lavar la ropa.

Junior dio un portazo por toda respuesta.

Carmine sonrió mientras volvía al coche. Era raro que se implicara de forma tan personal en una tragedia familiar, pero el caso de los Cartwright era especial. No se trataba de una, sino de dos muertes, y de distintos asesinos. Sobrevivirían, pero gracias a Selma, no a Gerald. Aunque no sabía cómo hacerlo, en cuanto él llegó ella se había fijado el objetivo de cocinar. La tragedia la había empujado a lo más hondo del abismo, pero estaba haciéndole frente con valentía.