El despacho del inspector John Silvestri era espacioso, aunque rara vez acogía a tantos hombres como los que se reunieron allí a las nueve de la mañana del 4 de abril.
Holloman, una ciudad de ciento cincuenta mil habitantes, no era lo bastante grande para tener un departamento de homicidios, pero tenía tres brigadas de detectives para cubrir toda la gama de delitos graves. El capitán Carmine Delmonico lo dirigía todo, con dos tenientes nominalmente por debajo de él, aunque por lo general seguían sus propias líneas de investigación. Esa mañana no asistieron el teniente Mickey McCosker y su equipo; McCosker estaba ocupado con una investigación sobre estupefacientes dirigida por el FBI y no se le podía asignar otra tarea, situación que molestaba a Silvestri y a la policía estatal, que sentían que pasaban por encima de ellos. Así, a Carmine y sus dos hombres, Abe Goldberg y Corey Marshall, se sumaron el teniente Larry Pisano y sus dos sargentos, Morty Jones y Liam Connor. Entre los presentes también estaba el subinspector Danny Marciano, que tenía previsto jubilarse a finales de 1968. Pese a su impecable apellido italiano, Marciano, por cuyas venas corría sangre del norte, era pecoso, rubio y de ojos azules. Larry Pisano tenía previsto retirarse a finales de ese año, 1967, lo cual había dado lugar a ciertas dificultades para Carmine, cuyos dos sargentos tenían más antigüedad en el cuerpo que los hombres de Pisano y hacían cola a la espera de un cargo de teniente. Puesto que eso significaba un importante aumento de sueldo y, a la vez, mayor autonomía, Carmine no podía reprochar a Abe y Corey que aspirasen a un ascenso.
Al propio Silvestri, un poli de oficina que nunca había disparado el arma que llevaba al cinturón en acto de servicio, y mucho menos una escopeta o un fusil, nunca lo trataron despectivamente tildándolo de cobarde: durante la Segunda Guerra Mundial le habían concedido varias condecoraciones, incluida la Medalla al Honor del Congreso. Sin embargo, en el Departamento de Policía de Holloman había reconocido su talento para tareas administrativas y era uno de los mejores inspectores que la ciudad hubiese tenido jamás. Era un hombre moreno y bien parecido que aún atraía a las mujeres y que la gente veía como si fuese un gato enorme. Leal a su departamento, era capaz de enfrentarse a cualquiera, fuese del FBI o de Hartford. Era un político tan competente que, por lo general, se lo tenía por incompetente para la política; en todo caso, Silvestri era un personaje mediático brillante y sólo tenía dos defectos. El primero era su protegido, Carmine Delmonico. El segundo, su adicción a chupar y mascar cigarros sin encender, cuyas colillas dejaban una estela de suciedad como corchos detrás de una barca de recreo. Como tenía algo de diabólico, hacía tiempo que había advertido que Danny Marciano odiaba esos cigarros, y siempre se las ingeniaba para colocar el que tenía en la boca lo más cerca posible del subinspector.
En circunstancias normales, su atractivo rostro solía permanecer bastante inexpresivo durante una reunión, pero esa mañana no podía ocultar que se sentía fatal. En cuanto Patrick O’Donnell entró y ocupó la última silla libre, Silvestri fue directo al grano.
—Carmine, dame toda la información que tengas —ordenó, mascando un cigarro.
—Sí, señor. —Sin mirar los papeles y carpetas que tenía en el regazo, empezó—: La primera llamada la recibimos ayer a las seis de la mañana, del Club de Remo de Chubb. Ocho remeros habían salido a practicar en cuanto se hizo de día; al parecer, las condiciones del tramo del río Pequot donde se entrenan eran ideales y por eso el entrenador los sacó de la cama y los mandó a remar. Habían entrenado duro y se disponían a volver cuando dos remos de babor golpearon contra un objeto justo debajo de la superficie. El cadáver del niño. ¿Patsy?
Patrick tomó la palabra para explicar lo ocurrido.
—Un niño de unos dieciocho meses, vestido con un pelele de primera calidad y unos pañales extragruesos de los que ciertas instituciones venden a familias con niños discapacitados. Era un niño con síndrome de Down. Di prioridad a esa víctima y pude establecer la causa de la muerte: no se ahogó; murió asfixiado, aplastado con una almohada. Algunas contusiones indicaban que el niño opuso resistencia. La muerte se produjo alrededor de las cuatro de la mañana.
—La identidad de la víctima —prosiguió Carmine— era un misterio. Nadie había comunicado la desaparición de un niño con síndrome de Down. ¿Corey?
—A las ocho y dos minutos recibimos una llamada de un tal Gerald Cartwright. Su casa da al río Pequot, cerca del Club de Remo de Chubb —dijo Corey, esforzándose por hablar con voz calmada—. Dijo que acababa de regresar de un viaje, que había viajado toda la noche desde otro estado y que había encontrado a su esposa muerta en la cama, y que su hijo, un niño con síndrome de Down, no estaba en la casa.
—A esa hora —prosiguió Carmine— ya habían ocurrido otras cosas. Dee-Dee Hall, una prostituta a la que todos conocíamos bien, apareció en el suelo de un callejón detrás del ayuntamiento; le habían rajado el cuello de oreja a oreja. Esa llamada la recibimos cuando faltaban siete minutos para las cuatro de la mañana, y a las siete y doce llamaron de la residencia de Peter Norton, que murió tras tomarse un vaso de zumo de naranja recién exprimido. Asigné a Abe el asesinato de Dee-Dee, y a Corey el caso Cartwright, y yo me dirigí a casa de los Norton, donde encontré a la mujer de la víctima y sus dos hijos (una niña de ocho años y un niño de cinco) absolutamente desesperados, sobre todo la mujer, que se comportaba como si estuviera loca. Lo único que saqué en limpio fue lo que me dijo la niña, que juró que había sido el zumo de naranja. El vaso estaba en la mesa del desayuno; la víctima sólo había bebido la mitad. La mujer se lo preparaba todas las mañanas, después subía a despertar y vestir a los niños; durante ese tiempo, unos diez minutos, el vaso quedaba en la mesa, sin que hubiera nadie en la cocina, lo cual permite pensar en la posibilidad de que alguien de fuera añadiera algo al zumo.
—Tengo el vaso y el resto del zumo —dijo Patsy, apoyando el mentón en una mano: parecía cansado—. Si bien todavía no he recibido los resultados del análisis, sospecho que Norton murió envenenado con una considerable dosis de estricnina. —Hizo una mueca—. Una manera nada agradable de irse de este mundo.
—Mientras estuve en casa de los Norton —prosiguió Carmine—, me llamaron por un caso de violación y asesinato ocurrido en Sycamore. Envié a Corey. La señora Norton necesitaba a una mujer policía, y no tenemos muchas. ¿Qué ocurrió allí, Corey?
—El cuerpo lo descubrió el casero de la muchacha. —Ya controlaba mejor la voz—. Se llamaba Bianca Tolano. Estaba en el suelo, desnuda, las manos atadas a la espalda. La habían torturado y tenía un par de medias alrededor del cuello. Pero no creo que muriese por estrangulación, Carmine. Creo que murió porque le introdujeron una botella rota en la vagina.
—Exacto, Cor —dijo Patsy—. Todavía no le hemos hecho la autopsia, pero sí una revisión previa. Las medias fueron una forma de tortura.
—¡Por Dios! —exclamó Silvestri—. ¿Acaso estamos sitiados?
—Ayer lo parecía, señor, no lo dude —dijo Carmine—. Yo seguía intentando sacarle más información a la señora Norton cuando llegó la llamada que nos avisó de la muerte por disparos de una mujer de la limpieza (una mujer negra) y de dos estudiantes de secundaria, negros también. Nada relacionado con bandas según el policía que llamó. Esos asesinatos se produjeron mientras él hacía su ronda. Se los asigné a Larry. ¿Qué puedes decirnos, Larry?
Hombre de tez algo morena con una carrera nada espectacular, aunque sí satisfactoria, Larry Pisano movió las cejas con gesto atribulado.
—Bueno, Carmine, puede parecer de lo más corriente, pero créeme, no lo es. Ludovica Bereson era una mujer de la limpieza, trabajaba en cinco casas de lunes a viernes. Sus empleadores la apreciaban mucho: no le hacía ascos al trabajo, nunca daba lugar a ninguna queja. Le gustaban los chistes y un plato caliente a la hora de comer. A sus empleadores eso no les importaba porque era buena cocinera y siempre les dejaba bastante comida para la cena. Le dispararon en la cabeza con una pistola de bajo calibre y murió en el acto. Nadie vio nada y, esto es lo más interesante, nadie oyó nada. Cedric Ballantine tenía dieciséis años, era un buen estudiante que esperaba una beca para un colegio de calidad. Muy aplicado y nunca se metía en líos. Murió de un disparo en la parte posterior de la cabeza efectuado con una pistola de calibre mediano. Morris Brown tenía dieciocho años y era un estudiante destacado que tampoco se metía en líos. Le dispararon en el pecho con una pistola calibre 45 o algo parecido. Y en ambos casos tampoco nadie vio ni oyó nada. Las tres víctimas tenían restos de pólvora alrededor de las heridas, lo cual significa que les dispararon desde cerca. Los descubrió el mismo policía, sí, pero los asesinatos de Cedric y Morris se produjeron en los extremos opuestos de su territorio, y el de Ludovica en el medio. Mandé a Mory y Liam a que buscaran casquillos, pero nada… ¡y no porque no los buscasen! Te aseguro, Carmine, que fue una operación perfecta. ¿Y las víctimas? ¡Una mujer y dos muchachos de color totalmente inofensivos!
—Dudo que pueda hacer esas autopsias hoy —dijo Patrick, suspirando—. Tienen prioridad los casos de envenenamiento.
—¿Casos de envenenamiento? —preguntó Silvestri, abriendo más los ojos—. ¿En plural?
—Oh, sí —dijo Carmine, asintiendo con la cabeza—. La señora Cathy Cartwright, la madre del niño con síndrome de Down, no se suicidó. La mataron con una inyección de algo; Patsy dice que ella misma no pudo aplicarse esa inyección intravenosa. Después tenemos a Peter Norton, que ingirió estricnina. Y el decano John Kirkbride Denbigh, de Chubb, que bebió una dosis letal de cianuro de potasio con su té de jazmín. Y no olvidemos a Desmond Skeps, el gran jefe de Cornucopia.
El inspector se quedó boquiabierto.
—¡Por amor de Dios! ¿Skeps? ¿Desmond Skeps ha muerto?
—Pues sí. Y no creas que no he pensando que los otros asesinatos son una mera forma de camuflar la muerte de Skeps —dijo Carmine y frunció el ceño—. Si no fuesen tantos, me inclinaría por esa hipótesis, pero… son muchos. En todo caso, doce asesinatos en un día son demasiados para una pequeña ciudad como Holloman.
—Veamos —dijo Silvestri, contando con los dedos—. El bebé. La madre del bebé. El tipo de la estricnina en el zumo de naranja. La chica violada. La prostituta (¡pobre Dee-Dee!; creo que hacía la calle desde que yo era niño). Una mujer y dos adolescentes, negros los tres. El decano, envenenado con cianuro de potasio. El mandamás de Cornucopia… Ya van diez. ¿Y quién más, por amor de Dios?
—Una viuda de setenta y un años que vivía muy cómodamente en una finca de cuatro hectáreas en las afueras de Holloman. La descubrió la señora de la limpieza (que no tiene ninguna relación con la asesinada) en una cama toda revuelta. Asfixiada con una almohada. Y el último, un estudiante de segundo año de Chubb que chantajeaba a alguien al que llamaba Motor Mouth —suspiró Carmine, con aire frustrado—. Cuatro envenenamientos, un crimen sexual, tres por disparos, el violento final de una puta, dos asfixiados con una almohada y un estudiante asesinado con una trampa para osos.
—¿Una trampa para osos?
Carmine acababa de concluir su descripción del asesinato de Evan Pugh cuando llegó el carrito del café, con uno especial para el inspector: bollos y bagels con pasas, de la pastelería Silberstein, y un café que era, a todas luces, mejor que los demás. Todos se pusieron de pie, agradecidos, y se lanzaron sobre el carrito como una plaga de langostas sobre un lozano campo verde tras una temporada de quema de rastrojos. Carmine, que no había olvidado el consejo que el rector Mawson Macintosh dio durante una reunión del consejo en Parson, escogió un bollo de manzana. ¡Sí, seguían siendo deliciosos!
En cuanto pudo, Carmine llevó a Silvestri a un rincón de la sala.
—John —le dijo en voz baja—, la prensa va a regodearse. ¿Cómo puedo quitarme a los periodistas de encima?
—Todavía no lo sé —respondió Silvestri—. Supongo que todavía tenemos un par de horas antes de que me toque darles un poco de información. Se me ocurren un par de cosas, pero necesito tiempo antes de decidir cuál es la mejor línea de ataque.
Carmine sonrió.
—¿Ataque?
Los ojos oscuros se le abrieron con expresión de candidez.
—¡Ataque! Frontal. El día en que les enseñe el trasero será el día de mi jubilación.
Tras un muy necesario cuarto de hora de descanso durante el que hablaron de todo menos de asesinatos, los asistentes a la reunión volvieron a centrarse en la crisis que se avecinaba.
—¿Cómo quieres llevar esto, Carmine? —preguntó Silvestri.
—Aparte de supervisar las investigaciones, quiero reservarme varios casos. En concreto, los envenenamientos y el de Evan Pugh, el de la trampa para osos. Larry, tú y tus muchachos concentraos en los asesinatos por disparos y en el de Dee-Dee Hall. De Beatrice Egmont, la anciana, se ocupará Abe, porque Corey ya está trabajando en el caso de la muchacha violada.
Ninguno de los presentes puso reparos, aunque, con ese reparto del trabajo, el capitán se quedaba con casi la mitad de los casos. Tampoco nadie preguntó qué pensaba hacer Carmine con Jimmy Cartwright, el bebé con síndrome de Down.
—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó Silvestri.
—Más coches sin distintivos y más conductores —pidió Carmine—. Vamos a generar montañas de papel, y el tiempo que se pasa en un coche es tiempo que se puede aprovechar para eso. Así que os quiero a todos en el asiento trasero, redactando informes.
—Muy bien —asintió Silvestri—. Danny, tú serás el enlace.
Desde Adams Street la casa de los Cartwright parecía sólo moderadamente lujosa. Construida en estilo tradicional, de madera blanca con persianas verde oscuro, se extendía hacia los lados sobre una parcela de algo más de una hectárea, junto a un seto muy alto que bordeaba el río. Lo que se veía desde la calle era la anchura del dormitorio principal, en la planta alta, y abajo el breve eje del recibidor. La puerta de la calle estaba ubicada en el ala este, protegida del patio trasero por el seto, en el cual había un portal de aspecto formidable.
Carmine llamó sintiéndose extrañamente abandonado. En circunstancias normales Abe y Corey lo habrían acompañado, dos pares más de ojos para registrar la escena del crimen con toda meticulosidad, como si el caso fuese de ellos, aunque desde una perspectiva diferente. «En fin, hoy eso es imposible», pensó Carmine, esperando que alguien respondiera a sus aldabonazos. Pasó un minuto, luego otro. Ya se disponía a volver a llamar cuando la puerta se abrió unos centímetros y vio a Gerald Cartwright.
—¿Señor Cartwright?
—Sí.
—Soy el capitán Carmine Delmonico, de la policía de Holloman. ¿Puede recibirme, señor?
La puerta se abrió de par en par y Cartwright dio un paso atrás.
Tenía exactamente el aspecto de un hombre que acababa de perder a su mujer y al menor de sus hijos, ambos asesinados: encogido, desconsolado, desconcertado, abatido por el dolor. Tenía poco más de cuarenta años, era de complexión mediana y de tez ni muy morena ni muy clara, y en circunstancias normales habría dispensado a Carmine una cálida acogida y hecho gala de gran encanto, como correspondía al propietario no de uno, sino de dos restaurantes, prósperos los dos. Antes de salir, Carmine había leído rápidamente los antecedentes de Gerald Cartwright; en los servicios del condado un sargento dedicado a tareas administrativas seguía investigando, entre otros, el pasado de Cartwright. Los matones y los maridos celosos de Holloman quedaban temporalmente aparcados; en cambio, los doce asesinatos ocupaban el noventa por ciento del tiempo de todos los policías asignados a los doce asesinatos.
Un dato interesante era que los dos restaurantes de Cartwright no se parecieran casi en nada, y que él no fuese chef. Era el propietario de L’Escargot, un restaurante francés de mucha categoría, en Beechmont, Nueva York, y de Joey’s, una cafetería en Cedar Street, justo al lado de las torres de Science Hill. En los dos las cosas iban muy bien: el primero ofrecía catering para comensales exigentes que buscaban nuevas emociones gustativas; el otro era una cafetería especializada en crepes, siempre muy concurrida. El banco de Cartwright era el Second National, donde tenía fondos más que suficientes para cubrir sus gastos; el dinero de verdad estaba prudentemente invertido en una cartera de acciones en Merrill Lynch, Pierce, Fenner Smith. Dada la aparición de Motor Mouth, Carmine había investigado también si había retirado cantidades de dinero excepcionalmente grandes, pero no encontró nada parecido.
Siguió a Cartwright hasta una sala amueblada con sillas y mesitas de centro de buena calidad, aunque no pretenciosas; la clase de muebles que escogerían los padres prudentes de cuatro niños. A través de unas puertas de cristal de doble hoja pudo ver el amplio salón, mucho mejor amueblado. Prohibido para los niños, pensó.
Tras dejarse caer en una silla, Cartwright cogió un mullido cojín y se lo apretó contra el estómago.
—Anteanoche no estaba usted en casa, ¿verdad, señor Cartwright?
—No —respondió, respirando con dificultad—. Estaba en Beechmont.
—Donde tiene un restaurante.
—Así es.
—¿Se queda a menudo en Beechmont a pasar la noche?
—Sí, tengo familia allí, como mi mujer, y tenemos un pequeño apartamento en la planta alta del restaurante. Normalmente como con mi madre, que vive dos casas más allá.
—Aparte del hecho de que tenga familia en Beechmont, ¿por qué L’Escargot es tan especial que merezca que usted pase a menudo la noche fuera de casa?
Cuando Carmine mencionó el nombre del restaurante, Cartwright parpadeó y palideció.
—Es un restaurante francés, capitán, y mi chef, Michel Moreau, es muy famoso. También es un divo con muchos estallidos de mal genio. Por alguna razón soy la única persona capaz de contenerlo; si lo perdiera, mi negocio se iría al traste. Hay gente que recorre cien kilómetros o más sólo para comer en L’Escargot, y hay una lista de espera de tres meses. ¡Es una situación muy complicada para mí! Así que me quedo allí dos o tres veces por semana sólo para tener contento a Michel. Cathy lo entendía, aunque fuese duro para ella. Tres de nuestros hijos estudian en Dormer, y eso cuesta mucho dinero.
—Como debe de costar la hipoteca de esta propiedad, señor Cartwright.
—Sí… y no. —Tragó saliva y apretó el cojín aún con más fuerza—. Compramos en un buen momento, con una hipoteca al cuatro por ciento. Sabíamos que no podíamos perder. Dada la superficie de la parcela en este barrio, y el hecho de que dé al río, hoy vale cinco o seis veces más de lo que pagamos. La casa se encontraba en buen estado, no tuvimos que gastar mucho en reformas.
En ese momento le afloraron las lágrimas y se esforzó por controlarse.
—Cálmese, señor Cartwright. ¿Quiere que le traiga algo?
—No —dijo entre sollozos—. ¡Oh, es terrible! Los niños sospechaban que algo había pasado, pero yo llegué antes de que ellos fueran a ver por qué su madre aún no había bajado. O Jimmy. Antes de Jimmy lo habrían hecho, pero él… en cierto modo cambió las cosas.
—¿Por el síndrome de Down?
—Sí. Después de que naciera nos dijeron que ella habría debido hacerse una amniocentesis, pero nadie lo sugirió cuando mi mujer supo que estaba embarazada. ¡Nadie nos advirtió del riesgo que se corre cuando los padres ya tienen más de cuarenta años! Quiero decir… ya teníamos tres niños normales y sanos.
La indignación lo ayudaba a superar el golpe y el dolor. Carmine siguió escuchándolo, listo para insertar una pregunta disimulada en caso necesario.
—Cuidar a Jimmy le exigía tanto tiempo a Cathy… y yo no podía estar aquí más días. Intenté contratar a un gerente para L’Escargot, pero no funcionó. No teníamos otra opción. Tenía que ser yo el que fuese a Beechmont. —Seguía sollozando.
—Supongo que el verdadero problema de su mujer eran los otros tres niños —dijo Carmine con delicadeza.
Cartwright se sobresaltó y se quedó como atónito.
—¿Y por qué lo supone? —preguntó.
—Es una reacción normal en una familia cuando de repente nace un niño con alguna discapacidad. El recién llegado consume todo el tiempo de la madre y los otros aún no son lo bastante maduros para entender la naturaleza del problema —explicó Carmine, haciendo una valoración objetiva—. Por eso odian al nuevo y, lógicamente, poco a poco también a la madre. ¿Qué edad tienen?
—Selma tiene dieciséis; Gerald, trece, y Grant, sólo diez. Había pensado que Selma sería una buena aliada de la madre, pero se puso tan… ¡rencorosa! En el colegio se enteraron de que tenía un hermanito con síndrome de Down y no reaccionó bien. De hecho, ninguno de los tres reaccionó bien.
—¿Cómo reaccionaron exactamente, señor Cartwright?
—Básicamente, negándose a ayudar a Cathy, que no tenía tiempo para prepararles el almuerzo que se llevaban al colegio ni la merienda cuando volvían por la tarde. No era tan terrible cuando Jimmy era apenas un bebé, pero cuando cumplió un año casi siempre cenábamos tarde, y platos más sencillos y repetidos. Cathy ya no tenía tiempo para cocinar. Cuando le dijo a Selma que se hiciera cargo de la colada, Selma tuvo un berrinche como los de Michel. ¡La vida doméstica era una pesadilla! Los niños odiaban a Jimmy, no querían estar con él en la misma habitación.
«Y a usted le faltaban agallas para patearles el trasero —pensó Carmine—. Podía refugiarse en Beechmont, cenar comida casera preparada por mamá y tenía una cama donde dormir plácidamente. Los berrinches de Michel debían de parecerle maná del cielo, pues lo apartaban de una situación a la que no se atrevía a hacer frente aunque usted sabía que no debía permitir que continuase. Su mujer lo necesitaba en casa todo el tiempo. De acuerdo, sí, de acuerdo, había dinero muy necesario en juego, pero usted no está endeudado. Una vez solucionada la situación en casa, podría haber encontrado otro Michel y volver a la plácida rutina de L’Escargot.»
Carmine dejó que Cartwright siguiera abrazado al cojín y llorando mientras él daba un paseo por la casa en busca de los tres hijos mayores para ver cómo estaban. Pero, en primer lugar, el dormitorio principal, que la policía había precintado.
Era una habitación encantadora, toda decorada en un tono beis que hacía pensar en la piel de una patata, con franjas negras de distinta anchura que rompían la monotonía de las cortinas, la colcha y el empapelado de una pared. La alfombra era negra, y los muebles, de madera lacada del mismo beis dominante. La única nota discordante era una cuna grande y pesada, situada en un lado de la cama, supuestamente el de Cathy. Los lados de la cuna eran más altos de lo habitual, y la separación entre los barrotes era poca; parecía la jaula de un animal peligroso. Nadie había tocado las sábanas y mantas, que eran un revoltijo. Después del examen del forense nadie había tocado tampoco la cama de matrimonio; en comparación con la cuna, estaba ordenada, prueba de que Cathy no había opuesto resistencia. Había una mancha de sangre del tamaño de un sello en la sábana bajera, aproximadamente donde la víctima tenía apoyado el codo.
Carmine sabía que en la mesita de noche habían encontrado un vaso de bourbon puro, pero tanto el vaso como su contenido los habían llevado a los laboratorios de Patrick. Los resultados del análisis llegaron poco antes de que él se marchara. La última copa de Cathy contenía hidrato de cloral; cuando le inyectaron la dosis masiva de pentobarbital la víctima estaba demasiado dormida para resistirse aun cuando hubiese sentido la aguja. Patrick había establecido que debió de morir alrededor de las dos de la mañana, lo que significaba, mucho antes que el bebé. Alguien la había asesinado, pero ¿era el mismo asesino que había matado a Jimmy?
El baño del dormitorio estaba limpio y ordenado. Aunque cargada con un niño disminuido psíquico y tres hijos mayores que no la ayudaban en nada, Cathy Cartwright se las había arreglado para mantener la casa en un estado pasable. ¡Pobre mujer! Debió de haber vivido con la sensación de que ninguno de sus seres queridos se compadecía de ella ni tenía tiempo para compartir su aflicción.
Carmine encontró a los tres en la planta alta, en la leonera, una habitación grande que, junto con el despacho y la biblioteca, separaba las habitaciones de los niños del dormitorio de los padres.
Estaban apiñados alrededor de un televisor muy grande sintonizado en un canal de dibujos animados; el cable acababa de llegar a la ciudad, y Pequot River, un barrio residencial de gente acaudalada, ocupaba el primer lugar de la lista de la empresa de cable. Como el volumen estaba al máximo, no oyeron entrar a Carmine, lo cual le permitió observarlos sin que ellos lo advirtieran. El capitán concluyó que Selma era la típica princesa de un colegio como Dormer. Su percepción de esa manera de ser había aumentado notablemente desde que Sophia había empezado a estudiar en Dormer, sobre todo dado su anterior paso por un colegio de Los Ángeles donde comprar alcohol y drogas era más fácil que comprar golosinas. En consecuencia, para Sophia, Dormer era una mala imitación, libre, por suerte, de sustancias tóxicas, aun cuando los alumnos fueran jóvenes que se consideraban muy por encima del vulgo. Riendo para sus adentros, Sophia se había integrado en la vida de Dormer como una glamurosa importación de la costa Oeste que sabía montones de cosas de las estrellas de cine y que, en lo tocante a la moda, vestía a la última. Lo que salvaba a Dormer era su excelente historial académico y algunos profesores brillantes, pues la mayoría de los docentes de Chubb enviaban allí a sus hijos; había también demasiados alumnos muy cultos para que la facción de los deportistas y sus animadoras controlase las actividades y las clases. El Dormer era, básicamente, un colegio de empollones.
«Selma debe de parecerse a su madre», pensó Carmine mientras la observaba. Alta, buen tipo, pelo rubio, piel bronceada. Pero la altivez era exclusivamente suya. Gerald Junior estaba hecho con el mismo molde, aunque era probable que jugase al baloncesto, no al fútbol americano. Sólo Grant, el menor de los tres, se parecía al padre, de estatura mediana y tez no muy oscura. Mientras que Selma y Gerald parecían mirar a Tom y Jerry con una mezcla de altanería y distancia, Grant estaba absorto en la pantalla y reía sin cortarse.
De repente Carmine decidió recorrer las habitaciones antes de hablar con ellos; salió de la leonera sin que los niños lo notaran y se dirigió hacia las cuatro habitaciones situadas en el extremo de la planta alta.
Una de ellas era el cuarto de huéspedes, bellamente decorado e intacto. «Qué niños más afortunados», pensó cuando descubrió que cada habitación tenía cuarto de baño propio. Las tres habitaciones de los niños estaban patas arriba: las camas sin hacer, los armarios abiertos, montones de cosas que se salían de los cajones o en el suelo, desparramadas por las alfombras. Allí Cathy Cartwright no había conseguido mantener la casa como probablemente era su deseo, aunque tal vez antes de que llegara Jimmy esos cuartos estaban mucho más ordenados. En esas habitaciones resonaban gritos de protesta, voces de niños que reclamaban atención, los problemas de la adolescencia. En todas había un televisor y estanterías con libros y juguetes. ¿Cuándo habrían puesto allí los televisores?
La habitación de Grant era la peor: contenía cosas tan bonitas como una cartera de colegial toda rajada, un cartel de Dormer hecho jirones y libros de texto de quinto destrozados. Era de suponer que el estallido de esa rabia contra el colegio se había producido el día en que allí circuló la noticia de que Jimmy tenía el síndrome de Down, lo cual significaba que habían pasado meses sin que nadie tratara de poner orden en su habitación. Su madre se había dado por vencida.
El cuarto de baño de Grant olía mal: en las baldosas azules del suelo había restos de vómito mal limpiados. Carmine levantó la tapa del cesto de la ropa y vio un pijama sucio y con pegotes; saltaba a la vista que lo habían usado para recoger el vómito. Era probable que los Cartwright tuviesen una señora de la limpieza que iba a su aire y que todavía no se había dedicado al cuarto de Grant, aunque, en caso de hacerlo, se ocuparía de lo básico. Siempre y cuando se atreviera a entrar en él.
Hora de volver a la leonera.
Llamó a la puerta con los nudillos. Las tres caras se volvieron hacia él y los tres niños se levantaron, sorprendidos. ¡Un desconocido! Selma bajó el volumen.
—Me llamo Carmine Delmonico y soy capitán de la policía de Holloman —se presentó, cogiendo una silla para sentarse—. Girad las sillas hacia mí y sentaos.
Obedecieron a regañadientes. Bajo la pátina de bravucones había capas de miedo, conmoción por la muerte de la madre, terror por lo que pudiera ocurrirles y cierta callada satisfacción que Carmine atribuyó a la muerte de Jimmy, por el que no llorarían.
—¿Viste u oíste algo anteanoche, Selma? —preguntó, y observó que la chica se mordía las uñas.
—No —dijo ella, escueta.
—¿Estás segura?
—¡Sí! —exclamó—. ¡Sí, sí y sí!
—Latino —masculló Gerald Junior por lo bajo. Como Carmine no reaccionó, se explicó sin cortapisas—: ¡Jodido poli latino!
¡Cuánta rabia acumulada! Carmine miró a Selma a los ojos, azul celeste; después miró a Gerald, que los tenía idénticos, y percibió la rabia que lo carcomía.
—¿Y tú, Gerald? —preguntó sin alterarse.
—Soy Junior —dijo, de pronto con menos seguridad que su hermana—. No, yo no vi ni oí nada. Aquí, si hay ruido en la habitación de Jimmy, no se oye nada.
«Y tampoco si lo hay en la de los padres, claro, porque era allí donde Jimmy dormía.»
—Entonces, ¿Jimmy hacía mucho ruido?
—Sí —dijo Junior con brusquedad, y se encogió de hombros—. Como una oveja o una cabra. ¡Beee! —imitó burlonamente a un ovino—. ¡Muchas veces se despertaba balando!
Era el turno de Grant.
—¿Y tú, Grant?
—Yo oí nada de nada.
Qué interesante: los profesores de Dormer aún no habían conseguido pulir la sintaxis de Grant. Carmine se aclaró la garganta y se inclinó hacia delante.
—Pero en algún momento te despertaste. Vomitaste.
Grant, estupefacto, se puso de pie de un brinco.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque lo he olido. Y porque he visto los restos de la vomitona. Usaste el pijama para limpiarlo; sigue ahí, en el canasto. ¿Aquí nadie hace nunca la colada?
—¡Eh! —saltó Selma, envarada—. ¡Usted no puede fisgonear en nuestras cosas, latino del Este!
—Veo que os gusta mucho el apelativo «latino» —repuso Carmine, poniéndose serio—. No creo que lo usen mucho los alumnos de Dormer; de lo contrario mi hija me lo habría contado. Tiene tu edad, Selma, y debe de coincidir contigo en algunas clases. Sophia Mandelbaum. —Advirtió que Selma se demudaba y entendió un poco más sobre la jerarquía del colegio. Selma era una aspirante; su hija ya era una figura. Era asombroso que esas cosas comenzaran tan pronto—. Ya debéis de saber que anteanoche asesinaron a vuestra madre y a vuestro hermano Jimmy. ¿Por qué no colaboráis? Veis bastante televisión, así que sabéis cómo procede la policía. En una investigación por asesinato nada es sagrado, ni siquiera los cestos de la ropa sucia. Así que sentaos y contestad en la comodidad de vuestra casa. De lo contrario tendréis que ir conmigo a la ciudad y responder a las mismas preguntas en una sala de interrogatorios. ¿Está claro?
A partir de ese momento ya no opusieron resistencia; los tres asintieron con la cabeza.
—Dime, Grant, ¿vomitaste?
—Sí —admitió con un hilo de voz.
El instinto le dijo algo a Carmine. Miró a los otros.
—Gracias, vosotros dos podéis iros. La mujer policía ya debe de haber llegado, así que decidle que suba aquí de inmediato. No podré hacerle daño a Grant con ella presente, ¿verdad?
Era evidente que Selma quería quedarse, pero no se la veía muy dispuesta a decirlo. Tras una sugestiva pausa que Carmine pasó por alto, la muchacha suspiró y siguió a Junior. La mujer policía entró poco después.
—Siéntese allí, Gina. Hará de acompañante —dijo Carmine, y se volvió hacia Grant—. Veamos, Grant, cuéntame lo que pasó.
—Me di un atracón de Twinkies… ¡La cena se había atrasado mucho! —El niño parecía indignado—. Mamá sólo se ocupa de Jimmy y ya no nos sirve la cena a la hora habitual. Y cuando por fin nos la sirve, ¡espaguetis! —Hizo una mueca—. Siempre espaguetis. Me di un atracón de Twinkies y cuando se terminaron encontré un pastel de crema.
¿Cuánto tiempo tendría que pasar para que esos niños admitieran que su madre había muerto? ¿Que si la cena se les había servido a deshora durante los últimos dieciocho meses, en el futuro sería aún peor? Estaban tan ensimismados, tan inmersos en lo que percibían como injurias intolerables… Carmine, con expresión impasible, prosiguió:
—¿Dormiste anteanoche, Grant?
—Sí, claro. Vi una película un poco tonta, ¡en blanco y negro!, y más o menos a medianoche debí de dormirme con la tele encendida. Cuando me desperté me sentía mal, pero pensé que se me pasaría. Pero no, cada vez me sentía peor. Corrí a mi cuarto de baño, pero no me dio tiempo a llegar y vomité en el suelo. Después me sentí mejor, así que me metí en la cama y me dormí.
La actitud del niño había cambiado: empezaba a sentirse incómodo. Desaparecieron todo el mal humor y la agresividad, y sus ojos castaños, antes fijados en Carmine, se apartaron de repente. Había salido a la luz la verdad, pero no toda. Y ahora, mientras persistía un tenso silencio y Gina intentaba pasar lo más inadvertida posible, Grant trataba de inventar una historia que un capitán de policía pudiera tragarse. Pero tenía poca experiencia en el arte del embuste, lo cual indicaba que había vivido sin problemas; hasta ese día sus mentiras habían sido muy simplonas, y sus padres, unos tontos confiados que le creían. Pero ¿qué estaba ocultando? ¿Qué podría tener que ocultar que requiriese una historia sólida?
—¡Y un cuerno! —le espetó Carmine—. No volviste a meterte en la cama ni te fuiste a dormir. ¿Qué hiciste? ¡Di la verdad!
La saludable piel del niño palideció por completo; tragó saliva, como si se le cerrase la garganta.
—¡Estoy diciendo la verdad! ¡Me fui a la cama, a dormir!
—No, no es cierto. ¿Qué hiciste, Grant?
Lo soltó de golpe, desesperado. La gente no solía llevarle la contraria y él era incapaz de inventarse una historia convincente, ni siquiera para él mismo.
—Fui a la habitación de mamá a decirle que había vomitado en mi cuarto de baño.
—¡Ah! ¿Y qué pasó después?
—La luz estaba encendida… No el velador que se deja toda la noche, sino la lámpara de la mesilla de mamá. Con la otra encendida Jimmy nunca se habría calmado. Y todo olía a mierda, apestaba.
Carmine esperó a que siguiera hablando, pero el niño calló.
—Prosigue. Quiero saberlo todo.
—Jimmy estaba de pie en la cuna, berreando. Mamá parecía dormida, así que fui a despertarla. ¡Pero no pude, señor! La sacudí y le grité al oído, pero ella siguió dormida. Después vi el vaso en la mesilla y me di cuenta de que se había quedado frita. Le pasaba a menudo. Jimmy seguía chillando como si fuera a estallar, esos ruidos guturales que hacía. Le grité que se callara, pero el muy asqueroso ni siquiera se daba cuenta de que yo estaba allí. Debió de hacerse toneladas de mierda en los pañales, la peste era insoportable.
Las miradas de Carmine y Gina se encontraron; ella parecía un signo de interrogación, pero fue contestada sacudiendo ligeramente la cabeza. Un presentimiento frío y asqueante se había apoderado de Carmine, que respiró hondo y se obligó a mantener su actitud distante.
—Sigue, Grant, cuéntame qué pasó después… De todos modos lo averiguaré. Será mejor que me lo digas tú.
Por fin el niño volvió a mirarlo, resignado, con lágrimas en los ojos. Se encogió de hombros.
—Me acerqué a la cuna y bajé uno de los lados. Suponía que Jimmy estaba lleno de mierda y que eso a lo mejor sería una buena lección para mamá, para que no se quedara dormida si no quería despertar con Jimmy cagado hasta la coronilla. Pero el muy jodido siguió berreando cada vez más alto. ¡Y me dio un puñetazo! ¡Me escupió en la cara! Yo también le pegué y él se cayó en la cuna. Después ya no sé qué pasó. No le miento, señor, ¡créame! Lo único que recuerdo son los chillidos, los aullidos, los escupitajos… Sí, Jimmy me escupió. Le tapé la cara con la almohada para que se callara, pero nada. El ruido seguía oyéndose y yo seguí apretando la almohada hasta que por fin dejó de chillar. La mantuve así un rato para asegurarme. ¡El muy cabroncete me había escupido en la cara!
¡Por amor de Dios!
—Cuéntame el resto, Grant.
El niño pareció sentirse mejor, aliviado de una carga tremenda. ¿Lo sabían sus hermanos? Probablemente no, o Selma al menos no lo habría dejado solo. Carmine pensó que la hermana podía sospecharlo, pero que no había tenido tiempo de comprobarlo. Tanto mejor. De otro modo, la muerte de Jimmy Cartwright habría ocultado la muerte de su madre.
—Encendí la luz del centro —dijo Grant— y vi que Jimmy se había puesto morado, todo el cuerpo. Lo pellizqué una y otra vez, pero no se movía. Entonces comprendí que estaba muerto. Al principio me alegré, pero después pensé que si lo contaba iría a la cárcel. Iré a la cárcel, ¿no?
—Tú sigue contándome, Grant, será lo mejor. La cárcel es para los adultos. ¿Qué hiciste después?
—Lo envolví en una sábana de la cuna y lo llevé abajo —dijo el niño, más tranquilo ahora—. Salí por la puerta trasera y lo llevé hasta el río. Lo tiré al agua y se hundió enseguida, así que volví a casa y dejé la sábana otra vez en la cuna. Me acerqué a ver a mi madre, que seguía dormida. Pero no estaba dormida, ¿verdad, señor? Ella también estaba muerta.
—Sí, desde antes de que entraras en su habitación —dijo Carmine—. ¿Qué hiciste cuando llegaste a tu dormitorio?
—Intenté limpiar el suelo del lavabo, después me metí en la cama y me dormí. Estaba hecho polvo.
«Sin remordimientos —pensó Carmine—. Y es posible que nunca los tenga. Sin embargo, es un niño inteligente. Si su padre le encuentra un buen abogado, terminará siendo un buen estudiante. Y cuando los asistentes sociales lleguen a él, ya se habrá arrepentido. Y cuando le toque presentarse ante un juez, ya tendrá todos los lapsus de memoria adecuados.»
¡Pero qué idiotas eran esos padres! ¿Cuál de los dos había sido tan tacaño como para no querer contratar a una asistenta después del nacimiento de Jimmy? Si había una mujer que necesitara una asistenta a jornada completa, ésa era Cathy Cartwright. Y se podían permitir ese gasto a pesar de tener tres hijos matriculados en Dormer.