3 de abril de 1967

Sr. Evan Pugh

Residencia Paracelsus

Universidad de Chubb

Holloman, Connecticut

Estimado señor Pugh:

Admito la derrota. Sus cien mil dólares han sido depositados en su habitación de la residencia universitaria, según lo estipulado en su carta de 29 de marzo. En caso de que me descubran, me aseguraré de que mi presencia no despierte sospechas. Por favor, no intente obtener de mí más dinero. Mis bolsillos están vacíos.

Atentamente,

MOTOR MOUTH

A Evan Pugh le temblaron las manos mientras leía esta misiva, que encontró en su buzón dentro de un sencillo sobre blanco con sus señas escritas a máquina. Hasta entonces, en la oscura ranura del buzón no había visto nada, ni cuando bajaba a desayunar ni cuando subía a su habitación después de la comida del mediodía. Ahora, a las dos y media, tuvo su respuesta.

Los pasillos estaban desiertos cuando empezó a subir por la escalera abierta situada al final del vestíbulo; Paracelsus era una residencia universitaria nueva, de magníficas líneas, amplias y nítidas, diseñada por un arquitecto de fama internacional y exalumno de Chubb. No obstante, también era víctima de la austeridad de su estilo, que podría calificarse de inhóspito: suelos y paredes de mármol de Vermont; jardines de guijarros, acristalados y demasiado pequeños para entrar en ellos; luz blanca y una ornamentación mínima. Arriba, donde se encontraba el dormitorio de Evan, unas paredes pintadas de gris y un suelo de linóleo, gris también, reemplazaban el mármol blanco. Muy práctico, pero aireado y espacioso, igual que las habitaciones, de ahí que los residentes de Paracelsus quisieran tanto al arquitecto, que en sus días de estudiante también había padecido, cómo no, las incomodidades de compartir un cubículo en una residencia construida en 1788; por esa razón había diseñado para ésta habitaciones grandes y muchos cuartos de baño.

Arriba tampoco había un alma. Evan avanzó con sigilo por el pasillo y entró en su habitación, donde, echando un rápido vistazo alrededor, se cercioró de que Tom Wilkinson, su compañero de cuarto, estaba en clase con los otros alumnos de segundo año de su facultad, donde se cursaban los estudios preparatorios de Medicina. Tenía que cerciorarse, porque incluso esos chicos a veces faltaban a clase. Pero estaba solo. A salvo.

Por asombroso que pareciera, la habitación estaba desordenada pero no hecha un caos. Los dos jóvenes tenían coche, por tanto, no había bicicletas a la vista, y tampoco las habituales pilas de cajas que los estudiantes suelen acumular en el suelo. Una estantería que llegaba hasta el techo separaba los dos grandes escritorios, situados debajo de las ventanas, y las amplias camas individuales estaban una a cada lado de la puerta. En las otras dos largas paredes también había una puerta. Wilkinson, un joven alegre, había pegado en sus paredes pósteres de estrellas de cine sexys, pero las de Evan Pugh estaban desnudas salvo por un tablero de corcho en el que pinchaba notas y algunas fotografías.

Fue directamente al escritorio, que se hallaba exactamente como lo había dejado. Ningún cajón estaba cerrado con llave. Los fue abriendo uno a uno, buscando lo que esperaba encontrar y preguntándose qué tamaño tendría el sobre con el dinero, lo cual, como él mismo concluyó al cerrar el último cajón, dependía del valor de los billetes. Pero no encontró dinero ni paquete alguno. Miró la cama, hecha un lío de sábanas y mantas; luego se acercó y buscó de los pies a la cabecera. Nada, ni en la cama ni debajo.

Después inspeccionó los estantes. El resultado fue el mismo, y no pudo evitar preguntarse cómo había podido ser tan tonto. ¿Cómo iba a saber su presa cuál de los dos lados de la habitación era el suyo? Tampoco podía saber que había dos lados, ¿verdad? Tom era desordenado, pero tras un minucioso registro de su lado, Evan tampoco encontró nada.

Sólo quedaban los vestidores. Esta vez buscó primero en el de Tom, en vano. Después abrió la puerta del suyo. Era en esos vestidores donde mejor se revelaba el genio del arquitecto, uno de esos hombres que nunca olvidaba nada de su pasado y era consciente de toda la basura que los jóvenes de sexo masculino —¡y también las mujeres!— podían acumular durante un curso académico en el que compartían la misma habitación. Los armarios eran tan largos como toda la estancia y tenían algo más de medio metro de ancho. La mitad de su interior era espacio vacío, y hacia un extremo había estantes abiertos y al final cajoneras. Sólo estaban mal equipados en cuanto a luz, una consecuencia del miedo del decano a que se declarase un incendio en un espacio cerrado. ¡Bombillas de 25 vatios, nada más! Las puertas se cerraban solas al soltarlas, gracias a un mecanismo de resortes, otra manía del decano, que detestaba el desorden y consideraba que las puertas y los cajones abiertos eran un peligro y, también, una falta que podía acarrear consecuencias.

Evan encendió la luz y entró; la puerta se cerró detrás de él, pero ya estaba acostumbrado. Vio el paquete de inmediato: colgaba del techo con un cordel. La codicia le impidió contenerse y se lanzó sobre él; no le sorprendió que su víctima hubiese elegido dejarlo en un espacio cerrado ni de que colgase en la parte del vestidor libre de cajones y estantes. No miró el techo; sólo levantó la vista hasta la altura del paquete, e incluso a la luz mortecina de la bombilla pudo ver que los billetes estaban envueltos y bien atados en papel transparente. Eran de cien dólares y parecían nuevos; los bordes no acusaban huellas del maltrato de muchos dedos y el paquete tenía la forma de un ladrillo.

Ya se disponía a cogerlo cuando se detuvo un momento para regodearse en el grandioso golpe que había dado, un triunfo que no podía confiar a nadie mientras siguiese chantajeando al señor Motor Mouth. ¿Quería seguir haciéndolo? Al fin y al cabo, no necesitaba el dinero, que constituía sencillamente el arma elegida. Lo que más le gustaba era saber que él, un estudiante de Chubb de apenas diecinueve años, tenía el poder de atormentar a otro ser humano hasta el punto de causarle una angustia extrema. ¡Ah, sí, era delicioso! ¡Por supuesto que seguiría chantajeando a Motor Mouth!

Al coger el paquete envuelto en plástico advirtió que no se movía, por lo que tiró de él con fuerza. Nada. Tiró con mayor fuerza aún, ansioso, y entonces el paquete se soltó. Lo aferró con las manos, que se negaban a renunciar a su premio.

En ese mismo instante oyó un ruido que era, a la vez, mezcla de rugido y silbido, seguido de un terrible dolor en los brazos y el pecho. Convencido de que lo había mordido una especie de monstruo, Evan soltó el paquete y se aferró a aquello que lo atacaba, fuera lo que fuese. Sus dedos se cerraron alrededor de un frío acero que se le clavaba. Y no era un puñal, sino varios puñales que se le hundieron hasta los huesos.

Todo fue tan repentino que ni siquiera atinó a gritar, pero de pronto se puso a chillar, y se preguntó por qué tenía la boca llena de espuma…

Los gritos llegaron hasta la habitación, pero allí no había nadie. Que no llegaran al pasillo se debió al arquitecto, siempre muy cuidadoso con la insonorización y que, además, había trabajado con un presupuesto más que generoso. Los Parson deseaban algo realmente de primera clase, aun cuando tuvieran que desprenderse de un Rodin y un par de esculturas de Henry Moore. Cosas que posiblemente no se podían guardar en o cerca de la basura.

Evan Pugh tardó dos horas en morir; mientras la vida iba escapándosele, las piernas se negaban a moverse y la respiración ya era sólo una sucesión de jadeos angustiados. Su único consuelo, a medida que iba perdiendo la conciencia, fue saber que la policía encontraría el dinero y la carta de Motor Mouth, que aún tenía en el bolsillo.

—¡No puedo creerlo! —exclamó el capitán Carmine Delmonico—. Y el día aún no ha terminado. ¿Qué hora es, por amor de Dios?

—Ya son casi las seis y media —respondió Patrick O’Donnell desde el vestidor—. Como bien sabes.

Carmine entró por el hueco de la puerta, a la que habían desenganchado el muelle, y lo que vio fue una escena surrealista que parecía hecha para un museo de los horrores. Patsy había colocado dos pequeñas lámparas para reemplazar la luz mortecina de la bombilla de 25 vatios, iluminando hasta el último rincón. El cadáver de Evan fue lo primero que atrajo su mirada; colgaba fláccido del techo, que no era muy alto, con los brazos y el pecho cruelmente atrapados en un artilugio parecido a las fauces de un tiburón blanco, pero de acero.

—¡Joder! —masculló Carmine entre dientes, rodeando con cuidado el cadáver—. ¿Habías visto alguna vez algo así, Patsy? ¿Qué demonios es?

—Es una trampa para osos, de tamaño descomunal.

—¿Una trampa para osos? ¿En Connecticut? Excepto, tal vez, en algún lugar de Canadá o en los rincones montañosos de la América profunda, a este lado de las Rocosas no se ha visto un oso en cien años. —El capitán examinó de cerca el pecho de la víctima, donde se habían clavado los dientes de la trampa—. Sin embargo —reflexionó—, podría haber personas que guardan una de estas trampas en un rincón del granero.

Carmine se quedó apartado mientras Patrick terminaba de registrarlo todo; luego los dos se miraron.

—Tendré que llevarme todo tal cual está —dijo Patrick—. No me atrevo a soltar el cadáver dentro de este armario. Este artilugio ha de tener un muelle capaz de arrancarte una mano de cuajo si se dispara mientras intentamos forzarlo. Este techo es mucho más bajo que el de la habitación, pero tiene que haber una viga. ¡Sería muy divertido!

—No está atornillado, sino sujeto con un perno —dijo Carmine. Entonces vio el paquete envuelto en plástico y se inclinó para inspeccionarlo—. Hummm… Extraño, Patsy, muy, muy extraño. A menos que el interior sea papel de periódico, aquí hay un montón de dinero. Un cebo para codiciosos. La víctima lo vio, quiso cogerlo y la trampa se disparó.

Una vez establecida la forma en que Evan Pugh había muerto, Carmine recorrió con la vista el interior del vestidor, que, pensó, era el sueño de cualquier estudiante. Cuatro metros y medio de largo y más de medio metro de ancho; en un extremo, una cajonera empotrada; junto a ella, una serie de estantes abiertos, y el resto, espacio para almacenar cajas, cosas innecesarias, los trastos habituales. Habían colgado la trampa encima del suelo despejado; el usuario de ese vestidor era un joven limpio y ordenado.

—El que colocó la trampa conocía bien este lugar —dijo Carmine—. Los pernos están fijados en una vigueta o una viga. Cuando saltó no se movió ni un centímetro.

—Bueno, les diré a mis muchachos que la quiten. ¿Ya has visto suficiente?

—Creo que sí. Pero ¿tú te crees esto, Patsy?

—No es fácil. Con éste van doce en dieciocho horas.

—Te veré en el depósito de cadáveres.

Abe Goldberg y Corey Marshall, los subordinados de Carmine, estaban de pie con cara de pasmados, junto al escritorio de Evan Pugh.

—¿Doce, Carmine? —preguntó Corey cuando Carmine se les unió.

—Doce, y casi todos diferentes. Pero éste se lleva el premio, chicos. Una trampa para osos…

—¡Doce! —exclamó Abe, asombrado—. Carmine, nunca, en toda la historia de Holloman, hubo doce asesinatos en un día. Cuatro ha sido el máximo, cuando el tiroteo entre las bandas de moteros en el aparcamiento de la bolera de Chubb, y eso fue sencillo, ni siquiera una gran sorpresa. Los resolviste todos en menos de una semana.

—Bueno, dudo que esta vez lo consiga —dijo Carmine con abatimiento.

—No obstante —dijo Abe, tratando de consolar a su jefe—, no todos los casos son tuyos. Sé que no se puede apartar a Mickey McCosker y su equipo de sus investigaciones sobre estupefacientes, pero Larry Pisano ya está trabajando en el caso de los muertos por disparos. Eso nos quita tres, y ahora sólo nos quedan nueve.

—Son todos míos, Abe, eso lo sabes. Soy capitán de detectives. Lo que significa que cada uno de vosotros tendrá que ocuparse de una víctima. Conocéis mis métodos mejor que los chicos de Larry. —Carmine frunció el ceño—. Pero no esta noche. Id a casa, cenad una decente comida casera y dormid bien. Mañana a las nueve os quiero en la oficina del inspector jefe, ¿de acuerdo?

Abe y Corey asintieron y se marcharon.

Carmine se quedó un rato examinando aquella habitación de estudiantes relativamente espaciosa, así como la más que obvia disparidad entre el lado de su víctima y el del joven que había encontrado a Evan muerto.

Tom Wilkinson esperaba en una habitación dispuesta por el decano para alojar temporalmente al muchacho. Uno de los técnicos de Patsy lo había escoltado hasta allí tras tapar con una sábana la puerta del vestidor de Evan, no sin vigilarlo mientras el chico cogía ropa, libros y otros bártulos. Tras echar un vistazo a la lista confeccionada por el técnico, Carmine volvió a inspeccionar el cuarto, que parecía partido por una línea divisoria, tan distintos eran sus lados. Tom era caprichoso y desordenado, y eso incluía su vestidor; Evan Pugh, en cambio, era un obsesivo. Hasta las notas pinchadas en el tablón de corcho eran cuadriculadas y perfectamente legibles. Una rápida lectura de las mismas no arrojó ningún resultado sobre los motivos de su asesinato; sólo eran recordatorios, por ejemplo, de que tenía que recoger la ropa del tinte tal día, comprar sellos, calcetines, artículos de papelería. Todas las fotografías eran de lugares más cálidos que Holloman: palmeras, casas de colores vivos, playas. Y una mansión. Delante de ella, un hombre y una mujer de entre cuarenta y cincuenta años, vestidos de gala y de aspecto próspero.

Como en el escritorio no encontró nada de utilidad, Carmine fue a ver a Tom Wilkinson, que estaba sentado en su nueva cama con aspecto de desdicha. Una sola mirada bastaba para advertir que no se parecía en nada a Evan Pugh: alto, guapo, rubio, atlético, con grandes ojos azules que miraron a Carmine con una mezcla de miedo y curiosidad. No eran los ojos de alguien capaz de matar con una trampa para osos, pensó Carmine. El joven vestía ropa barata, nada de cachemir.

Tom intentó contar con claridad su versión: la sangre que salía del vestidor de Evan, el silencio cuando llamó a Evan para saber qué le ocurría, lo que vio tras abrir la puerta. En ese punto flaqueó, pero Carmine le dio tiempo para que se recuperase; así pudo saber que Tom no se había fijado demasiado en los detalles truculentos. Otros estudiantes de esa facultad podrían haberlo hecho, aficionados como eran a todo lo gore. Tom no había visto el dinero, y Carmine se inclinaba a creer que decía la verdad. Ese estudiante tenía dificultades para pagarse la residencia, y seguramente se habría sentido tentado de hacerse con un paquete repleto de dólares sin dueño. No había manchas de sangre en su ropa; había rodeado el charco cuando entró en el vestidor. Al salir no había tenido tanto cuidado, pero el hombre que lo acompaño cuando regresó a la habitación dijo que se había quitado las zapatillas, revelando unos calcetines agujereados. Carmine se aseguraría de que le devolvieran los zapatos lo antes posible.

—¿Te caía bien tu compañero de habitación? —preguntó.

—No —respondió Tom sin vacilar.

—¿Por qué?

—Era un remilgado.

—No pareces un joven proclive a juzgar a los demás, Tom.

—No lo soy, y podría soportar a un tipo así si fuese un remilgado común y corriente. Pero Evan no lo era. Era un tío tan… pagado de sí mismo. Quiero decir, pesaba cuarenta kilos y tenía cara de pajarraco, pero él no creía que pareciese un bicho raro. Si uno lo oía hablar, se quedaba con la impresión de que los tíos que pesan cuarenta kilos y tienen cara de pajarraco son lo más normal del mundo. Tenía un pellejo tan grueso que ni siquiera un obús habría hecho mella en él.

—¿Y cómo era en clase? —preguntó Carmine en tono profesional—. ¿Sacaba buenas notas?

—Sobresaliente en todo —respondió Tom, abatido—. Era el mejor de la clase e incluso dibujaba mejor que todos los demás. Nos hartamos de ver sus dibujos del globo ocular de un buey. ¡Nos los ponían como ejemplo de dibujos anatómicos! Ese tío era un plasta. Podría haber sido soportable, pero nos restregaba su inteligencia por las narices, especialmente a los que, como yo, estudiamos con una beca. Quiero decir que es probable que para saldar mis deudas tenga que alistarme en el ejército o la marina, y eso es un agujero en los años que me quedan para hacer mis prácticas.

—¿Era una persona… sociable?

—¿Sociable? ¡Ja! Evan hacía cosas muy raras, como ir a Nueva York para asistir a la ópera o a alguna obra para intelectuales. Nunca se perdía una película de vanguardia de las que ponían en el cineclub de Chubb, compraba entradas para cenas de beneficencia o para esas veladas con discurso incluido en los clubes de campo, donde siempre viene algún político lameculos a soltar su rollo. Después nos daba la vara como si fuéramos paletos. Creo que si algo me sorprende es que aquí, en Paracelsus, nunca nadie lo haya atizado.

—¿Tenía horarios regulares? ¿Roncaba? ¿Algún hábito personal… desagradable?

Tom Wilkinson pareció no saber qué decir.

—No, a menos que llame desagradable a su engreimiento y sus fanfarronadas. Y en cuanto a sus horarios, sí, eran regulares.

—¿A qué hora descubriste el cadáver?

—Alrededor de la seis. Tengo coche y puedo volver aquí para comer y cenar. La cafetería de Science Hill es cara, y mi hermana me dejó su viejo cacharro cuando se compró un coche mejor. La gasolina es barata, y aquí la comida está incluida en el alojamiento. Pensión completa. Y es buena. Terminé una clase de Fisiología en Burke Tower a las cinco y media y vine para aquí.

—¿La mayor parte de las asignaturas se cursan en Science Hill?

—Sí, especialmente las que de verdad son de Medicina. En segundo tenemos un par de diletantes que cursan asignaturas como Historia del Arte y tonterías por el estilo, pero se dictan en otro lugar. Lo más parecido a un aula que tiene Paracelsus es una sala de conferencias que el decano reserva para soltar sus sermones sobre vandalismo.

—¿Vandalismo?

—Sólo él lo considera así. A veces los de primero se ponen un poco nerviosos y empiezan a arrojar piedras en algún jardín. Por lo demás, yo no llamaría vandalismo a ponerle braguitas y sujetador a la estatua de una mujer desnuda, señor.

—Probablemente —dijo Carmine, muy serio—. Supongo que todos los estudiantes de tu ala son de segundo. ¿Es así, Tom?

—Sí, señor. Hay cuatro alas, una para cada curso. Evan y yo tenemos una habitación arriba, pero debajo hay más estudiantes de segundo.

—Puesto que el acento se pone en la preparación para los estudios de Medicina, ¿significa eso que el ala está desierta entre la hora de la comida y las seis de la tarde, más o menos?

—Sí, en efecto. Si alguien está enfermo y no puede ir a clase, tiene que pasar por la enfermería. A veces hay quien falta a clase para preparar un examen importante, pero ésta no es época de exámenes importantes.

—¿Y por las mañanas?

—Lo mismo. Además, creo que el decano intenta que los proveedores vengan por la mañana, así puede vigilarlos mejor.

Carmine se puso en pie.

—Gracias, Tom. Ojalá todos mis testigos fueran la mitad de sinceros. Ve a cenar algo aunque no tengas ganas.

Terminada la entrevista, el capitán fue a ver a Robert Highman, el decano. Mientras bajaba la escalera se detuvo a estudiar la estructura en cruz de la residencia. Las alas estaban destinadas al alojamiento de estudiantes, y en el centro se encontraban los despachos y habitaciones de los profesores. El decano y el administrador vivían allí en cómodas estancias, en tanto que los cuatro miembros de la junta de gobierno habitaban sendos apartamentos sin cocina en el extremo de cada una de las cuatro alas. Por su parte, las cuatro unidades similares próximas al núcleo estaban ocupadas por becarios graduados, los cuales no tenían nada que ver con la administración.

Los despachos estaban abajo; las dependencias del decano y el administrador, arriba. El vestíbulo era relativamente grande y a la hora de la cena estaba bastante desierto. No había nadie en el mostrador en que un empleado trabajaba durante las horas de oficina, y los despachos se veían claramente a través de paredes acristaladas. Tampoco allí había nadie.

Reiniciando el descenso, Carmine se detuvo poco antes de llegar al mostrador y se preguntó cómo encontrar al decano. Un alegre bullicio salía del lado opuesto del núcleo del edificio, donde se encontraban el comedor y los espacios comunes. Suspirando, Carmine se armó de valor para irrumpir entre cuatrocientos jóvenes que comían, pero finalmente no fue necesario. Un hombre bajito y vestido con terno apareció en la entrada lateral del comedor, reconoció a Carmine sólo con mirarlo y se dirigió hacia él. Anadeaba, aunque no puede decirse que fuese un hombre obeso, sino sólo patizambo. Tenía un rostro redondo y rubicundo, y el cabello castaño y bastante ralo, si bien se lo cepillaba a menudo para ocultar el cuero cabelludo en la medida de lo posible; los ojos, pardos, poseían un brillo que, según le pareció a Carmine, intimidaría a la mayoría de los residentes de Paracelsus. Y nadie podría haber dicho de él que fuese apuesto.

—Señor Highman —dijo el capitán al darle la mano. Fue un apretón firme, que transmitía seguridad.

—Vayamos a mi apartamento —propuso el decano, levantando el tablero del mostrador.

Cruzaron una puerta de cristal y subieron al primer piso en un ascensor en el que apenas cabían dos personas; ascendía con mayor lentitud que los ascensores habituales.

—El decano Dawkins, el primer decano de Paracelsus, del que soy sucesor, era parapléjico —contó Highman durante el ascenso—, pero su capacidad profesional compensaba tanto esa minusvalía como el dinero que costó instalar este ascensor. —Soltó una risita y añadió—: Princeton pensó que se lo llevaría.

—Al diablo con Princeton —dijo Carmine, sonriendo.

—¿Estudió usted en Chubb, capitán?

—Sí, soy de la promoción del cuarenta y ocho.

—¡Ah! Entonces fue uno de esos jóvenes que defendieron a nuestro querido país. Debió de empezar antes de la guerra, claro.

—Sí, en septiembre de 1939. Me alisté después de Pearl Harbor, de modo que perdí los créditos del invierno de 1941. No me importó. Los japoneses y los nazis eran la prioridad.

—¿Casado?

—Sí.

—¿Tiene hijos?

—Una hija de mi primer matrimonio, Sophia, que ahora tiene dieciséis años, y un niño de cuatro meses —contestó Carmine, preguntándose quién era el que conducía el interrogatorio.

—¿Cómo se llama?

—Aún no lo hemos decidido.

—¡Vaya! ¿Se trata de un serio contratiempo conyugal?

—No, más bien de una pelea constante y amistosa.

—Ganará ella, capitán. ¡Ganará ella! Siempre lo hacen. —El decano indicó que se sentara en un sillón de cuero y se acercó al carrito de las bebidas—. ¿Whisky?

—No me ha ofrecido ginebra.

—No parece usted la clase de hombre al que le gusta la ginebra, y tampoco se comporta como tal.

—Tiene toda la razón. Whisky, pues. Con hielo y mucha soda.

—De servicio, ¿eh? —El decano se sentó tras servirse una generosa medida de jerez—. Dispare, capitán.

—Por lo que me ha dicho Wilkinson, el compañero de habitación de Pugh, deduzco que durante las horas de clase en la residencia no hay nadie, ¿verdad?

—En efecto. Si encontramos a un estudiante en los pasillos durante esas horas, le pedimos explicaciones, no lo dude. No es algo que ocurra con frecuencia. La Fundación Parson construyó y equipó esta residencia para estudiantes del curso preparatorio de Medicina.

Carmine hizo una mueca.

—¡Ah, esos muchachos!

—Habla como si los conociera.

—Hace dos años tuve que ocuparme de un caso relacionado con una de estas instituciones.

—Sí, el Hug —dijo el decano Highman, asintiendo—. Sinceramente, creo que el asesinato del señor Pugh no puede compararse.

—Lo dudo, decano. Si la prensa y otros medios se enteraran de las circunstancias de la muerte del señor Pugh… Haremos lo posible por suavizar el contenido de nuestros comunicados.

El decano se inclinó hacia delante.

—Dígame, capitán, ¿cómo murió el señor Pugh?

—Entre los dientes de una trampa para osos colocada en el vestidor.

El decano palideció y a punto estuvo de derramar el jerez si no se lo hubiera bebido de un trago.

—¡Por Dios! ¿Aquí? ¿En Paracelsus?

—Me temo que sí.

—Pero, pero… ¿qué podemos hacer? ¡Le juro que nadie ha visto nada extraño! Créame, lo he preguntado, ¡se lo aseguro!

—Le entiendo, doctor Highman, pero mañana volverán los detectives a hacer más preguntas. Y es por eso que quisiera asegurarme de que todos los miembros del personal estarán aquí, incluidos los porteros, los jardineros, las criadas… Todos tendrán que responder a las preguntas. No trataremos a nadie con dureza, pero interrogaremos por separado a todos y cada uno —añadió Carmine con voz firme.

—Comprendo —dijo el decano, y su voz sonó sincera.

—¿Conocía bien a Evan Pugh, doctor?

Highman frunció el entrecejo, se lamió los labios y decidió servirse otra copa de jerez.

—Era un joven difícil —dijo tras beber un sorbo—. Me temo que nadie lo conocía, o quizás, y esto es más importante aún, que no le caía bien a nadie. Llevo años tratando con niños y jóvenes, pero he conocido a pocos como Evan Pugh. Muy pocos. No sabría describirle su personalidad. Creo que lo único que podría decir, y lo lamento, es que era… repugnante. No digo que yo esté al día en lo que respecta a la ciencia moderna, pero he leído algo sobre esas sustancias llamadas feromonas. Tengo entendido que se segregan para atraer a otras personas, del sexo opuesto especialmente. Las feromonas que emitía Evan Pugh, más que atraer, repelían. —Se encogió de hombros y bebió otro buen trago de jerez—. En realidad, no lo conocía en absoluto.

Hasta que se terminó el whisky, Carmine se entretuvo conversando sobre la reciente donación de los Parson, cuyas obras de beneficencia —a las que asignaban millones de dólares— siempre se destinaban a alguna actividad relacionada con la medicina. Que Roger Parson padre hubiese elegido a Piero Conducci como arquitecto no le sorprendía; estaba convencido de que si los más jóvenes del clan se hubiesen salido con la suya, Paracelsus lo habría diseñado un arquitecto más conservador. A los Parson debió de dolerles mucho tener que desprenderse de su vaciado de Los burgueses de Calais, pero lo habían cedido; se encontraba al final de la equis que formaba el núcleo de la residencia, en uno de los jardines de guijarros con paredes de cristal, y allí se veía magnífico, como corresponde a un Rodin.

—Imagino —dijo Carmine— que todas las grúas que se encuentran cerca de Paracelsus están estrictamente vigiladas.

—Lo estarían si hubiese aparecido alguna, pero para mí constituye una satisfacción decir que nunca ha ocurrido nada semejante a un robo. Hay muchas obras de arte en Chubb, y mucho más fáciles de robar que nuestro Rodin.

—Y todavía habrá más cuando se complete el museo de arte italiano… —apuntó Carmine—. Muchas obras de Canaletto y Tiziano saldrán de las cámaras acorazadas. Siempre y cuando, claro, los Thanasset decidan alguna vez dónde debe estar su museo…

—¡Una gran universidad debería estar llena de obras de arte! —afirmó el decano—. Todas las noches doy las gracias a Dios por Chubb.

Poco después de las ocho Carmine entró en la sección forense, situada en el edificio del Centro de Servicios del Condado, en Cedar Street. El forense era primo hermano suyo, aunque observando el aspecto de ambos nadie habría imaginado que los unían lazos de sangre. Patrick tenía ojos azules, cabello castaño rojizo y piel clara y pecosa; Carmine, en cambio, tenía ojos ámbar oscuro y un cabello negro y ondulado que conseguía mantener a raya a fuerza de llevarlo bien corto. Eran hijos de las hermanas Cerutti, una de las cuales se había casado con un O’Donnell, y la otra, con un Delmonico. Aunque Patrick era diez años mayor que Carmine y el padre, felizmente casado, de seis hijos, ninguna de esas diferencias era capaz de hacer mella en el gran cariño que los unía. Carmine, hijo único, había perdido a su padre cuando tenía trece años y había sido el niño mimado de una madre viuda y cuatro hermanas mayores. Había crecido sin un apoyo masculino que lo ayudara a sobrevivir hasta que Patsy, su primo de veintidós años, llenó ese vacío. No obstante, no podía hablarse de una relación parental; ellos se sentían hermanos.

Patrick, juez de instrucción además de forense, se las había ingeniado para que todas sus tareas como magistrado recayeran en su segundo de a bordo, y vivía enemistado con su señoría, léase Douglas Thwaites, el juez de distrito de Holloman, un auténtico cascarrabias. A Patrick le apasionaba la nueva medicina forense, y mantenía su departamento siempre al corriente de los avances de esa aviesa disciplina especializada en grupos sanguíneos, sueros, cabellos, fibras y demás señales que deja un criminal. Su constante preocupación era comprar nuevos equipos, pero, a raíz de la disolución del centro de investigación médica conocido como el Hug, los Parson le habían dado un microscopio electrónico, nuevos espectrómetros y un cromatógrafo de gases. Estos instrumentos, sumados a los nuevos centrifugadores y otros equipos, más los aparatos no tan importantes que le llegaron del Hug, le habían permitido montar el mejor laboratorio forense del estado, y, a modo de extraño efecto colateral, había predispuesto a Hartford a aceptar las peticiones de nuevos equipos. Según contaba el propio Patrick, que los Parson fueran tan generosos con él había servido, como no podía ser de otra manera, para hacer méritos ante el gobernador.

El depósito de cadáveres propiamente dicho estaba atestado de camillas, lo cual solía ocurrir únicamente a causa de una catástrofe aérea o de choques en cadena. Pero esa noche no. Cada una de esas siluetas inmóviles y cubiertas con sábanas era la víctima de un asesinato. Junto a ellas había otros cadáveres que requerían atención: muertes de causa dudosa, casos en que los médicos se negaban a firmar el certificado de defunción y otros que, para la policía, tenían que ser sometidos a autopsia.

En una pared había una serie de puertas de acero inoxidable, dieciséis en total, y la sala semejaba una colmena silenciosa. Dos técnicos trabajaban sacando cadáveres ya sometidos a la autopsia e intentaban no confundirlos con las víctimas de asesinatos y otros cuerpos. Carmine sabía que fuera había furgones o coches fúnebres enviados por funerarias para recoger cadáveres, y que los encargados de hacerlo protestaban por la insistencia del forense en que acudieran sin tardanza.

Se dirigió a la sala de autopsias, donde encontró a Patrick junto a una larga mesa de acero inoxidable que en un extremo tenía un lavamanos y canales de drenaje a ambos lados. Un par de balanzas para pesar carne, de las usadas en la venta al por mayor, colgaba en el lugar apropiado, y cerca de la mesa de autopsias había varios carritos con el instrumental de los forenses.

Ya habían liberado a Evan Pugh de la trampa, colocada ahora a cierta distancia, sobre un mármol y bien separada del resto de la sala de autopsias. Carmine se dirigió hacia ella con intención de examinarla y se quedó mirándola; la prudencia le dijo que más le convenía no tocarla. Si Patsy la había «vallado» significaba que era muy peligrosa. Abierta como estaba ahora, tenía unos sesenta centímetros de ancho en la base, y sus espantosos dientes, manchados unos cinco centímetros de largo. No tenían púas ni eran serrados: sólo el filo de un cuchillo. La base, que el asesino había fijado con pernos al techo del armario, era lo bastante ancha como para que un hombre pusiera sobre ella los dos pies, uno a cada lado del gozne —la manera habitual, concluyó Carmine, de abrirla y colocarla—. Tenía seis agujeros para pernos, tres a cada lado, tanto en el centro como en ambos extremos, pero no habían formado parte de la trampa original; eran un añadido muy reciente. El resto de la superficie estaba completamente oxidado; los agujeros, en cambio, brillaban como metal nuevo. El propio asesino los había escariado.

—No te atrevas siquiera a respirar sobre ella, Carmine —advirtió Patrick desde la mesa—. Tiene un gatillo, no exagero. El que la preparó para este ejercicio empleó pasta antioxidante para limpiar la herrumbre del muelle y lo ajustó a presión para que se disparase al menor contacto, incluso si tiraba de ella un debilucho como nuestra víctima. Lo que me fascina es los cojones que debe de tener este asesino para manejar ese artilugio con tanta frialdad; fue capaz incluso de meter los pernos hasta el fondo sin que la trampa se disparase. ¡Por Dios! De sólo pensarlo me echo a sudar.

Carmine se acercó a la mesa.

—¿Tienes alguna pista, Patsy?

—Dos muy buenas, creo. Mira, lee esto. Lo tenía en un bolsillo de los pantalones.

—Bueno, no cabe duda de que aclara muchas cosas —dijo Carmine tras leer la nota, volviendo a dejar el sobre de plástico transparente entre las demás pertenencias de Pugh—. Entre otras cosas, explica la cuestión del dinero. ¿Has abierto el paquete? ¿Contiene cien mil dólares?

—No lo sé. Creí que era mejor reservar ese placer para ti. Lo lavé para quitar la sangre y después quité la primera capa del envoltorio, aunque estaba seguro de que no encontraría otras huellas aparte de las de Pugh.

Carmine cogió el paquete y unas tijeras para abrir las muchas capas del envoltorio. Esperaba encontrar papel en blanco debajo de la primera capa de billetes auténticos, y se quedó estupefacto cuando descubrió que todos eran billetes de cien dólares. Un año antes habían circulado billetes falsos de cien dólares y le habían enseñado cómo comprobarlo, y ésos sí eran auténticos. ¿Qué víctima de un chantaje podía permitirse dejar mil billetes de cien?

—Este dinero sólo complica las cosas —dijo, poniendo los billetes en una fuente de acero y cubriéndolo antes de quitarse los guantes—. Aquí hay cien mil dólares nuevecitos, pero los números de serie no son todos consecutivos. Tendré que pasárselos a los federales para que averigüen su procedencia. —Apoyó el trasero en un lavabo empotrado en la pared y contempló el dinero con gesto avinagrado—. Motor Mouth… Me pregunto qué habrá dicho Motor Mouth que justifique no sólo un asesinato, sino también sacrificar tanto dinero. Quienquiera que sea, sabía que nunca podría recuperarlo. Ni la carta. Y eso quiere decir que no le preocupa en absoluto, que cree que no tenemos la más remota posibilidad de descubrir su verdadero nombre ni la causa del chantaje.

—Chantaje aparte, Carmine, en este asesinato hay un motivo que es el odio —observó Patsy, metiendo una sonda dentro de una fea herida en el pecho de Evan Pugh—. Lo que se propuso fue causarle a la víctima un tormento físico, una muerte lenta.

—Pero no un escarmiento público.

—No. Una venganza privada. A Motor Mouth no le preocupa que los detalles de su crimen se hagan públicos; dirigió toda su ira contra este pobre diablo. Sea quien sea, no pretende llamar la atención.

—Empiezo a pensar que éste fue el primer intento de chantaje por parte de Pugh. ¡Me encantaría encontrar esa carta del veintinueve de marzo! —exclamó Carmine frotándose las manos—. Pero Motor Mouth la habrá quemado. Supongamos que la recibió el veintinueve de marzo. Eso significa que planificó esta rocambolesca represalia en cuatro o cinco días. Y debe de saber que Pugh no dejó por ahí ninguna prueba del chantaje. Así que no hay fotos, cartas, notas ni otras pruebas visuales o sonoras. Pugh no tenía llaves de ninguna caja fuerte, ni siquiera de una astutamente escondida. Tampoco de una taquilla de la estación de trenes ni de la terminal de autobuses. Claro que pudo enviar algo a sus padres, pero sospecho que no lo hizo.

—¡Oh, vamos, Carmine! En los casos de chantaje siempre hay una prueba física, aunque sólo sea una descripción escrita de un incidente.

—En éste no —repuso el capitán, enderezándose—. Estoy convencido de que Motor Mouth actuó con absoluta seguridad. Ahora que Pugh ha muerto, ya no hay ninguna amenaza. La prueba murió con él.

—¿Instinto de poli? —preguntó Patsy.

Carmine se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo a mitad de camino.

—¿Cómo te las arreglas con este caos?

—De momento ya no recibo más cadáveres. El último de aquellos a los que ya les hemos hecho la autopsia estará en la funeraria alrededor de las diez de la noche, y eso nos permitirá hacer sitio para las víctimas de los asesinatos y para alguna otra que no podré rechazar. Voy a enviar Gus y a sus muchachos a los laboratorios de North Holloman para que se ocupen de los casos de allí hasta que pase esta crisis.

—¡Pobre Gus! North Holloman es un vertedero —dijo Carmine, reanudando la marcha—. Reunión en el despacho de Silvestri mañana a las nueve, ¿de acuerdo?

Cuando Carmine aparcó su Ford Fairlane en East Circle poco antes de las nueve de la noche, las luces de la costa de Holloman titilaban y aparecían y desaparecían entre los abundantes árboles que eran la gloría del lugar. En realidad, el vehículo no tenía nada que indicase que era el coche de un policía con un motor trucado de ocho válvulas y amortiguadores de la pasma, pero tampoco tenía el aspecto adecuado para su rango; desde que lo habían ascendido a capitán, a Carmine le daban un modelo del año anterior todos los años, por lo cual el coche no tenía nada del habitual coche patrulla camuflado. Recorrió el sendero curvo y en declive hasta la puerta de la casa, giró el picaporte y entró. Desdemona no se molestaba en cerrar las puertas, y pensaba, con razón, que el delincuente que se atreviese a entrar en la casa del capitán Delmonico tendría que ser un tipo muy raro. Esa manera de pensar no habría servido de nada en una ciudad más grande, pero en Holloman todos sabían dónde vivía Carmine, lo cual tenía ventajas y desventajas.

Todas las mujeres de Carmine estaban en la cocina, que era lo suficientemente grande para permitirles comer allí cuando no tenían invitados, razón por la cual el comedor y la exquisita mesa de Lalique, con candelabro a juego, se reservaban para ocasiones más festivas. Todo en la cocina era blanco; parecía un laboratorio. En cuestiones de decoración del hogar, la segunda mujer de Carmine había respetado el gusto de su marido más que el propio, y nunca lamentó esa decisión.

Desdemona estaba de pie junto a la encimera extra alta dando los últimos toques a una lasaña, mientras que su hijastra preparaba la ensalada con entusiasmo. Las encimeras tenían que ser de un metro quince de alto, pues Desdemona Delmonico medía más de metro ochenta descalza; que no fueran aún más altas fue una concesión a Sophia, que medía poco menos de metro setenta, y también a la idea de ofrecer algo que fuese utilizable si alguna vez la familia decidía vender. Desdemona tenía el pelo un poco alborotado de tanto pasarse las manos por él, pues era una aprendiza de cocinera que seguía padeciendo ataques de ansiedad cada vez que cocinaba, aunque la lasaña era un plato poco arriesgado. La madre y las hermanas de Carmine se habían ocupado de entrenarla; en consecuencia, casi todo lo que Desdemona aprendía era cocina del sur de Italia, muy ajena a ella, inglesa hasta la médula, si bien de vez en cuando conseguía imponerse. Un amigo que había ido a visitarlos desde Lincoln le había enseñado a preparar un rosbif tradicional y un potaje de Lancashire que Carmine y su familia comieron encantados. ¿No comer nunca patatas peladas y asadas de guarnición? Para Desdemona era una falta imperdonable. Por no hablar de la salsa hecha con el jugo de la carne asada.

Cuando se volvió para saludar a Carmine se la veía algo feúcha —la nariz demasiado grande y el mentón saliente—, pero cuando sonrió se le iluminó el rostro y recuperó todo su atractivo. Tenía unos ojos realmente hermosos, grandes, serenos, del color del hielo. La maternidad le había mejorado el busto, el único detalle que le faltaba para tener un cuerpo espléndido aunque fuese increíblemente alta. Como sus piernas, bien torneadas, también eran muy largas, los hombres tendían a considerarla una «tía buena», pero no habría sido ése el veredicto cuando Desdemona llevaba el Hug; el matrimonio le había sentado de maravilla.

Desdemona se acercó a su marido y se inclinó unos diez centímetros para besarlo, mientras Sophia saltaba de un pie a otro esperando su turno.

A sus dieciséis años, y muy cerca ya de los diecisiete, su hija era decididamente encantadora; había salido a Sandra, su madre, que había deseado hacer carrera en Hollywood. Rubia, de ojos azules, rasgos delicados y una silueta que era el sueño de una adolescente. Pero, mientras que su madre era una adicta a la cocaína que seguía viviendo en la costa Oeste, Sophia era inteligente, bastante ambiciosa y tenía más sentido común del que su padre y, también, su padrastro, el afamado productor Myron Mendel Mandelbaum, habrían esperado encontrar en la hija de Sandra. Para alejarse de la influencia negativa de su madre había abandonado Los Ángeles nueve meses antes, cuando Carmine y Desdemona se habían casado, para vivir en un lugar que podría ser, para una chica de su edad, lo más parecido al paraíso: una casa cuadrangular de tres pisos con un mirador. Y como era lo bastante astuta para darse cuenta de que esa ubicación no permitía casi colar visitas o escabullirse, Sophia había decidido que sus ventajas compensaban con creces ese detalle, pues no era rebelde por naturaleza. Aunque su suite tenía una pequeña cocina, casi siempre comía con su padre y su madrastra, con la que se llevaba muy bien.

Desdemona lo abrazó y Carmine estiró el otro brazo para abrazar a Sophia, que se acercó y le dio un sonoro beso.

—¡Lasaña! —exclamó el capitán, encantado—. ¿Estáis seguras de que no os importa comer tan tarde? Sinceramente, yo me conformo con un plato recalentado.

—Sophia y yo somos dos sofisticadas mujeres de mundo —respondió Desdemona—. Si cenas temprano, te despiertas muerto de hambre mucho antes de la hora del desayuno. Tomamos el té a las cuatro y con eso aguantamos.

—¿Cómo está «el aún sin nombre»? —preguntó Carmine, sonriendo con ternura.

—Julian está perfectamente —dijo la madre—. Dormido, por supuesto.

—Acéptalo, papá —pidió Sophia—. Julian es un nombre precioso.

—De mariquita —respondió Carmine—. No querréis que un hijo mío vaya a St. Bernard’s cargando con un nombre como ése.

Sophia soltó una risita.

—¡No digas tonterías, papá! Es tan machote que probablemente llegará a ser el Gran Julie de East Cicero, Illinois.

—¡Maldita sea esa película… Ellos y ellas! —gritó Carmine—. Mariquita o gánster, Julian no me parece un nombre apropiado. ¡Lo que ha de tener es un nombre corriente! A mí me gusta John, por mi abuelo materno, Cerutti. ¡O Robert, Anthony, James!

Ya estaban cortando la lasaña. ¿Cómo sabía Desdemona la hora en que él vendría a cenar? Sophia había servido la ensalada en boles y estaba aliñándola; luego llenó las copas de vino con un buen tinto italiano, salvo la suya, en la que vertió una tercera parte de vino y dos terceras partes de agua mineral con gas. Se sentaron a la mesa.

—¿Y Simon? —preguntó Sophia con malicia.

Carmine adoptó la actitud de una serpiente a punto de morder.

—¡Peor aún! ¡Es un nombre de afeminado! —exclamó—. Mirad, lo que en Inglaterra se considera normal es una cosa, pero esto no es Inglaterra.

—Tienes prejuicios contra los homosexuales —replicó Desdemona sin perder la calma—. ¡Y no digas «afeminado»!

—No, no tengo prejuicios. Pero tampoco he olvidado cuan desdichado pueden hacer sentir a un niño sus compañeros si tiene un nombre extravagante —repuso Carmine, reafirmándose en su opinión—. No se trata de si yo tengo o no prejuicios; hablo de los chicos con los que nuestro hijo tendrá que relacionarse en el colegio. En serio, Desdemona, lo peor que puede hacerle un padre a un hijo es cargarlo, sea niño o niña, con un nombre estúpido. ¡Y cuando digo estúpido quiero decir de mariquita, extravagante o imbécil!

—Entonces Julian es el menor de los males —opinó Desdemona—. ¡A mí me gusta! Por favor, Carmine, escucha cómo suena. Julian John Delmonico. ¿No es bonito? Y si llega a ser un hombre famoso, piensa en lo bien que quedará en su membrete.

—Bah —exclamó Carmine, y cambió de tema—. La lasaña está muy buena. Mejor que la de mi madre, y casi como la de la abuela Cerutti.

Halagada, Desdemona se sonrojó, pero no llegó a decir lo que en ese momento quería decir. Sophia se le adelantó.

—Adivina quién llega mañana, papá.

—Si hablas en ese tono, jovencita, sólo puede tratarse de una persona. Myron.

—¡Oh! —Sophia pareció desinflarse, pero enseguida se animó—. No lo dijo, pero sé que viene a hacerme compañía. En el Dormer empiezan las vacaciones de mediados de semestre y le sugerí que viniese.

—Más que sugerírselo, le dijiste que viniese, ¿no? Yo estoy bastante sobrecargado de trabajo, así que no podía haber elegido un momento mejor —sonrió Carmine.

—¿Es una época muy mala? —preguntó Desdemona.

—Terrible.

—¿Qué ocurre, papá?

—Ya conoces las reglas, cariño. En casa no se habla de los asuntos del trabajo.

Una hora más tarde, cuando ya se disponía a irse a la cama, Carmine fue a la habitación del pequeño, donde su retoño sin nombre dormía dichoso en su cuna. Sophia lo había llamado machote, y era una descripción perfecta: de huesos grandes y largos, tenía también la musculatura del padre; era ancho, pero nadie podría haberlo llamado gordo. Sólo «muchachote». Tenía el pelo grueso y rizado, y la piel morena como la de Carmine. De hecho, era idéntico a su padre en todo, aunque, claro, aún era un bebé. Los pies y las manos sugerían que, cuando fuese adulto, superaría el metro ochenta.

Fue entonces, con las palabras del decano de Paracelsus sobre las mujeres resonando en sus oídos, cuando Carmine Delmonico vio la luz. Ese niño podía llevar cualquier nombre con impunidad; nadie iba a intimidarlo nunca, ni a burlarse de él. Puede que necesitara el freno de un nombre ligeramente afeminado para contener su fuerza, su tamaño.

Así, cuando Carmine se metió en la cama junto a Desdemona, se volvió hacia ella y la tomó entre sus brazos, sus cuerpos pegados y las piernas enredadas. La besó en el cuello y ella se estremeció. Se acercó a él un poco más, acariciándole con una mano el pelo, que llevaba muy corto.

—Julian —cedió él—. Julian John Delmonico.

Desdemona soltó un chillido de alegría y le besó los párpados.

—¡Gracias, Carmine, gracias! ¡Nunca te arrepentirás! Y nuestro hijo tampoco lo lamentará. Puede llevar cualquier nombre que le pongamos.

—Sí, acabo de darme cuenta.