VIVO O MUERTO
Travis
La puerta de la limusina se cerró de un portazo detrás de mí.
—Ay, mierda. Lo siento. Estoy nervioso.
El taxista me hizo un gesto tranquilizador.
—No se preocupe. Veintidós dólares, por favor. Volveré con la limusina. Es nueva. Blanca. A ella le gustará mucho.
Le di treinta.
—Entonces, ¿estará aquí mismo dentro de una hora y media?
—¡Sí, señor! ¡Nunca llego tarde!
Arrancó y di media vuelta. La capilla estaba iluminada y brillaba contra el cielo de primera hora de la mañana. Faltaría una media hora para el amanecer. Sonreí. A Abby le iba a encantar.
Se abrió la puerta de entrada y salió una pareja. Eran de mediana edad, pero él llevaba esmoquin y ella, un inmenso vestido de novia. Otra mujer bajita con un vestido rosa claro que les estaba saludando con la mano me vio.
—¿Travis?
—Sí —contesté abrochándome la chaqueta.
—¡Estás para comerte! ¡Espero que la novia aprecie lo guapo que eres!
—Ella es más guapa que yo.
La mujer soltó una carcajada.
—Soy Chantilly. La que lleva todo esto, más o menos. —Se puso en jarras, con los puños apoyados sobre las caderas. Era tan ancha como alta y sus ojos estaban prácticamente ocultos bajo unas densas pestañas falsas—. ¡Entra, cariño! ¡Entra! ¡Entra! —dijo metiéndome prisa.
La recepcionista me ofreció desde detrás del mostrador una sonrisa y un montón de papeles para rellenar. Sí, queremos un DVD. Sí, queremos flores. Sí, queremos a Elvis. Marqué todas las casillas pertinentes, rellené nuestros nombres y datos y le devolví los impresos.
—Gracias, señor Maddox —dijo la recepcionista.
Me sudaban las manos. No me podía creer que estaba allí.
Chantilly me dio unas palmaditas en el hombro; bueno, más bien en la muñeca, que era lo más alto que llegaba.
—Por aquí, cariño. Puedes refrescarte y esperar a la novia aquí. ¿Cómo se llamaba?
—Eh…, Abby… —contesté mientras atravesaba la puerta que me había abierto Chantilly. Miré a mi alrededor y lo primero que vi fue un sofá y un espejo rodeados por mil bombillas enormes. El papel pintado era abigarrado, pero bonito y todo parecía limpio y elegante, tal y como le gustaba a Abby.
—En cuanto ella llegue, te aviso —dijo Chantilly guiñándome un ojo—. ¿Necesitas algo? ¿Un vaso de agua?
—Sí, estaría genial —contesté mientras me sentaba.
—Ahora vuelvo —dijo con voz cantarina y se retiró cerrando la puerta tras de sí. La oí tararear por el pasillo.
Me recosté en el sofá e intenté procesar lo que acababa de suceder. Me pregunté si Chantilly se acababa de beber un 5-Hour Energy o si era así de animada por naturaleza. Estaba sentado, pero el corazón me latía con fuerza. Esa era la razón por la que en una boda se necesitaban testigos: para que te ayudaran a mantener la calma antes de la ceremonia. Por primera vez desde que aterrizamos, deseé que Shepley y mis hermanos estuvieran allí conmigo. Estarían poniéndome a parir y ayudándome a no pensar en que mi estómago me pedía a gritos vomitar.
Se abrió la puerta.
—Aquí tienes. ¿Algo más? Pareces un poco nervioso. ¿Has desayunado?
—No, no he tenido tiempo.
—Ay, no podemos dejar que te nos caigas en mitad del altar. ¿Te traigo unas galletitas con queso y tal vez un poco de fruta?
—¡Huy, sí! ¡Gracias! —contesté un poco aturdido por el entusiasmo de Chantilly.
Volvió a retirarse y cerró la puerta dejándome solo otra vez. Mi cabeza cayó hacia atrás sobre el respaldo del sofá y mis ojos se fijaron en varias formas de la textura de la pared. Agradecía cualquier cosa que distrajera mi mirada del reloj. ¿Vendría? Cerré los ojos con fuerza y me negué a seguir por ese camino. Ella me quería. Confiaba en ella. Vendría. Maldita sea, deseé que mis hermanos estuvieran allí. Estaba a punto de perder mi enamorada cabecita.
Abby
—¡Uau, qué guapa estás! —exclamó la conductora cuando me subí al asiento trasero del taxi.
—Gracias —dije, aliviada por haber salido del casino—. A la capilla Graceland, por favor.
—¿Quieres empezar el día casada o qué? —preguntó la taxista mirándome con una sonrisa por el retrovisor. Tenía el pelo corto y gris y su espalda ocupaba todo el asiento y un poco más.
—Es la manera más rápida de hacerlo.
—Eres muy joven para tener tanta prisa.
—Lo sé —dije mirando Las Vegas pasar al otro lado de mi ventanilla.
Chasqueó la lengua.
—Pareces un poco nerviosa. Si te lo estás pensando, dímelo. No me importa dar la vuelta. Está bien, cielo.
—No estoy nerviosa por casarme.
—Ah, ¿no?
—No, nos queremos. No es por eso por lo que estoy nerviosa. Solo quiero que él esté bien.
—¿Crees que él se lo está pensando?
—¡No! —contesté soltando una carcajada. La miré por el retrovisor—. ¿Está casada?
—Un par de veces —dijo guiñándome un ojo—. La primera me casé en la misma capilla que tú. Y también Bon Jovi.
—Ah, ¿sí?
—¿Conoces a Bon Jovi? Tommy used to work on the docks![1] —se puso a cantar, para mi sorpresa.
—¡Sí! He oído hablar de él —contesté, entretenida y agradecida por la distracción.
—¡Me encanta! Mira, aquí tengo el CD.
Lo metió y nos pasamos el resto del trayecto escuchando los grandes éxitos de Jon. Wanted Dead or Alive, Always, Bed of Roses. Estaba terminando I’ll Be There for You cuando nos detuvimos delante de la capilla.
Saqué un billete de cincuenta.
—Quédese la vuelta. Bon Jovi me ha venido bien.
Me devolvió el cambio.
—Nada de propina, cielo. Tú me has dejado cantar.
Cerré la puerta y le dije adiós con la mano mientras arrancaba. ¿Estaría Travis dentro? Fui hacia la entrada y abrí la puerta. Me recibió una señora algo mayor con el pelo abultado y mucho brillo de labios.
—¿Abby?
—Sí —contesté jugando con el vestido nerviosa.
—Estás impresionante. Me llamo Chantilly y seré una de vuestros testigos. Déjame que te coja las cosas. Las guardaré en un sitio seguro hasta que hayáis terminado.
—Gracias. —La observé mientras se llevaba mi bolso. Algo rozaba y hacía ruido cuando ella caminaba, aunque no estaba segura de qué era. Era tan ancha como alta—. ¡Ay, espere! El… —dije viendo cómo volvía hacia mí mostrándome el bolso—. El anillo de Travis está aquí. Lo siento.
Cada vez que sonreía, sus ojos se reducían a dos ranuras, haciendo que las pestañas postizas fueran aún más evidentes.
—Está bien, cielo. Respira.
—Ya no me acuerdo de cómo se hace —comenté poniéndome el anillo de Travis en el pulgar.
—Dame —dijo ella extendiendo la mano—. Dame tu anillo y el de él. Os los devolveré cuando llegue el momento. Elvis no tardará en llegar y te llevará hasta el altar.
Me quedé pálida mirándola.
—Elvis…
—¿El Rey?
—Sí, sí, sé quién es Elvis, pero… —Mis palabras se quedaron flotando en el aire mientras me quitaba el anillo de un tirón y lo dejaba sobre la palma de su mano junto al de Travis.
Chantilly sonrió.
—Puedes usar este cuarto para refrescarte. Travis está esperando y Elvis llegará en cualquier momento. ¡Te veo en el altar!
Se quedó mirando mientras cerraba la puerta. Me volví y me sorprendió mi propio reflejo en el enorme espejo que tenía detrás. Estaba enmarcado por grandes bombillas redondas como las del camerino de una actriz en Broadway. Me senté en la silla del tocador con los ojos clavados en mi reflejo. ¿Es eso lo que era? ¿Una actriz?
Él estaba esperando. Travis estaba en el altar esperando a que me uniera a él para prometernos pasar el resto de nuestras vidas juntos.
«¿Y qué pasa si mi plan no funciona? ¿Que pasa si él va a la cárcel y esto no sirve para nada? ¿Y qué pasa si ni siquiera le han seguido la pista y todo esto no ha servido de nada?». Ya no tendría la excusa de haberme casado con él —sin tener aún ni la edad suficiente como para beber— porque quería salvarle. ¿Acaso necesitaba una excusa para casarme? ¿Por qué se casaba la gente? ¿Por amor? De eso teníamos de sobra. Al principio estaba tan segura de todo… Antes estaba segura de muchas cosas. En ese momento ya no estaba tan segura. De nada.
Pensé en la cara que pondría Travis si se enterara de la verdad y entonces pensé en el daño que le haría si me echaba atrás. No quería que nada le hiciera daño y le necesitaba como si fuera una parte de mí. De eso sí que estaba segura.
Se oyeron dos golpes en la puerta y me entró el pánico. Me volví, agarrando por arriba el respaldo de la silla. Era de hierro blanco, con espirales y curvas que formaban un corazón en el centro.
—Señorita —dijo Elvis con voz grave y acento sureño—, es la hora.
—Eh —dije muy bajo. No sé por qué. No podía oírme.
—¿Abby? Tu ardiente amorcito está esperando.
Puse los ojos en blanco.
—Solo… necesito un momento.
Se hizo el silencio al otro lado de la puerta.
—¿Va todo bien?
—Sí —contesté—. Solo un minuto, por favor.
Después de varios minutos, sonó otro golpe en la puerta.
—¿Abby? —Era Chantilly—. ¿Puedo entrar, cielo?
—No, lo siento, pero no. Estoy bien. Solo necesito un poco más de tiempo y estaré lista.
Pasaron otros cinco minutos y de repente oí tres golpes en la puerta que arrancaron gotas de sudor en lo alto de mi frente. Eran golpes más familiares. Más fuertes. Más seguros.
—¿Paloma?