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PILLADO

Travis

Me sequé, me lavé los dientes y me puse unos pantalones cortos, una camiseta y mis zapatillas Nike. Listo. Maldita sea, mola ser un hombre. Ni siquiera podía imaginar lo que sería tener que secarme el pelo durante media hora, quemarlo con la primera plancha de hierro candente que pudiera encontrar y luego pasarme quince o veinte minutos maquillándome antes de vestirme. Llave. Cartera. Teléfono. Puerta. Abby dijo que había tiendas abajo, pero también insinuó con bastante énfasis que no deberíamos vernos hasta la boda, así que salí hacia la Franja.

Aunque vayas con prisa, cuando las fuentes del Bellagio bailan al son de la música, es poco americano no pararte a mirarlas fascinado. Me encendí un cigarro y le di un par de caladas apoyando los brazos en una repisa de hormigón que recorría el balcón para observarlas. Al ver el agua moviéndose y salpicar al ritmo de la música me acordé de la última vez que había estado aquí, con Shepley, mientras Abby daba un repaso al póquer a cuatro o cinco veteranos.

Shepley. Maldita sea, menos mal que no estaba en la pelea. Si le hubiera perdido o si él hubiera perdido a America, no sé si Abby y yo estaríamos aquí. Una pérdida como esa cambiaría la dinámica de nuestra relación. Shepley no podría estar con Abby y conmigo sin America, ni ella podría estar con nosotros sin Shepley. Abby no podría estar sin America. Si no hubieran decidido pasar las vacaciones de primavera con los padres de él, ahora podría estar llorando la pérdida de Shepley en vez de estar preparándome para la boda. La sola idea de llamar al tío Jack y a la tía Deana para informarles de la muerte de su único hijo me produjo un escalofrío que me recorrió la columna vertebral.

La idea se esfumó de mi mente cuando recordé el momento justo antes de llamar a mi padre, de pie delante de Keaton, viendo cómo salían columnas de humo por las ventanas. Algunos de los bomberos sostenían la manguera intentando echar agua dentro mientras otros sacaban supervivientes. Recordé la sensación: sabía que tenía que decirle a mi padre que Trent había desaparecido y que probablemente estuviera muerto. Debía explicarle que mi hermano había corrido en la dirección equivocada en medio de la confusión y que Abby y yo estábamos fuera, pero él no. Pensar lo que eso habría supuesto para mi padre, para la familia entera, me revolvió el estómago. Mi padre era el tipo más fuerte que conocía, pero no podría soportar la pérdida de nadie más.

Cuando estaban en el instituto, mi padre y Jack eran los amos de la ciudad. Fueron la primera generación de hermanos Maddox duros. En los pueblos con universidad, o los lugareños empezaban las peleas o les pisoteaban. Esto último nunca les ocurrió a Jim y Jack Maddox. De hecho conocieron y acabaron casándose con las dos únicas chicas de su universidad que sabían manejarlos: Deana y Diane Hempfling. Sí, hermanas, lo cual nos convertía a Shepley y a mí en primos por partida doble. Probablemente había sido mejor que Jack y Deana se plantaran en un hijo, en vista de los cinco salvajes que tuvo mi madre. Estadísticamente hablando, nuestra familia debía tener una niña, pero no estoy seguro de que el mundo esté preparado para una Maddox. Este espíritu de lucha y esta ira… ¿y encima los estrógenos? No quedaría nadie vivo.

Cuando nació Shepley, el tío Jack sentó la cabeza. Shepley era un Maddox, pero tenía el temperamento de su madre. Thomas, Tyler, Taylor, Trenton y yo éramos de los que explotábamos con facilidad, como mi padre; pero Shepley era tranquilo. Éramos grandísimos amigos. Era como un hermano que vivía en otra casa. De hecho era como si lo fuese, aunque se parecía más a Thomas que al resto de nosotros. Todos teníamos el mismo ADN.

La fuente se apagó y me puse en marcha, siguiendo la señal de Crystals. Si podía entrar y salir rápidamente, tal vez Abby, aunque siguiera en las tiendas del Bellagio, no me viera.

Aceleré el paso, evitando turistas cansados y demasiado borrachos. Cogí unas escaleras mecánicas, crucé un puente y ya estaba en el enorme centro comercial. Tenía rectángulos de cristal con tornados de agua de colores dentro, tiendas de lujo y la misma gama de gente rara. Desde familias a bailarines de estriptis. Tenía que ser Las Vegas.

Entré en una tienda de trajes y salí al poco tiempo con las manos vacías. Luego seguí hasta dar con una tienda de Tom Ford. En diez minutos ya había encontrado y me había probado un traje gris perfecto, pero no encontraba la corbata.

—A la mierda —dije llevando el traje y una camisa blanca de botones al mostrador. ¿Dónde está escrito que el novio tenga que llevar corbata?

Cuando ya salía del centro comercial, vi unas Converse negras en un escaparate. Entré, pedí mi talla, me las probé y sonreí.

—Me las llevo —le dije a la mujer que me atendía.

Ella me sonrió con una mirada que seis meses antes me habría puesto bastante. Cuando una mujer me miraba de esa forma, normalmente significaba que lo tendría bastante fácil si quería montármelo con ella. Esa mirada significaba «Llévame a casa».

—Buena elección —comentó con una voz suave e insinuante.

Tenía una larga melena oscura, espesa y brillante. Probablemente cubría la mitad de su metro cincuenta de altura. Tenía una belleza asiática y sofisticada, con ese vestido ceñido y unos tacones altísimos. Sus ojos eran penetrantes y calculadores. Era exactamente el tipo de reto al que mi antiguo yo se habría apuntado sin dudarlo.

—¿Te quedas en Las Vegas mucho tiempo?

—Solo unos días.

—¿Es tu primera vez aquí?

—La segunda.

—Ah. Me iba a ofrecer a enseñarte la ciudad.

—Me caso con este calzado en un par de horas.

Mi respuesta apagó el deseo de sus ojos y sonrió de forma agradable, aunque era evidente que había perdido todo interés.

—Enhorabuena.

—Gracias —contesté cogiendo el recibo y mi bolsa con la caja de zapatillas.

Me fui sintiéndome mucho mejor conmigo mismo que si estuviera aquí en un viaje de tíos y me la hubiera llevado a la habitación. En aquella época no sabía lo que era el amor. Era brutal volver a casa y ver a Abby cada noche, encontrarme con esa mirada amorosa de bienvenida en sus ojos. No había nada mejor que buscar formas de hacer que se enamorara de mí una y otra vez. Ahora vivía por estas cosas y era mucho más gratificante.

A la hora de salir del Bellagio, ya tenía traje y una alianza de oro para Abby y volvía a estar donde empecé: en la habitación del hotel. Me senté al pie de la cama y cogí el mando a distancia, encendí la tele y me agaché para desabrocharme las zapatillas. Una escena familiar apareció en la pantalla. Era Keaton, precintado con cinta amarilla, aún humeando. El ladrillo alrededor de las ventanas había quedado chamuscado y el suelo que lo rodeaba estaba encharcado de agua.

El reportero estaba entrevistando a una chica, que decía entre sollozos que su compañera de habitación no había vuelto al colegio mayor y que aún estaba intentando averiguar si se encontraba entre los fallecidos. No pude aguantarlo más. Me cubrí la cara con las manos y apoyé los codos sobre las rodillas. Mi cuerpo entero se puso a temblar y comencé a llorar por los amigos y toda la gente que no conocía que habían perdido la vida. Pedí perdón una y otra vez por ser la razón de que estuvieran allí y por ser tan cabrón de elegir a Abby en vez de entregarme. Cuando ya no me quedaban lágrimas, me metí en la ducha y me quedé bajo el chorro de agua hirviendo hasta que volví al estado en que Abby me necesitaba.

Ella no quería verme hasta justo antes de la boda, así que ordené mis pensamientos, me vestí, me eché un poco de colonia, me abroché las zapatillas nuevas y salí por la puerta. Antes de cerrar, volví a mirar detenidamente la habitación. La próxima vez que atravesara esa puerta sería el marido de Abby. Era lo único que hacía soportable el sentimiento de culpa. De repente me inundó la adrenalina y el corazón empezó a latir con fuerza. En unas horas empezaría el resto de mi vida.

Las puertas del ascensor se abrieron y seguí el diseño chillón de la alfombra a través del casino. Me sentía de la leche con el traje y la gente me miraba preguntándose adónde iría ese capullo vacilón con unas Converse. Cuando estaba a medio camino de la salida, vi a una mujer sentada en el suelo rodeada de bolsas hablando por el teléfono y llorando. Me quedé clavado. Era Abby.

Me aparté a un lado instintivamente, escondiéndome al final de una hilera de máquinas tragaperras. Entre la música, los ruidos de las máquinas y la gente hablando, no podía oír lo que decía, pero la sangre se me heló. ¿Por qué lloraba? ¿Con quién estaría hablando? ¿Es que no quería casarse conmigo? ¿Debía simplemente esperar y cruzar los dedos para que no me dejara plantado?

Abby se levantó del suelo a duras penas entre tantas bolsas. Todo en mi interior quería correr hacia ella para ayudarla, pero tenía miedo. Me aterrorizaba acercarme a ella en ese momento y que me dijera la verdad, temía oírla. El capullo egoísta que llevo dentro se acabó imponiendo y la dejé marcharse.

En cuanto desapareció, me senté sobre el taburete de una máquina tragaperras vacía y saqué el paquete de tabaco de mi bolsillo interior. Le di al encendedor, el extremo del cigarro chisporroteó y luego adquirió un color rojo mientras fumaba una larga calada. ¿Qué haría si Abby cambiaba de opinión? ¿Podríamos volver adonde estábamos después de algo así? Fuera cual fuera la respuesta, tendría que encontrar la manera de conseguirlo. Aunque ella no fuera capaz de casarse conmigo, no podía perderla.

Me quedé allí sentado durante mucho tiempo fumando y metiendo billetes de dólar en la máquina tragaperras mientras la camarera me traía bebidas gratis. Después de cuatro, le hice un gesto para que se marchara. Emborracharme antes de la boda no resolvería nada. Quizás fuera esa la razón de que Abby se lo estuviera pensando dos veces. Quererla no era suficiente. Tenía que madurar de una puta vez, buscar un trabajo de verdad, dejar de beber y de pelear, y controlar mi maldita ira. Allí sentado solo en el casino, me prometí en silencio que cambiaría todas esas cosas y que empezaría en ese mismo momento.

Sonó la alarma de mi teléfono. Solo quedaba una hora para la boda. Escribí a Abby, aunque temía lo que pudiera contestarme:

T echo d menos.

Abby

Sonreí al ver el mensaje de Travis en la pantalla del móvil. Le di a responder, aunque sabía que las palabras no podían expresar lo que sentía:

Yo tb.

Solo una hora. Lista?

Aún no. Tú?

Claro, estoy hecho un cincel. Cuando m veas seguro q kieres casart cnmigo.

Cincel?

Pincel*. Puto corrector. Foto?

No! Trae mala suerte!

Tú eres el 13 d la Suerte. Tienes buena suerte.

T vas a casar cnmigo. Está claro q tú no. Y no m llames eso.

T quiero, nena.

T quiero. Ns vemos ya.

Nerviosa?

Claro. Tú no?

Solo d q t lo pienses 2 veces.

Cn una m basta.

Ojalá pudiera explicarte lo feliz q soy ahora mismo.

No hace falta. Stoy igual.

:)

Dejé el teléfono sobre el lavabo, me miré al espejo y posé el extremo del pincel del brillo de labios sobre mi labio inferior. Terminé de recogerme el pelo y fui a la cama, donde había extendido el vestido. No era el que habría elegido cuando tenía diez años, pero era precioso y lo que estábamos a punto de hacer también era precioso. Hasta la razón por la que lo hacía era preciosa. Se me ocurrían razones mucho menos nobles por las que casarse. Además, nos amábamos. ¿Tan horrible era casarse así de joven? Antes la gente lo hacía constantemente.

Moví de un lado a otro la cabeza intentando ahuyentar decenas de emociones encontradas que flotaban en mi mente. ¿Por qué dudar? Lo íbamos a hacer y estábamos enamorados. ¿Una locura? Sí. ¿Una equivocación? No.

Me puse el vestido y subí la cremallera delante del espejo.

—Mucho mejor —dije.

En la tienda, por bonito que fuera el vestido, sin maquillaje y sin peinar le faltaba algo. Ahora, con los labios pintados de rojo y el rímel, estaba perfecto.

Sujeté la mariposa de diamantes en la base de los rizos desordenados que formaban un moño lateral y me calcé los zapatos de tiras nuevos. Bolso. Teléfono. El anillo de Trav. La capilla pondría el resto. El taxi esperaba.

El hecho de que miles de mujeres se casen cada año en Las Vegas no evitó que todo el mundo me mirara al atravesar el salón del casino vestida de novia. Algunos sonreían, otros simplemente observaban, pero todas las miradas me hacían sentirme incómoda. Desde que mi padre perdiera su última partida como profesional, después de otras cuatro seguidas, y dijera públicamente que había sido por mi culpa, yo ya había llamado suficientemente la atención como para dos vidas. Con solo unas breves palabras dichas desde la frustración, dio origen al «Trece de la Suerte», regalándome así un peso increíble con el que cargar. Tres años más tarde mi madre se decidió por fin a dejar a Mick y nos mudamos a Wichita, pero incluso entonces volver a empezar parecía imposible. Estuve dos semanas enteras disfrutando de que nadie me conociera hasta que un periodista local descubrió quién era y me abordó en el jardín delantero del instituto. Luego una tía odiosa se pasó una hora un viernes por la noche buscando en Google para saber por qué la prensa quería sacarme en la sección «¿Dónde está ahora?». Fue lo único que hizo falta para joder mi segunda experiencia en el instituto. Eso a pesar de que mi mejor amiga era peleona y no tenía pelos en la lengua.

Cuando America y yo fuimos a la universidad, yo quería ser invisible. Hasta el día que conocí a Travis, estaba disfrutando muchísimo de mi anonimato redescubierto.

Bajé los ojos ante la enésima mirada penetrante que se clavaba en mí y me pregunté si por el hecho de estar con Travis siempre me sentiría como si llamara la atención.