TRES HORAS
Travis
Abby me cogió de la mano y tiró de mí mientras avanzábamos por el casino hacia los ascensores. Yo iba arrastrando los pies, tratando de echar un vistazo antes de subir. Apenas hacía unos meses desde la última vez que estuvimos en Las Vegas, pero ahora era menos estresante. Estábamos aquí por una razón mucho mejor. Aun así, ella seguía en modo práctico y se negaba a pararse el tiempo suficiente para que me sintiera cómodo entre las mesas. Odiaba Las Vegas y con razón, lo cual me hacía preguntarme aún más por qué habría elegido venir a este sitio. Sin embargo, mientras estuviera empeñada en convertirse en mi mujer, tampoco iba a discutírselo.
—Trav —dijo enfurruñada—, los ascensores están… ahí. —Y me tiró de la manga varias veces hacia su objetivo.
—Estamos de vacaciones, Paloma. Enfría los motores.
—No, nos vamos a casar y tenemos menos de veinticuatro horas para hacerlo.
Apreté el botón y nos apartamos a un espacio vacío alejado de la multitud. Tampoco debería extrañarme ver a tanta gente terminando la velada tan cerca del amanecer, pero hasta un chico salvaje de fraternidad como yo se podía sorprender aquí.
—Aún no me lo creo —dije. Acerqué sus dedos a mi boca y los besé.
Abby seguía con la mirada clavada sobre la puerta del ascensor viendo cómo los números iban descendiendo.
—Ya lo has mencionado. —Me miró y la comisura de sus labios se alzó ligeramente—. Créetelo, cariño. Estamos aquí.
El pecho se me hinchó y los pulmones se me llenaron de aire, preparándose para soltar un largo suspiro. No recordaba haber sentido los huesos y los músculos tan relajados en los últimos tiempos ni nunca. Mi mente estaba en calma. Era raro sentir todo eso, saber lo que acabábamos de dejar atrás en el campus y a la vez sentirme tan responsable. Era desconcertante e inquietante estar feliz un segundo y al siguiente sentirme como un criminal.
Se abrió una ranura entre las puertas del ascensor y estas se separaron lentamente, permitiendo que sus ocupantes salieran al vestíbulo. Abby y yo entramos juntos con nuestra pequeña maleta de lona con ruedas. Una mujer llevaba un bolso grande, una bolsa de mano del doble de tamaño que la nuestra y una maleta de cuatro ruedas vertical donde cabrían dos niños pequeños por lo menos.
—¿Se viene a vivir aquí? —le pregunté—. ¡Mola!
Abby me clavó el codo en las costillas. La mujer me observó detenidamente, después miró a Abby y, con acento francés, dijo:
—No. —Luego apartó la mirada, claramente molesta de que le hubiera dirigido la palabra.
Abby y yo nos miramos y entonces se le abrieron los ojos, como diciendo silenciosamente: «Uau, ¡menuda bruja!». Intenté no reírme. Maldita sea, cómo quería a esa mujer y cómo me gustaba saber lo que estaba pensando sin decirnos una sola palabra.
La francesa asintió.
—Piso treinta y cinco, por favor.
Casi el ático. Por supuesto.
Cuando las puertas se abrieron en el piso veinticuatro, Abby y yo salimos y nos quedamos sobre la elegante alfombra un poco perdidos. Iniciamos entonces el típico paseo que la gente hace siempre para buscar su habitación. Por fin, al final del pasillo, Abby insertó la llave electrónica y la sacó rápidamente.
La puerta hizo clic. Se encendió la luz verde. Y estábamos dentro.
Abby encendió la luz, se quitó el bolso por encima de la cabeza y lo tiró sobre la inmensa cama. Me sonrió.
—Esto está bien.
Solté el asa de la maleta dejando que se volcara y cogí a Abby entre mis brazos.
—Ya está. Estamos aquí. Cuando durmamos en esa cama más tarde, seremos marido y mujer.
Abby me miró a los ojos profundamente pensativa y posó la palma de su mano sobre mi mejilla. Un extremo de su boca se arqueó hacia arriba.
—Y tanto que lo seremos.
Ni siquiera pude empezar a imaginar los pensamientos que fluían tras sus preciosos ojos grises, porque casi al instante desapareció aquella mirada pensativa.
Se puso de puntillas y me dio un pico.
—¿A qué hora es la boda?
Abby
—¿Dentro de tres horas?
Aunque mi cuerpo entero quería tensarse, logré mantener los músculos relajados. Estábamos perdiendo demasiado tiempo y no tenía forma de explicarle a Travis por qué necesitaba hacerlo de una vez.
¿Hacerlo de una vez? ¿De verdad me sentía así? Tal vez no fuera solo porque Travis necesitaba una coartada creíble. Tal vez temiera echarme atrás si teníamos demasiado tiempo para pensar lo que estábamos haciendo.
—Sí —contestó Travis—. Imaginaba que necesitarías tiempo para encontrar un vestido, arreglarte el pelo y todas esas cosas de tías. ¿Me…, me he equivocado?
—No. No, está bien. Supongo que simplemente creía que llegaríamos e iríamos directamente al grano. Pero tienes razón.
—No vamos al Red, Paloma. Vamos a casarnos. Sé que no es una iglesia, pero pensé que podíamos…
—Sí. —Negué con la cabeza, cerré los ojos un segundo y entonces le miré—. Tienes razón, perdona. Iré abajo a buscar algo blanco, volveré y me arreglaré. Si no encuentro nada aquí, iré a Crystals. Allí hay más tiendas.
Travis se acercó y se detuvo a solo unos centímetros de mí. Me observó unos instantes, lo suficiente para que me estremeciera.
—Cuéntame —dijo suavemente.
Por mucho que intentara salirme por la tangente con una explicación, me conocía demasiado bien para saber (con o sin cara de póquer) que le ocultaba algo.
—Creo que lo que ves es cansancio. No he dormido en casi veinticuatro horas.
Suspiró, me besó la frente y fue al minibar. Se agachó y luego se volvió sosteniendo en la mano dos latitas de Red Bull.
—Problema resuelto.
—Mi prometido es un genio.
Me pasó una lata y me estrechó en sus brazos.
—Me gusta.
—¿Qué? ¿Ser un genio?
—Ser tu prometido.
—Ah, ¿sí? Pues no te acostumbres. Dentro de tres horas será diferente.
—Ese título me gustará todavía más.
Sonreí observando cómo Travis abría la puerta del baño.
—Mientras buscas el vestido, me voy a dar otra ducha, me afeito y luego intentaré encontrar algo que ponerme.
—¿Entonces no estarás cuando vuelva?
—¿Quieres que te espere aquí? Es en la capilla Graceland. Pensaba que nos podíamos encontrar allí.
Sacudí la cabeza.
—Molará encontrarnos en la capilla justo antes, vestidos y listos para ir juntos al altar.
—¿Y vas a andar sola por Las Vegas tres horas?
—Crecí aquí, ¿recuerdas?
Travis se quedó pensativo.
—¿No sigue Jesse currando de supervisor de mesas en el casino?
Levanté una ceja.
—No lo sé. No he hablado con él. Pero, aunque así fuera, el único casino al que me voy a acercar por aquí es al Bellagio y solo será para llegar a esta habitación.
Travis pareció quedarse satisfecho con la respuesta y asintió.
—Nos vemos allí. —Me guiñó un ojo y cerró la puerta del baño.
Cogí mi bolso de la cama, luego la llave electrónica y, tras mirar hacia la puerta del baño, cogí el móvil de Travis de la mesilla.
Abrí sus contactos, seleccioné el que necesitaba, mandé un mensaje a mi móvil con el número y lo borré en cuanto me llegó. Nada más dejar el teléfono otra vez sobre la mesilla, la puerta del baño se abrió y apareció Travis llevando solo una toalla.
—¿La licencia matrimonial? —preguntó.
—La capilla se encarga por un poco más de dinero.
Travis asintió aliviado y volvió a cerrar la puerta.
Abrí bruscamente la puerta y fui hacia el ascensor mientras abría el teléfono y llamaba al nuevo número.
—Cógelo, por favor —susurré.
Las puertas del ascensor se abrieron. Dentro había un grupo de chicas, probablemente algo mayores que yo. Estaban riéndose y les patinaba la lengua. La mitad discutía la velada, mientras el resto decidía si deberían irse a dormir o quedarse despiertas para no perder el vuelo de regreso a casa.
—Maldita sea, ¡cógelo! —dije después del primer tono.
Tres tonos después, saltó el buzón de voz: «Hola, soy Trent. Ya sabes lo que tienes que hacer».
—¡Agh! —gruñí dejando caer la mano sobre el muslo.
La puerta se abrió y caminé decidida hacia las tiendas del Bellagio.
Después de buscar entre cosas demasiado elegantes, demasiado vulgares, con demasiado encaje, demasiadas cuentas y demasiado todo…, por fin lo encontré: el vestido con el que me iba a convertir en la señora Maddox. Era blanco, por supuesto, y por debajo de la rodilla. Bastante sencillo en realidad, salvo el cuello barco y un lazo de satén blanco alrededor de la cintura. Me puse frente al espejo y estudié cada línea y cada detalle. Era precioso y me sentía preciosa con él. En solo un par de horas estaría junto a Travis Maddox viendo cómo sus ojos devoraban cada curva de la tela.
Caminé junto a la pared estudiando el enorme surtido de velos. Después de probarme el cuarto, lo devolví a su compartimento algo nerviosa. El velo era demasiado correcto. Demasiado inocente. Me llamó la atención otro expositor. Me acerqué y pasé los dedos sobre las cuentas, las perlas, las piedras y los metales de varios pasadores. Eran menos delicados y más… de mi estilo. Había muchos sobre la mesa, pero mis ojos volvían siempre al mismo. Tenía una pequeña peineta plateada y el resto estaba formado por decenas de diamantes de imitación que de algún modo dibujaban una mariposa. Sin saber por qué, lo cogí en mi mano, segura de que era perfecto.
Los zapatos estaban al fondo de la tienda. No tenían una selección demasiado amplia, pero por suerte yo tampoco era demasiado exigente y cogí los primeros que vi de color plateado con tacón y tiras. Dos de ellas me pasaban por encima de los dedos y otras dos alrededor del tobillo, con unas perlas que camuflaban la hebilla. Afortunadamente tenían el número 36, así que me puse con lo único que me faltaba de mi lista: las joyas.
Elegí unas perlas sencillas, pero elegantes. En la parte de arriba, donde se enganchaban a la oreja, tenían una pequeña zirconia cúbica, justo lo suficientemente ostentosa para la ocasión, e iban con una gargantilla a juego. Nunca me había gustado llamar la atención y ni siquiera en mi boda parecía que fuera a cambiar.
Pensé en la primera vez que vi a Travis. Él estaba sudoroso, sin camiseta, jadeando, y yo, cubierta de sangre de Marek Young. Hacía justo seis meses y ahora estábamos a punto de casarnos. Y tengo diecinueve años. Solo tengo diecinueve años.
«¿Qué coño estoy haciendo?».
Me quedé delante de la caja registradora viendo cómo se imprimía el recibo del vestido, los zapatos, el pasador y las joyas y tratando de no hiperventilar.
La pelirroja detrás del mostrador rasgó el recibo y me lo entregó con una sonrisa.
—Es un vestido precioso. Buena elección.
—Gracias —contesté.
No estoy segura de si le sonreí o no. Aturdida de repente, salí de la tienda con la bolsa agarrada contra el pecho.
Después de pasar un momento por la joyería para comprarle a Travis una alianza de titanio negro, miré mi móvil y lo volví a meter en el bolso. Iba bien de hora.
Cuando entraba en el casino, mi bolso empezó a vibrar. Me puse la bolsa entre las piernas y lo abrí. Después de dos tonos, mis dedos empezaron a moverse desesperadamente, cogiendo y apartando todo para llegar a tiempo al teléfono.
—¿Diga? —pregunté medio chillando—. ¿Trent?
—Abby, ¿va todo bien?
—Sí —contesté jadeando mientras me sentaba en el suelo apoyada en la máquina tragaperras más cercana—. Estamos bien ¿y tú?
—Estoy con Cami. Está bastante tocada por lo del incendio. Ha perdido a algunos de sus amigos.
—Ay, Dios, Trent. Lo siento mucho. Es increíble. No parece real —dije con un nudo en la garganta—. Había tanta gente… Probablemente sus padres ni siquiera lo sepan todavía. —Me llevé la mano a la cara.
—Sí —dijo él con voz cansada—. Parece un campo de batalla. ¿Qué es ese ruido? ¿Estás en una sala de juegos? —Parecía asqueado, como si ya supiera la respuesta y no pudiera creerse mi falta de sensibilidad.
—No, por Dios. Eh…, nos hemos venido a Las Vegas.
—¡¿Cómo?! —exclamó cabreado. O tal vez solo confuso, no estaba segura. Era un tipo impresionable.
Me estremecí ante la desaprobación que noté en su voz, porque sabía que era solo el principio. Tenía un objetivo. Necesitaba dejar mis sentimientos a un lado lo mejor posible hasta conseguir aquello por lo que había venido.
—Escucha. Es importante. No tenemos mucho tiempo y necesito tu ayuda.
—Vale, ¿para qué?
—No hables, solo escucha. ¿Me lo prometes?
—Abby, déjate de juegos. Dímelo de una puta vez.
—Anoche había mucha gente en la pelea. Ha muerto mucha gente. Y alguien va a ir a la cárcel por ello.
—¿Crees que será Travis?
—Sí, él y Adam. Tal vez John Savage y cualquier otro que crean que organizó la pelea. Por suerte Shepley estaba fuera de la ciudad.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Le he pedido a Travis que se case conmigo.
—Eh…, vale. ¿Y cómo demonios le va a ayudar eso?
—Estamos en Las Vegas. Si podemos demostrar que estábamos aquí casándonos unas horas más tarde, por mucho que una decena de compañeros de fraternidad borrachos digan que le vieron en la pelea, sonará lo suficientemente descabellado como para despertar dudas razonables.
—Abby… —dijo él suspirando.
Su llanto se me atravesó en la garganta.
—No lo digas. Si crees que no va a funcionar, no me lo digas, ¿vale? Es lo único que se me ha ocurrido y, si Travis descubre por qué me caso, no lo hará.
—Claro que no lo hará. Abby, sé que estás asustada, pero es una locura. No puedes casarte con él para ahorrarle problemas. De todos modos, no funcionará. No os fuisteis hasta después de la pelea.
—Te he advertido que no me lo digas.
—Lo siento. Y él tampoco querría que lo hicieras. Desearía que te casaras con él porque quieres. Si algún día se enterase, se le rompería el corazón.
—No lo sientas, Trent. Va a funcionar. Al menos así tendrá una oportunidad. Es una oportunidad, ¿no? Más probabilidades que de otra forma.
—Supongo que sí —contestó resignado.
Suspiré y asentí cubriéndome la boca con la mano libre. Las lágrimas me nublaron la vista, creando una imagen caleidoscópica del casino. Una oportunidad era mejor que nada.
—Enhorabuena —dijo.
—¡Enhorabuena! —exclamó Cami detrás de él. Su voz sonaba exhausta y ronca, aunque estaba segura de que lo decía sinceramente.
—Gracias. Mantenedme informada. Avisadme si se pasan a husmear por casa o si os enteráis de algo sobre la investigación.
—Lo haremos… Joder, qué raro se me hace que nuestro hermano pequeño sea el primero en casarse.
Solté una carcajada solitaria.
—Pues vete haciendo a la idea.
—¡Vete a la mierda! Te quiero.
—Yo también te quiero, Trent.
Me quedé con el teléfono entre las manos sobre el regazo viendo cómo la gente pasaba por delante y me miraba. Evidentemente se asombraban de que estuviera sentada en el suelo, pero no lo suficiente como para preguntármelo. Me levanté. Cogí mi bolso y la bolsa con las compras e inspiré profundamente.
—Por ahí viene la novia —dije dando los primeros pasos.