EL CAMINO A CASA
Travis
Abby contemplaba Las Vegas por la ventana. Con solo mirarla me entraban ganas de tocarla y, ahora que era mi mujer, el sentimiento aumentaba. Pero estaba esforzándome al máximo para que no se arrepintiera de su decisión. Tomármelo con calma solía ser mi superpoder, pero ahora corría el serio peligro de convertirme en Shepley.
Incapaz de contenerme, deslicé la mano hacia ella y le rocé el dedo meñique.
—He visto fotos de la boda de mis padres. Pensaba que mi madre era la novia más guapa que vería nunca. Pero cuando te vi en la capilla cambié de opinión.
Bajó la mirada hacia nuestras manos, entrelazó sus dedos con los míos y me miró.
—Travis, cuando dices cosas así, haces que me vuelva a enamorar de ti. —Se acurrucó junto a mí y me besó en la mejilla—. Me encantaría haberla conocido.
—Ya, a mí también me habría encantado. —Hice una pausa preguntándome si debería decir lo que estaba pensando—. ¿Y tu madre?
Abby negó con la cabeza.
—Ya no estaba bien antes de que nos mudáramos a Wichita. Y cuando llegamos allí, su depresión empeoró. Simplemente desapareció. De no haber conocido a America, me habría quedado sola.
Tenía a mi esposa entre mis brazos, pero quería abrazar a la chica de dieciséis años que llevaba dentro. Y también a la niña. Había vivido muchas cosas de las que no podía protegerla.
—Sé…, sé que no es verdad, pero Mick me dijo muchas veces que le había arruinado la vida. A los dos. Tengo un miedo irracional a hacerte lo mismo a ti.
—¡Paloma! —la reñí, y le besé el pelo.
—Aunque es raro, ¿verdad? Cuando empecé a jugar, la suerte se le torció. Aseguraba que le había quitado la suerte. Como si tuviera ese poder sobre él. Eso puede generar emociones bastante conflictivas en una adolescente.
El dolor en sus ojos desataba un fuego bastante familiar en mi interior, pero respiré hondo para apagar las llamas rápidamente. No sabía si alguna vez podría ver sufrir a Abby sin volverme un poco loco, pero ella no necesitaba un novio impulsivo. Lo que necesitaba era un marido comprensivo.
—Si hubiera tenido algo de sentido común, te habría convertido en su talismán en vez de en su enemiga. En serio, peor para él, Paloma. Eres la mujer más increíble que conozco.
Empezó a jugar con las uñas.
—No quería que yo fuera su suerte.
—Podrías ser la mía. Ahora mismo me siento bastante afortunado.
Me dio un codazo juguetón en las costillas.
—Dejémoslo como está.
—No me cabe duda de que así será. Aún no lo sabes, pero acabas de salvarme.
Vi un destello en los ojos de Abby, que apoyó su mejilla sobre mi hombro.
—Eso espero.
Abby
Travis me acurrucó a su lado y me soltaba lo justo para que pudiéramos avanzar. No éramos la única pareja demasiado afectuosa esperando en la cola de facturación. Terminaban las vacaciones de primavera y el aeropuerto estaba lleno.
En cuanto conseguimos las tarjetas de embarque, atravesamos lentamente el control de seguridad. Cuando por fin alcanzamos el principio de la cola, Travis hizo saltar varias veces el detector, así que el agente de seguridad le pidió que se quitara el anillo.
Travis accedió a regañadientes. Una vez que pasamos el control, nos sentamos en un banco que había cerca para ponernos los zapatos. Travis murmuró varias palabrotas incomprensibles y luego se relajó.
—Está bien, cariño. Ya lo tienes otra vez en el dedo —me burlé riéndome de su reacción exagerada.
No contestó, simplemente me besó en la frente y dejamos la zona de seguridad para ir hacia la puerta de embarque. El resto de estudiantes que habían venido para las vacaciones de primavera parecían tan exhaustos y felices como nosotros. También vi varias parejas que llegaban de la mano, tan nerviosas e ilusionadas como nosotros cuando aterrizamos en Las Vegas.
Rocé los dedos de Travis con los míos.
Suspiró.
Su respuesta me cogió desprevenida. Era un suspiro pesado y lleno de angustia. Cuanto más nos acercábamos a la puerta, más despacio avanzábamos. Me preocupaba la reacción que nos encontraríamos en casa, pero sobre todo temía la investigación. Tal vez Travis estuviera pensando lo mismo y no quisiera hablarme de ello.
Cuando llegamos a la puerta 11, Travis se sentó a mi lado con su mano en la mía. Su rodilla no dejaba de saltar y se tocaba y tiraba de los labios con la otra mano. La barba de tres días temblaba cada vez que movía la boca. O se había bebido una jarra de café sin que yo me hubiera dado cuenta o estaba poniéndose histérico.
—Paloma… —dijo finalmente.
«Menos mal. Me va a hablar de ello».
—¿Sí?
Pensó en lo que iba a decir y luego suspiró otra vez.
—Nada.
Fuera lo que fuera, yo quería arreglarlo. Pero si él no estaba pensando en la investigación ni en enfrentarse a las secuelas del incendio, tampoco yo quería sacar el tema. Al poco tiempo de sentarnos, empezaron a llamar a los pasajeros de primera clase para que embarcaran. Travis y yo nos pusimos de pie con el resto de la gente para hacer la cola de la clase turista.
Travis se balanceaba de un pie a otro, se frotaba la nuca y me apretaba la mano. Era muy evidente que quería decirme algo. Le comía por dentro y yo no sabía qué más hacer que apretar su mano para animarle.
Cuando se empezaba a formar la cola para la clase turista, Travis vaciló un instante.
—No puedo quitarme esta sensación —dijo.
—¿Qué quieres decir? ¿Como un mal presentimiento? —pregunté muy nerviosa de repente.
No sabía si se refería al avión, a Las Vegas o a volver a casa. Todo lo que podía ir mal entre nuestro próximo paso y la llegada al campus me pasó por la mente.
—Tengo la absurda sensación de que, cuando lleguemos a casa, me voy a despertar. Como si nada de esto fuera real.
La preocupación brillaba en sus ojos, poniéndolos vidriosos. Con todas las cosas de las que preocuparnos y él tenía miedo a perderme; igual que yo temía perderle a él. Fue entonces, en ese momento, cuando supe que había hecho lo correcto. Sí, éramos jóvenes y sí, estábamos locos, pero estábamos tan enamorados como cualquiera. Éramos mayores que Romeo y Julieta. Mayores que mis abuelos. Puede que fuéramos niños hacía nada, pero había gente con diez años más de experiencia que aún no tenía la cabeza en su sitio. Nosotros no la teníamos perfectamente amueblada, pero nos teníamos el uno al otro y eso era más que suficiente.
Cuando volviéramos, probablemente todo el mundo esperaría que nos derrumbáramos, probablemente esperarían ver el deterioro de nuestra pareja por habernos casado demasiado jóvenes. Solo con imaginar todas esas miradas, las historias y los chismorreos se me ponían los pelos de punta. Puede que tardáramos una vida entera en demostrar a todo el mundo que lo nuestro funcionaría. Habíamos cometido muchos errores y sin duda cometeríamos más, pero la suerte estaba de nuestra parte. Ya les habíamos demostrado que estaban equivocados antes.
Después de un verdadero partido de tenis de preocupaciones y frases tranquilizadoras, rodeé con los brazos a mi marido por el cuello y posé suavemente mis labios sobre los suyos.
—Me apostaría a nuestro primer hijo, así de segura estoy.
Era una apuesta que no iba a perder.
—No puedes estar tan segura —dijo.
Levanté una ceja y torcí la boca hacia un lado.
—¿Apostamos?
Travis se relajó, cogió su tarjeta de embarque de entre mis dedos y se la dio a la asistente de vuelo.
—Gracias —dijo ella, que la escaneó y se la devolvió. Luego hizo lo propio con la mía e, igual que habíamos hecho veinticuatro horas antes, avanzamos de la mano por el finger.
—¿Es una indirecta? —me preguntó Travis. Se paró en seco—. ¿No estarás…? ¿Es por eso por lo que querías que nos casáramos?
Me reí, negué con la cabeza y tiré de él.
—No, por Dios. Creo que ya hemos dado un paso lo bastante importante por un tiempo.
Asintió una vez.
—Muy bien, señora Maddox.
Me apretó la mano y embarcamos en el avión rumbo a casa.