Estábamos en el apartamento más feo de todo Manhattan, y no era solo que mi cerebro estuviese programado para no apreciar el arte: todos y cada uno de aquellos cuadros eran objetivamente horrendos. Una pierna peluda saliendo del tallo de una flor. Una boca que rebosaba espaguetis. Junto a mí, mi hermano mayor y mi padre canturreaban con aire reflexivo, cabeceando como si entendiesen lo que estaban viendo. Era yo quien nos mantenía en movimiento a los tres; en aquella fiesta parecía imperar un protocolo implícito que nos obligaba a los invitados a recorrer la sala, admirar las obras de arte y solo después poder disfrutar de las bandejas de aperitivos que llevaban los camareros.
Sin embargo, al final de todo, sobre la inmensa chimenea y entre dos deslumbrantes candelabros, un cuadro representaba una doble hélice, la estructura de la molécula del ADN. La tela entera aparecía cruzada por una cita de Tim Burton: «Todos sabemos que el amor entre especies diferentes es extraño».
Me eché a reír, encantada, volviéndome hacia Jensen y mi padre.
—Vale. Este sí que es bueno —espeté.
Jensen suspiró y dijo:
—Tenía que gustarte, claro.
Eché un vistazo al cuadro y volví a mirar a mi hermano.
—¿Por qué? ¿Porque es lo único que tiene sentido en todo el apartamento? —le pregunté.
Miró a mi padre, y vi que este le concedía alguna clase de permiso.
—Tenemos que hablar contigo de tu relación con el trabajo.
Sus palabras, su tono y su expresión decidida tardaron unos instantes en llegar a mi cerebro.
—Jensen —dije—, ¿de verdad quieres tener esta conversación aquí?
—Sí, aquí —me confirmó, entornando sus ojos verdes—. Es la primera vez en dos días que te veo fuera del laboratorio y no estás durmiendo o comiendo.
Había observado con frecuencia que los rasgos de personalidad más destacados de mis padres, vigilancia, encanto, precaución, impulso y brío, se habían repartido limpiamente y sin contaminación entre sus cinco hijos.
«Vigilancia» y «Brío» se dirigían a la batalla en mitad de una velada en Manhattan.
—Estamos en una fiesta, Jens. Se supone que tenemos que hablar de lo maravillosas que son las obras de arte —repliqué, indicando con un gesto vago las paredes del salón, amueblado con opulencia—. Y de lo escandaloso que resulta… algo.
No tenía la menor idea de cuál era el último cotilleo, y esa pequeña muestra de ignorancia no hizo sino confirmar las palabras de mi hermano, que contuvo el impulso de poner los ojos en blanco.
Mi padre me pasó un canapé. Parecía un caracol sobre una galletita salada, y lo deslicé discretamente en una servilleta aprovechando que pasaba un camarero. El vestido nuevo me picaba, y me arrepentí de no haberme molestado en preguntarles a mis compañeras de trabajo por aquellas medias Spanx que llevaba puestas. Era mi primera experiencia con ellas, y supuse que las habría creado Satanás o algún tipo demasiado flaco para usar vaqueros pitillo.
—No solo eres lista —me estaba diciendo Jensen—, sino que también eres divertida. Eres sociable. Eres una chica guapa.
—Soy una mujer —corregí en un murmullo.
Se me acercó para evitar que los invitados que pasaban por nuestro lado pudiesen captar nuestra conversación. Ningún miembro de la alta sociedad neoyorquina iba a oír cómo me soltaba un sermón para que fuese más juerguista.
—Por eso no entiendo que llevemos aquí tres días y solo hayamos salido con mis amigos.
Le sonreí a mi hermano mayor y dejé que me inundase la gratitud por su actitud de hipervigilancia sobreprotectora antes de que me invadiese la piel una irritación más lenta y acalorada. Era como tocar una plancha caliente: un brusco reflejo, seguido de la quemadura prolongada y palpitante.
—Ya casi he terminado mis estudios universitarios, Jens. Tendré mucho tiempo para disfrutar de la vida.
—La vida es esto —dijo, abriendo mucho los ojos en un gesto apremiante—. Se está desarrollando ahora mismo. Yo, a tu edad, aprobaba siempre por los pelos, y mi única esperanza era despertarme el lunes sin resaca.
Junto a él, mi padre guardaba silencio, ignorando ese último comentario y aprobando con la cabeza el sentido general de sus palabras: que era una fracasada sin amigos. Le dediqué una mirada que pretendía comunicar: «¿Tengo que aguantar esto de un científico adicto al trabajo que pasaba más tiempo en el laboratorio que en su propia casa?». Sin embargo, él permaneció impasible, con la misma expresión que adoptaba cuando un compuesto que esperaba que fuese soluble acababa siendo una suspensión dentro de un frasquito: confusa, quizá un tanto ofendida.
Papá me había dado brío, pero siempre dio por sentado que mi madre me había dado también un poco de encanto. Se suponía que yo debía alcanzar el equilibrio entre la vida profesional y la vida privada mejor que él, quizá porque yo era chica, o porque él pensaba que cada generación debía mejorar las acciones de la anterior. El día que mi padre cumplió cincuenta años me metió en su despacho y me dijo: «Las personas son tan importantes como la ciencia. Aprende de mis errores». Y luego enderezó unos papeles de su mesa y se puso a mirarse las manos hasta que me aburrí tanto que me levanté y volví al laboratorio.
Estaba claro que yo no había logrado sus aspiraciones.
—Sé que soy un déspota —susurró Jensen.
—Un poco —convine.
—Y sé que me meto donde no me llaman.
Le dediqué una mirada perspicaz al tiempo que le susurré:
—Eres mi Palas Atenea personal.
—Pero no soy griego y tengo pene.
—Intento olvidar eso.
Jensen suspiró, y mi padre pareció entender por fin que aquella era tarea para dos hombres.
Ambos habían venido a visitarme, y aunque me había parecido extraño que se presentasen allí en febrero, sin un motivo concreto, hasta ese momento no había pensado mucho en ello. Papá me rodeó con el brazo y me dio un apretón. Tenía los brazos largos y delgados, pero siempre había tenido mucha fuerza.
—Ziggs, eres una buena chica.
Sonreí ante la versión de mi padre de un elaborado discurso de ánimo.
—Gracias.
Jensen añadió:
—Ya sabes que te queremos.
—Yo también os quiero. Casi siempre.
—Pero… si quieres, considéralo intervencionismo. Eres adicta al trabajo. Eres adicta a cualquier medio que creas necesario para acelerar tu carrera profesional. Tal vez pienses que siempre pretendo organizarte la vida…
—¿Cómo que «tal vez»? —lo corté—. Me lo impusiste todo, desde el momento en que papá y mamá me quitaron las ruedecitas de la bici hasta el día en que empecé a volver a casa después de la puesta de sol. Y ya ni siquiera vivías en casa, Jens. Yo tenía dieciséis años.
Me acalló con una mirada.
—Te juro que no voy a decirte lo que tienes que hacer, pero… —Se interrumpió, mirando a su alrededor como si alguno de los presentes pudiese llevar algún cartel que le apuntase el final de la frase. Pedirle a Jensen que dejase de organizar era como pedirle a cualquier otra persona que parase de respirar durante diez minutos—. Pero telefonea a alguien.
—¿«A alguien»? Jensen, tú dices que no tengo amigos. No es cierto, pero ¿a quién te imaginas que debería telefonear para ponerme a vivir la vida? ¿A otro estudiante de posgrado que esté tan enfrascado en sus investigaciones como yo? Estamos en ingeniería biomédica. No somos precisamente una masa descomunal de personajes de la vida social.
Cerró los ojos y luego alzó la mirada al techo. De pronto pareció ocurrírsele algo. Volvió a mirarme enarcando las cejas. La esperanza llenaba sus ojos de una irresistible ternura fraternal.
—¿Y Will?
Le arrebaté a mi padre de la mano la copa de champán intacta y la vacié de un trago.
No necesitaba que Jensen repitiese sus palabras. Will Sumner era su mejor amigo de la universidad, antiguo becario de mi padre y el objeto de todas mis fantasías de adolescencia. Yo había sido siempre una cría simpática y sabihonda, mientras que Will era un genio malo de sonrisa torcida, pendientes en las orejas y ojos azules que parecían hipnotizar a cada chica que conocía.
Cuando yo tenía doce años, Will, que contaba con diecinueve, vino a casa con Jensen a pasar unos días durante las fiestas navideñas. Era un sinvergüenza y ya estaba como un tren. En esas vacaciones se dedicó a improvisar con el bajo en el garaje en compañía de Jensen y a tontear con mi hermana mayor, Liv. Cuando yo tenía dieciséis años, él acababa de terminar sus estudios universitarios y se instaló en nuestra casa durante el verano mientras trabajaba para mi padre. Por culpa del carisma sexual en estado puro que rezumaba, le entregué mi virginidad a un chico gris y torpe de mi clase para intentar aliviar el deseo que me producía el simple hecho de estar cerca de Will.
Estaba segura de que, como mínimo, mi hermana y él se habían besado. De todas formas, Will era demasiado mayor para mí, pero a puerta cerrada y en el espacio secreto de mi propio corazón reconocía que Will Sumner era el primer chico al que quise besar y el primero cuya imagen me llevó a deslizar la mano bajo las sábanas en la oscuridad de mi habitación. Pensaba en su media sonrisa diabólica y en el pelo que le caía sin cesar sobre el ojo derecho; en sus brazos suaves y musculosos, y en su piel bronceada; en sus dedos largos, e incluso en la pequeña cicatriz de su bonita barbilla.
Cuando todos los chicos de mi edad hablaban igual, la voz de Will era profunda y serena. Sus ojos eran pacientes y perspicaces. Sus manos nunca se veían inquietas y agitadas; solían descansar en la profundidad de sus bolsillos. Se humedecía los labios cuando miraba a las chicas, y hacía en voz baja comentarios llenos de seguridad sobre pechos, piernas y lenguas.
Parpadeé y miré a Jensen. Ya no tenía dieciséis años, sino veinticuatro, y Will contaba con treinta y uno. Lo había visto hacía cuatro años en la desafortunada boda de Jensen, y su sonrisa serena y carismática no había hecho más que volverse más intensa, más enloquecedora. Había observado fascinada cómo Will se deslizaba en un ropero con dos de las damas de honor de mi cuñada.
—Llámale —me instó Jensen en ese momento, arrancándome de mis recuerdos—. Tiene un buen equilibrio entre su trabajo y su vida privada. Es de aquí, es un buen tío. Simplemente… sal un poco, ¿vale? Cuidará de ti.
Traté de calmar el estremecimiento que sacudió mi piel cuando mi hermano mayor pronunció esas palabras. No estaba segura de cómo quería yo que Will cuidase de mí: ¿quería que fuese el amigo de mi hermano y me ayudase a encontrar un mayor equilibrio, o quería echarle un vistazo de adulta al objeto de mis fantasías más obscenas?
—Hanna —insistió mi padre—, ¿has oído a tu hermano?
Pasó un camarero con una bandeja cubierta de copas de champán y cambié la vacía por una llena y burbujeante.
—Ya lo he oído. Llamaré a Will.