9

«No pensaba mandarle ningún mensaje a Will».

—… y luego quizá vivir en el extranjero algún día…

«No pensaba mandarle ningún mensaje a Will».

—… quizá en Alemania. O quizá en Turquía…

Volví parpadeando a la conversación y asentí con la cabeza mirando a Dylan, que estaba sentado frente a mí y que prácticamente había recorrido el mundo entero durante nuestra conversación.

—Eso suena muy emocionante —dije con una amplia sonrisa.

Bajó la mirada hasta el mantel de lino. Tenía las mejillas sonrosadas. Vale, era bastante mono. Como un cachorrito.

—Hubo una época en la que me planteé irme a Brasil —siguió—, pero me gusta tanto ir de visita que no quiero acostumbrarme, ¿sabes?

Asentí otra vez, esforzándome por prestar atención y controlar mis pensamientos, por centrarme en mi acompañante y no en el hecho de que mi móvil llevaba toda la noche en silencio.

El restaurante que Dylan había escogido era agradable, no excesivamente romántico, pero acogedor. Luces suaves, amplias ventanas, nada demasiado serio. Nada que proclamase «cita» a gritos.

Yo había tomado halibut[5] y Dylan había pedido un filete. Su plato estaba casi vacío; yo apenas había tocado el mío. ¿Qué estaba diciendo? ¿Un verano en Brasil?

—¿Cuántos idiomas has dicho que hablas? —pregunté, esperando acertar.

Debió de ser así porque sonrió, claramente satisfecho de que yo hubiese recordado ese detalle. O al menos que dicho detalle existía.

—Tres.

Me apoyé en el respaldo, impresionada.

—Vaya, eso es… eso es realmente increíble, Dylan.

Y era cierto. Era increíble. Dylan era atractivo, listo y todo lo que podía desear una chica inteligente. Sin embargo, cuando el camarero se detuvo junto a nuestra mesa para llenarnos las copas, nada de eso impidió que le echase otro rápido vistazo a mi móvil y frunciese el ceño al ver la pantalla vacía.

Ni mensajes, ni llamadas perdidas. Nada. Maldita sea. Pasé un dedo por el nombre de Will y releí algunos de sus mensajes del día.

«Un pensamiento que me ha surgido: me gustaría verte colocada. La maría amplifica los rasgos de la personalidad, así que probablemente hablarías tanto que tu cabeza explotaría, aunque no sé cómo sería posible que dijeras aún más locuras que ahora».

Y otro:

«Te acabo de ver en el cruce de la Ochenta y uno con Amsterdam Avenue. Iba en un taxi con Max y te he visto cruzar la calle delante de nosotros. ¿Llevabas bragas debajo de esa falda? Pienso guardar la información en mi archivo mental porno, así que en cualquier caso di que no».

Me había enviado el último mensaje poco después de la una de la tarde, casi seis horas atrás. Repasé varios mensajes más antes de pulsar la casilla para teclear. Mi pulgar vaciló sobre el teclado. ¿Qué estaría haciendo Will? Se coló en mis pensamientos la coletilla «y con quién», y noté que fruncía el ceño todavía más.

Empecé a teclear un mensaje y lo borré enseguida. «No pienso mandarle ningún mensaje a Will —me dije—. No pienso mandarle ningún mensaje a Will. Ninja. Agente secreto. Consigue los secretos y escapa indemne».

—¿Hanna?

Alcé la vista; Dylan me estaba mirando.

—¿Mmm?

Juntó las cejas un momento antes de soltar una risita insegura.

—¿Te encuentras bien? Esta noche pareces un poco distraída.

—Sí —dije, y comprendí horrorizada que me había pillado. Levanté el móvil de mi regazo—. Estoy esperando un mensaje de mi madre —mentí… vergonzosamente.

—Pero ¿va todo bien?

—Desde luego.

Con un pequeño suspiro de alivio, Dylan apartó su plato y se inclinó hacia delante, apoyando los antebrazos sobre la mesa.

—Bueno, ¿y tú? Me parece que no he parado de hablar. Háblame del estudio que estás haciendo.

Por primera vez en toda la noche, noté que agarraba el móvil con menos fuerza. Eso podía hacerlo. ¿Hablar de mi trabajo, mis estudios y la ciencia? Por supuesto. Acabábamos de tomarnos el postre y le había explicado que estaba colaborando con otro laboratorio de nuestro departamento en la creación de unas vacunas para el Trypansoma cruzi cuando noté que me daban un golpecito en el hombro. Al volverme, vi a Max de pie detrás de mí.

—¡Hola! —dije, sorprendida de verlo allí.

A pesar de su metro noventa y cinco de estatura, cuando se inclinó para darme un beso en la mejilla no pareció nada incómodo.

—Hanna, esta noche estás absolutamente imponente.

Demonios. Ese acento iba a acabar conmigo. Sonreí.

—Bueno, puedes pasarle tus cumplidos a Sara; fue ella quien escogió este vestido.

No habría creído posible que se volviese aún más atractivo, pero la sonrisa orgullosa que se dibujó en sus labios obró el milagro.

—Lo haré. ¿Y quién es este? —dijo, volviéndose hacia Dylan.

—¡Oh! —dije, mirando a mi acompañante—. Lo siento, Max, te presento a Dylan Nakamura. Dylan, este es Max Stella, el socio de mi amigo Will.

Los dos hombres se estrecharon la mano y charlaron unos momentos, y tuve que contenerme para no preguntar por Will. Al fin y al cabo, había salido con otro. Para empezar, no debería estar pensando en él.

—Bueno, pues os dejo solos —dijo Max.

—Dale recuerdos a Sara.

—Desde luego. Que lo paséis bien.

Vi cómo Max volvía a su mesa, donde lo aguardaba un grupo de hombres. Me pregunté si habría salido para una cena de negocios, y en tal caso, ¿por qué no había ido Will con él? Me daba cuenta de que no sabía gran cosa de su trabajo, pero ¿no hacían juntos esa clase de cosas?

Unos minutos después, justo cuando llegaba la cuenta, el móvil vibró en mi regazo.

«¿Qué tal va la noche, Perla?»

Cerré los ojos, sintiendo que esa palabra me atravesaba como si fuese una corriente eléctrica. Me acordé de la última vez que me había llamado así y noté que mis entrañas se licuaban.

«Muy bien. Max está aquí. ¿Lo has enviado a vigilarme?»

«¡Ja! Como si él estuviese dispuesto a hacer eso por mí. Me acaba de mandar un mensaje. Dice que esta noche estás muy buena».

Antes de conocer a Will nunca me ruborizaba, pero en ese momento sentí que el calor invadía mis mejillas.

«Él también está muy bueno».

«No tiene gracia, Hanna».

«¿Estás en casa?»

Pulsé «ENVIAR» y luego contuve la respiración. ¿Qué haría si decía que no?

«».

Iba a tener que hablar conmigo misma; saber que Will estaba en casa y me mandaba mensajes no debería haberme puesto tan contenta.

«¿Salimos a correr mañana?», pregunté.

«Por supuesto».

Borré rápidamente la sonrisa de mi cara antes de que Dylan se diese cuenta y guardé mi móvil.

Will estaba en casa, y yo podía quedarme tranquila e intentar disfrutar del resto de la noche.

—Bueno, ¿cómo fue tu cita? —preguntó, haciendo estiramientos a mi lado.

—Bien —dije—. Muy bien.

—¿Muy bien?

—Sí. —Me encogí de hombros, incapaz de encontrar una respuesta más entusiasta—. Muy bien —volví a decir—. Bien.

Esa mañana, mi codependencia con Will me hacía sentir mucho peor que la noche anterior. Tendría que poner en claro mis ideas y recordar: «Agente secreto. Como un Ninja. Aprender del mejor». Sacudió la cabeza.

—Una brillante evaluación.

No respondí; en lugar de eso, fui a buscar la botella de agua que había dejado apoyada en un árbol situado a poca distancia. Hacía tanto frío que el agua se había convertido en granizado y se agitaba ruidosamente mientras yo trataba de abrir la botella. Habíamos finalizado nuestro circuito, un momento en el que Will acostumbraba a darme un discurso de ánimo y hacer algún comentario inapropiado acerca de mis tetas, y yo acostumbraba a quejarme del frío y la falta de aseos a mano en Manhattan.

No estaba nada segura de querer tener esa conversación ese día ni de reconocer que, aunque Dylan me caía muy bien, no soñaba despierta con besarlo, chuparle el cuello o mirar cómo se corría sobre mi cadera, tal como hacía con otra persona. No quería decirle que me pasaba nuestras citas constantemente distraída y que me costaba poner algo de mi parte. También me negaba a admitir que aquello de salir con hombres no se me daba bien y que quizá no aprendiese nunca a mantener relaciones informales, disfrutar de la vida, ser joven y experimentar cosas igual que hacía Will.

Se agachó para mirarme a los ojos y me di cuenta de que estaba repitiendo una pregunta:

—¿A qué hora volviste?

—Un poco después de las nueve, creo.

—¿De las nueve? —dijo entre risas—. ¿Otra vez?

—Quizá un poco más tarde. ¿Por qué te hace tanta gracia?

—¿Dos citas seguidas acaban a las nueve? ¿Es que ese tío es tu abuelo? ¿Quiso que te acostaras temprano después de llevarte a cenar?

—Para tu información, tenía que estar en el laboratorio esta mañana a primera hora. ¿Y tu noche desenfrenada, seductor? ¿Participaste en alguna orgía? ¿Quizá en un par de macro fiestas? —pregunté, intentando cambiar de conversación.

—Puede decirse que estuve en el Club de Lucha —dijo, rascándose la mandíbula—. Aunque sin tíos ni puñetazos. —Al ver mi mirada confusa, aclaró—: Lo cierto es que cené en mi casa con Chloe y Sara. Eh, ¿tienes agujetas hoy?

Recordé al instante el delicioso dolorcillo que habían dejado en mí sus dedos después de la fiesta de Denny y las molestias que notaba en el hueso pélvico tras haberme frotado contra él en el suelo de su apartamento.

—¿Agujetas? —repetí, parpadeando.

Me dedicó una sonrisa perspicaz.

—Agujetas de correr ayer. Hostia, Hanna. Deja de pensar en guarrerías. Estabas en casa a las nueve, ¿de qué otra cosa podría estar hablando?

Di otro trago de mi botella de agua e hice una mueca al notar el frío en los dientes.

—Estoy bien.

—Otra regla, Perla. Solo puedes utilizar la palabra «bien» cierto número de veces en una conversación antes de que empiece a sonar falsa. Busca mejores adverbios para describir tu estado de ánimo después de las citas.

No estaba muy segura de cómo manejar a Will. Esa mañana parecía un poco tenso. Creía tenerlo calado, pero mis pensamientos resultaban muy confusos, un problema que iba en aumento cuando estábamos juntos y, a juzgar por la noche anterior, también cuando estábamos separados. ¿Le importaba acaso que hubiese salido con Dylan? ¿Quería yo que le importase?

Uf. Aquello de tener citas con tíos era demasiado complicado, y ni siquiera sabía con certeza si podía decirse técnicamente que Will y yo teníamos citas. Parecía ser una de las pocas preguntas que no podía hacerle.

—Bueno —empezó a decir, y me miró con una sonrisa burlona—, para que tengas claro el significado de la palabra «cita», quizá deberías salir con otra persona. Solo para ver cómo funciona. ¿Qué te parecería otro de los tíos de la fiesta? ¿Aaron? ¿Y Hau?

—Hau tiene novia. En cuanto a Aaron…

Asintió con gesto alentador.

—Parecía en muy buena forma —comentó.

—Está en muy buena forma —convine en tono evasivo—. Sin embargo, es un poco… SN2.

Will frunció el ceño, confuso.

—¿SN2?

—Ya sabes —dije, agitando las manos con torpeza—. Como cuando se rompe el enlace C-X y el nucleófilo ataca al carbono a ciento ochenta grados del grupo saliente —dije a toda velocidad, sin tomar aire.

—Oh, Dios mío. ¿Acabas de utilizar una referencia de química orgánica para decirme que Aaron es de la acera de enfrente?

Aparté la mirada con un gruñido.

—Creo que acabo de batir mi propio récord de sabihonda.

—No, ha sido divertidísimo —dijo, y parecía sinceramente impresionado—. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí hace diez años. —Sus labios dibujaron una mueca al considerar aquello—. Aunque, la verdad, es impresionante cuando lo dices tú, pero si lo dijese yo quedaría como un enorme capullo.

Tragué saliva y evité mirarle los shorts.

A pesar de las bajas temperaturas y de la hora temprana, había más gente de lo habitual que había decidido desafiar el frío. Un par de estudiantes universitarios muy monos se pasaban una pelota de fútbol; llevaban casquetes oscuros en la cabeza y habían dejado en la hierba unos vasos de porexpán llenos de un café que se enfriaba rápidamente. Una mujer con una enorme sillita de bebé pasó a toda velocidad por nuestro lado, y otras personas corrían por diversos senderos. Miré a Will justo a tiempo de ver cómo se inclinaba delante de mí y alargaba los brazos para atarse la zapatilla.

—Tengo que reconocértelo. Estoy muy impresionado con lo duro que estás trabajando —me dijo por encima del hombro.

—Sí —murmuré, moviéndome para estirar los tendones de la corva tal como él me había enseñado y evitando mirarle el culo—. Duro.

—¿Qué has dicho?

—Trabajo duro —repetí—. Muy duro.

Enderezó la espalda y seguí el movimiento, obligándome a apartar la vista antes de que se volviese.

—No voy a mentirte —dijo, estirando la espalda—. Me sorprendió que no te rajaras aquella primera semana.

Debería haberlo fulminado con la mirada al saber que había dado por sentado que me rendiría tan deprisa, pero en cambio asentí con la cabeza, intentando mirar a cualquier parte que no fuese aquella franja de estómago que se le veía cuando estiraba los brazos por encima de la cabeza o la línea de músculo que le bajaba por ambos lados del abdomen.

—Si sigues así, hasta podrías situarte entre las cincuenta primeras en la carrera.

Mis ojos cruzaron a toda velocidad ese pequeño trozo de piel y el paisaje de músculo que se hallaba debajo. Tragué saliva, recordando al instante la sensación que me había producido notarlo bajo las puntas de los dedos.

—Pues voy a seguir así, desde luego —murmuré, rindiéndome y mirando directamente su piel expuesta.

Carraspeé, me aparté de él y empecé a andar por el sendero, porque, francamente, aquel cuerpo resultaba obsceno.

—¿A qué hora has quedado hoy? —preguntó, al tiempo que echaba a correr para ponerse a mi altura.

—Mañana —lo corregí.

Se rió junto a mí.

—Está bien, ¿a qué hora has quedado mañana?

—Mmm…, a las seis. —Me estrujé la nariz, tratando de recordar—. No, a las ocho.

—¿No deberías estar segura?

Mis ojos se posaron en él y le dediqué una sonrisa de culpabilidad.

—Probablemente.

—¿Te hace ilusión?

Me encogí de hombros.

—Supongo.

Se echó a reír y me pasó el brazo por el hombro.

—¿A qué me dijiste que se dedicaba?

—Estudia la drosófila[6] —murmuré.

Me había dado una excusa para hablar de ciencia, y esa mañana yo ni siquiera era capaz de hacer eso. Estaba destrozada.

—¡Un experto en genética! —exclamó con voz resonante—. Thomas Hunt Morgan nos dio el cromosoma, y ahora laboratorios de todo el país dan a otros laboratorios minúsculas y fugitivas moscas de la fruta que vuelan por todo el edificio. —Trataba de mostrarse jovial, pero su voz era tan profunda y sexual, incluso cuando se comportaba como un friki, que hacía que me crujiesen los huesos y que mis miembros se volviesen líquidos—. ¿Y es agradable ese Dylan? ¿Divertido? ¿Genial en la cama?

—Claro.

Will se detuvo con la mirada ensombrecida.

—¿Claro?

Lo miré.

—Claro que lo es. —Y entonces asimilé sus palabras—. Bueno, excepto la parte de «genial en la cama». No he probado la mercancía.

Will se volvió para seguir caminando en silencio y me aventuré a mirarlo otra vez.

—A propósito, ¿puedo hacerte una pregunta?

Me miró de reojo, cauteloso.

—Sí —dijo despacio.

—¿Qué es lo que acostumbra a pasar en la tercera cita? Lo he buscado en Google…

—¿Que lo has buscado en Google?

—Pues sí, y parece haber consenso acerca de que la tercera cita es la cita del sexo.

Se detuvo y tuve que volverme hacia él. Se había puesto colorado.

—¿Te está presionando para acostarse contigo?

—¿Qué? —Me quedé mirándolo, desconcertada. ¿De dónde sacaba esa idea?—. Por supuesto que no.

—Entonces, ¿por qué preguntas por el sexo?

—Cálmate —dije—. Puedo preguntarme cuáles son las expectativas sin que él tenga que ponerse pesado. Por el amor de Dios, Will, solo quiero estar preparada.

Respiró hondo antes de soltar el aire muy despacio, sacudiendo la cabeza.

—A veces me vuelves loco.

—Lo mismo digo. —Me quedé con la mirada perdida, pensando en voz alta—: Es que parece haber una especie de tabla de progresión. Las citas uno y dos parecían más o menos lo mismo. Pero ¿cómo se llega desde ahí hasta la cita del sexo? Desde luego, si tuviera una chuleta no me resultaría tan confuso.

—No necesitas una chuleta. La hostia. —Se quitó el casquete y se echó el pelo hacia atrás; prácticamente pude ver cómo daban vueltas los engranajes de su cabeza—. Vale, pues… la primera cita es una especie de entrevista. Él ha echado una ojeada a tu currículo —me miró con intención y levantó las cejas, posando los ojos directamente en mi pecho— y ahora es el momento de ver si estás a la altura. Está el trabajo de campo, las preguntas y respuestas, el proceso de pensamiento tipo «¿podría esta persona ser un asesino en serie?» y, por supuesto, la decisión eliminatoria «¿quiero acostarme con esta persona?». Y, seamos sinceros, si un hombre te ha invitado a salir ya quiere acostarse contigo.

—Vale —dije, mirándolo con escepticismo. Traté de imaginarme a Will en esa situación: conociendo a una mujer, llevándola a cenar, decidiendo si quería o no acostarse con ella. Estuve segura al noventa y siete por ciento de que no me gustaba—. ¿Y la cita dos?

—Bueno, la cita dos es la respuesta. Has superado la criba preliminar, así que es evidente que a la otra parte le gusta lo que aportas, y ahora es el momento de seguir adelante. De acudir a recursos humanos y ver si tus encantadoras respuestas y tu brillante personalidad fueron pura chiripa. Y también de ver si sigue queriendo acostarse contigo. Lo cual, una vez más… —dijo, y se encogió de hombros como para decir «obvio».

—¿Y la tercera cita? —pregunté.

—Bueno, es cuando la cosa se pone seria. Habéis salido dos veces y es evidente que os sigue gustando la otra persona; ha cumplido todos vuestros requisitos, así que es ahora cuando todo se pone a prueba. Sois compatibles a algún nivel y suele ser entonces cuando os desnudáis para ver si podéis «funcionar bien juntos». Los tíos acostumbran a sacar la artillería pesada: flores, cumplidos, restaurante romántico…

—Así que… llega el sexo.

—A veces. Pero no siempre —subrayó—. No tienes que hacer nada que no quieras, Hanna. Jamás. Si me entero de que algún hombre te presiona, le arrancaré las pelotas.

Sentí cómo se calentaban y licuaban mis entrañas. Mis hermanos me habían dicho casi lo mismo en distintas ocasiones, y puedo garantizar que sonaba muy diferente saliendo de la boca de Will Sumner.

—Lo sé.

—¿Quieres acostarte con él? —preguntó, intentando hablar en tono ligero, pero fracasando estrepitosamente.

Ni siquiera podía mirarme, así que bajó la vista hasta un hilo del dobladillo de su camiseta y se puso a tirar de él. Un estremecimiento recorrió mi columna al adivinar que esa posibilidad no acababa de parecerle bien.

Inspiré hondo, pensé en ello. Mi primer instinto fue pronunciar enseguida un «no» automático, pero en vez de eso me limité a encogerme de hombros, evasiva. Dylan era mono y le había dejado darme un beso de buenas noches en mi puerta, pero no era nada comparado con lo que había experimentado con Will. Y aquello constituía el cien por cien de mi problema. Estaba convencida de que la razón por la que Will tenía la capacidad de hacerme sentir tan bien era su experiencia. Sin embargo, ese era el motivo exacto por el que estaba prohibido.

—Francamente —reconocí—, ni siquiera estoy segura. Supongo que tendré que ver cómo me siento cuando llegue el momento.

Cualquier duda que pudiese albergar acerca del protocolo de Will para la tercera cita quedó rápidamente descartada en cuanto Dylan y yo entramos en el restaurante que había elegido.

Dylan quería llevarme a algún sitio en el que nunca hubiese estado, algo nada difícil teniendo en cuenta que llevaba tres años en Nueva York y apenas había salido del laboratorio para comer. Sonrió orgulloso cuando el taxi paró y nos depositó en Daniel, en el cruce de Park Avenue con la Sesenta y cinco.

Si me hubiesen pedido que hiciese un dibujo de un local romántico, habría tenido exactamente el mismo aspecto que aquel: paredes color crema, grises plateados y marrones chocolate, arcos y columnas griegas que rodeaban la zona de comedor. Mesas redondas cubiertas de manteles suntuosos, macetas por todas partes, y todo iluminado por unas enormes lámparas de cristal. Era todo lo contrario del restaurante al que habíamos ido en nuestra segunda cita. Dylan había sacado su mejor artillería.

No estaba preparada. La cena empezó muy bien. Escogimos los aperitivos y Dylan pidió una botella de vino, pero a partir de ahí todo fue cuesta abajo. Me había prometido a mí misma no mandarle mensajes a Will, pero hacia el final, cuando Dylan se disculpó para ir al lavabo, me rendí.

«Creo que estoy fracasando en la tercera cita».

Contestó casi de inmediato:

«¿Qué? Imposible. ¿Has hablado con tu profe?».

«Ha pedido un vino caro y me ha parecido ofendido cuando no he querido probarlo. A ti nunca te importa que no beba», tecleé.

Apareció el icono que mostraba que Will había introducido texto, y a juzgar por el rato que tardaba debía de ser largo, así que esperé y miré a mí alrededor para asegurarme de que Dylan no volvía a la mesa.

«Eso es porque soy un genio y sé de mates: te sirvo media copa, finges bebértela toda la noche y así el resto de la botella es para mí. Bum, soy el hombre más listo del mundo».

«Seguro que él no lo ve así», tecleé.

«Pues dile que eres mucho más divertida cuando estás despierta y no babeando en la sopa. Por cierto, ¿por qué me mandas mensajes? ¿Dónde está el Príncipe Azul?»

«En el lavabo. Nos marchamos».

Pasó un minuto entero antes de que contestase:

«¿Ah, sí?»

«Sí, a mi casa. Ya vuelve. Ya te contaré cómo ha ido».

El trayecto hasta mi apartamento resultó incómodo. Estúpidas reglas, expectativas y Google, y estúpido Will por meterse en mi cabeza.

No entendía lo que estaba ocurriendo. En realidad, no quería nada con Will. Will tenía un programa de amantes y un pasado lleno de sombras. Will no quería apegos ni relaciones, y yo al menos quería estar abierta a esa posibilidad. Will no era una opción ni formaba parte del plan. Me gustaba el sexo; quería volver a practicarlo con un hombre. ¿No era así como iba la cosa? Chico conoce a chica, a la chica le gusta el chico, la chica deja que el chico le quite las bragas. Desde luego, estaba preparada para dejar que alguien me quitara las bragas. Entonces, ¿dónde estaba la prisa, la sensación de calor subiéndome por las piernas y asentándose en mi estómago, el deseo que generaba en mí la simple idea de meter en mi cuarto a Will, la sensación que me había llevado a salir a la calle nevada a las tres de la mañana y el pensamiento de que podía explotar en cuanto sus manos encontrasen mi piel?

Desde luego, ahora no sentía eso. Cuando llegamos a mi edificio empezaba a nevar. Al entrar en mi apartamento encendí una lámpara, y Dylan, incómodo, se quedó unos momentos junto a la puerta de la calle hasta que lo invité a pasar. Me sentía como si fuera en piloto automático. Tenía un nudo en el estómago, y el zumbido constante que llenaba mi cabeza era tan fuerte que me entraron ganas de poner la música más repulsiva que pudiese encontrar solo para dejar de oírlo.

«¿Debía hacerlo? ¿No debía hacerlo? ¿Quería hacerlo siquiera?»

Le ofrecí la última copa, pronunciando exactamente las palabras «la última copa», y él dijo que sí. Fui a la cocina, saqué unos vasos de un armario y eché una pequeña cantidad para mí y una cantidad generosa para él, confiando en que le entrase sueño. Me volví para darle el vaso y me sorprendió encontrarlo allí mismo, invadiendo por completo mi espacio. Se coló en mi pecho la extraña sensación de que algo no iba bien.

Sin decir nada, Dylan me quitó el vaso de la mano y lo dejó sobre la encimera. Las suaves puntas de sus dedos me rozaron las mejillas, la nariz. Cogió mi cara entre sus manos. Su primer beso fue vacilante, lento, de exploración. Me besó en la mejilla antes de volver a por otro. Cerré los ojos con fuerza al notar el primer contacto con su lengua, sentí que se me aceleraba el corazón y deseé que se debiera al instinto y al deseo, y no al ramalazo de pánico que había empezado a crecer en mi garganta.

Sus labios eran demasiado suaves y vacilantes. Labios de almohada. Su aliento sabía a patatas.

Tomé conciencia del tictac del reloj colgado sobre los fogones, del sonido de alguien chillando en un apartamento cercano. ¿Me fijé en algo cuando besé a Will? Me fijé en la forma en que olía, en la sensación que me producía su piel bajo las puntas de los dedos y la sensación de ir a explotar si no me tocaba allí y más hondo. Pero nunca nada tan vulgar como los camiones de la basura retumbando en la calle.

—¿Qué pasa? —dijo Dylan, dando un paso atrás.

Me toqué los labios; parecían estar bien, ni hinchados ni maltratados. No parecían totalmente estropeados.

—No creo que esto vaya a funcionar —dije.

Guardó silencio un momento y me miró a los ojos, claramente confundido.

—Pero creía que…

—Lo sé —dije—. Lo siento.

Asintió con la cabeza y dio otro paso atrás antes de pasarse las manos por el pelo.

—Supongo que… Si esto es por Will, bueno, pues felicítalo de mi parte.

Cerré la puerta detrás de Dylan, me volví y apoyé la espalda contra la madera fría. El móvil me pesaba como el plomo en el bolsillo y lo saqué, busqué el nombre del hombre que me tenía sorbido el seso y empecé a teclear. Inicié y borré una docena de mensajes diferentes hasta que me decidí finalmente por uno. Lo tecleé y esperé solo un momento antes de pulsar «ENVIAR».

«¿Dónde estás?»