8

Al vivir cerca del campus de Columbia, era normal estar siempre rodeado de grandes muchedumbres de gente, pero por alguna oscura razón, el Dunkin’ Donuts más próximo a mi edificio siempre parecía más lleno los jueves. Sin embargo, aunque el local hubiese estado semivacío, probablemente tampoco habría reconocido a Dylan en la cola, justo delante de mí.

De manera que me llevé un buen susto cuando se volvió, abrió los ojos al reconocerme y me saludó con un efusivo:

—¡Eh! Eres Will, ¿verdad?

Pestañeé, sintiendo que acababa de pillarme desprevenido. Había estado pensando en Hanna y en las consecuencias de lo que había pasado dos noches atrás, cuando se había presentado en mi apartamento a las tantas y había acabado debajo de mí, y los dos habíamos llegado al orgasmo sin quitarnos la ropa siquiera. El recuerdo de esa noche era mi imagen favorita del momento, la que recreaba cada vez que tenía oportunidad, fantaseando con ella, para ponerme a tono, para calentarme la sangre. Hacía años de la última vez que me había corrido solo con tocamientos y frotándome con una mujer con la ropa puesta, pero, joder, se me había olvidado lo sucia y excitante que era la sensación de estar haciendo algo prohibido.

Sin embargo, ver a aquel chico delante de mí, el tipo con el que Hanna estaba saliendo, fue como si me echaran un jarro de agua fría por la cabeza. Dylan tenía la misma pinta que cualquier otro estudiante de Columbia de por allí: vestido de cualquier manera, parecía un cruce entre un sonámbulo en pijama y un vagabundo harapiento.

—Sí —dije, extendiendo la mano para estrecharle la suya—. Hola, Dylan. Me alegro de verte de nuevo.

Dimos un paso adelante cuando la cola avanzó y fui sintiéndome cada vez más torpe e incómodo. En la fiesta no me había dado cuenta de lo joven que era: estaba casi todo el tiempo dando botes con ese aire entre ansioso y espitoso, como constantemente entusiasmado por algo.

Asentía mucho con la cabeza y me miraba como si fuese alguien a quien había que tratar como a un superior.

Bajé la vista y me di cuenta del aspecto tan formal que tenía yo con aquel traje. «¿Desde cuándo me había convertido en aquel señor trajeado? ¿Desde cuándo tenía tan poca paciencia con los universitarios veinteañeros y estúpidos? Probablemente desde el día en que Hanna me hizo una paja en el dormitorio de una fiesta de universitarios y fue la mejor experiencia sexual que he tenido en la vida», me dije.

—¿Lo pasaste bien el otro día en lo de Denny?

Me quedé mirándolo un buen rato, tratando de recordar cuándo era la última vez que había estado en uno de los restaurantes de la popular cadena Denny’s.

—Pues…

—Me refiero a la fiesta, no al restaurante —me aclaró, riendo—. El apartamento era de un amigo que se llama Denny.

—Ah, sí. La fiesta… —Mi mente reprodujo de inmediato la imagen de la cara de Hanna mientras le deslizaba los dedos por las bragas y la piel desnuda. Recordaba perfectamente su expresión justo antes de correrse, como si le hubiese hecho algún puto truco de magia. Parecía estar descubriendo esa sensación por primera vez en su vida—. Sí, la fiesta fue genial.

Se puso a toquetear el móvil, y luego levantó la vista y me miró con aire reflexivo.

—¿Sabes qué? —dijo, acercándose un poco más a mí—. Es la primera vez que me encuentro así, de casualidad, con alguien que está saliendo con la misma chica con la que salgo yo. Da un poco de mal rollo, ¿no?

Reprimí una carcajada. Bueno, desde luego, al menos tenía en común con Hanna que era igual de directo que ella.

—¿Qué te hace pensar que estoy saliendo con ella?

Dylan se puso rojo inmediatamente.

—Es que… en la fiesta…, como en la fiesta estabais así… parecíais…

Esbocé una sonrisa maliciosa y decidí hacerle pasar un mal rato.

—¿Y le pediste que saliera contigo de todos modos?

Se echó a reír como si él tampoco pudiera creerse su atrevimiento.

—¡Es que estaba muy borracho! Supongo que me lancé y ya está.

Me dieron ganas de darle un puñetazo. Y me di cuenta de que era el mayor hipócrita del mundo; no tenía absolutamente ningún derecho a sentirme indignado por su comportamiento.

—No pasa nada —dije, tranquilizándolo.

Nunca había estado a aquel lado en la conversación, y por un momento me pregunté si alguna de mis amantes se habría encontrado con otra en un lugar parecido a aquel. Qué violento… Traté de imaginarme lo que Kitty o Lara, tan alegres y sonrientes las dos, y Natalia o Kristy, que no sonreían jamás, ni en sus mejores momentos, harían en aquella clase de situación.

—Hanna y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo —dije, encogiéndome de hombros—. Eso es todo.

Se echó a reír y asintió con la cabeza, como si eso respondiera a todas las preguntas que ni siquiera había formulado aún.

—Me ha dicho que ahora mismo está saliendo con alguien más. Lo entiendo. Es una chica fantástica y hace un montón de tiempo que tenía intención de pedirle que saliera conmigo, así que me conformaré con lo que ella quiera darme, ¿sabes lo que quiero decir?

Miré a la cajera, rezando porque atendiese a los clientes un poco más rápido. Por desgracia, sabía exactamente lo que quería decir.

—Sí.

Volvió a hacer un gesto afirmativo y sentí la tentación de hablarle de la regla del silencio: a veces, un silencio incómodo es preferible a mantener una conversación forzada.

Dylan se adelantó a pedir su café y yo pude volver a la seguridad que me proporcionaban las distracciones de mi Smartphone. No volví a mirarlo a la cara mientras pagaba y se alejaba, pero sentí una especie de nudo en el estómago. ¿Qué cojones estaba haciendo?

De camino a la oficina, fui sintiéndome cada vez más y más incómodo. A lo largo de casi los diez años anteriores había establecido los límites de una relación con cada una de mis compañeras sexuales, antes incluso de llegar a la cama siquiera. A veces la conversación tenía lugar cuando abandonábamos juntos algún sitio, u otras veces sucedía espontáneamente cuando me preguntaban si tenía novia y yo podía decir sin más: «Salgo con varias chicas, pero con nadie en especial en este momento». En las contadas ocasiones en que el sexo se convertía en algo más, siempre había querido dejar muy claro cuál era mi postura, me había preocupado de saber cuál era la postura de mi compañera y habíamos hablado abiertamente de cuáles eran las expectativas de ambos.

No me había dado cuenta de hasta qué punto la aparición de Dylan me había pillado por sorpresa: en mi mundo y, más importante aún, en el de Hanna. Por primera vez en mi vida, había dado por sentado que cuando me arrastró a aquel dormitorio en la fiesta, querría explorar el sexo conmigo… y solo conmigo.

Estaba claro que el karma era un auténtico cabrón.

Esa mañana me zambullí en el trabajo, despaché tres prospectos y una pila de papeleo que llevaba arrastrando desde hacía una semana. Contesté llamadas pendientes y organicé un viaje de negocios a la zona de San Francisco para visitar unas cuantas compañías de biotecnología.

Apenas paré ni para respirar. Pero cuando llegó la tarde y llevaba ya varias horas sin comer y mi dosis de cafeína hacía ya tiempo que se había diluido en mi torrente sanguíneo, Hanna volvió a abrirse paso en mi pensamiento.

Se abrió la puerta de mi despacho y apareció Max, que me arrojó un sándwich gigantesco encima de la mesa y se desplomó en la silla que tenía delante.

—¿Qué pasa, William? Por tu cara, parece como si acabaras de descubrir que el ADN es una doble hélice que se enrolla hacia la derecha.

—Es que es una doble hélice que se enrolla hacia la derecha —repliqué—. Solo que gira a la izquierda.

—¿Como tu polla?

—Exacto. —Me acerqué el sándwich y lo desenvolví. No me di cuenta del hambre que tenía hasta que lo tuve delante y percibí el delicioso olor—. Pienso demasiado, eso es todo.

—Entonces, ¿por qué pareces un zumbado? Pensar demasiado es uno de tus putos super poderes, tío.

—No, en este caso, no. —Me froté la cara con las manos, optando por la sinceridad en lugar de seguir bromeando—. Estoy un poco confuso respecto a un asunto.

Dio un mordisco a su sándwich y me miró con expresión reflexiva. Al cabo de unos minutos, preguntó:

—Es por Miss Tetas, ¿verdad?

Lo miré con cara inexpresiva.

—No puedes llamarla así, Max.

—No, claro que no. Al menos, no a la cara. A ver, que yo llamo a mi Sara «Miss Lengua», eso es verdad, pero ella no lo sabe.

Pese a mi mal humor, no tuve más remedio que reírme.

—No es verdad.

—No, no lo es. —Su sonrisa dio paso a una cara de fingido arrepentimiento—. Eso sería una horterada, ¿verdad?

—Totalmente.

—Aunque no he podido evitar fijarme en que Hanna tiene una delantera espectacular.

Riéndome otra vez, mascullé:

—Maximus, ni te lo imaginas…

Se incorporó en la silla.

—No, no me lo imagino, pero parece que tú sí. ¿Es que se las has visto? No tenía ni idea de que hubiese habido algún progreso más allá de tu rollo ese del mentor para ayudarla a ligar.

Cuando levanté la vista, supe que era un libro abierto para él: me había dado fuerte con Hanna.

—Pues sí. Hubo… ciertos progresos la otra noche. Y también hace un par de noches. —Di un mordisco a mi sándwich—. No nos hemos ido a la cama técnicamente, pero… El caso es que, desgraciadamente, esta noche va a salir con otro tipo.

—¿Va a hacer eso que quería hacer desde el principio, no? —Asentí.

—Eso parece.

—¿Y sabe ella que te consumes de amor por ella y vas por ahí con ojos de carnero degollado?

Di otro mordisco a mi sándwich y lo fulminé con la mirada.

—No —mascullé—, capullo.

—Parece una tía estupenda —se aventuró a decir, con tacto.

Me limpié la boca con la servilleta y me recosté en la silla. «Estupenda» ni siquiera empezaba a describir a Hanna. Nunca había conocido a una mujer como ella.

—Max, lo tiene todo: es divertida, cariñosa, sincera, guapa… Estoy tan perdido… No es mi terreno, para nada.

En cuanto pronuncié aquellas palabras, me di cuenta de lo raras que sonaban en mi boca. Un extraño silencio inundó la habitación y supe de inmediato que estaba a punto de caerme encima una tonelada de burlas. Era evidente en el leve temblor en los labios de Max.

Mierda. Me miró un instante antes de levantar un dedo pidiéndome que esperara y sacar el móvil del bolsillo de su chaqueta.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté con recelo.

Me hizo callar y activó el altavoz para que los dos oyéramos el tono de llamada. La voz de Bennett respondió al otro extremo:

—Max.

—Ben —dijo Max, recostándose en su asiento con una sonrisa enorme en la cara—. Por fin ha ocurrido.

Lancé un gemido de protesta, apoyando la cabeza en mis manos.

—¿Te ha venido la regla? —preguntó Bennett—. Felicidades.

—No, gilipollas —dijo Max, riéndose—. Es Will. Está colado por una tía.

Una sonora palmada resonó al otro lado de la línea y supuse que el escritorio de Bennett acababa de recibir un entusiasta cachete.

—¡Genial! ¿Y está triste y deprimido?

Max hizo como que me examinaba un momento.

—El ser más triste y deprimido del mundo. Y no te lo pierdas: ella va a salir esta noche con otro tío.

—¡Oooh! Eso duele. ¿Y qué piensa hacer nuestro chico? —preguntó Bennett.

—Seguir hecho polvo y sintiéndose como una mierda, supongo —respondió Max por mí antes de arquear las cejas como si ahora ya pudiera responder.

—Me quedaré en casa —dije—, viendo el partido de los Knicks. Seguro que Hanna me contará hasta el último detalle de su cita. Mañana. Cuando salgamos a correr.

Bennett emitió una especie de zumbido al otro lado del teléfono.

—Seguramente debería informar a las chicas.

Protesté con un gemido.

—No informes a las chicas, anda.

—Querrán ir a consolarte en plan madre —dijo Bennett—. Max y yo tenemos una cena de trabajo de todos modos. No podemos dejarte solo en ese estado tan lamentable.

—No estoy en un estado lamentable, ¡estoy bien! Joder —mascullé—, ¿para qué habré dicho nada?

Sin hacerme caso, Bennett siguió hablando.

—Max, yo me encargo de esto. Gracias por decírmelo.

Y colgó el teléfono.

Chloe me apartó a un lado y entró en mi apartamento. Iba cargada con un montón de bolsas de comida para llevar.

—¿Es que has invitado a gente a cenar a mi casa? —pregunté. Me miró con cara de pocos amigos y se fue directa a la cocina.

Sara asomó detrás de ella en el pasillo, cargada con un paquete de seis cervezas y unas botellas de agua mineral.

—Tenía hambre —admitió—. He hecho que Chloe pida una ración de todo.

Abrí más la puerta para que entrase y la seguí a la cocina, donde Chloe estaba atareada desempaquetando comida suficiente para un regimiento.

—Yo ya he comido —admití, casi pidiendo perdón—. No sabía que ibais a traer la cena.

—¿Cómo no íbamos a traer la cena? Bennett dijo que estabas hecho polvo, y cuando uno está hecho polvo, eso significa que necesitas pad thai[4], magdalenas de chocolate y cerveza. Además, te he visto comer —dijo, señalando al aparador donde guardaba los platos—. Puedes comer más.

Encogiéndome de hombros, saqué tres platos, unos cubiertos y una cerveza. Me fui al salón y coloqué los platos en la mesita del café. Las chicas me siguieron; Chloe se sentó en el suelo y Sara se acurrucó a mi lado en el sofá, y los tres nos abalanzamos sobre la comida. Comimos delante del televisor, viendo un partido de baloncesto mientras charlábamos cómodamente, callándonos de vez en cuando.

Pensándolo bien, me alegraba de que estuvieran allí. No me molestaron con un interrogatorio sobre mis sentimientos, sino que se limitaron a venir a casa, comer conmigo y hacerme compañía. Me ayudaron a no desesperarme y hacerme un lío con todos los pensamientos que me rondaban la cabeza.

Estaba seguro de que no era la primera vez que alguien con quien me veía estaba saliendo a la vez con otro, pero sí era la primera vez que me importaba. Me alegraba de que Hanna estuviese saliendo por ahí y divirtiéndose. Eso era lo más raro de todo, que quería que tuviese todo lo que quisiese…, solo que quería precisamente que solo me quisiese a mí.

Quería que fuese a mi casa esa noche, que admitiese que prefería follarme a mí y olvidarse de toda esa tontería de salir con chicos y punto. Era una idea ridícula y era el mayor gilipollas del mundo por pensarla, sobre todo teniendo en cuenta que en el pasado yo había hecho que centenares de mujeres se sintieran exactamente como me sentía yo en ese momento, pero era lo que quería.

Y joder, estaba que me subía por las paredes. En cuanto acabé de cenar, me puse a comprobar el móvil en plan obsesivo, y a mirar la hora también. ¿Por qué no me había enviado ningún mensaje? ¿No necesitaba que le respondiese a ninguna pregunta, aunque fuese solo una? ¿Ni siquiera quería decirme hola? Dios, me odiaba a mí mismo.

—¿Has tenido noticias suyas? —me preguntó Chloe, interpretando correctamente mi ansiedad.

Negué con la cabeza.

—No pasa nada. Seguro que está bien.

—¿Y qué dijeron Kitty y Kristy? —quiso saber Sara, dejando el vaso de agua encima de la mesa.

—¿Qué dijeron respecto a qué? —pregunté.

El silencio se adueñó del espacio que había entre nosotros y pestañeé, confuso.

—¿Respecto a qué? —insistí.

—Cuando cortaste con ellas —repuso Sara, arqueando las cejas.

«Mierda. Mieeerda», pensé.

—Ah —dije, rascándome la barbilla—. Es que técnicamente no he cortado con ellas.

—¿Así que estás colado por Hanna, pero todavía no les has dicho a tus otras dos amantes que sientes algo muy fuerte por otra mujer?

Cogí mi cerveza y hundí la mirada en ella. No era solo el tostón de tener que mantener la desagradable conversación de poner fin a lo nuestro con Kitty y Kristy; si era sincero conmigo mismo, en parte también se trataba del consuelo y la distracción que las dos podrían proporcionarme si la cosa con Hanna no acababa de cuajar. Eso era una auténtica cabronada hasta para mí.

—Todavía no —admití—. Con ellas nunca ha habido nada serio. Siempre era sexo ocasional. A lo mejor ni siquiera tengo que decírselo…

Chloe se inclinó hacia delante, dejó la botella y me miró hasta que la miré a la cara.

—Will, te quiero mucho. De verdad que sí. Vas a formar parte activa en nuestra boda, vas a entrar a formar parte de nuestra familia. Quiero todo lo mejor para ti. —Entrecerró los ojos para mirarme y sentí que se me encogían los cojones—. Pero aun así, no le aconsejaría nunca a una amiga que se arriesgase a salir contigo. Le diría que te dejase echarle los polvos más inolvidables de su vida, pero que mantuviese sus sentimientos al margen porque eres un capullo de mierda.

Me estremecí, di un chasquido con la lengua y negué con la cabeza.

—A eso lo llamo yo ser franca.

—Lo digo en serio. Sí, siempre has sido sincero con todas tus parejas sexuales. No, no tienes nada que ocultar, pero ¿se puede saber qué tienes en contra de las relaciones?

Lancé las manos al aire con exasperación.

—¡No tengo nada en contra de las relaciones! —exclamé.

—Desde el primer momento —intervino Sara— das por sentado que no vas a querer otra cosa más que sexo ocasional. —Acto seguido, suavizando el tono, añadió—: Déjame que te diga, desde el punto de una mujer, que cuando eres joven, quieres al chico que sabe cómo se juega este juego, pero cuando eres mayor, quieres al hombre que sabe cuándo deja de ser un juego.

Tú ni siquiera sabes eso todavía y ya tienes… ¿qué, treinta y uno? Puede que Hanna sea joven en años, pero es mayor en edad mental y no tardará en darse cuenta de que el modelo que tú le propones no es el que le conviene. Estás enseñándole a Hanna cómo hacer malabarismos con distintos amantes, cuando lo que deberías enseñarle es qué se siente siendo amada por un hombre.

Le sonreí y luego me froté la cara con las manos.

—¿Habéis venido aquí a echarme un sermón? —exclamé, gruñendo.

—No —dijo Sara.

—Sí —dijo Chloe al unísono.

Al final, Sara se rió y dijo:

—Sí.

Se inclinó y apoyó la mano en mi rodilla.

—Eres un negado para el amor, Will. Eres como nuestra pequeña mascota peluda.

—Eso es horrible —protesté—. Ni se os ocurra volver a decir eso.

Volvimos a concentrarnos en el partido de baloncesto. No era una situación violenta o incómoda.

No me sentía a la defensiva. Sabía que tenían razón, solo que no estaba seguro de qué podía hacer al respecto, teniendo en cuenta que ahora mismo Hanna estaba con aquel puto Dylan. Estaba muy bien que admitiera que quería algo más con ella y que no quería que saliera con otro tipo, pero eso no tenía la menor relevancia mientras Hanna y yo estuviésemos en planos distintos. Y la verdad era que aunque quería que follara conmigo y solo conmigo, no quería que cambiasen las cosas entre los dos.

¿Verdad que no? Cogí el teléfono para ver si, por algún milagro, se me había pasado por alto algún mensaje de ella en los últimos dos minutos.

—Joder, Will. ¡Mándale un maldito mensaje y ya está! —dijo Chloe, tirándome una servilleta.

Me levanté de golpe, no tanto para obedecer las órdenes de Chloe como para moverme un poco. ¿Qué estaría Hanna haciendo en ese momento? ¿Dónde estaban? Eran casi las nueve. ¿No deberían haber acabado ya de cenar?

De hecho, conociendo su historial, lo más probable era que estuviese en casa… ¿a menos que estuviesen en la de él?

Sentí que los ojos se me abrían como platos. ¿Era posible que estuviese en su cama? ¿En la cama con él? Cerré los ojos inmediatamente, recordando boquiabierto el tacto de su cuerpo bajo el mío, sus curvas, el contacto de sus rodillas presionándome los costados. Solo de pensar que podía estar con ese fantoche… Desnuda…

«A la mierda», me dije.

Me volví y eché a andar por el pasillo en dirección a mi dormitorio, pero me detuve cuando me sonó el móvil en la mano. Nunca en toda mi vida mis reflejos para mirar la pantalla habían sido tan rápidos…, pero solo era Max.

«Tu chica está aquí en el restaurante conmigo y con Ben. Has hecho un buen trabajo con el Proyecto Hanna, Will. Está explosiva».

Lancé un gemido y me apoyé en la pared del pasillo mientras tecleaba.

«¿Está besando a ese niñato?»

«No, pero está mirando el móvil cada dos por tres —contestó—. Deja de enviarle mensajes, cabroncete. Ahora mismo está explorando la vida, no lo olvides».

Haciendo caso omiso de su intento de fastidiarme, me quedé mirando el texto, releyéndolo una y otra vez. Sabía que yo era la única persona que enviaba mensajes de texto a Hanna de forma regular, y no le había enviado ninguno en toda la noche. ¿Había alguna posibilidad de que estuviese comprobando su móvil tan obsesivamente como yo había estado comprobando el mío?

Avancé por el pasillo y me encerré en el cuarto de baño con el pretexto de utilizarlo para lo que servía realmente, y en vez de eso me senté en el borde de la bañera. Con ella no estaba jugando a ningún juego, Sara se equivocaba en eso. Yo sabía perfectamente que no era ningún juego. Desde luego, en ese momento, maldita la gracia que tenía. Todo el tiempo que pasaba sin estar con Hanna oscilaba entre la euforia más absoluta y la ansiedad más obsesiva. ¿De eso iba todo esto? ¿De correr esa clase de riesgo, abrirle el corazón a alguien y confiar en que ese alguien tuviese la capacidad de tratar tus sentimientos como si fueran lo más delicado del mundo?

Dejé los pulgares suspendidos sobre las letras durante varias palpitaciones aceleradas y luego tecleé una sola frase y la releí una y otra vez, asegurándome de haber elegido correctamente las palabras, el estilo y el tono general de «No estoy obsesionado con cómo te está yendo la noche. Qué va. Para nada».

Al final, cerré los ojos y pulsé «ENVIAR».