7

Si alguna vez me había preguntado cómo sonaba una gata en celo, ahora lo sabía. Los maullidos, gemidos y aullidos habían empezado hacía una hora más o menos y no habían hecho sino empeorar hasta que el animal sexualmente frustrado casi chillaba al otro lado de la ventana de mi dormitorio.

Sabía exactamente lo que sentía. Gracias, vida, por darme la metáfora viva de cómo me sentía yo.

Con un gruñido, me puse boca abajo y alargué la mano a ciegas en busca de un cojín con el que ahogar el sonido o con el que asfixiarme. No lo tenía decidido. Hacía tres horas que había llegado a casa procedente de la cita con Dylan y no había dormido ni unos minutos.

Estaba destrozada después de dar vueltas y más vueltas desde que me había metido en la cama, mirando el techo como si el secreto de todos mis problemas se hallase oculto en el yeso moteado. ¿Por qué me parecía todo tan complicado? ¿No era eso lo que yo quería? ¿Citas? ¿Vida social? ¿Tener un orgasmo en compañía de otra persona? ¿Cuál era el problema entonces?

La forma en que Dylan hizo saltar por los aires ese rollo de «solo amigos» era un problema. Pero el mayor problema era que habíamos ido a uno de mis restaurantes favoritos y yo estuve hecha polvo, pensando en Will cuando debería haber estado derritiéndome por Dylan. No estaba pensando en la sonrisa de Dylan cuando pasó a recogerme, en su detalle de abrirme la puerta ni en la adoración con que me miró durante toda la cena. En lugar de eso, estaba obsesionada con la sonrisa burlona de Will, su expresión mientras miraba cómo le tocaba la polla, sus mejillas encendidas, las palabras exactas con las que me había indicado lo que debía hacer, los sonidos que había hecho al correrse y el aspecto que tenía aquello sobre mi piel.

Molesta, volví a ponerme boca arriba y aparté las mantas de una patada. Estábamos en marzo, había caído una nieve ligera durante todo el día y yo estaba sudada. Eran las dos de la madrugada y estaba despierta y frustrada. Muy… muy frustrada.

Lo más difícil de comprender era lo amable, tierno y atento que se había mostrado Will en la fiesta y mi certeza de que todo aquello se traduciría fácilmente en sexo. Se había mostrado alentador, diciendo todo lo que yo necesitaba oír, aunque sin empujarme nunca, sin pedirme nunca más de lo que estaba dispuesta a dar. Dios, qué bueno estaba. Esas manos…, esa boca. Su modo de chuparme la piel, besándome como si llevase años de necesidad acumulada y por fin se hubiese desatado. Quería que me follase más de lo que nunca había querido nada, y era el siguiente paso más lógico del mundo: ambos estábamos allí, estaba oscuro, él estaba encendido y Dios sabe que yo estaba a punto de explotar, había una cama…, pero no me pareció bien. No me sentía preparada.

Él no había insistido. Yo esperaba que la situación fuese incómoda, pero no lo fue en absoluto. Era la única persona con la que quería hablar de Dylan, y él me animó. En el taxi, mientras volvíamos a casa, me dijo que debía salir a divertirme. Me dijo que él no se iba a ninguna parte y que lo que habíamos hecho era perfecto. Me dijo que explorase y que fuese feliz. Dios, solo consiguió que lo deseara aún más.

Tras decidir que aquella era una batalla perdida y que ya no me dormiría, me levanté y fui a la cocina. Metí la cabeza en el frigorífico y cerré los ojos, dejando que el aire frío flotase sobre mi piel caliente. Tenía mojada la entrepierna, y aunque habían pasado seis días desde que Will me había tocado allí, me sentía anhelante. Había salido a correr con él cada día, y habíamos desayunado juntos tres de esos días. Había sido fácil; con Will, siempre era fácil. Sin embargo, cada vez que estaba cerca me entraban ganas de preguntarle si podía tocarme otra vez, si yo podía tocarlo a él. Aún podía sentir el eco de cada caricia de sus dedos, pero no confiaba en mi memoria. No podía haber sido tan bueno.

Entré en la sala de estar y miré por la ventana. El cielo estaba oscuro, de un gris plateado, y había destellos de escarcha en las azoteas. Conté las farolas y calculé cuántas de ellas había entre su edificio de apartamentos y el mío. Me pregunté si existía siquiera una posibilidad de que también estuviese despierto, sintiendo una pequeña parte del deseo que yo sentía en ese momento.

Mis dedos encontraron el pulso en mi cuello y cerré los ojos, sintiendo el ritmo salvaje bajo mi piel. Me dije a mí misma que debía volver a la cama. Quizá aquella fuese una buena oportunidad para probar el coñac que mi padre siempre guardaba en la sala de estar. Me dije a mí misma que llamar a Will era mala idea y que nada bueno podía salir de ahí. Yo era inteligente y lógica, y lo pensaba todo muy bien.

Estaba harta de pensar.

Ignorando la advertencia dentro de mi mente, cogí mis cosas, salí a la calle y eché a andar. La nieve compacta formaba una gruesa capa en la acera. Mis botas provocaban crujidos a cada paso, y cuanto más me acercaba al apartamento de Will, más se convertía el caos de mis pensamientos en un constante zumbido de fondo.

Cuando alcé la mirada me hallaba delante de su edificio. Mis manos temblaron al sacar mi teléfono móvil, encontrar su foto y teclear lo único que se me ocurrió:

«¿Estás despierto?»

Casi se me cayó el teléfono por la sorpresa cuando llegó una respuesta solo unos segundos más tarde.

«Por desgracia».

«¿Me dejas pasar?», pregunté.

Francamente, ¿quería que dijese que sí o que me enviase de vuelta a casa? A aquellas alturas ni siquiera yo lo sabía.

«¿Dónde estás?», vacilé.

«Delante de tu edificio».

«QUÉ. Ahora bajo».

Apenas tuve tiempo de considerar lo que estaba haciendo, volviéndome para mirar hacia el lugar del que venía, cuando se abrió de golpe la puerta de la calle y Will salió al exterior.

—¡Hace un frío de la hostia! —vociferó, y luego miró detrás de mí, hacia el bordillo vacío—. ¡Me cago en la puta, Hanna! ¿Has cogido al menos un taxi hasta aquí?

—He venido a pie —reconocí con una mueca.

—¿A las tres de la mañana? ¡Joder! ¿Has perdido la cabeza?

—Lo sé, lo sé. Es que…

Negó con la cabeza y tiró de mí hacia el interior.

—Entra. Estás loca, ¿lo sabías? Me entran ganas de estrangularte ahora mismo. No se puede caminar por Manhattan sola a las tres de la mañana, Hanna.

Sentí un cálido aguijonazo en el estómago cuando pronunció mi nombre, y supe que me habría pasado toda la noche en la fría calle si eso lo hubiese llevado a pronunciarlo otra vez. Sin embargo, me lanzó una mirada de advertencia y asentí con la cabeza mientras me acompañaba hasta el ascensor. Las puertas se cerraron y Will me miró desde la pared de enfrente.

—Entonces, ¿acabas de volver a casa? —preguntó; tenía un aspecto demasiado soñoliento y sexy para mi presente estado de ánimo—. La última vez que me has mandado un mensaje acababas de subirte al taxi para reunirte con Dylan en el restaurante.

Negué y bajé la vista hasta la alfombra, parpadeando y tratando de entender en qué estaba pensando exactamente cuando decidí ir allí. No estaba pensando, ese era el problema.

—He vuelto a casa sobre las nueve.

—¿Las nueve? —preguntó, nada impresionado.

—Sí —lo desafié.

—¿Y?

Su tono era mesurado; su rostro, impasible. No obstante, la rapidez de sus preguntas me indicó que estaba alterado. Cambié de posición sin saber qué decir. La cita había sido un completo desastre. Dylan era amable e interesante, pero yo había estado totalmente ausente.

Me salvé de contestar cuando llegamos al piso de Will. Salí del ascensor detrás de él y lo seguí por el largo pasillo, mirando cómo se flexionaban su espalda y sus hombros con cada paso. Llevaba un pantalón de pijama azul, y los contornos de algunos de sus tatuajes más oscuros resultaban visibles a través de la fina camiseta blanca. Tuve que reprimir el impulso de alargar el brazo y rozarlos con la punta del dedo, de quitarle la camiseta y verlos todos. Estaba claro que había más que todos aquellos años atrás, pero ¿qué eran? ¿Qué historias se ocultaban bajo la tinta de su piel?

—Bueno, ¿vas a contármelo? —preguntó.

Se había detenido delante de su puerta, mi mirada se clavó en sus ojos.

—¿Qué? —pregunté, confusa.

—Lo de la cita, Hanna.

—Oh —murmuré, parpadeando y tratando de poner orden en el caos que ocupaba mi cabeza—. Cenamos y bla, bla, bla, y luego cogí un taxi hasta casa. ¿Seguro que no te he despertado?

Exhaló un suspiro profundo y prolongado y me invitó a entrar con un gesto.

—Por desgracia, no. —Me arrojó una manta que estaba apoyada en el respaldo del sofá—. Aún no he podido conciliar el sueño.

Quise prestar atención, pero de pronto me vi rodeada de un montón de piezas de la vida de Will. Su apartamento se encontraba en uno de los edificios más nuevos de la zona y era moderno, aunque modesto. Pulsó el interruptor de una pequeña chimenea situada contra una pared y las llamas cobraron vida, bañando con una luz parpadeante las paredes de color miel.

—Caliéntate mientras te preparo algo de beber —dijo, indicando con un gesto la alfombra que se hallaba delante de la chimenea—. Y cuéntame algo más sobre esa cita que se ha acabado a las nueve.

La cocina resultaba visible desde la sala de estar, y vi cómo abría y cerraba armarios. Acto seguido llenó de agua una tetera de aspecto antiguo y la puso a calentar sobre los fogones. Su piso era más pequeño de lo que yo imaginaba, con suelos de madera y estanterías abarrotadas de novelas muy leídas, gruesos volúmenes sobre genética y una pared entera dedicada a lo que parecía una impresionante colección de cómics. Dos sofás de piel dominaban la sala de estar, y unos cuadros enmarcados con sencillez colgaban de las paredes. En el suelo había un revistero lleno, y sobre la repisa de la chimenea descansaba una pila de correo y un vaso rebosante de chapas de botellas.

Traté de concentrarme en lo que me preguntaba, pero cada objeto de su apartamento era una fascinante pieza del rompecabezas de la historia de Will.

—La verdad es que no hay mucho que contar —dije, distraída.

—Hanna.

Solté un gemido, me quité el abrigo y lo dejé en el respaldo de una silla.

—Tenía la cabeza en otra parte, ¿sabes? —dije, y me detuve al ver su expresión: había abierto la boca y sus ojos, como dos luceros, se movían despacio por mi cuerpo—. ¿Qué?

—¿Qué estás…? —Tosió—. ¿Has venido hasta aquí con eso?

Bajé la mirada y, si ello era posible, me sentí aún más mortificada que antes. Me había metido en la cama con unos shorts y una camiseta de tirantes, y antes de salir solo me había puesto un par de pantalones de pijama, mis botas de pelo y el viejo abrigo gigante de Jensen. Mi camiseta no dejaba nada a la imaginación y mis pezones estaban duros, completamente visibles bajo la tela delgada.

—¡Oh! ¡Uy! —Crucé los brazos sobre el pecho, intentando ocultar el hecho obvio de que fuera hacía mucho mucho frío—. Seguramente debería haber prestado más atención, pero quería… quería verte. ¿Es eso raro? Es raro, ¿verdad? Seguramente estoy infringiendo una docena de tus reglas.

Parpadeó.

—Esto… creo que hay una cláusula que obliga a mostrarse permisivo ante la infracción de cualquier regla mientras se lleve una ropa como esa —dijo, logrando apartar los ojos de mi pecho el tiempo suficiente para terminar lo que estaba haciendo en la cocina.

Mi capacidad de ponerle nervioso me produjo una insólita sensación de poder, y traté de no darme demasiados aires cuando salió con dos tazas humeantes en la mano.

—Bueno, ¿por qué ha habido tan pocos acontecimientos de interés en esa cita? —preguntó.

Me senté con las piernas estiradas en el suelo, delante del fuego.

—Tenía otras cosas en la cabeza.

—¿Como por ejemplo?

—Coooooomo… —dije, arrastrando la palabra el tiempo suficiente para decidir si realmente quería abordar el tema. Decidí que sí—. Como la fiesta.

Se hizo un instante de incómodo silencio.

—Ya.

—Sí.

—Por si no te has dado cuenta —dijo Will, lanzándome una ojeada—, yo no estaba exactamente dormido como un tronco.

Asentí con la cabeza y me volví hacia el fuego, sin saber cómo seguir.

—Siempre he podido controlar adónde iba mi mente, ¿sabes? Si es momento de estudiar, pienso en estudiar. Si estoy trabajando, pienso en el trabajo. Sin embargo, últimamente —dije, sacudiendo la cabeza—, mi concentración es una mierda.

Se rió suavemente junto a mí.

—Sé muy bien cómo te sientes.

—No estoy centrada.

—Sí.

Se rascó la nuca y me miró a través de sus oscuras pestañas.

—No duermo demasiado bien.

—Igual que yo.

—Estoy tan alterada que apenas puedo quedarme sentada —reconocí.

Oí el sonido de su respiración, larga y mesurada, y solo entonces me di cuenta de cuánto nos habíamos acercado. Alcé la vista y vi que me miraba. Sus ojos recorrieron cada centímetro de mi cara.

—No sé… si alguna vez me ha distraído tanto alguien —dijo.

Estaba muy cerca de él, tan cerca que pude ver cada una de sus pestañas a la luz del fuego, las pecas que le cubrían el puente de la nariz. Sin pensar, rocé sus labios con los míos. Abrió los ojos de par en par y noté que se quedaba rígido, paralizado. Solo fue un momento, y sus hombros se relajaron enseguida.

—No debería querer esto —dijo—. No tengo ni idea de lo que estamos haciendo.

No nos estábamos besando, no de verdad; solo coqueteábamos, respirando el mismo aire. Pude oler su jabón, un atisbo de pasta de dientes. Veía mi propio reflejo en su pupila. Ladeó la cabeza, cerró los ojos y se acercó para darme un beso con los labios separados.

—Dime que pare, Hanna.

No pude. En vez de eso, le apoyé una mano en la nuca para aproximarlo más a mí. Y entonces fue él quien se impulsó hacia delante con más fuerza, durante más tiempo, y tuve que aferrarme a su camiseta para no caerme. Abrió la boca y me chupó el labio inferior y la lengua. Sentí en el vientre un calor creciente y noté que me estaba fundiendo hasta convertirme en un corazón desbocado y unas extremidades que se retorcían con las suyas, arrastrándonos a ambos hasta el suelo.

—No… —empecé, sin aliento—. Dime qué debo hacer.

Noté su forma dura contra mi cadera y me pregunté cuánto tiempo llevaba así, si había estado pensando en aquello tanto como yo. Me entraron ganas de bajar el brazo y tocarlo, de ver cómo se venía abajo tal como le había ocurrido en la fiesta, como le sucedía en mi mente cada vez que cerraba los ojos.

Sus labios se movieron por mi mandíbula y bajaron por mi garganta.

—Relájate, todo saldrá bien. Dime qué quieres hacer.

Le metí la mano debajo de la camiseta, y sentí la sólida fuerza de los músculos de su espalda y sus brazos mientras se echaba sobre mí. Pronuncié su nombre. No me gustaba nada lo débil y extraña que sonaba mi voz, pero había en ella algo nuevo, algo crudo y desesperado, y quería más.

—Me imaginaba cómo sería tenerte encima de mí —reconocí, sin saber de dónde salían las palabras, mientras él apoyaba mejor su cuerpo sobre el mío y sus caderas se instalaban entre mis piernas abiertas—. Cuando estabas repantigado en el salón con mi hermano, y también cuando te quitabas la camiseta en el jardín para lavar el coche.

Dejó escapar un gemido y me puso una mano en el pelo. Deslizó el pulgar por mi cara y me presionó la piel de la mandíbula.

—No me digas eso.

Pero no podía pensar en otra cosa: cómo le recordaba de aquellos años y la realidad del presente. Me resultaba imposible contar las veces que me pregunté qué aspecto tendría Will sin ropa, los sonidos que haría cuando persiguiese su placer. Y allí estaba, pesado sobre mí, duro entre mis piernas, bajo su ropa. Me entraron ganas de catalogar cada tatuaje, cada línea de músculo, cada centímetro de su mandíbula cincelada.

—Te miraba desde mi ventana —dije, y lancé un grito ahogado cuando cambió de posición y su miembro me presionó directamente el clítoris—. Dios, cuando tenía dieciséis años protagonizabas todos y cada uno de mis sueños eróticos.

Se apartó lo justo para mirarme sorprendido. Tragué saliva.

—¿No debería haberte dicho eso?

—Pues… —empezó, y se humedeció los labios—. No lo sé. —Parecía mareado y confuso, yo no podía apartar la mirada de su boca—. Sé que debería pensar que lo que dices es sexy, pero, joder, Hanna. Si me corro en los pantalones, solo será culpa tuya.

«¿Podía yo hacer eso?», pensé. Sus palabras me encendieron el pecho, y me entraron ganas de contárselo todo:

—Me tocaba bajo las sábanas —reconocí en un susurro—. Algunas veces te oía hablar… y me preguntaba… cómo sería si estuvieses allí. Me corría y me imaginaba que estaba contigo.

Él soltó una maldición y volvió a besarme, más hondo y más húmedo, arrastrando los dientes por mi labio inferior.

—¿Qué decía yo?

—Lo agradable que era tocarme y lo mucho que me deseabas —dije contra sus labios—. En aquella época no era muy creativa y estoy segura de que tu boca es mucho más sucia en la realidad.

Se echó a reír, y el sonido era tan bajo y áspero que se convirtió en una presión física sobre mi cuello, donde respiraba.

—Pues imaginémonos que tienes dieciséis años y me acabo de colar en tu habitación —dijo con voz ligeramente insegura, poniendo su boca sobre la mía—. No tenemos por qué quitarnos la ropa si no estás preparada.

Y no supe qué decir, porque sí, quería estar completamente desnuda debajo de él, imaginar cómo sería tenerlo desnudo y dentro de mí. Pero practicar el sexo real esa noche con Will se me antojaba demasiado rápido, demasiado pronto. Demasiado peligroso.

—¿Me enseñarías? —pregunté—. No sé cómo puedes hacerlo sin quitarnos la ropa. —Hice una pausa y añadí en un susurro—: Ni aunque nos la quitemos, supongo. Obviamente.

Se echó a reír, me besó la oreja y gimió en voz baja mientras me mordisqueaba el lóbulo. El modo en que sus manos se movían sobre mí, el modo en que sus labios se deslizaban por mi piel… Tocar de ese modo parecía formar parte de la naturaleza de Will, tanto como respirar. Él exhaló su aliento cálido contra mi cuello y susurró:

—Muévete debajo de mí. Busca lo que te resulte agradable, ¿vale?

Asentí con la cabeza, cambié de posición bajo su cuerpo y sentí la dura presión de su polla entre mis piernas.

—¿Puedes notar eso? —preguntó, presionando intencionadamente contra mi clítoris—. ¿Es ahí donde te gusta?

—Sí.

Llevé las manos a su pelo y tiré con fuerza. Lo oí sisear mientras se balanceaba contra mí, cada vez más deprisa.

—Joder, Hanna.

Me subió la camiseta de tirantes por encima de las costillas e hizo una bola con ella. Y luego se inclinó y se metió uno de mis pezones en la boca. Me quedé sin aire en los pulmones y mis caderas se alzaron del suelo, buscándolo. Le arañé la piel y me vi recompensada con maldiciones y gruñidos.

—Eso es —dijo—. No pares.

Su boca seguía a sus manos y cerré los ojos, sintiendo el calor de su lengua mientras se movía sobre mí. Me besó en los labios, en la garganta. El anhelo entre mis piernas aumentó, y pude sentir lo mojada que estaba, lo vacía, lo mucho que quería su boca contra mí, sus dedos en mi interior. Su polla.

Nos deslizamos por el suelo y noté que tenía algo debajo de la espalda, pero no me importó. Lo único que quería era perseguir esa sensación.

—Me falta muy poco —dije con un grito ahogado, sorprendida de encontrarlo mirándome, con los labios separados y el pelo sobre la frente.

—¿Sí? —preguntó Will, con los ojos abiertos como platos y encendidos de emoción.

Asentí, y el resto del mundo se fue volviendo borroso a medida que crecía la sensación entre mis piernas, volviéndose más ardiente y apremiante. Me entraron ganas de clavarme las uñas en la piel y rogarle que me quitase la ropa, que me follase, que me obligase a suplicarle.

—Joder. No pares —dijo él, balanceando las caderas hacia delante, contra mí, con una combinación perfecta de calor y presión justo donde yo la necesitaba—. Ya casi estoy.

—¡Oh! —exclamé.

Mis dedos se retorcieron contra la tela delgada de su camiseta al sentir que me precipitaba. Cerré los ojos mientras el orgasmo bajaba por mi columna para explotar entre mis piernas. Chillé y grité su nombre, notando cómo aceleraba sus movimientos contra mí. Sus dedos me apretaron con fuerza las caderas al empujar una y otra vez. Will gruñó contra mi cuello mientras se corría.

La sensibilidad volvió a filtrarse en mi cuerpo poco a poco. Me sentía pesada y lánguida, tan agotada de pronto que apenas podía mantener los ojos abiertos. Will se derrumbó contra mí. Noté su aliento cálido contra mi cuello, su piel húmeda de sudor y caliente por el fuego.

Se incorporó sobre los codos y me miró con expresión soñolienta, dulce y un poco tímida.

—Hola —dijo, y esbozó una sonrisa torcida—. Siento haberme colado en tu dormitorio, Hanna adolescente.

Me aparté los rizos de la frente de un soplido y le devolví la sonrisa.

—Puedes venir siempre que quieras.

—Esto… —empezó, y se echó a reír—. No pretendo salir corriendo, pero es que… necesito limpiarme.

De pronto, me saltó a la vista lo absurdo de toda la situación y empecé a reírme. Estábamos en el suelo, tenía un zapato o algo así debajo de la espalda y él acababa de correrse en los pantalones.

—¡Eh, oye! —dijo—. No te rías. Ya te he dicho que sería culpa tuya.

De repente me entró mucha sed y me humedecí los labios con la lengua.

—Vete —dije, dándole una palmadita en la espalda.

Me besó dulcemente en los labios dos veces, se puso de pie y se marchó al cuarto de baño. Me quedé allí unos momentos mientras el sudor se me secaba en la piel y se calmaban los latidos de mi corazón. Me sentía al mismo tiempo mejor y peor. Mejor porque estaba realmente cansada, pero peor porque el eco reciente de la polla de Will moviéndose entre mis piernas era una distracción mucho mayor que el recuerdo de sus dedos.

Llamé a un taxi y entré en la cocina para echarme un poco de agua fresca en la cara y beber algo. Volvió a la habitación con un pijama diferente, oliendo a jabón y pasta de dientes.

—He llamado a un taxi —le aseguré, dedicándole una mirada que significaba «no te preocupes».

Por un instante pareció desanimarse, pero sucedió tan deprisa que no supe si creer lo que habían visto mis ojos.

—Bien hecho —murmuró mientras se me acercaba para darme mi sudadera—. La verdad, creo que ahora sí podré dormir.

—Necesitabas el orgasmo —dije, sonriendo de oreja a oreja.

—Lo cierto es que ya lo había intentado varias veces esta noche —dijo con voz profunda—, pero hasta ahora no había funcionado…

«Hostia puta». Toda la somnolencia que sentía se desvaneció al instante. Iba a pasarme el resto de la noche imaginando cómo sería mirar a Will masturbarse. No estaba segura de poder volver a dormir nunca más.

Me acompañó hasta abajo, me dio un beso en la frente al llegar a la puerta y se quedó mirando mientras caminaba hasta el bordillo, subía al taxi y me marchaba. Mi teléfono se iluminó con un mensaje suyo:

«Avísame cuando llegues a casa».

Vivía a solo siete manzanas de distancia; estuve en casa en cuestión de minutos. Me acosté y me agarré a la almohada antes de contestar:

«En casa sana y salva».