6

Algo había cambiado, se había accionado algún interruptor a lo largo de los últimos días, y entre nosotros ahora se respiraba un ambiente enrarecido y tenso. Había empezado unas mañanas atrás, durante una de nuestras sesiones corriendo al aire libre, cuando ella estaba muy callada y dispersa y se había caído al sentir un calambre en la pierna. Después, en el desayuno, estaba de un humor de perros, pero la razón se veía a la legua: estaba luchando consigo misma por algún motivo. Estaba tan enfadada como yo, como si tuviéramos que ser capaces de luchar contra aquel imán que parecía empeñado en atraernos a una zona distinta.

Una zona que no estaba hecha para la simple amistad. Me sonó el móvil en la mesita del café y me incorporé de golpe al ver la foto de Hanna iluminando la pantalla. Traté de pasar por alto la agradable sensación de alivio y alegría al ver que me estaba llamando.

—Hola, Ziggs.

—Ven conmigo esta noche a una fiesta —dijo sin más, pasando olímpicamente de los saludos tradicionales. La clásica señal de que Hanna estaba nerviosa. Hizo una pausa y luego añadió, en voz baja—: A menos que… Mierda, es sábado. A menos que hayas quedado con alguna de tus parejas sexuales fijas, esas que sienten un amor platónico por ti.

Hice caso omiso de la retorcida segunda parte de su comentario y me centré en la primera pregunta, imaginándome una fiesta en una sala de reuniones del departamento de biología de Columbia, con botellas de refrescos de dos litros, patatas de bolsa y salsa mexicana de supermercado.

—¿Qué clase de fiesta?

Esperó unos segundos antes de contestar.

—Una fiesta de inauguración de piso.

Sonreí mirando al teléfono, cada vez más suspicaz.

—¿Qué clase de piso?

Al otro lado de la línea, Hanna dejó escapar un gemido, dándose por vencida.

—Muy bien, te lo diré. Es una fiesta de estudiantes. Un colega de mi departamento y sus amigos acaban de mudarse a otro apartamento. Estoy segura de que es un cuchitril. Quiero ir, pero quiero que tú me acompañes.

—¿Así que va a ser una farra universitaria? —pregunté, riéndome—. ¿Y habrá barriles de cerveza y Fritos?

—Doctor Sumner —dijo, suspirando—. No me seas esnob.

—No soy esnob —repliqué—. Soy un treintañero que acabó la universidad hace años y para el que una noche loca consiste en convencer a Max para que se gaste más de mil pavos en una botella de un buen whisky escocés.

—Ven conmigo, por favor. Te prometo que lo pasarás muy bien.

Lancé un suspiro, mirando la botella semivacía de cerveza que había en mi mesita del café.

—¿Voy a ser el más mayor de la fiesta?

—Probablemente —admitió—. Pero me consta que también vas a ser el tío más bueno.

Me eché a reír y entonces pensé en qué planes tenía para esa noche sin aquella opción. Había anulado mi cita con Kristy, y todavía ni siquiera estaba seguro de por qué.

Mentira. Sabía exactamente por qué. Me sentía incómodo, como si tal vez estuviese siendo injusto con Hanna por estar con otras mujeres cuando ella me estaba dando a mí tanto de sí misma. Cuando le dije a Kristy que no podía quedar, sé que detectó algo más en mi voz. No me preguntó por qué ni intentó quedar otro día, como habría hecho Kitty. Sospechaba que ya no volvería a acostarme con aquella rubia en particular nunca más.

—¿Will?

Suspirando, me levanté y me dirigí al rincón donde había dejado los zapatos, junto a la puerta principal.

—Está bien, vale, iré. Pero ponte una camiseta con la que enseñes mucho las tetas, así tendré algo con lo que entretenerme si me aburro.

Soltó una risotada jadeante y prolongada, con un aire travieso y seductor a la vez.

—Trato hecho.

Era exactamente como lo había imaginado: el típico piso de alquiler para estudiantes muertos de hambre y la típica fiesta de universitarios. Sentí una pequeña punzada de nostalgia cuando entramos dentro del apartamento abarrotado. Los dos sofás eran unos futones desvencijados con fundas harapientas y llenas de manchurrones.

La televisión estaba sobre un tablón que hacía malabarismos entre dos cajas de plástico para las botellas de leche. La mesa de café había visto días mejores antes de pasar por unos días muy malos y terminar en las manos de aquellos bárbaros, para que acabaran de destrozarla. En la cocina, una horda de hipsters[3] universitarios barbudos se arremolinaban en torno a un barril de cerveza Yuengling, y había un surtido de botellas semivacías de alcohol barato y diversos refrescos.

Sin embargo, por la expresión en la cara de Hanna, se diría que acabábamos de franquear las puertas del cielo. Se puso a dar unos saltitos a mi lado, y luego me buscó la mano y me la apretó con fuerza.

—¡Me alegro un montón de que hayas venido conmigo!

—Dime la verdad, ¿habías estado antes en una fiesta? —pregunté.

—Una vez —admitió, arrastrándome hacia el centro del barullo—. En la facultad. Me bebí cuatro chupitos de Bacardi y poté encima de los zapatos de un tío. Todavía no tengo ni idea de cómo volví a casa.

La imagen hizo que se me revolviera el estómago. Había visto a esa misma chica, con los ojos abiertos como platos, paseándose por el lado salvaje de la vida, en casi todas las fiestas a las que había ido durante mi vida universitaria. No soportaba la idea de que Hanna hubiese sido aquella chica alguna vez. A mis ojos, ella era demasiado lista para caer en semejante vulgaridad, más digna.

Ella seguía hablando, y me agaché un poco para oír el resto de lo que decía:

—… noches locas las pasábamos básicamente jugando al Magic en la sala común de nuestra residencia de estudiantes y bebiendo ouzo. Bueno, mejor dicho, el ouzo se lo bebían los demás. En cuanto lo huelo, me entran ganas de vomitar. —Se volvió a mirarme por encima del hombro y aclaró—: Es que mi compañera de habitación era griega.

Hanna me presentó a un grupo de gente, casi todos chicos. Había un tal Dylan, un Hau, un Aaron y creo que un Anil. Uno de ellos le dio a Hanna un cóctel hecho con sake de ciruelas, la bebida de moda, y agua de seltz. Sabía que Hanna no bebía casi nunca, y mi instinto protector se activó de inmediato.

—¿Prefieres tomar algo sin alcohol? —le pregunté, lo bastante alto para que me oyeran los demás.

Menudos gilipollas, dando por supuesto que querría algo alcohólico. Todos esperaron su respuesta, pero ella dio un sorbo y emitió un ruidito.

—Esto está muy rico. ¡Joder, está buenísimo!

Al parecer, le gustaba.

—Tú asegúrate de que solo me beba uno —me susurró, arrimándose a mí—. O no me hago responsable de mis actos.

«Mierda, genial», pensé. Con esa sola frase acababa de desbaratar el plan de hacer de hermano mayor, bueno y protector, que tenía preparado para esa noche.

Hanna se bebió el cóctel mucho más rápido de lo que esperaba, y sus mejillas se tiñeron de un rosado encendido, acentuado por la luminosidad de su sonrisa. Me miró a los ojos y vi la felicidad que irradiaban. «Dios, qué guapa es», me dije, deseando estar a solas con ella en mi casa viendo una película y recordándome hacer todo lo posible para que eso sucediera pronto. Miré alrededor y me di cuenta de la cantidad de gente que había ido llegando a la fiesta. La cocina estaba cada vez más llena.

Otra universitaria se sumó a nuestro pequeño corrillo en mitad de una conversación sobre los profesores más locos del departamento y se me presentó, colocándose entre Dylan, que estaba a mi derecha, y yo. A mi izquierda, me percaté de que Hanna permanecía atenta a mi reacción. Era hiperconsciente de todos sus movimientos, y me veía a mí mismo a través de sus ojos. Tenía razón cuando decía que siempre me estaba fijando en las mujeres, pero aunque aquella otra mujer era guapa, solo me causaba indiferencia, sobre todo teniendo a Hanna tan cerca. ¿De verdad creía Hanna que tenía la costumbre de acostarme con alguien cada vez que salía a algún sitio?

La miré a los ojos y le lancé una mirada de reprimenda. Hanna se rió y dijo en voz baja:

—Te conozco.

—No tanto como tú crees —murmuré. Y qué cojones, ya puestos, añadí—: Todavía tienes mucho que descubrir acerca de mí.

Se me quedó mirando fijamente durante unos segundos eternos. Vi cómo le palpitaba el pulso en el cuello, la forma en que se le hinchaba y deshinchaba el pecho, con la respiración agitada. Bajó la vista, apoyó la mano en mis bíceps y recorrió con los dedos el tatuaje del fonógrafo que me había hecho cuando murió mi abuelo.

Nos apartamos del grupo los dos a la vez, compartiendo una sonrisa cómplice y secreta. «Joder, esta chica me tiene trastornado…»

—Háblame de este tatuaje —murmuró.

—Me lo hice hace un año, cuando murió mi abuelo. Él me enseñó a tocar el bajo. Escuchaba música todos los segundos de su vida, todos los días.

—Háblame del que no he visto nunca —dijo, desplazando la atención hacia mis labios.

Cerré los ojos un instante, pensando.

—Llevo la palabra «NO» escrita en la costilla inferior del costado izquierdo.

Riéndose, se acercó un poco más, lo bastante para que llegara hasta a mí el dulce aroma a licor de ciruela de su aliento.

—¿Por qué?

—Me lo hice una noche que me emborraché en la universidad. Me dio un ataque antirreligioso y no me gustaba la idea de que Dios hubiese hecho a Eva de la costilla de Adán.

Hanna echó la cabeza hacia atrás, riéndose con mi risa favorita, la que le salía directamente del estómago y se apoderaba de todo su cuerpo.

—Hay que ver qué guapa eres, joder… —murmuré sin pensar, acariciándole la mejilla con el pulgar.

Enderezó la cabeza de golpe y, sin apartar la mirada de mi boca, me sacó a rastras de la cocina con una sonrisa diabólica y sibilina en los labios.

—¿Adónde vamos? —pregunté, dejándome llevar por un pasillo estrecho flanqueado por puertas cerradas.

—¡Chist! Me faltará valor si te lo digo antes de que lleguemos. Tú ven conmigo.

Ella no imaginaba que la habría seguido hasta el mismísimo infierno, aunque el pasillo estuviese en llamas. Después de todo, había acudido a aquella fiestecilla bohemia con ella, ¿no?

Hanna se paró delante de una de las puertas cerradas y esperó. Apoyó la oreja en la hoja de madera, me sonrió y cuando no oímos ningún ruido, hizo girar el pomo y soltó un gritito entusiasmado y nervioso.

La habitación estaba oscura, vacía, a Dios gracias, y aún relativamente limpia por la mudanza reciente. Había una cama hecha en medio de la habitación y una cómoda colocada contra una esquina, pero la pared del fondo estaba todavía repleta de cajas.

—¿De quién es esta habitación? —pregunté.

—No estoy segura. —Alargó el brazo, cerró el pestillo a mi espalda y luego me miró sonriendo—. Hola.

—Hola, Hanna.

Abrió mucho sus preciosos ojos y se quedó boquiabierta.

—No me has llamado Ziggy.

—Ya lo sé —susurré con una sonrisa.

—Dilo otra vez. —Lo dijo con voz ronca, como si me hubiese pedido que la tocara otra vez, que la besara otra vez.

Y tal vez cuando la había llamado Hanna, había sido como darle un beso. Desde luego, lo había sido para mí. Y una parte de mí, una parte muy importante, decidió que ya no me importaba. No me importaba que hubiese besado a su hermana hacía doce años ni que su hermano fuese uno de mis mejores amigos. No me importaba que Hanna fuese siete años menor que yo y en muchos aspectos, muy inocente. No me importaba que seguramente acabara fastidiándolo todo ni que mi pasado pudiera molestarla. Estábamos solos, en una habitación a oscuras, y cada centímetro de mi piel estaba pidiendo a gritos que me tocara.

—Hanna —dije en voz baja. Las dos sílabas inundaron mi cabeza, se adueñaron de mis pulsaciones.

Esbozó una sonrisa enigmática y luego me miró a la boca. Asomó la lengua por la suya y se humedeció el labio inferior.

—¿Qué pasa aquí, doña Misteriosa? —susurré—. ¿Qué hacemos en esta habitación tan oscura, intercambiando miradas sugerentes?

Levantó las manos y las palabras le salieron en un torrente precipitado y jadeante.

—Esta habitación es como Las Vegas, ¿vale? Así que lo que pase aquí dentro, se queda aquí dentro. O mejor dicho, lo que se diga aquí dentro, aquí dentro se queda.

Asentí, hechizado por la delicada curva de su labio inferior.

—Muy bien…

—Si te resulta raro o si cruzo alguna frontera de la amistad que por algún milagro no haya cruzado todavía, dímelo y nos iremos, y la situación será igual de ridícula que antes de que entrásemos aquí.

—Muy bien —volví a susurrar y la observé mientras respiraba profundamente y con movimiento trémulo. Estaba un poco achispada y nerviosa. Una corriente de expectación me recorrió la nuca y la espina dorsal.

—Me pongo muy tensa cuando estoy contigo —dijo en voz baja.

—¿Solo cuando estás conmigo? —pregunté, sonriendo.

Se encogió de hombros.

—Quiero que… me enseñes cosas. No solo a comportarme cuando estoy con hombres sino a… estar con un hombre. Pienso en ti a todas horas. Y sé que te sientes cómodo haciendo esto sin tener que mantener una relación… —Se interrumpió, mirándome a los ojos en la penumbra de la habitación—. Somos amigos, ¿verdad?

Supe con toda certeza cómo iba a acabar aquello.

—Sea lo que sea —murmuré—, lo haré.

—No sabes qué es lo que voy a pedirte.

Riéndome, le contesté en un susurro.

—Pues pídemelo.

Se acercó un poco más, apoyó la mano en mi pecho y cerré los ojos al sentir que deslizaba su palma cálida por mi abdomen. Por un instante, me pregunté si notaría el martilleo de mi corazón. Yo percibía mis palpitaciones en todas partes, retumbando en mi pecho y por toda mi piel.

—Anoche vi otra peli —dijo—. Otra peli porno.

—Ah.

—La verdad es que esas pelis son muy malas.

Lo dijo muy despacio, como si le preocupara ofender mi sensibilidad de macho amante del porno.

—Sí que lo son —convine riendo.

—Las mujeres son unas histriónicas. Y ahora que lo pienso —añadió, con aire reflexivo— los hombres también, casi todo el tiempo.

—¿Casi todo? —pregunté, intrigado.

—Al final no —dijo, bajando la voz a apenas un decibelio—. ¿Cuándo se corrió el tío? Se salió de dentro de ella y se corrió fuera.

Deslizó los dedos por debajo de mi camisa, haciendo cosquillas en la línea de vello que iba de mi ombligo a la parte inferior de la cintura de mis pantalones. Contuvo el aliento y desplazó las manos hacia arriba, tanteando mis pectorales.

Mierda. Estaba tan excitado que me resultaba imposible contenerme y no sujetarla de las caderas con las manos, pero quería que fuera ella quien llevase la iniciativa. Era ella quien me había llevado hasta allí, quien lo había empezado todo. Quería que se desfogara antes de pasarme a mí el testigo. Y entonces no tendría forma humana de contenerme.

—Eso es algo habitual en el cine porno —dije—. Los tíos no se corren dentro.

Me miró a los ojos.

—Esa parte me gustó mucho.

Sentí cómo se me ponía dura por momentos y tragué saliva.

—¿Ah, sí?

—Me gustó porque parecía real. Es como si estuviera descubriendo un mundo nuevo. Nunca he probado algo así y… o a lo mejor no había querido experimentar con los chicos con los que he estado, pero desde que empecé a quedar contigo, no dejo de pensar en esas cosas. Quiero descubrir qué es lo que me gusta.

—Eso está bien.

Me estremecí en el interior de la oscura habitación, arrepintiéndome de haber contestado tan deprisa, de parecer tan desesperado. Me moría de ganas de que me pidiera que la llevara a la cama y me la follara, que la hiciera gritar hasta que toda la fiesta se enterara de dónde nos habíamos metido y de cuánto estaba gozando.

—La verdad es que no sé qué es lo que les gusta a los hombres. Ya sé que dices que son muy simples, pero no lo son. Para mí, no lo son.

Me cogió la mano y, sin apartar los ojos de mi cara, se la acercó al pecho. Bajo la palma de mi mano, era tal y como la había imaginado cien mil veces. Tan redonda y suave, toda curvas turgentes y piel de terciopelo. Tuve que hacer uso de toda mi fuerza de voluntad para no tomarla en brazos y aplastarla entre mi cuerpo y la pared.

—Quiero que me enseñes cómo —dijo.

—¿Qué quieres decir con que te enseñe «cómo»?

Cerró los ojos un instante, tragando saliva.

—Quiero tocarte y hacer que te corras.

Inspiré hondo y miré a la cama, en mitad de la habitación.

—¿Ahí?

Siguió la dirección de mi mirada y negó.

—No, ahí no. En la cama, todavía no. Solo… —Vaciló un momento y luego preguntó, muy despacio—: ¿Eso es un sí?

—Mmm… Pues claro que es un sí. No creo que pudiera decirte que no, aunque sea eso lo que debería hacer.

Reprimió una sonrisa y deslizó mi mano por su cadera.

—¿Quieres hacerme una paja? ¿Es eso lo que me estás pidiendo? —Flexioné las rodillas para mirarla a los ojos. Me sentí como un auténtico capullo por ser tan bruto, y además, toda la conversación tenía un aire absolutamente surrealista, pero tenía que ser muy claro con lo que estaba pasando allí antes de perder por completo el escaso autocontrol que me quedaba y llevar aquello demasiado lejos—. Solo lo digo para asegurarme de que te he entendido.

Hanna tragó saliva de nuevo, avergonzada de pronto, e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Sí.

Di un paso hacia delante y cuando percibí el tenue olor a flores de su champú, me di cuenta de hasta qué punto estaba cachondo. No me había puesto nervioso hasta ese momento, pero justo entonces estaba aterrorizado. Me daba lo mismo cómo iba a ser, podía mostrarse torpe y vacilante, demasiado lenta o demasiado rápida, demasiado suave o demasiado ruda: sabía que me iba a deshacer en sus manos. Solo quería que ella siguiera comportándose con la misma franqueza, que siguiera siendo igual de abierta, cada segundo. Quería que el sexo fuese divertido para ella.

—Puedes tocarme —le dije, tratando de alcanzar un equilibrio entre mi necesidad de ser considerado y mi tendencia a ser autoritario.

Me asió el cinturón, lo desabrochó y desplacé las manos de sus caderas hacia arriba, para llegar a través de su cintura hasta el botón superior de su camisa. A sus labios afloró una sonrisa ebria e intentó esconder la cabeza para que no la viera, pero no lo consiguió. Yo no tenía ni idea de cuál sería la expresión de mi cara, pero imaginaba que debía de tener unos ojos enormes y la boca entreabierta mientras le desabrochaba los botones con manos trémulas. Cuando le deslicé la camisa por los hombros, vi cómo vacilaba al enfrentarse con mi bragueta, con dedos inseguros, antes de apartarse para dejar que la camisa le cayera al suelo.

Se quedó de pie delante de mí con un sencillo sujetador de algodón. La rodeé con los brazos, pidiéndole permiso con los ojos antes de desabrochárselo y quitárselo por los brazos.

No estaba preparado para el espectáculo de sus senos desnudos y me quedé mirándolos, embobado.

—Solo para que lo sepas —susurró—, no tienes que hacerme nada si no quieres.

—Solo para que lo sepas tú —repuse, con la misma voz susurrante—, ahora mismo me resultaría imposible no tocarte.

—Es que quiero estar muy concentrada. Y si me tocas, podrías… distraerme.

Lancé un gemido de frustración; aquella mujer me quería matar.

—Qué alumna tan aplicada… —exclamé, inclinándome para besarle el vértice que formaban su cuello y el hombro—. Pero no me pidas que no me ponga a contemplar semejante belleza. A estas alturas, ya te habrás dado cuenta de que estoy un poco obsesionado con tus pechos.

Tenía la piel suave y olía maravillosamente. Abrí la boca y la mordisqueé con cuidado, tanteando. Dio un respingo y apretó el cuerpo contra mí, la mejor reacción posible. Por mi cerebro empezaron a desfilar imágenes de ella arañándome la espalda con las uñas mientras yo abría la boca y me lanzaba con avidez sobre sus pechos al tiempo que me balanceaba sobre ella.

—Tócame, Hanna. —Tomé uno de sus pechos con la mano y lo levanté más arriba, apretando.

«Joder, esta mujer está para comérsela». Había vuelto a desplazar las manos a mi bragueta, pero las dejó ahí, inmóviles.

—Enséñame cómo se hace…

Era probablemente lo más sensual que me había dicho una mujer. Puede que fuese el tono de su voz, un poco ronca, un poco hambrienta. Puede que fuese el hecho de saber lo hábil que era en todos los demás ámbitos de su vida y que justo ese aspecto no lo dominase en absoluto, hasta el punto de que no tenía más remedio que pedir mi ayuda. O tal vez fuese simplemente que estaba loco por ella, y que enseñarle a Hanna cómo debía complacerme era como decirle al universo entero: «Mirad, esta mujer me pertenece».

Desplacé sus manos a la cintura de mis tejanos y juntos los bajamos, junto con mis bóxer, hasta la altura de las caderas, liberando mi polla entre los dos. Dejé que me mirara mientras levantaba las manos para apartarle el pelo por detrás de la nuca, inclinándome para besarle el cuello.

—Joder, qué rica estás… —Estaba tan empalmado que sentía las palpitaciones a lo largo de todo el miembro. Necesitaba aliviar toda aquella tensión—. Mierda, Hanna, rodéamela con la mano.

—Enséñame, Will —me imploró, recorriendo mi abdomen hacia arriba y hacia abajo con las manos, rozando apenas la punta de mi polla erecta. Los dos miramos hacia abajo y nos balanceamos levemente al unísono.

Tomé su mano cálida y se la envolví alrededor de mi verga antes de deslizarla arriba y abajo, a la vez que emitía un jadeo ronco y prolongado.

—Jodeeerrr…

Ella empezó a gemir también, un sonido brusco y excitado, y estuve a punto de estallar. Me contuve y cerré los ojos con fuerza, me agaché de nuevo para cubrirle el cuello de besos y la guie. Se movía muy muy despacio. Hacía siglos que no me hacían una paja, y prefería el sexo oral o la penetración cien mil veces, pero en ese momento, aquello era sencillamente perfecto. Tenía los labios casi pegados a los míos. Incluso podía percibir su aliento, saborear el regusto dulzón de aquel licor de ciruelas.

—¿No es un poco raro que te esté tocando aquí abajo y ni siquiera nos hayamos besado todavía? —murmuró.

Negué con la cabeza, mirando hacia el lugar en que sus dedos rodeaban el grosor palpitante. Tragué saliva, casi incapaz de dar forma a mis pensamientos.

—Aquí no hay nada definido sobre lo que está bien y lo que está mal. No hay reglas —dije.

Apartó los ojos del punto de mi boca que había estado observando completamente absorta hasta ese momento.

—No tienes que besarme —me respondió.

La miré perplejo. Hacía varias semanas que me moría de ganas de besarla.

—Mierda, Hanna, sí. Tengo que hacerlo.

Deslizó la lengua por sus labios para humedecerlos.

—Bueno —aceptó.

Me agaché, acercándome, sin dejar de guiar su mano hacia arriba y hacia abajo, sin dejar de mirarla intensamente. Tenía los labios a apenas un suspiro de los míos, y de su boca salían pequeños ruidos cada vez que alcanzaba mi glande con la mano y yo dejaba escapar un gemido ronco. Aquello era increíble para ser una simple paja, y de pronto, todo se volvió demasiado íntimo para que fuésemos simples amigos.

La miré a los ojos y luego a la boca, antes de avanzar esos escasos milímetros para besarla.

Fue la cosa más dulce y fogosa del mundo, y nuestro primer beso fue irreal, deslizando mis labios sobre los suyos, como pidiéndole: «Deja que te haga esto. Deja que te haga esto y sea delicado y cuidadoso con cada rincón de tu cuerpo». La besé varias veces, con labios carnosos, unos besos tiernos para que supiese que me iba a dedicar a aquello todo el tiempo que ella necesitase.

Cuando abrí la boca lo justo para engullir su labio inferior, sentí una corriente eléctrica al oír el brusco jadeo de su garganta. Joder, me moría de ganas de levantarla, follarme su boca con mi lengua y tomarla allí mismo, contra la pared, con la fiesta a todo volumen al otro lado y mis ojos clavados en su cara, observándola mientras asimilaba todas y cada una de las sensaciones.

Cuando retrocedió, estudió mi boca, mis ojos y mi frente. Me estaba estudiando a mí. No sabía si lo que sentía era una fascinación general con lo que estaba aprendiendo o era específicamente con aquel momento conmigo, pero lo cierto es que nada habría podido sacarme del trance en el que estaba; ni unos fuegos artificiales, ni un incendio en el pasillo. Mi necesidad de estar dentro de ella algún día, de poseerla por completo, me aguijoneó todo el cuerpo y se plantó debajo de mis costillas, oprimiéndome con una fuerza insoportable.

—Me lo dirías si lo hago fatal, ¿verdad? —preguntó en voz baja.

Me eché a reír, resollando.

—Oh, no lo haces nada fatal. Eres increíble, joder. Esto es increíble, y eso que solo es tu mano…

—¿Es que…? —empezó a preguntar con expresión insegura—. ¿Es que las otras no lo hacen?

Tragué saliva rápidamente, ofuscado ante la mención de otras mujeres en ese momento. Antes, casi quería que fuesen una presencia constante, un recordatorio para ambas partes de lo que pasaba y lo que no pasaba en un momento como aquel. Con Hanna, quería borrar sus sombras de la pared.

—Chist…

—Quiero decir, ¿normalmente solo echas un polvo y ya está?

—Me gusta lo que estamos haciendo. Ahora mismo no quiero otra cosa, ¿quieres concentrarte en la polla que tienes en la mano?

Se echó a reír, y yo seguí palpitando en la palma de su mano, con aquel sonido maravilloso.

—Vale —murmuró—. Tendré que empezar por lo básico.

—Me gusta que quieras aprender a tocarme.

—Me gusta tocarte —murmuró en mi boca—. Me gusta que me enseñes.

En ese momento empezamos a movernos más rápido; le enseñé cuánto podía apretar, y le hice saber que podía sujetarla con fuerza y que necesitaba que empezase a darle más rápido y más fuerte de lo que ella creía.

—Aprieta más —susurré—. Me gusta muy prieta.

—¿No te duele?

—No, me está matando, joder.

—A ver, déjame intentar… —Me apartó el brazo suavemente con la mano que tenía libre.

De ese modo tuve acceso a sus pechos y me agaché para chuparle un pezón, al tiempo que soplaba delicadamente sobre la punta erecta. Lanzó un gemido y bajó el ritmo un momento antes de acelerar de nuevo.

—¿Puedo seguir así hasta que termines? —me preguntó.

Me eché a reír, pegado a su piel. Me tenía prácticamente vibrando en sus manos, luchando por no correrme cada vez que deslizaba la mano abajo y luego arriba hacia el glande.

—La verdad es que contaba con eso.

Le succioné el cuello, cerrando los ojos y preguntándome si me permitiría dejarle una marca allí para poder vérsela al día siguiente. Para que todos la viesen. Alrededor, el mundo me daba vueltas. Su mano era maravillosa, desde luego, pero toda ella me dejaba extasiado. El olor y el sabor de su piel suave y firme, sus gemidos de placer por el simple acto de tocarme… Era sensual, activa y curiosa, y estaba seguro de que hacía mucho, muchísimo tiempo que nadie me ponía tan a cien. La tensión familiar fue acumulándose en mi vientre, y empecé a balancearme hacia delante y hacia atrás en su mano firme.

—Hanna… Oh, mierda, un poco más rápido, ¿vale?

Las palabras parecían mucho más íntimas así, apoyando mi boca en su piel, con el aliento entrecortado. Solo vaciló un segundo antes de reaccionar, tirando con más fuerza y más deprisa, y enseguida me puse al borde del éxtasis absoluto, vergonzosamente rápido, y la verdad es que me importaba una mierda. Siguió envolviéndome con sus dedos alargados y esbeltos, y me dejó succionarle el labio inferior, la mandíbula y el cuello con avidez. Sabía que iba a saber de maravilla en todas partes.

Quería enseñarle cómo se follaba.

Con esa idea, la de abalanzarme sobre ella y dentro de ella y hacer que se corriera con mi cuerpo, me aplasté contra Hanna y le supliqué me mordiera, que me clavara los dientes en el cuello, en el hombro… donde fuese. No me importaba lo que pensase; de algún modo, sabía que no se acobardaría ni se echaría atrás ante la crudeza de mis palabras.

Sin dudar ni un instante, se inclinó hacia delante, abrió la boca en mi cuello y me hincó los dientes con feroz apetito. Se me nubló el pensamiento, todo se transformó en un calor abrasador y salvaje; por un momento, fue como si todas las sinapsis de mi cuerpo hubiesen sufrido un cortocircuito, como si se hubiesen desconectado, como si se hubiesen fundido. Siguió bombeándome con la mano con rapidez, y mi orgasmo culebreó por mi espina dorsal y me corrí con un gemido suave, el calor abrasándome la espalda y estallando de mi interior a su mano y por su vientre desnudo.

Justo cuando necesitaba que lo hiciese dejó de mover la mano, pero no me soltó. Sentí su mirada clavada donde me había estado sujetando y sufrí una contracción espasmódica cuando volvió a pasear la mano por mi polla, tanteando y explorando.

—No. Más no —exclamé, sin resuello.

—Perdón. —Deslizó el pulgar de la mano que tenía libre por el lugar donde me había corrido, en su palma y se la restregó por la cadera, con los ojos muy abiertos, fascinados. Tenía la respiración tan agitada que el pecho le daba sacudidas con el movimiento.

—Hostia puta —exhalé.

—¿Te ha…?

La habitación parecía inundada con el eco de su pregunta inacabada y el sonido de mi respiración jadeante. Estaba un poco mareado y me dieron ganas de arrastrarla hasta el suelo conmigo y desmayarme.

—Joder, Hanna. Ha sido apoteósico.

Me miró, casi con aire triunfal por su descubrimiento.

—Tenía razón…, has hecho un ruido alucinante cuando has llegado al orgasmo.

Se abrió un abismo a mis pies cuando dijo eso, porque ahí estaba yo, perdiendo la erección en su mano, cuando lo único que quería era averiguar si hacerme aquello la había puesto húmeda.

—¿Ahora me toca a mí? —le pregunté, inclinándome sobre la piel suave sedosa de su cuello.

—Sí, por favor —murmuró con voz temblorosa.

—¿Quieres que te lo haga con las manos? —pregunté—. ¿O prefieres algo más?

Dejó escapar una leve risa nerviosa.

—La verdad es que no estoy preparada para más, pero… me parece que las manos conmigo no funcionan.

Retrocedí el espacio suficiente para que viera mi cara de escepticismo, al tiempo que le desabrochaba los vaqueros y la desafiaba a que intentase detenerme. No lo hizo.

—Quiero decir que no sé si puedo correrme con… con los dedos dentro y eso —aclaró.

—Pues claro que no puedes correrte solo con que te meta los dedos dentro, pero es que tu clítoris no está dentro… —Deslicé la mano bajo sus bragas de algodón y me quedé inmóvil al percibir el tacto de la piel desnuda y aterciopelada, sin rastro de pelo—. Mmm… ¿Hanna? No imaginaba que fueras de las que se afeitan.

Se retorció un poco, avergonzada.

—Chloe habló de eso el otro día. Tenía curiosidad y…

Le metí un dedo entre los labios; joder, estaba chorreando…

—La hostia… —gemí con voz ronca.

—Me gusta —admitió, apretándome el cuello con la boca—. Me gusta que me toques.

—Joder, ¿me tomas el pelo? Eres tan suave… Quiero chuparte hasta el último rincón ahí abajo.

—Will…

—Te comería ahí abajo con la boca si no estuviéramos en la habitación de un tío al que ni siquiera conozco.

Se estremeció entre mis dedos y dejó escapar un quejido casi imperceptible.

—No sabes la de veces que he fantaseado con eso —dijo.

Madre del amor hermoso… Sentí cómo me iba empalmando de nuevo, instantáneamente.

—Creo que te derretirías como un azucarillo en mi lengua. ¿Tú qué crees?

Se rió a medias, agarrándome de los hombros.

—Creo que me estoy derritiendo ahora mismo.

—Yo también lo creo. Creo que te vas a derretir en mi mano y que luego me la limpiaré chupándola con la lengua. ¿Eres de las que gritan, Ciruela? Cuando te corres, ¿te pones como una salvaje?

Dejó escapar un sonido ahogado antes de contestar:

—Cuando estoy yo sola, no armo mucho escándalo, no.

Mierda. Eso era lo que quería oír. Podía estar un decenio entero teniendo fantasías con la imagen de Hanna despatarrada en su sofá o tumbada en mitad de su cama, masturbándose.

—Y cuando estás sola, ¿qué haces? ¿Solo te tocas el clítoris?

—Sí.

—¿Con algún juguete o…?

—A veces.

—Estoy seguro de que puedo hacer que te corras así —dije, y le metí dos dedos deslizándolos con cuidado, sintiendo cómo los apretaba con sus músculos vaginales. Le rocé la nariz con la mía—. Dime, ¿te gusta que te meta los dedos? ¿Qué te folle con ellos?

—Will…, eres un guarro.

Me eché a reír y le mordisqueé la mandíbula.

—Creo que te gusta. Cuanto más vicio, mejor.

—Creo que me gustaría tener tu boca viciosa entre las piernas —dijo en voz baja.

Lancé un gemido y moví la mano con más rapidez y más firmeza en su interior.

—¿Piensas en eso? —preguntó—. ¿En besarme ahí abajo?

—Sí —admití—. Pienso en eso y me pregunto si conseguiré salir a respirar aire otra vez.

Estaba completamente empapada, deshecha. Se retorcía con furia entre mi mano, emitiendo los ruidos desesperados que tanta hambre me provocaban. Saqué los dedos, haciendo caso omiso de su gemido de protesta, y tracé con ellos una línea húmeda que le subía por la barbilla y le cruzaba los labios, y seguí el mismo el trazo casi inmediatamente con la lengua, cubriéndole la boca con la mía. Jodeeerrr…

Sabía a mujer toda ella, tierna y embriagadora, y aún tenía la lengua dulzona y pegajosa del licor de antes. Sabía a ciruela, madura, esponjosa y pequeña en mi boca, y me sentí como el puto rey del mambo cuando me suplicó que la tocase «más, otra vez, por favor, Will, ya estaba muy cerca…».

Volví a concentrarme y le bajé los pantalones y las bragas hasta los tobillos, esperando mientras ella misma se los quitaba. Estaba completamente desnuda y me temblaban los brazos del ansia por deslizarme en el interior de su calor perfecto y abrasador. Me cogió de la muñeca y me metió la mano entre sus piernas.

—Avariciosa…

Abrió los ojos como platos, avergonzada.

—Es que…

—Chist. —La silencié cubriéndole su boca con la mía, succionándole el labio y chupándole su melosa lengua. Me retiré y murmuré—. Me gusta. Quiero hacerte explotar.

—Y explotaré. —Dio una sacudida en mi mano cuando le metí los dedos entre las piernas y le acaricié el clítoris—. Nunca había estado así.

—Tan húmeda.

Abrió la boca y dio un grito ahogado cuando volví a meterle los dedos dentro. Se quedó mirando mis labios, mis ojos, todas mis reacciones. Me encantaba que la curiosidad le impidiese incluso apartar la mirada.

—Hazme un favor —le pedí. Ella asintió con la cabeza—. Cuando estés a punto, dímelo. Yo lo sabré igualmente, pero quiero oírtelo decir con palabras.

—Lo haré —jadeó—. Lo haré, lo haré, pero… por favor.

—¿Por favor qué, Ciruela?

Se apoyó tambaleándose ligeramente sobre mí.

—Por favor, no pares.

Deslicé los dedos más adentro, más rápido, apretando el pulgar contra su clítoris y masajeándolo en círculos más pequeños y firmes. «Sí. Joder, está a punto…» Volví a empalmarme y froté mi erección contra su cadera desnuda, en el punto sobre el que ya me había corrido hacía escasos minutos, y estaba a punto de alcanzar el orgasmo yo también.

—Agárrame la polla, ¿quieres? Sujétala. Es que estás tan mojada, joder, y con esos ruiditos que haces…, joder, yo…

Y entonces colocó la mano donde le pedía, sujetándome lo bastante fuerte para que me follara su puño cerrado, y toda mi mente se concentró en la suavidad alrededor de mis dedos y en la carnosidad frutal de sus labios y su lengua.

Empezó a deshacerse, y su cuerpo perdió el control por completo. Jadeaba en voz baja la misma cantinela todo el tiempo: «Oh, Dios mío…», que era justo lo que estaba pensando yo también.

—Dilo.

—Me… me… —empezó a decir entrecortadamente, y me sujetó la polla con más fuerza mientras embestía con ella su puño.

—Dilo de una puta vez, joder.

—Will. Dios mío… —Sus muslos empezaron a temblar y le rodeé la cintura con la mano que tenía libre para que no se cayera—. Me corrooo…

Y con una brusca convulsión de las caderas se corrió, temblando, sudorosa y húmeda. Su orgasmo se propagó a lo largo de mis dedos mientras gritaba, clavándome las uñas en los hombros. Era exactamente lo que necesitaba yo… ¿cómo coño lo sabía? Con un leve gemido sentí cómo entraba en erupción con mi segundo orgasmo, caliente y líquido en su mano.

Jodeeerrr… Me temblaban las piernas y me recosté sobre ella, aplastándola contra la pared.

Habíamos hecho mucho ruido. ¿Demasiado ruido? Estábamos al fondo del pasillo, separados de la animada fiesta por varias habitaciones, pero yo no tenía la mínima noción de qué había ocurrido en el mundo exterior mientras me deshacía en los brazos de Hanna.

Percibí su aliento cálido y dulce en mi cuello y retiré cuidadosamente los dedos, frotándolos sobre su sexo para regodearme en su piel ardorosa y sensible.

—¿Ha estado bien? —le murmuré al oído.

—Sí —susurró, envolviéndome los hombros con los brazos y enterrando la cara en el hueco de mi cuello—. Dios, muy bien…

Dejé la mano donde estaba, con el cerebro enfebrecido, y le recorrí delicadamente el clítoris con los dedos, antes de deslizarlos de nuevo hacia su abertura y el suave pliegue de su coño. Era, muy posiblemente, la mejor primera vez que había tenido con una mujer. Y eso que solo habíamos empleado las manos.

—Deberíamos volver a la fiesta —sugirió, con la voz sofocada por mi piel.

De mala gana, retiré la mano e inmediatamente me estremecí cuando encendió el interruptor de la luz, a su espalda. Mientras me subía los pantalones, la observé detenidamente, completamente desnuda en la habitación iluminada.

Vaya por Dios… Tenía unas formas suaves y bien torneadas, un cuerpo tonificado, con pechos turgentes y caderas sinuosas. Su piel todavía llameaba por el orgasmo y me regocijé con el espectáculo del rubor que se le extendía por el cuello y las mejillas mientras yo examinaba la sustancia que mi orgasmo había depositado sobre su vientre.

—Me estás mirando… —dijo al tiempo que se agachaba para coger una caja de pañuelos de papel del tocador. Bajó la vista, se limpió y luego arrojó el pañuelo a una papelera.

Me abroché el cinturón y me senté en el extremo de la cama, observándola mientras volvía a vestirse. Era increíblemente sexy, y no tenía ni idea.

La habitación olía a sexo y yo sabía que Hanna era consciente de que toda mi atención estaba centrada en ella, pero no se apresuró. De hecho, parecía plenamente satisfecha dejándome contemplar todos los ángulos posibles, todas las curvas de su cuerpo mientras se ponía las bragas, se enfundaba los pantalones, se ajustaba el sujetador y se abotonaba la camisa despacio.

Mirándome, se pasó la lengua por los labios y sentí que se me aceleraba el corazón al darme cuenta de que podía saborearse a ella misma a través del poso de mis dedos. Pensé que probablemente me acordaría de su sabor durante el resto de mis días.

—¿Y ahora qué? —pregunté, poniéndome de pie.

—Ahora… —Buscó mi brazo y me recorrió con los dedos la línea que iba de mi codo a la muñeca—. Volvemos ahí fuera y nos tomamos otra copa.

La sangre se me enfrió un poco al oír que su voz recuperaba la normalidad. Ya no jadeaba ni hablaba entrecortadamente, ya no se mostraba vacilante ni esperanzada. Volvía a ser la misma Hanna efervescente, la misma que veía todo el mundo. Ya no era mía.

—Me parece bien —le contesté.

Me miró a la cara durante largo rato, los ojos, las mejillas, la barbilla y los labios.

—Gracias por no estar incómodo.

—Pero ¿qué dices? —Me agaché y la besé en la mejilla—. ¿Por qué iba a estar incómodo?

—Acabamos de tocarnos nuestras partes íntimas —susurró.

Me eché a reír y le enderecé el cuello de la camisa.

—Sí, me he dado cuenta —le dije.

—Me parece que podría llevar muy bien eso de que seamos amigos con derecho a roce. Parece tan fácil, tan relajado… Bueno, volvamos ahí fuera —dijo, sonriéndome de oreja a oreja. Guiñándome un ojo, añadió—: Y somos los únicos que sabemos que acabas de correrte en mi barriga y que yo acabo de correrme en tu mano.

Hizo girar el pomo, abrió la puerta y dejó paso al bullicio de la fiesta. Era imposible que alguien nos hubiese oído. Podíamos hacer como si nada hubiese pasado.

Ya había hecho aquello antes, millones de veces. Enrollarme con una mujer y luego volver al jaleo de la fiesta, mezclándome con la gente en la habitación y sumergiéndome en otra clase de diversión.

Sin embargo, a pesar de que la gente allí era verdaderamente muy simpática, no conseguía quitarle el ojo de encima a Hanna y controlar lo que estaba haciendo. En el salón, hablando con el asiático alto que recordaba por el nombre de Dylan. Pasillo abajo, saludándome con la mano antes de meterse en el cuarto de baño. Llenándose el vaso de plástico con agua en la cocina. Mirándome desde el otro extremo de la habitación.

Dylan volvió a encontrar a Hanna y le sonrió agachándose y diciéndole algo al oído. Tenía una sonrisa radiante, una ropa que sugería que su cuenta corriente estaba lo bastante saneada para pertenecer al sector más chic de los estudiantes universitarios, y parecía muy pendiente de ella.

Vi cómo la sonrisa de ella se ensanchaba y luego se hacía un poco más vacilante. Lo abrazó y lo observó dirigirse a la cocina. Yo no tenía ni idea de lo que estaba pasando; me encantaba verla pasar un buen rato, pero una extraña comezón empezó a extenderse por mi epidermis, y tras de dos horas de fiesta después de nuestro escarceo particular, me di cuenta de que lo que quería era llevármela a casa, donde los dos pudiésemos explorarnos el uno al otro de verdad el resto de la noche. Me saqué el móvil del bolsillo y le escribí un mensaje de texto.

«Vámonos de aquí. Ven a casa y quédate a pasar la noche conmigo».

Desplacé el pulgar hasta el botón de enviar antes de darme cuenta de que ella también estaba escribiendo en nuestra ventana de iMessage. Me detuve, a la espera.

«Dylan acaba de pedirme que salga con él» decía.

Me quedé mirando el teléfono antes de levantar la vista y toparme con su mirada de ansiedad desde el otro lado de la habitación. Borrando lo que había escrito, tecleé:

«¿Y qué le has dicho?»

Bajó la vista cuando le vibró el móvil y luego contestó:

«Le he dicho que ya lo hablaremos el lunes».

Me estaba pidiendo consejo, puede que incluso permiso. Hacía apenas un mes estaba acostándome regularmente con dos o tres mujeres distintas cada semana. No tenía ni idea de lo que pensaba con respecto a Hanna, mis pensamientos eran demasiado complejos y confusos para ayudarla a traducir los suyos en ese momento. Me sonó el móvil de nuevo y bajé la vista.

«¿¿No sería un poco extraño después de lo que hemos hecho?? No sé qué hacer, Will».

Esto es lo que necesita, me dije. Amigos, citas, una vida aparte de la universidad. Tú no puedes ser lo único que haya en ella. Por una vez, yo buscaba lo complicado y ella estaba tratando de tomar el camino más sencillo.

«No, qué va —le contesté—. Se llama salir con otra gente».