Había tomado una decisión: si iba a monopolizar el tiempo de Will e insistir en entrenar con él, tendría que…, bueno…, entrenar para algo.
Había optado por ponerme seria, dejar de verlo como un juego y comenzar realmente a tratarlo como un experimento. Empecé a acostarme a una hora decente para poder levantarme y salir a correr con él, y aun así llegar al laboratorio lo bastante temprano para cumplir con una jornada entera de trabajo. Amplié mi vestuario de running con varios chándales de calidad y otro par de zapatillas.
Dejé de pensar en Starbucks como una cadena de cafeterías y decidí quejarme menos. Y con mucha inquietud por mi parte y muchas garantías por la suya, nos inscribimos en una media maratón que tenía lugar a mediados de abril. Estaba aterrada.
Sin embargo, resultó que Will estaba en lo cierto: se volvió más fácil. En solo unas semanas mis pulmones habían dejado de arder, mis espinillas habían dejado de parecerme palos quebradizos y ya no tenía ganas de vomitar cuando llegábamos al final del circuito. De hecho, habíamos incrementado la distancia y adoptado el recorrido normal de Will, el circuito exterior del lago. Will me dijo que, si yo podía aguantar los nueve kilómetros y aumentar a trece kilómetros dos veces por semana, él no necesitaría entrenar de forma adicional sin mí.
No solo empezaba a gustarme, sino que además había comenzado a ver una diferencia. Gracias a la genética, siempre había sido relativamente delgada, pero nunca había estado lo que se dice «en forma». Mi estómago estaba un poquitín blando, mis brazos ejecutaban ese bailecillo extraño cuando saludaba, y siempre había un maldito bulto sobre la cintura de mis vaqueros si no metía la barriga.
Pero ahora… las cosas estaban cambiando, y yo no era la única en darse cuenta.
—Bueno, ¿qué está pasando aquí? —preguntó Chloe, observándome desde el interior del vestidor. Me apuntó con el dedo y dibujó un círculo—. Te encuentro… distinta.
—¿Cómo que distinta? —pregunté.
En realidad, lo importante del Proyecto Ziggy no era pasar el mayor tiempo posible con Will, aunque se estaba convirtiendo rápidamente en mi persona favorita, sino ayudarme a encontrar el equilibrio, a tener vida fuera del laboratorio. En las dos últimas semanas, Chloe y Sara habían pasado a ser una parte importante del proyecto al arrastrarme a la calle para ir a cenar o venir a mi apartamento a pasar unas horas conmigo.
Ese jueves en particular habían traído la cena y por algún motivo nos habíamos trasladado a mi habitación, donde Chloe se había impuesto la tarea de repasar mi vestidor y decidir lo que podía quedarse y lo que por fuerza tenía que desaparecer.
—Distinta en el buen sentido —aclaró, y acto seguido se volvió hacia Sara, que estaba tumbada en mi cama, hojeando una especie de dossier financiero de su trabajo—. ¿No te parece?
Sara alzó la mirada y entornó los ojos mientras me observaba.
—En el buen sentido, desde luego. ¿Se siente feliz, quizá?
Chloe asentía con la cabeza.
—Iba a decir eso mismo. Desde luego, tienes las mejillas resplandecientes. Y esos pantalones te hacen un culo increíble.
Miré mi reflejo, comprobé la parte delantera y me volví para ver la trasera. En efecto, mi culo parecía muy feliz, y mi delantera tampoco estaba nada mal.
—Los pantalones me quedan un poco flojos —observé, comprobando la talla—. Y mirad, ¡nada de michelines!
—Bueno, eso siempre es una ventaja —dijo Sara con una carcajada, sacudió la cabeza y luego volvió a sus documentos.
Chloe empezó a poner algunas prendas en las perchas y a meter otras en bolsas de plástico.
—Te estás tonificando. ¿Qué has hecho?
—Simplemente, salir a correr. Y muchos estiramientos. Will les da mucha importancia a los estiramientos. La semana pasada añadió sentadillas a nuestra rutina, y he de dejar claro que las odio con toda mi alma. —Continué observando mi reflejo y añadí—: No recuerdo cuándo me comí una galleta por última vez, y me parece un crimen.
—Sigues entrenando con Will, ¿eh? —preguntó Chloe, y no se me escapó la mirada que intercambiaron Sara y ella.
La mirada que decía que yo acababa de dejar caer un dato muy importante en el regazo de ambas, y que iban a discutirlo en detalle y luego diseccionarlo hasta que yo suplicase clemencia.
—Sí, cada mañana.
—¿Will entrena contigo cada mañana? —preguntó Chloe.
Otra mirada. Asentí y fui a recoger unas cuantas cosas que estaban desperdigadas por ahí.
—Quedamos en el parque. ¿Sabíais que participa en triatlones? Está en muy buena forma.
Cerré la boca de golpe al comprender que probablemente no resultaba seguro ser tan sincera con Chloe como lo era con Will. A aquellas alturas la conocía lo suficiente para saber que no se le escapaba casi nada. Y así fue: enarcó una ceja y se puso una espesa onda de cabello oscuro detrás del hombro.
—Hablando de William…
Me puse a canturrear mientras doblaba un par de calcetines.
—¿Lo ves durante el día, aparte de cuando salís a correr cada mañana?
Sentí la atención de ambas como ardientes rayos láser en un lado de mi cara, así que asentí sin mirar a ninguna de las dos.
—Es muy guapo —añadió Chloe.
«Peligro, peligro», advirtió mi cerebro.
—Sí que lo es —afirmé.
—¿Os habéis visto desnudos?
Clavé mis ojos en los de Chloe.
—¿Qué?
—¡Chloe! —exclamó Sara.
—No —insistí—. Solo somos amigos.
Chloe soltó una risita irritada, acercándose al vestidor con un puñado de ropa extendida sobre los brazos.
—Vale —dijo.
—Salimos a correr por las mañanas y a veces quedamos para tomar un café o incluso para desayunar —le conté, encogiéndome de hombros e ignorando que mi calibrador de sinceridad parecía entrar en la zona roja.
Últimamente habíamos desayunado juntos casi todas las mañanas y hablábamos al menos otra vez durante el día. Incluso había empezado a llamarle para pedirle consejo sobre mis experimentos cuando Liemacki estaba ocupado o de viaje…, o porque valoraba su opinión científica.
—Solo somos amigos —añadí mientras miraba a Sara, que tenía la vista puesta en sus papeles, pero sonreía sacudiendo la cabeza.
—Y una mierda —dijo Chloe, casi cantando—. Will Sumner no tiene a ninguna mujer en su vida que solo sea amiga suya, aparte de su familia y de nosotras dos.
—Eso es cierto —convino Sara a regañadientes.
Sin decir nada, me puse a buscar un jersey en los cajones. No obstante, notaba que Chloe me observaba, sentía la presión de su mirada contra la parte posterior de mi cabeza. Nunca había tenido demasiadas amigas, y desde luego ninguna como Chloe Mills, pero hasta yo era lo bastante lista para tenerle un poco de miedo. Me daba la impresión de que incluso el mismísimo Bennett se lo tenía.
Encontré el cárdigan que estaba buscando y me lo puse encima de mi camiseta favorita, esforzándome por mantener una expresión neutral y la mente libre de cualquier idea relacionada con Will que se saliese de la zona de amistad. Algo me decía que aquellas dos se percatarían en un segundo.
—¿Cuánto tiempo hace que os conocéis? —preguntó Sara—. Max y él comparten mucha historia, pero yo solo lo conozco desde que vine a Nueva York.
—A mí me pasa lo mismo —añadió Chloe—. Desembucha, Bergstrom. Will es demasiado engreído y necesitamos tener algo contra él.
Me eché a reír, aliviada por el ligero cambio de tema.
—¿Qué queréis saber?
—Bueno, lo conociste cuando estaba en la universidad. ¿Era un cretino total? Por favor, dinos que era miembro del club de ajedrez o algo así —dijo Chloe, esperanzada.
—¡Ja! Nada de eso. Estoy segura de que era uno de esos tíos que al cumplir los dieciocho todas las madres se quieren tirar. —Fruncí el ceño, reflexionando—. De hecho, puede que Jensen me contase esa anécdota exacta…
—Max dijo algo de que había salido con tu hermana, ¿no? —preguntó Sara.
Me mordisqueé el labio y negué con la cabeza.
—Algo hubo unas vacaciones, pero creo que simplemente se dieron el lote. Will conoció a mi hermano mayor, Jensen, el día que llegaron a la universidad, y luego, después de la graduación, vivió con nosotros y trabajó con mi padre. Yo soy la más pequeña, así que en realidad no pasaba demasiado tiempo con ellos, aparte de las comidas.
—Déjate de evasivas —dijo Chloe, entornando los ojos—. Tienes que saber más.
Me eché a reír.
—Veamos, él también es el más pequeño. Tiene dos hermanas mucho mayores que él, pero no las conozco. Tengo la sensación de que fue un niño mimado. Recuerdo que una vez lo oí decir que sus padres eran médicos y que se divorciaron mucho antes de que él naciese. Años más tarde se encontraron en una convención, se emborracharon y volvieron a conectar por una noche…
—Y bum, Will —adivinó Sara.
Asentí despacio con la cabeza.
—Sí, pero lo crio su madre. Sus hermanas tienen doce y catorce años más que él. Era su bebé.
—Bueno, eso explicaría por qué cree que las mujeres están en el mundo solo para complacerlo a él —añadió Chloe, dejándose caer en la cama junto a Sara.
No me gustó que dijera eso y me senté, negando con la cabeza.
—No sé si es eso. Creo que sencillamente le gustan muchísimo las mujeres. Y a ellas también parece gustarles él —añadí—. Creció rodeado de mujeres, así que sabe cómo piensan y lo que quieren oír.
—Desde luego, sabe montárselo muy bien —dijo Sara—. Dios, no veas las cosas que me ha contado Max.
Me acordé de la boda de Jensen, donde lo vi desaparecer con dos mujeres a la vez sin que nadie más se percatase. Estaba segura de que aquella no era ni la primera ni la última vez que había sucedido algo así.
—A las mujeres siempre les ha encantado —dije—. Cuando Will trabajaba para mi padre, recuerdo haber oído a algunas de las amigas de mi madre hablar de él. No os imagináis las cosas que le habrían hecho a ese chico.
—¡Vaya lobas! —chilló Chloe, divertida—. Me encanta.
—Dios, todas las chicas estaban enamoradas de él. —Me llevé un cojín al pecho, recordando—. Yo tenía doce años la primera vez que vino a casa con Jensen, y algunas de mis amigas del colegio se inventaban excusas absurdas para visitarme. Una fingió que tenía que devolverme mi jersey el día de Nochebuena, y lo que hizo fue darme un jersey suyo. Imaginaos a Will a los diecinueve años, bromista, claramente enterado de cómo era el cuerpo femenino y con esa maldita sonrisa perversa.
Tocaba en un grupo, llevaba tatuajes… Era el sexo con patas. Cuando se quedó con nosotros un verano, él tenía veinticuatro años y yo dieciséis. Resultaba insoportable. Era como si le ofendiese llevar camiseta dentro de casa y se viese obligado a exhibir toda esa lisa y perfecta piel masculina. Al emerger de mi recuerdo, vi que las dos me sonreían de oreja a oreja.
—¿Qué?
—Esas descripciones eran muy lascivas, Hanna —dijo Sara.
La miré y pregunté:
—¿He oído bien? ¿Acabas de emplear la palabra «lascivas»?
—Desde luego que sí —dijo Chloe—. Y yo estoy de acuerdo. Me siento como si acabase de presenciar algo obsceno.
Me levanté de la cama con un gruñido.
—Así que está claro que Hanna, de adolescente, estaba un poquito colada por Will —dijo Sara—. Pero lo más importante es preguntarse: ¿qué piensa Hanna de él ahora que tiene veinticuatro años?
Tuve que pensar unos instantes en aquello, porque, para ser sincera, pensaba mucho en Will y de todas las formas posibles. Pensaba en su cuerpo y su boca obscena, y por supuesto en todas las cosas que él podía hacer con ese cuerpo y esa boca, pero también pensaba en su cerebro y su corazón.
—Creo que es sorprendentemente tierno y absurdamente inteligente. Es un seductor irresistible, pero en el fondo es un buen tío.
—¿Y no se te ha pasado por la cabeza tirártelo?
Me quedé mirando a Chloe.
—¿Qué?
Ella me devolvió la mirada.
—¿Cómo que qué? Los dos sois jóvenes y estáis como un tren. Ahí hay una historia. Apuesto a que sería increíble.
Cientos de imágenes cruzaron mi mente en solo unos segundos, y aunque pensaba en tirármelo más de lo que probablemente debía reconocer incluso ante mí misma, me obligué a decir:
—De ningún modo pienso acostarme con Will.
Sara se encogió de hombros.
—Quizá todavía no —dijo.
Me volví hacia ella.
—¿No se supone que tú eres la recatada? —le pregunté a Sara.
Chloe soltó una carcajada y sacudió la cabeza, dedicándole a su amiga una falsa mirada de reprobación.
—¡Recatada! Las que parecen dulces e inocentes siempre son las peores, créeme —sentenció Chloe.
—Bueno, da igual —dije—. Will me considera una especie de hermana pequeña.
Chloe se incorporó y me miró con seriedad.
—Puedo asegurarte que, cuando un hombre conoce a una mujer, la pone en una de dos categorías: amiga inequívoca o posible candidata para tirársela.
—¿No va el tío y tiene citas programadas para follar? —pregunté, arrugando la nariz.
Me gustaba la idea de salir con alguien, pero me daba la impresión de que las relaciones de Will poseían una estructura cuya complejidad iba mucho más allá de una simple falta de compromiso. En cuanto a tener programados encuentros regulares, lo que parecía ser su caso, no estaba segura de poder superar esa clase de límite en algo tan fluido e informe como el sexo.
Sara asintió con la cabeza.
—Últimamente queda con Kitty los martes por la noche y con Kristy los sábados por la tarde. —Canturreó reflexiva y añadió—: Creo que ya no se ve con Lara, pero estoy segura de que hay otras que hacen cameos de vez en cuando.
Chloe le lanzó una mirada a Sara y esta se la devolvió. Aparté la vista parpadeando para dejar que tuviesen su pequeño enfrentamiento en privado.
—No estoy sugiriendo que se enamore de él —dijo Chloe—. Solo que se lo tire.
—Solo pretendo asegurarme de que todo el mundo sabe de qué va la cosa —contestó Sara con mirada desafiante.
—Bueno —empecé—, de todos modos no importa. Dado que es el mejor amigo de mi hermano, creo que podemos suponer sin temor a equivocarnos que estoy en territorio inequívocamente amistoso.
—¿Ha hablado de tus tetas? —preguntó Chloe.
Noté que un rubor ardiente me subía por el cuello. Will hablaba de mi pecho, lo miraba y parecía idolatrarlo.
—Pues sí.
Chloe esbozó una sonrisa de suficiencia.
—Con eso está todo dicho.
A la mañana siguiente, Will debía de estar convencido sin duda de que yo tomaba alguna clase de medicación que alteraba mi estado de ánimo… o de que necesitaba tomarla. Mientras corríamos, estuve distraída mientras me dedicaba a repasar mentalmente una y otra vez la conversación que mantuvimos con Sara y Chloe. No solo pensaba en la frecuencia con la que Will miraba mis tetas, hacía gestos hacia mis tetas y hasta les hablaba; por desgracia, yo me imaginaba a Will con las demás mujeres que había en su vida: lo que hacía con ellas, cómo se sentían cuando estaban con él y si se divertían tanto como yo en su compañía. También me lo imaginaba desnudo junto a ellas.
Eso, por supuesto, me llevó a concentrarme solamente en su desnudez, lo cual no contribuyó precisamente a mejorar mi capacidad de avanzar en línea recta por el camino que se extendía ante mí.
Me obligué a no pensar en el hombre que corría en silencio a mi lado y a centrarme en el trabajo que me aguardaba en el laboratorio, en el informe técnico que tenía que acabar y en los exámenes que tenía que ayudar a corregir a Liemacki.
Sin embargo, más tarde, cuando Will se inclinó sobre mí para estirarme la pierna derecha después de que prácticamente me desplomase en el camino por culpa de un calambre, me miró con tanta atención, recorriendo mi cara despacio con los ojos, que todos y cada uno de los pensamientos que había tratado de evitar volvieron a mi mente de forma precipitada. Se me encogió el estómago, y un calor delicioso se extendió desde mi pecho hasta el anhelo dormido entre mis piernas. Me pareció que iba a derretirme y a convertirme en un charco en mitad del frío suelo.
—¿Estás bien? —preguntó en voz baja.
Solo pude asentir con la cabeza. Frunció el ceño.
—Esta mañana estás muy callada.
—Solo estoy pensando —murmuré.
Apareció su sonrisita sexy, y sentí que el corazón me daba un vuelco y empezaba a martillearme en el pecho.
—Bueno, espero que no estés pensando en películas porno, mamadas ni el modo en que quieres experimentar con el sexo, porque, si crees que vas a guardártelo para ti, lo tienes claro. Vamos cogiendo ritmo, Ziggs.
Después de esa carrera tomé una ducha especialmente larga.
Nunca se me había dado bien enviar mensajes de texto. De hecho, antes de conocer a Will, mis únicos mensajes habían consistido en respuestas de una sola palabra para mi familia o mis compañeros de trabajo.
«¿Vas a venir?» «Sí».
«¿Puedes traer una botella de vino?» «Claro».
«¿Piensas venir con alguien?» «Ignoro».
Hasta hacía una semana, cuando por fin había sacado de su envoltorio el iPhone que Niels me había regalado por Navidad, seguía utilizando un teléfono plegable del que Jensen decía en broma que era el primer móvil fabricado jamás. ¿Quién tenía tiempo de teclear cien mensajes cuando podía llamar y acabar con el tema en menos de un minuto? Desde luego, no parecía muy eficaz.
Pero con Will era divertido, y tenía que reconocer que con el teléfono nuevo resultaba más fácil.
Él me mandaba mensajes con pensamientos que le surgían a lo largo del día, me enviaba imágenes de su cara cuando yo hacía un chiste especialmente malo o una foto de su almuerzo cuando la pechuga de pollo que le habían servido tenía forma de pene. Por eso, tras mi ducha… relajante, cuando sonó mi móvil en la habitación contigua, no me sorprendió ver que se trataba de Will.
Sin embargo, lo que sí me sorprendió fue la pregunta:
«¿Qué llevas puesto?»
Fruncí el ceño, confusa. Era un pensamiento inesperado, pero ni de lejos lo más raro que me hubiese preguntado jamás. Habíamos quedado para desayunar en media hora y quizá le preocupaba que me presentase con el aspecto de una antisocial estudiante de posgrado, tal como le gustaba decir.
Bajé la vista hasta la toalla que llevaba en torno al pecho desnudo y tecleé:
«Vaqueros negros, blusa amarilla, jersey azul».
«No, Ziggy. Quiero decir *introducir insinuación* QUÉ LLEVAS PUESTO».
Ahora estaba realmente confusa.
«No lo entiendo», tecleé.
«Te estoy sexteando».
Hice una pausa y miré el teléfono unos segundos más antes de responder con:
«¿Qué?»
Él tecleaba mucho más deprisa que yo, y su respuesta apareció casi de inmediato.
«No es tan sexy cuando tengo que explicarlo. Nueva regla: tienes que tener una competencia mínima en el arte de sextear».
Se me encendió una bombilla en la cabeza al caer en la cuenta.
«¡Oh! ¡Y ja! “Sextear”. Muy listo, Will».
«Aunque agradezco tu entusiasmo y que creas que soy lo bastante ingenioso para haber pensado en eso —respondió—, yo no inventé el término. Lleva algún tiempo circulando en la cultura popular, ¿sabes? Ahora, contesta la pregunta».
Me puse a caminar de un lado para otro, reflexionando. «Vale. Una tarea, podía hacerlo», pensé.
Traté de recordar todas las insinuaciones sexis que había oído en películas y, por supuesto, en ese momento no me vino ninguna a la cabeza. Me acordé de todas y cada una de las frases que utilizaba mi hermano Eric para ligar…, y luego me estremecí, reconsiderando mi respuesta. Me quedé en blanco.
«Bueno, en realidad, aún no estoy vestida —tecleé—. Estaba aquí tratando de decidir si va contra las reglas ir sin ropa interior, porque creo que se me marca con la falda, pero detesto llevar tanga».
Me quedé mirando el teléfono mientras los puntitos indicaban que él estaba respondiendo.
«La hostia. Eso ha sido muy bueno, chica. Pero no digas “ropa interior”. Ni “blusa”. Nunca queda sexy».
«No te rías de mí. No sé qué decir. Me siento como una idiota, de pie aquí desnuda mandándote mensajes».
Esperé. Pasaron unos momentos antes de que volviera a iluminarse la pantalla del móvil.
«Vale. Es evidente que le has pillado el truco. Ahora di algo verde».
«¿Verde?»
«Estoy esperando».
Oh, Dios. ¿Tenía tiempo de buscar algo en Google? No. Me estrujé el cerebro y tecleé la primera frase semiobscena que se me ocurrió:
«A veces, mientras corremos y estás controlando la respiración y perdido en el ritmo, me pregunto qué sonidos emitirás durante el sexo».
Aquello quizá fuese un poco más que semiobsceno, y durante un tiempo que se me antojó una eternidad no respondió. «¡Oh, Dios!», me dije. Dejé el teléfono, convencida de que Will iba a marcharse y no responder nunca más. Probablemente quería algo divertido y no tan… sincero.
Entré en el cuarto de baño, me pasé un cepillo por el pelo húmedo y luego me lo recogí encima de la cabeza. En la otra habitación, el teléfono zumbó sobre el escritorio.
«Vaya» fue el primer mensaje.
El segundo mensaje:
«Menuda forma de… lanzarse. Vale, voy a necesitar un minuto. O cinco».
«OHNOLOSIENTIIO» —tecleé con dedos estúpidos y torpes, deseando con todas mis fuerzas que se me tragase la tierra—. «Quiero decir que lo siento. No me puedo creer que haya dicho eso».
«Me tomas el pelo —respondió—. Ha sido como estar en Navidad. Está claro que tengo que mejorar mis resultados. Un momento, puede que antes tenga que hacer estiramientos».
Puse los ojos en blanco.
«Espero».
«Hoy tenías unas tetas preciosas».
«¿Eso es todo lo que se te ocurre?», tecleé.
Francamente, me había dicho cosas más pervertidas a la cara. Y a las domingas. ¿De verdad creía estar enseñándome a ser sexy?
«¿En serio? ¿No te ha impresionado nada?»
«Zzzzzzzzzzz» —escribí en respuesta.
«¿Puedo VERTE las tetas la próxima vez?»
«Bueno», me dije a mí misma.
Noté las mejillas calientes, pero no pensaba reconocerlo de ninguna manera.
«Bostezo». Le sonreí al teléfono como una idiota.
Apareció en la ventana la pequeña burbuja de texto que indicaba que él había empezado a teclear. Esperé. Y esperé. Por fin:
«¿Puedo tocarlas? ¿Probarlas?»
Me tapé los pechos con la toalla y tragué saliva, temblando. Mi cara no era lo único que estaba caliente ahora. Respondí:
«Eso ha estado un poco mejor».
«¿Dejarías que te las chupase y después me las follase?»
Se me cayó el teléfono y lo cogí como pude. «Muy bueno», tecleé con manos temblorosas. Cerré los ojos, luchando por apartar la imagen de las caderas de Will moviéndose sobre mi pecho, de su polla deslizándose sobre la piel de entre mis pechos.
Casi pude sentir su determinación a través del móvil al leer:
«Avísame cuando necesites un minuto de tiempo A SOLAS. ¿Estás lista?»
«No. Desde luego que no», pensé.
«Sí».
«El otro día llevabas esa camiseta, la rosa. Tus tetas se veían de puta madre. Llenas y suaves. Te pude ver los pezones cuando empezó a hacer viento. Solo pude pensar en la sensación que me produciría tocarte, en lo que sentiría al notar tus pezones contra mi lengua. En cómo quedaría mi polla contra tu piel y en la sensación que me produciría correrme encima de tu cuello».
«Hoooostia». «¿Will? ¿Puedo llamarte?»
«¿Por qué?»
«Porque me cuesta teclear con una sola mano».
Durante un minuto no respondió, y me permití imaginar que esta vez el teléfono se le había caído a él. Pero entonces respondió:
«¡Sí! ¿¿Te estás tocando??»
Me eché a reír mientras tecleaba:
«Has picado», y luego arrojé el teléfono a un lado y cerré los ojos. Porque sí, lo estaba haciendo.
Como Will y yo habíamos quedado para desayunar en Sarabeth’s, cuando acabé de «pensar» en sus mensajes me apresuré a vestirme y salí corriendo por la puerta. A pesar de la baja temperatura y de que comenzaba a nevar, noté las mejillas acaloradas hasta llegar a la calle Noventa y tres y me pregunté si sería posible sentarme frente a él sin que se diese cuenta de que acababa de masturbarme inspirada por sus mensajes. Me daba la sensación de que las cosas se habían desmadrado, e intenté recordar cuándo había sucedido. ¿Fue en la carrera de esa misma mañana, cuando se había inclinado sobre mi cuerpo como si fuese a subírseme encima, o fue un par de semanas atrás, en el bar, cuando empezamos a hablar de películas porno y sexo? Quizá fuese incluso antes, el primer día que salimos a correr juntos y me puso un gorro en la cabeza, dedicándome una sonrisa que hizo que me sintiera como si acabara de follárseme contra una pared.
Aquello no iba bien. «Amigos, me recordé a mí misma. Misión de agente secreto. Aprender la forma de moverse de los ninjas y salir ilesa».
Caminaba con la cabeza gacha sobre la fina capa de nieve, maldiciendo el frío de marzo, mientras los copos se enredaban en mi pelo suelto. Una pareja joven salía en ese momento del restaurante y me las arreglé para cruzar la puerta abierta mientras pasaban.
—Zig —oí, y al alzar la mirada vi que Will me sonreía desde el piso de arriba. Lo saludé con el brazo antes de dirigirme a las escaleras, quitándome el gorro y la bufanda.
—Me alegro de volver a verte —dijo, poniéndose de pie cuando me acerqué a la mesa.
Me sorprendí sintiéndome irracionalmente molesta por sus buenos modales, y aún más por su pelo aún mojado y la forma en que el jersey se ceñía a su inacabable torso. Debajo llevaba una camisa blanca remangada y vi asomar las líneas de sus tatuajes. Guapísimo gilipollas.
—Buenos días —contesté.
—¿Estás de mal humor? ¿Quizá un poco tensa?
—No —le respondí con el ceño fruncido.
Se echó a reír mientras nos sentábamos.
—Ya he pedido lo tuyo.
—¿Qué?
—Tu desayuno. Las tortitas de limón con moras, ¿no? Y ese zumo de flores.
—Sí —contesté, observándolo desde mi lado de la mesa.
Cogí mi servilleta, la desdoblé y me la apoyé sobre el regazo. Se inclinó para mirarme a los ojos. Parecía un poco inquieto.
—¿Querías otra cosa? Puedo llamar a la camarera.
—No… —Inspiré hondo, abrí la boca y volví a cerrarla. Era algo muy pequeño: la comida que siempre pedía, el tipo de zumo que me gustaba, que hubiese sabido exactamente cómo estirarme esa mañana. Sin embargo, por algún motivo parecía grande, importante. Me hacía sentir un poco mal que él hubiese sido tan amable y yo no fuese capaz de sacar la cabeza de sus pantalones—. Es que no puedo creerme que te hayas acordado de eso.
Se encogió de hombros.
—No es gran cosa. Es un desayuno, Zigzag. No te he donado un riñón.
Me obligué a reprimir la actitud irrazonablemente puñetera que surgió en mi interior al oír esas palabras.
—Bueno, ha sido bonito. A veces me sorprendes.
Pareció un tanto desconcertado.
—¿Cómo es eso?
Suspiré, un poco desanimada.
—Es que di por sentado que me tratarías como si fuese una cría. —Tan pronto como dije aquello, quedó claro que no le gustó, se apoyó en el respaldo de su silla y exhaló despacio, así que continué divagando—: Sé que renuncias a tu paz y tranquilidad para dejarme correr contigo. Sé que has cancelado planes con tus «no novias» y has tenido que reorganizar las cosas para tener tiempo para mí, y… quiero que sepas que te lo agradezco. Eres un gran amigo, Will.
Juntó las cejas y se quedó mirando su agua con hielo en lugar de mirarme a mí.
—Gracias. Bueno, ya sabes, solo intento ayudar a la… hermana pequeña de Jensen.
—Vale —dije mientras la irritación volvía a inundarme.
Me entraron ganas de coger su agua y echármela por encima de la cabeza. ¿Por qué estaba de tan mal humor?
—Vale —repitió, parpadeando y dedicándome una media sonrisa que al instante apaciguó mi cabreo e hizo que mis partes volviesen a despertar—. Al menos, eso es lo que le contaremos a todo el mundo.