A varios metros de la línea de meta, Hanna caminó en círculos pequeños y luego se agachó y apoyó las manos sobre las rodillas.
—Joder —exclamó sin aliento, mirando al suelo—. Me siento increíble. Ha sido increíble.
Los voluntarios nos llevaron barritas energéticas y unas botellas de Gatorade que engullimos en un instante. Estaba absolutamente orgulloso de ella y no pude contenerme, y aun sin resuello, le di un sudoroso abrazo y la besé en la parte superior de la cabeza.
—Has estado increíble. —Cerré los ojos y aplasté la cara contra su pelo—. Hanna, estoy tan orgulloso de ti…
Ella se quedó paralizada en mis brazos y luego deslizó sus manos por el costado de mi cuerpo y las dejó allí, abrazándome, con la cara enterrada en mi cuello. Percibí el movimiento de su respiración al inhalar y exhalar el aire, y el temblor de sus manos sobre mí. Por alguna razón, no creía que se debiese únicamente al subidón de adrenalina de la carrera.
—Creo que deberíamos ir a por nuestras cosas —le susurré al fin.
Había pasado toda la semana con mis emociones oscilando entre la seguridad en mí mismo y el miedo, y ahora que la tenía a mi lado, no tenía ningunas ganas de perderla de vista. Dimos media vuelta para regresar hacia las carpas. Como la carrera serpenteaba a través de Central Park, la línea de meta terminaba a solo unas manzanas de donde habíamos empezado. Escuché su respiración, observando sus pies mientras caminaba. Me di cuenta de que estaba agotada.
—Supongo que te habrás enterado de lo de Sara —dijo, bajando la mirada y toqueteando su número de dorsal. Extrajo los imperdibles, se lo quitó y lo miró.
—Sí —le dije, sonriendo—. Es una pasada.
—La vi ayer por la noche —dijo—. Está muy ilusionada.
—Yo vi a Max el martes. —Tragué saliva, sintiéndome la hostia de nervioso de repente, mientras a mi lado Hanna vacilaba un instante—. Esa noche salí con los chicos. Tal como cabría esperar, Max está entre aterrorizado y pletórico de alegría.
Se echó a reír con una risa auténtica y desenfadada… Joder, cuánto la había echado de menos.
—¿Qué tienes pensado hacer ahora, después de esto? —le pregunté, esquivándola para que tuviera que buscarme con la mirada.
Y cuando lo hizo, lo vi, vi ese algo que sabía que no me había imaginado el fin de semana anterior. Todavía podía sentirla deslizándose encima de mí en la penumbra de la habitación de invitados; aún la oía susurrándome: «No me hagas daño».
Era la segunda vez que lo había dicho, cuando era yo el que se había hecho daño de verdad. Se encogió de hombros y miró hacia otro lado, sorteando la densa multitud mientras nos acercábamos a las carpas de la línea de salida. Empecé a sentir que el pánico se apoderaba de mí; todavía no estaba preparado para decirle adiós.
—Pensaba irme a casa y darme ducha. Almorzar algo. —Frunció el ceño—. O parar a almorzar de camino a casa. No estoy segura de tener algo comestible en la nevera, la verdad.
—Las viejas costumbres tardan en desaparecer —señalé secamente.
Hanna lanzó un resoplido cargado de culpabilidad.
—Sí, llevo toda la semana encerrada en el laboratorio. Era una buena manera de… tener el cerebro ocupado.
Las palabras le salieron precipitadamente, tan entrecortadas como mi propia respiración.
—Me encantaría almorzar contigo y tengo comida para hacer sándwiches o alguna ensalada. Podrías venir a casa o… —le dije.
La voz se me fue apagando cuando ella se detuvo y se volvió hacia mí, primero con gesto de desconcierto y luego… de entusiasmo. Pestañeé y sentí que se me aceleraba el corazón. Traté de apaciguar la esperanza imposible que me trepaba por la garganta.
—¿Qué pasa? —le pregunté, en un tono más molesto de lo que pretendía—. ¿Por qué me miras así?
—Me parece que eres el único hombre que conozco que tiene la nevera tan bien surtida —dijo, sonriendo.
Sentí que se me arrugaba la frente, confuso. ¿Y eso la había hecho pararse en seco y mirarme fijamente? Me agarré la nuca y murmuré:
—Bueno, siempre intento tener comida sana en casa para no tener que salir a comer comida basura.
Se acercó a mí, lo bastante para sentir, con la ráfaga de viento que sopló en ese momento, el mechón de su pelo haciéndome cosquillas en el cuello. Lo bastante para percibir el leve olor de su sudor, para recordar lo increíble que era hacerla sudar. Bajé la mirada a sus labios, sintiendo un deseo tan intenso de besarla que me ardía la piel.
—Creo que eres increíble, Will —dijo, humedeciéndose los labios ante la presión de mi mirada insistente—. Y deja de encenderme con los ojos. Por hoy ya he tenido suficiente.
Antes de darme tiempo a procesar todo aquello, se dio media vuelta y se dirigió hacia la carpa de las mujeres a buscar sus cosas. Aturdido, me fui en sentido contrario, para buscar las llaves de mi casa, mis calcetines de recambio y los papeles que me había metido en la chaqueta de correr. Cuando salí, ella me estaba esperando, con una pequeña bolsa de lona.
—Entonces —dije, haciendo todo lo posible por mantener las distancias—, ¿te vienes?
—De verdad que debería ducharme… —dijo, mirando por detrás de mí a la calle que llevaba, un poco más adelante, a su edificio.
—Puedes ducharte en mi casa… —No me importaba lo que pensara.
No pensaba dejarla marchar así como así. La había echado de menos. Las noches habían sido casi insoportables, pero, por alguna extraña razón, las mañanas habían sido aún peores. Echaba de menos su conversación imparable y cuando finalmente acababa siguiendo el ritmo sincronizado de nuestros pasos sobre el pavimento.
—¿Y cogerte prestada algo de ropa limpia? —preguntó, con una sonrisa burlona. Asentí con la cabeza sin dudarlo.
—Sí.
Su sonrisa se desvaneció cuando vio que hablaba en serio.
—Ven, Hanna. Solo a almorzar, te lo prometo.
Se llevó la mano a la frente para protegerse el sol y estudió mi rostro unos minutos más.
—¿Estás seguro?
En lugar de responder, incliné la cabeza y me volví para echar a caminar. Ella se puso a caminar a mi lado y cada vez que nuestros dedos se rozaban involuntariamente, me daban ganas de cogerla de la mano y atraerla luego a ella hacia mí y aplastarla contra el árbol más cercano.
Había sido la Hanna alegre y bromista de siempre esos breves y eufóricos momentos, pero la Hanna silenciosa reapareció mientras caminábamos la docena de manzanas que había hasta mi edificio. Le aguanté la puerta cuando entramos, pasé por delante de ella para pulsar el botón de subida del ascensor y luego me acerqué lo suficiente para sentir la presión de su brazo en el mío mientras esperábamos. Al menos tres veces la oí tomar aire para decir algo, pero luego se miraba los zapatos, las uñas o a las puertas del ascensor. Miraba a todas partes excepto a mi cara.
Arriba, mi espaciosa cocina pareció encogerse bajo la tensión que había entre nosotros, provocada por los rescoldos de la horrible conversación del martes por la noche, los centenares de cosas que no nos habíamos dicho ese día. Le di una botella de Powerade azul porque era su favorito y me serví un vaso de agua, volviéndome para admirar sus labios, su garganta, sus manos alrededor de la botella mientras tomaba un trago.
«Eres tan increíblemente guapa…», pensé, pero no me atreví a decirlo en voz alta.
«Te amo», decía para mis adentros.
Cuando dejó la botella sobre la encimera, su expresión estaba dominada por todas las cosas que no estaba diciendo en voz alta ella tampoco. Yo sabía que estaban allí, pero no tenía ni idea de qué podían ser.
Mientras nos rehidratábamos en silencio, no pude evitar repasarla de arriba abajo disimuladamente…, pero no me sirvió de nada tratar de disimular. Vi cómo sus labios esbozaban una sonrisa de complicidad cuando desplacé mi atención a su rostro, a su barbilla y por la piel aún reluciente de su escote, la insinuación de sus pechos visibles bajo su minúsculo sujetador de deporte…, «mierda», me dije. Hasta entonces había logrado evitar mirarle directamente los pechos, y en ese momento me traspasó un dolor familiar que me sacudió todo el cuerpo. Sus pechos eran para mí la fuente de la felicidad, y habría dado lo que fuese por enterrar mi cara entre ellos.
Lancé un gemido y me froté los ojos. Había sido muy mala idea invitarla allí. Quería desnudarla, aún sudorosa, y sentir cómo toda ella se deslizaba encima de mí. Señalé al baño por encima del hombro.
—¿Quieres ducharte tú primero? —le pregunté.
Justo en ese momento, Hanna inclinó la cabeza y sonrió.
—¿Estabas mirándome los pechos? —preguntó.
Y por la familiaridad y la confianza que implicaba la pregunta, por la maldita intimidad que destilaba, la sangre se me encendió de ira.
—Hanna, no hagas esto —espeté—. No me vengas con juegos. Hace apenas una semana básicamente me dijiste que me esfumase para siempre.
No esperaba que me saliera así, y en el silencio de la cocina, mi tono enfurecido retumbó por todas partes y nos envolvió por completo. Palideció, con gesto desolado.
—Lo siento —murmuró.
—Mierda —exclamé, con un gemido, al tiempo que cerraba los ojos con fuerza—. No lo sientas, solo quiero… —Abrí los ojos para mirarla—. No juegues conmigo.
—No es mi intención —dijo, y la urgencia contenida imprimió a su voz un tono débil y ronco—. Siento haber desaparecido la semana pasada. Siento haberme portado tan mal. Pensé que…
Saqué un taburete de la cocina y me desplomé sobre él. Correr media maratón no me agotaba tanto como todo aquello. Mi amor por ella era un organismo vivo, pesado y palpitante, y me hacía volverme loco, ansioso y hambriento. Odiaba verla angustiada y temerosa. Odiaba ver su reacción de tristeza ante mi enfado, pero era aún peor saber que tenía el poder de romperme el corazón y tenía muy poca experiencia en manejarlo con cuidado. Yo estaba completamente a su merced, con toda su torpeza y falta de experiencia.
—Te echo de menos —dijo.
Se me encogió me corazón.
—Y yo te echo tanto de menos a ti, Hanna… No tienes ni idea. Pero oí lo que me dijiste el martes. Si no quieres esto, entonces tenemos que encontrar una manera de volver a ser amigos. Preguntarme si te estoy mirando los pechos no ayuda precisamente a dejar atrás todo esto.
—Lo siento —dijo otra vez—. Will… —empezó a decir, y luego las palabras se desvanecieron y ella parpadeó y bajó la vista a sus zapatos—. Necesitaba comprender qué era lo que había pasado, por qué todo se había derrumbado tan bruscamente después de que hubiésemos hecho el amor de una forma tan íntima hacía apenas una semana.
—Esa noche… —empecé a decir y luego lo pensé mejor—. No, Hanna, todas las noches; siempre ha sido igual de intenso todo entre nosotros, pero esa noche, el fin de semana pasado… Creía que todo había cambiado. Nosotros cambiamos. Pero ¿y al día siguiente? ¿El camino de vuelta a casa en el coche? Joder, ni siquiera sé lo que pasó.
Se acercó, lo suficiente para que pudiera tirar de ella por las caderas y situarla de pie entre mis piernas, pero no lo hice, y bajó las manos a los lados antes de dejarlas quietas.
—Lo que pasó fue que oí lo que le dijiste a Jensen —me explicó—. Yo sabía que había otras mujeres en tu vida, pero pensaba algo así como que habías terminado con ellas. Sé que yo misma había evitado hablar de eso, y que no era justo por mi parte quererlo, pero creí que lo habías hecho.
—No había acabado con ellas «oficialmente», Hanna, pero nadie ha estado en mi cama desde que me arrastraste por ese maldito pasillo y me pediste que te tocara. Joder, ni siquiera antes de entonces.
—Pero ¿y eso cómo iba yo a saberlo? —Bajó la cabeza y miró al suelo—. Y no fue solo lo que le dijiste a Jensen, porque ya sabía que tú y yo teníamos que hablar, pero luego vi el mensaje de texto en el coche. Apareció mientras estaba buscando la música para el trayecto. —Se acercó, presionando los muslos contra mis rodillas—. Lo habíamos hecho sin protección la noche anterior, pero entonces vi su mensaje y parecía que… parecía como si tuvieses intención de quedar y enrollarte con ella justo después. Me di cuenta de que Kitty aún tenía expectativas de poder estar contigo, y yo había estado intentando…
—No me acosté con ella el martes, Hanna —la interrumpí, presa del pánico—. Sí, le envié un mensaje preguntándole si podíamos vernos, pero era para poder decirle que las cosas habían terminado entre nosotros. No pensaba…
—Lo sé —dijo en voz baja, cortándome—. Hoy me ha dicho que no ha estado contigo desde hace mucho tiempo.
Traté de asimilar aquello y luego suspiré. No estaba seguro de querer saber lo que Kitty le había contado a Hanna, pero en el fondo no importaba. No tenía nada que ocultar. Sí, para ser alguien que se vanagloriaba de dejar siempre las cosas claras desde el principio, debería haber terminado con Kitty tan pronto como le dije a Hanna que quería ir a más con ella, pero nunca les había mentido a ninguna de las dos, ni una sola vez. No había mentido cuando le dije a Kitty todos esos meses atrás que no quería nada serio, y no le había mentido a Hanna hacía apenas un mes cuando le dije que quería algo más, y solo de ella.
—Estaba intentando seguir tus reglas. No iba a sacar el tema de la relación de nuevo porque habías decidido que yo era incapaz de mantener esa clase de relación, para empezar.
—Lo sé —dijo rápidamente—. Lo sé.
Pero eso fue todo, sus ojos buscaron los míos, esperando a que yo dijera… ¿Qué? ¿Qué podía decir que no hubiese dicho ya? ¿Acaso no se lo había dicho con toda claridad suficientes veces? Lancé un suspiro de agotamiento y me levanté.
—¿Quieres ducharte tú primero? —le pregunté.
Las cosas estaban muy tensas entre nosotros, y ni siquiera habían sido así cuando todavía éramos prácticamente unos extraños, corriendo juntos aquella primera mañana de frío glacial. Tuvo que dar un paso atrás para que yo pudiera salir.
—No, está bien. Ve tú primero —dijo.
Puse la temperatura del agua al máximo, todo lo caliente que fuese capaz de soportar. Todavía no tenía los músculos doloridos por la carrera, probablemente no iban a estar demasiado resentidos, pero con la tensión de querer hacer el amor con Hanna y estrangularla al mismo tiempo, el agua caliente y el vapor me sentaron de maravilla.
Cabía la posibilidad de que quisiese que las cosas volviesen a ser igual que antes: sexo, sin compromiso, como amigos. Cómodo y sin expectativas. Y la deseaba con tanta intensidad que sabía lo fácil que sería volver a caer en eso, poder disfrutar de su cuerpo y su amistad a partes iguales, no necesitar ni esperar que fuese a más.
Sin embargo, eso ya no era lo que yo quería. No lo quería de nadie, y mucho menos de ella. Me enjaboné, cerrando los ojos e inhalando el vapor, restregando y desprendiéndome el sudor y la carrera de mi cuerpo. Deseando poder desprenderme también de la confusión que sentía en mi interior.
Oí el leve chasquido de la puerta de la ducha solo una fracción de segundo antes de que una ráfaga de aire frío me recorriese la piel. La adrenalina se deslizó por mis venas, bombeándome a través del corazón, inundándome la cabeza de un ansia salva je que me daba vértigo. Apoyé la mano en la pared, con temor a volverme y mirarla y sentir cómo se disolvía toda mi fuerza de voluntad y mi resolución.
Solo una pequeña parte de mí sabía que sería capaz de contenerse. El resto le daría todo lo que ella le pidiera.
Susurró mi nombre, cerrando la puerta y aproximándose lo suficiente para que sintiera la presión de sus pechos desnudos contra mi espalda. Tenía la piel fría. Me recorrió los costados con las manos, acariciándome las costillas.
—Will… —dijo de nuevo, desplazando las manos hasta el pecho y luego abajo hacia el vientre—. Mírame.
Bajé los brazos, agarrándole las muñecas para impedir que sus manos siguieran bajando y descubrieran lo dura que la tenía con solo aquel fugaz contacto. Era como un caballo de carreras, a quien solo una puerta endeble impedía que saliera desbocado. Tensé los músculos de los brazos; sujetándola por las muñecas conseguía contenerme a mí y evitar a la vez que me pusiera las manos sobre la piel.
Apoyé la frente en la pared y me quedé inmóvil hasta estar seguro de que podría enfrentarme a ella y no tomarla de inmediato en mis brazos. Al final, me volví sin soltarle las muñecas.
—Me parece que no voy a poder hacer esto —dije en voz baja, mirándola a la cara.
Llevaba el pelo suelto, y los mechones húmedos se le adherían a las mejillas, al cuello, a los hombros. Tenía la frente arrugada con gesto confuso y yo sabía que no entendía lo que quería decir. Pero entonces fue como si me oyera, y un rubor de humillación se extendió por sus mejillas y cerró los ojos con fuerza.
—Lo siento, yo no…
—No —le dije, interrumpiéndola—. Quiero decir que no puedo seguir haciendo lo que hacíamos antes. No voy a compartirte. No quiero seguir con esto si tú todavía quieres salir con otros hombres.
Hanna abrió los ojos, que se dulcificaron, y recobró el aliento.
—No te culpo por querer vivir nuevas experiencias —le dije, apretando los puños con fuerza alrededor de sus muñecas solo de pensarlo—, pero no voy a ser capaz de evitar que mis sentimientos por ti se hagan más profundos y no quiero fingir que somos solo amigos. Ni siquiera con Jensen. Sé que aceptaré lo que tú quieras darme porque siento algo muy muy fuerte por ti y te necesito hasta ese punto, pero me sentiría muy desgraciado si para ti solo fuese sexo y nada más que sexo.
—No creo que para mí haya sido solo sexo, ni siquiera al principio —dijo.
Le solté las muñecas y escudriñé su cara, tratando de comprender qué era lo que me estaba ofreciendo.
—Cuando me llamaste «tu Hanna» antes… —empezó a decir y luego se interrumpió, aplastando la mano contra mi pecho—, yo quería que fuera verdad. Quiero ser tuya.
El aire me formó un nudo en la garganta. Vi palpitar su pulso en la delicada piel de su cuello.
—Lo que quiero decir es que soy tuya. Ya soy tuya.
Se puso de puntillas, con los ojos bien abiertos mientras atrapaba cuidadosamente mi labio inferior entre los suyos, succionándolo con suavidad. Cogió mi mano, la apretó alrededor de uno de sus pechos y se arqueó en mi palma.
Si lo que yo sentía en ese instante era aunque fuese una pequeña muestra del miedo que, durante todo ese tiempo, había sentido ella a que le hiciese daño, de repente comprendí por qué había sido tan miedosa durante tanto tiempo. Amar así daba un miedo pavoroso.
—Por favor —me suplicó, besándome otra vez, buscando mi otra mano y tratando de hacer que la rodeara por completo—. Tengo tantas ganas de estar contigo que hasta me cuesta respirar.
—Hanna —acerté a decir con voz ahogaba, agachándome involuntariamente, dándole mejor acceso a mis labios, a mi cuello. La envolví con la mano, acariciándole el pezón con el pulgar.
—Te quiero —susurró, besándome la barbilla, el cuello, y yo cerré los ojos, con el corazón palpitante.
Cuando dijo aquello, mi determinación se hizo añicos y abrí la boca, gimiendo cuando sentí que deslizaba la lengua dentro y me cubría la mía. Lanzó un gemido, arañándome los hombros, el cuello, presionando con su vientre la firme línea de mi erección.
Dio un grito ahogado al sentir la baldosa fría en la espalda cuando le di la vuelta, aplastándola contra la pared, y luego lanzó otro grito mudo cuando me agaché y me llevé su pecho a mi boca, chupando con avidez. No es que mi miedo hubiese desaparecido, en todo caso, oírla decir que me quería era infinitamente más aterrador porque traía consigo un atisbo de esperanza: la esperanza de que yo pudiera llevar adelante aquello, de que ella pudiera hacerlo, de que los dos pudiésemos, de algún modo, caminar juntos y a ciegas a través de aquella difícil primera vez.
Regresé a su boca, absolutamente enajenado y fuera de control, perdido en la fiebre de sus besos y sabiendo sin necesidad de hacer preguntas que el líquido que le humedecía las mejillas no era el agua de la ducha. Yo también lo sentí, el alivio infinito, seguido inmediatamente de la feroz necesidad de estar dentro de ella, de moverme en su interior, de sentirla en su plenitud.
Bajé la mano y le agarré la parte posterior de los muslos, levantándola para que pudiera enroscarme las piernas alrededor de la cintura. Sentí el cálido bálsamo de su sexo y me quedé allí, meciéndome hacia delante y hacia atrás, presionando una y otra vez, enamorándome de nuevo con sus sonidos roncos e impacientes.
—Nunca he hecho esto antes —murmuré, con la boca enterrada en la piel de su cuello—. No tengo ni puta idea de lo que estoy haciendo.
Se echó a reír, mordiéndome el cuello y agarrándome de los hombros con fuerza. Muy despacio, me hundí en ella y me quedé inmóvil cuando nuestras caderas entraron en contacto, sabiendo de inmediato que aquello acabaría muy rápido. Echó la cabeza hacia atrás en las baldosas, golpeándolas con un ruido sordo, y su pecho subía y bajaba con cada respiración jadeante y sincopada.
—Oh, Dios mío, Will…
Salí de ella y murmuré:
—¿Tú también lo sientes?
Hanna empezó a gimotear, suplicándome que me moviera, aplastándose al máximo contra mí, atrapada entre la pared y mi cuerpo.
—Eso no es solo sexo —le dije, succionando la curva de su garganta—. ¿Esa sensación tan maravillosa que casi duele? Ha sido así cada vez que he estado dentro de ti, Ciruela. Eso es lo que se siente cuando haces esto con alguien por quien estás completamente loco.
—¿Alguien a quien amas? —preguntó, con los labios pegados a mi oído.
—Sí.
Seguí embistiendo cada vez más y más rápido, consciente de que estaba tan cerca que iba a tener que llevármela a la cama, devorar su sexo y volver a follármela luego hasta que los dos cayésemos rendidos. Era demasiado intenso, y en cuanto empecé a moverme supe que nunca me acostumbraría a la sensación de estar dentro de ella sin nada entre ambos. Me estremecí, regodeándome en sus ruidos y susurrándole mi disculpa al oído una y otra vez:
—Es demasiado intenso… Demasiado intenso…
Todo era abrumador: la sensación de tenerla allí, sus palabras y la certeza de que ya era verdaderamente mía.
—Estoy a punto, Ciruela. No puedo…
Sacudió la cabeza, clavándome las uñas en el hombro, y apretó los labios en mi oído.
—Me gusta cuando no puedes aguantar más. Eso es lo que siempre siento yo contigo.
Con un gemido, mis fuerzas me abandonaron por completo y empecé a caer… Y a caer… Y a caer…
Presioné más y más fuerte hasta que oí el golpe suave de mis muslos sobre ella y su espalda contra la pared, y sentí que todo mi cuerpo se incendiaba, empapado, eyaculando dentro de ella con tanta fuerza que mi grito resonó con atronadora estridencia en las baldosas que nos rodeaban.
No creía haberme corrido tan rápido en toda mi vida y sentí una mezcla de euforia y una leve vergüenza. Hanna me tiró del pelo, reclamando en silencio mi boca sobre la de ella, pero después de un pequeño beso, me escurrí entre sus brazos con un gemido y me hinqué de rodillas en el suelo.
Inclinándome hacia delante, la abrí con las manos y cubrí con mi boca la suave cresta de su clítoris, chupando con avidez. Cerré los ojos y gemí al oír el sonido de su dulce lamento, la sensación de su sexo en mi lengua. Le temblaban las piernas, cansadas después de la carrera, pero, probablemente, también agotadas por la rudeza con que acababa de tratarla contra la pared de la ducha, y deslicé los brazos entre sus muslos, separándole las piernas y levantándola para que apoyara los muslos sobre mis hombros y poder agarrarle las nalgas con las palmas de las manos.
Empezó a gritar encima de mí, agitando los brazos y tratando frenéticamente de encontrar algo a lo que aferrarse, y finalmente se conformó con sujetarme la cabeza con los muslos y bajar los brazos, apoyando las manos en la parte superior de mi cabeza mientras me observaba con ojos fascinados.
—Estoy a punto de correrme —anunció con voz trémula, las manos temblorosas también por donde me sujetaba del pelo.
Emití un leve ronroneo, sonriéndole y moviendo la cabeza de lado a lado lentamente mientras chupaba. Nunca había hecho eso antes y sentí que, verdaderamente, estaba haciéndole el amor, amándola de todas las formas posibles. Tenía el pecho en llamas cuando se me ocurrió pensar que aquel era el principio de nuestra relación. Justo ahí, entre la bruma del vapor de la ducha, era donde lo habíamos aclarado todo.
Vi el momento en que empezó a correrse, el sofoco que le invadió el pecho y se extendió hacia arriba, llegándole a la cara en el preciso instante en que sus labios se separaban formando un suspiro.
Nunca me cansaría de aquello. Nunca me cansaría de ella. Con el placer más posesivo que había sentido en toda mi vida, vi como su orgasmo le estremecía todo el cuerpo, arrancándole un poderoso alarido de la garganta.
Me detuve cuando dejó los muslos inertes y aparté con cuidado los brazos para dejar que se sostuviera sobre unas piernas temblorosas. Me puse de pie y la miré fijamente un instante antes de que me pasara los brazos alrededor del cuello y se estirara para abrazarme.
Estaba suave y caliente por el efecto del agua, y era como si se fundiese en mis brazos.
Y era tan increíblemente distinto… Nunca había sentido nada parecido, como si estuviera completamente conectado a ella, incluso cuando estábamos en nuestros momentos más íntimos como «solo amigos». Allí, ella era mía.
—Te quiero —le susurré con los labios en su pelo, antes de palpar el lateral de la ducha para buscar la pastilla de jabón.
Con sumo cuidado, le lavé cada centímetro de la piel, del pelo y del suave terciopelo de entre sus piernas. Le limpié la huella de mi orgasmo del cuerpo y le besé la mandíbula, los párpados y los labios.
Salimos de la ducha y la envolví en una toalla antes de rodearme una yo también alrededor de la cintura. La llevé a la habitación, la senté en el borde de la cama, y la sequé, antes de hacerla tumbarse sobre el colchón.
—Te traeré algo de comer.
—Te acompaño. —Forcejeó con mis manos y trató de incorporarse, pero negué con la cabeza, agachándome para chuparle un pezón con la boca—. Quédate aquí y relájate —murmuré en la hondonada de su piel—. Quiero tenerte aquí en la cama toda la noche, así que vas a tener que comer primero.
Las gotas de agua de mi pelo rebotaron sobre su piel desnuda y dio un respingo, con los ojos muy abiertos, las pupilas pintando de negro azabache el suave gris de sus iris. Desplazó las manos hacia mis hombros, tratando de tirar de mí hacia abajo y…, joder, ya estaba listo para empezar otra vez…, pero necesitábamos comer algo. Ya empezaba a estar mareado.
—Preparo algo rápido y vuelvo.
Nos comimos unos sándwiches, desnudos sobre la colcha, y estuvimos hablando durante horas sobre la carrera, sobre el fin de semana con su familia, y al final, sobre lo que habíamos sentido cuando creíamos que todo había terminado entre nosotros.
Hicimos el amor hasta ver cómo se extinguía la luz del sol, y luego nos quedamos dormidos, y nos despertamos en plena noche hambrientos, con ganas de más. Y entonces el sexo fue salvaje, y ruidoso, y exactamente como habían sido siempre las cosas entre nosotros en nuestros mejores momentos: sinceras.
Por el momento, mi apetito se había saciado, y abrí el cajón de mi mesita de noche para buscar un bolígrafo. Me acurruqué junto a ella y volví a escribirle el tatuaje en la cadera: «Todo lo raro y singular, para los raros y singulares». Esperaba poder ser ese alguien raro y singular, un animal salvaje recuperado, un seductor irresistible reformado, que Hanna se merecía.