La verdad es que no tenía ni idea de lo que hacía. Estaba andando, caminando como si realmente tuviera que ir a algún sitio, cuando en realidad no tenía que ir a ninguna parte, y en el fondo, no tenía por qué estar encaminando mis pasos directamente al edificio donde vivía Hanna.
«Sí, a mi casa. Ya vuelve. Ya te contaré cómo ha ido».
Cerré los puños al recordar el mensaje de texto, tenía las palabras grabadas a fuego en la memoria, e imaginarme la imagen de ella allí, con Dylan. Se me encogía el corazón solo de pensarlo y me daban ganas de romper todo lo que veía.
Hacía frío, tanto frío que veía las vaharadas de mi propio aliento, y se me adormecían las puntas de los dedos a pesar de llevarlos metidos en el fondo de los bolsillos. En cuanto recibí su mensaje de texto, salí corriendo de casa, sin guantes, con una chaqueta demasiado fina y con las zapatillas de correr, sin calcetines.
Durante siete manzanas enteras, estuve furioso con ella por hacerme aquello. Yo era un hombre feliz hasta que había entrado en mi vida con aquella boca parlanchina y sus ojos traviesos. Era feliz hasta que irrumpió en mi plácida rutina, y casi quería que Dylan se largara de una puta vez de su apartamento para poder subir y decirle a la cara que me estaba hinchando las narices, para soltarle lo cabreado que estaba con ella por haber puesto patas arriba mi plácida, estable y predecible existencia.
Sin embargo, cuando me aproximaba a su casa y vi luz en su ventana, cuando vi unas siluetas de pie y moviéndose, solo sentí un gran alivio al comprobar que todavía no estaba acostada en su cama, debajo de él.
Encasquetándome el gorro con fuerza en la cabeza, empecé a refunfuñar, mirando a ambos lados de la calle buscando alguna cafetería o algo que hacer, pero solo había más edificios de apartamentos, tiendas que habían echado el cierre hacía tiempo y, a lo lejos, un pequeño bar de barrio. Lo último que necesitaba en ese momento era alcohol. Y si estaba a dos manzanas del piso de Hanna, más me valía volverme a mi propia casa.
¿Cuánto tiempo iba a tener que esperar ahí abajo? ¿Hasta que volviera a enviarme un mensaje? ¿Hasta la mañana siguiente, cuando salieran juntos del edificio, con el pelo alborotado y sonriendo de oreja a oreja con los recuerdos compartidos de la noche anterior, de la perfección de Hanna y la penosa inexperiencia de Dylan?
Lancé un gemido y levanté la vista justo a tiempo de ver a un hombre saliendo del edificio, agachando la cabeza para protegerse del viento, subiéndose el cuello de la chaqueta. Se me aceleró el corazón. Sin ninguna duda, era Dylan, y a pesar de que una poderosa oleada de alivio me recorrió todo el cuerpo, el hecho de que pudiese reconocerlo desde tantos metros de distancia hizo que me sintiese la sabandija más siniestra y rastrera del mundo. Aguardé unos minutos para ver si volvía al piso, pero siguió andando calle abajo, sin aminorar el paso.
«Ya está —me dije—. Has cruzado una línea y ahora vas a tener que volver a encontrar el camino al otro lado».
Pero ¿y si Hanna me necesitaba? Probablemente debía que darme por allí para asegurarme de que estaba bien antes de volver a mi casa. Me quedé mirando el móvil, arrugando la frente. Si me iba en ese momento, saldría a correr. Me importaba un huevo que fuesen casi las once de la noche e hiciese un frío de muerte, iba a correr varios kilómetros. Estaba tan acelerado con la mezcla de nervios, frustración y energía incombustible que apenas podía sostener en alto el pulgar para darle al icono y abrir nuestro hilo de mensajes de texto.
Di un respingo al ver que ya me estaba escribiendo algo. Los minutos se me hicieron eternos, minutos enteros durante los cuales sujeté el móvil con todas mis fuerzas, mirándolo fijamente y aguardando a que apareciese su mensaje. Cuando me lo envió al fin, vi que en lugar de la parrafada que me esperaba, solo decía:
«¿Dónde estás?»
Solté una carcajada, me pasé la mano por el pelo y respiré hondo.
«Vale, no me mates —escribí—. Estoy enfrente de tu casa».
Hanna salió del portal del edificio con un anorak de plumas encima de un vestido azul de seda, sin medias y con unas zapatillas de la rana Gustavo. Avanzó hacia mí y descubrí que no podía moverme, casi no podía ni respirar.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó, deteniéndose delante de donde estaba sentado, encaramado a una boca de incendio.
—No lo sé —murmuré. Alargué el brazo, atrayéndola hacia mí y apoyando las manos en sus caderas.
Se estremeció levemente cuando las apreté, ¿qué diablos me estaba pasando?, pero en vez de apartarse, se acercó aún más a mí.
—Will.
—¿Sí? —pregunté, mirándola a la cara al fin.
Estaba increíblemente guapa. Se había puesto apenas una pizca de maquillaje y se había secado el pelo al natural, de manera que le caía en unos rizos sueltos y alborotados. Tenía los ojos encendidos con la misma expresión que había visto en ellos cuando la tenía tumbada en el suelo de mi salón o cuando le había deslizado los dedos por la suave cordillera de su clítoris. Cuando centré mi atención en su boca, desplegó la lengua y se humedeció los labios.
—Necesito saber por qué estás aquí, de verdad.
Encogiéndome de hombros, me incliné hacia delante y apoyé la frente en su clavícula.
—No estaba seguro de que ese tipo te gustase de verdad y me molestaba la idea de que hubiese vuelto a tu casa contigo.
Deslizó los dedos bajo el cuello de mi chaqueta y me acarició la nuca.
—Creo que Dylan pensaba que esta noche nos iríamos a la cama.
Sin pretenderlo, le hundí los dedos más profundamente en la carne, justo por encima de las caderas.
—Estoy seguro —murmuré.
—Pero… y no sé cómo llevar toda esta historia porque, debería ser fácil, ¿no? Debería ser fácil disfrutar de la compañía de la gente que me gusta. Quiero decir, que lo encuentro atractivo. ¡Lo paso bien con él! Es muy agradable y atento. Es divertido y es guapo.
Permanecí en silencio, reprimiendo un aullido de frustración.
—Pero cuando me besó… No perdí el sentido como lo pierdo contigo.
Retirándome, la miré a la cara. Se encogió de hombros, con una expresión casi como de disculpa.
—Se ha portado bien conmigo esta noche —susurró.
—Bien.
—Y ni siquiera parecía enfadado cuando le he pedido que se fuera.
—Bien, Hanna. Porque si te hubiese hecho pasar un mal rato juro por Dios que…
—¡Will!
Cerré la boca, apaciguado por su interrupción y esperando que me dijera lo que necesitaba. Haría cualquier cosa que me pidiera, como si me pedía que me arrastrara. Si me pedía que me marchase, lo haría. Si me pedía que la ayudase a subirse la cremallera del anorak, lo haría también.
—¿Quieres venir a casa conmigo?
El corazón se me subió a la garganta. Seguí mirándola fijamente por espacio de unos segundos, pero ella no se desdijo interrumpiendo el contacto visual o riéndose de sí misma. Se limitó a estudiar mi reacción, aguardando mi respuesta. Me incorporé y ella retrocedió para dejarme espacio, pero no demasiado, porque en cuanto me incorporé prácticamente me abalancé sobre ella con el peso de mi cuerpo. Ella deslizó las manos por mis costados y las detuvo posándolas en mis caderas.
—Si subo contigo… —empecé a decir.
Hanna ya estaba asintiendo.
—Sí, lo sé.
—No sé si podré ir despacio.
Su mirada se ensombreció y aplastó su cuerpo contra el mío.
—Sí, lo sé.
Una de las luces laterales del ascensor se había fundido, sumiendo el espacio en una penumbra extraña. Hanna se apoyó en la esquina, observándome desde allí, de pie en el extremo más oscuro.
—¿Qué estás pensando? —preguntó. Siempre la científica curiosa, tratando de diseccionarme.
Estaba pensando absolutamente en todo a la vez, en que lo quería todo, y también en el pánico que sentía, preguntándome si no estaría cortando el último nexo de unión con el control sobre mis emociones. Estaba pensando en lo que iba a hacerle a aquella mujer cuando nos metiésemos en su cama. Estaba pensando en muchas… muchísimas cosas. A pesar de las sombras, veía su sonrisa.
—¿Podrías ser un poco más explícito?
—No me gusta que ese tío haya subido a tu casa esta noche.
Ladeó la cabeza, escrutándome.
—Creía que eso formaba parte del ritual de salir con chicos. A veces me traeré a esos chicos a casa.
—Sí, lo entiendo —murmuré—. Pero me has preguntado en qué estaba pensando. Te lo estoy diciendo.
—Es un buen chico.
—Seguro que sí. Puede ser un buen chico que no llegue a besarte nunca. —Se enderezó un poco.
—¿Es que estás celoso? —La miré fijamente y asentí.
—¿De Dylan?
—No me gusta nada la idea de que te acuestes con otro hombre.
—Pero todo este tiempo tú has estado viéndote con Kitty y Kristy.
No me molesté en sacarla de su error, todavía.
—¿En qué pensabas cuando estabas con él esta noche?
Su sonrisa se desdibujó un poco.
—Básicamente estaba pensando en ti. En si estarías con alguien.
—No estaba con nadie esta noche.
Aquello pareció descolocarla un poco y se quedó en silencio durante unos minutos que se me hicieron eternos. Llegamos a su planta, las puertas se abrieron, permanecieron abiertas y luego se cerraron con un pequeño sonido tintineante. La cabina del ascensor se quedó en silencio y no volvería a moverse hasta que alguien lo llamara.
—¿Por qué? —preguntó—. Es sábado. Es tu noche con Kristy.
—¿Y se puede saber cómo sabes tú eso? —exclamé, sintiendo una rabia furibunda contra quienquiera que le hubiese dado aquella información—. Además, estuve contigo los dos sábados anteriores.
Bajó la vista, mirándose los pies con aire pensativo, y luego me miró de nuevo.
—Esta noche pensaba en todo lo que quería que me hicieras —contestó y acto seguido añadió—: Y en todo lo que quería hacerte a ti… Y en que no quería hacer ninguna de esas cosas con Dylan.
Di un paso hacia delante en la oscuridad y le recorrí el costado con la mano desplazándola hacia arriba, hacia la sinuosa curva de uno de sus pechos.
—Dime lo que quieres ahora. Dime qué es lo que quieres que te haga, si estás lista.
Percibí el movimiento ascendente y descendente de su pecho, al ritmo de su respiración, cada vez más agitada. Recorrí con la yema del pulgar la cima erecta de uno de sus pezones.
—Quiero que me comas —dijo, con la voz un poco temblorosa—. Que lo hagas hasta que me corra.
—Naturalmente —susurré, riéndome a medias—. Cuando te lo haga, te correrás más de una vez.
Separó los labios y me envolvió la muñeca con la mano, apretándome la palma con fuerza contra su pecho.
—Quiero que te recuestes sobre mí en el sofá mientras te haces una paja y que te corras en mis pechos.
Ya estaba completamente empalmado y encima…, joder, aquella imagen era muy gráfica.
—¿Qué más?
Meneó la cabeza, y al final se encogió de hombros y desvió la mirada.
—Todo lo demás. Quiero sexo en todos los rincones de mi cuerpo. Que quieras que te muerda y que veas lo mucho que me gusta morderte. Que estemos en plena faena y yo esté haciendo todo lo que tú quieras y que no solo me guste a mí, que tú también disfrutes.
Me quedé momentáneamente sin habla, mirándola con cara de perplejidad.
—¿Es que eso te preocupa? ¿Que solo lo haga por seguirte la corriente o algo por el estilo?
Levantó la vista y me miró a los ojos.
—Pues claro, Will.
Me acerqué aún más a ella hasta aplastarla casi por completo, de manera que tuvo que recostar la cabeza hacia atrás para poder seguir mirándome a los ojos. Orientando las caderas, presioné el bulto rígido de mi erección contra su vientre.
—Hanna. Me parece que nunca en toda mi vida he deseado nada tanto como te deseo a ti. De verdad que no, nunca —dije—. No pienso en nada más que en besarte, durante horas y horas. Todo el puto día pensando en lo mismo. ¿Sabes a qué clase de besos me refiero? Unos besos que bastan y sobran para que no puedas ni pensar en otra cosa más que en seguir besando.
Negó con la cabeza, dejando escapar el aliento sobre mi cuello en ráfagas bruscas y entrecortadas.
—No sé qué clase de besos son esos, porque nunca hasta ahora había querido esos besos.
Hanna deslizó las manos por debajo de mi chaqueta y mi camisa. Las tenía calientes, y los músculos de mi abdomen se contrajeron y se tensaron bajo sus dedos.
—Pienso en tenerte despatarrada sobre mi cara —dije—. Y en arrojarte al suelo en mi apartamento porque no puedo esperar a llegar a ninguna otra parte más cómoda de la casa. Últimamente no quiero estar con nadie más, y eso significa que paso un montón de tiempo saliendo a correr a las horas más intempestivas, o con la mano en la polla pensando que ojalá fuese la tuya en lugar de la mía.
—Salgamos del ascensor —dijo ella, empujándome con delicadeza por las puertas abiertas hacia el rellano.
Sacó con torpeza la llave de su piso y trató de acertar a meterla en la cerradura mientras, con manos temblorosas, yo alargaba los brazos y recorría su silueta desde la cintura hasta las caderas. Tuve que hacer uso de toda mi fuerza de voluntad para no arrebatarle las llaves de las manos y meterlas yo mismo en la cerradura.
Cuando consiguió abrir la puerta al fin, empujé a Hanna dentro de la casa, cerré de un portazo a nuestra espalda y la aplasté contra la pared cuando apenas llevábamos recorridos unos metros. Me agaché, le succioné el cuello y la línea de la mandíbula, acariciándola por debajo del vestido para deleitarme con la piel suave de sus caderas.
—Vas a tener que pedirme que pare si voy demasiado deprisa.
Le temblaban las manos cuando las hundió en mi pelo y me hincó las uñas en el cuero cabelludo.
—No lo haré.
Fui subiendo con mis labios por la barbilla hasta su boca, lamiendo y mordisqueando, saboreando cada centímetro de sus carnosos labios y su lengua dulce y hambrienta. Quería que ella me lamiera también, que me dejara marcas en el pecho y sentir sus dentelladas sobre la piel de mis caderas, mis muslos, mis dedos. Me sentía casi como un criminal desenfrenado, chupándola y mordiéndola, separándome de ella únicamente el tiempo suficiente para quitarnos las chaquetas, arrancarme la camisa por la cabeza, bajarle la cremallera del vestido y arrojarlo al suelo. Le desabroché el sujetador con un simple movimiento con los dedos, y ella acabó de quitárselo sacudiendo los hombros y se arrojó en mis brazos. Aplastó los pechos contra mi carne y me dieron ganas de abalanzarme sobre ella, engullirla y abrirme paso sin dilación en su interior.
Me empujó hacia atrás, me cogió de la mano y me guio por el pasillo hasta su dormitorio, sonriéndome maliciosamente por encima del hombro.
Era una habitación ordenada y espartana. Había una cama de matrimonio junto a una pared, y además de Hanna, eso fue prácticamente lo único que vi. Estaba de pie ante mí en bragas, con el pelo suelto y sedoso alrededor de los hombros mientras deslizaba los ojos por mi pecho en dirección ascendente, por mi cuello y luego mi rostro. En la habitación el silencio era abrumador.
—Me he imaginado esto tantas veces… —dijo, acariciándome el vientre con las manos y luego pellizcándome levemente el vello del pecho. Recorrió el trazo del tatuaje en mi hombro izquierdo y deslizó los dedos hacia abajo por mi brazo—. Dios, es como si hubiese estado esperando esto toda mi vida. Pero solo de tenerte aquí de verdad… Estoy nerviosa.
—No tienes por qué estar nerviosa.
—Me ayuda mucho que me digas lo que tengo que hacer —admitió con un hilo de voz.
Le rodeé un pecho con la mano, lo levanté y agaché la cabeza para engullir el pico erecto con avidez. Ella dio un respingo y hundió las manos en mi pelo. Sonreí y le mordí bruscamente la curva turgente bajo el pezón.
—Podrías empezar por bajarme los pantalones.
Me desabrochó el cinturón y luego fue liberando uno a uno los botones de mis tejanos. Me había obsesionado con el recuerdo de sus manos temblorosas cuando estaba así de excitada y un poco nerviosa también. Estudié su cuerpo semidesnudo bajo la tenue luz de la calle que se filtraba desde el exterior: su cuello y sus pechos, la suave hondonada de su cintura, sus caderas redondas y sus piernas largas y sedosas. Adelanté las manos, le recorrí el ombligo con dos dedos y luego el camino que se abría entre sus muslos y, acto seguido, los deslicé bajo la tela de sus bragas.
Sumergí un nudillo bajo el encaje y lo hundí en el néctar embriagador que manaba de su cuerpo.
—Me encanta tu piel, me encanta sentirte húmeda —susurré.
—Quítate los pantalones del todo —dijo, con timidez—. Puedes tocarme toda la noche.
Pestañeé al darme cuenta de que tenía los tejanos en los tobillos y que estaba en calzoncillos.
Hanna no me los había quitado, ya fuese porque aún estaba nerviosa o porque quería dejarse algo para el final; a mí no me importaba. Me aparté de los tejanos, dejándolos olvidados en el suelo, y la conduje de espaldas hacia la cama, haciéndole señas para que se tumbara. Se tendió muy despacio, retrocediendo hasta la cabecera mientras yo me encaramaba sobre ella. Sus enormes ojos grises me miraban con expresión expectante, mi dulce presa ansiosa y jadeante.
Llevaba unas bragas azul celeste, acentuando el color níveo de su piel, como si estuviera hecha de vidrio soplado. Tan solo el lunar diminuto que tenía junto al ombligo insinuaba que era remotamente real.
—¿Te pusiste esas bragas para él? —le pregunté antes de que mi cerebro tuviese tiempo de arrepentirse.
Ella se miró la tela de encaje y yo desplacé la mirada a sus pechos turgentes y rotundos mientras contestaba:
—Ni siquiera le dejé que me quitara la camisa, así que no, no creo que me las pusiera para él.
Cubrí de besos el sendero descendente hasta la tira elástica de sus bragas. Hanna nunca se había mostrado tímida ni apocada, pero aquello era nuevo para ella. Estaba recostada sobre los codos, observando. Por debajo de donde yo me apoyaba sobre ella, estaba temblando, y el corazón le latía tan deprisa que veía las palpitaciones de su ritmo acelerado en su cuello. Aquello había dejado de ser una escena entre mentor y alumna, no tenía esa aureola. Aquello parecía demasiado real, y Hanna estaba demasiado perfecta, allí tendida casi desnuda ante mis ojos.
Estaría dándome cabezazos contra la pared durante el resto de mi vida si se me ocurría meter la pata y fastidiar aquello nuestro.
—Bueno, entonces haré como si te las hubieses puesto para mí.
—Es que, a lo mejor, así es.
Tiré del elástico con los dientes y lo solté bruscamente, de manera que le fustigó con fuerza sobre la cadera.
—Y haré como si, ya sea vestida o desnuda, te pasaras el día pensando en mí. —Levantó la vista, escrutándome con los ojos muy abiertos.
—Últimamente, creo que eso es justo lo que hago. ¿Te preocupa? —Le recorrí todo el cuerpo devorándola con la mirada.
—¿Por qué habría de preocuparme? —repuse.
—Ya sé de qué va esto, Will. No espero de ti que seas alguien que no eres.
No tenía ni idea de a qué se refería; a decir verdad, no tenía ni idea de lo que aquello podía llegar a ser o dejar de ser, y por una vez en mi vida, no quería definirlo ni dejar las cosas claras antes incluso de que empezase. Fui subiendo lentamente hasta dejar la cara suspendida justo encima de la suya y me incliné para besarla.
—No sé por dónde empezar —susurré.
Estaba en un estado salvaje y desenfrenado, con ganas de comérmela entera, follármela de una puta vez y sentir aquellos labios alrededor de mi sexo. Por un momento, temí que aquellas fuesen a ser unas pocas horas fugaces, un encuentro de una sola noche, y tenía que encontrar la manera de condensarlo todo en un corto espacio de tiempo.
—No te voy a dejar dormir en toda la noche. —Abrió los ojos con entusiasmo y esbozó una leve sonrisa.
—No quiero dormir. —Ladeando la cabeza, añadió—. Y empieza por lo primero que te he dicho cuando estábamos en el ascensor.
Fui dejándole un reguero de besos por el cuello, el pecho, las costillas y el vientre. Cada centímetro de su cuerpo estaba terso y suave, y se estremecía bajo mis labios, encendido de deseo. No cerró los ojos en ningún momento, ni siquiera una vez. Había estado con mujeres a las que les gustaba mirar, pero nunca de aquella manera, tan íntima y en conexión absoluta.
A medida que me acercaba al espacio entre sus piernas veía tensarse sus músculos y oía el jadeo de su respiración entrecortada. Torcí levemente la cabeza y le succioné la parte interna del muslo.
—Joder, voy a volverme loco aquí con la boca en todo tu cuerpo.
—Will, dime qué quieres que haga —dijo con voz tensa—. Yo nunca…
—Ya lo sé. Eres perfecta —le dije—. ¿Te gusta mirar?
Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—¿Por qué, Ciruela? ¿Por qué miras todo lo que te hago?
Vaciló unos instantes antes de contestar, resistiéndose a decir la verdad mientras tragaba saliva.
—Tú sabes cómo… —Dejó que las palabras se fueran apagando y terminó su reflexión encogiéndose de hombros con aire cohibido.
—¿Quieres decir que te gusta mirarme porque sé cómo hacer que te corras?
Volvió a asentir con la cabeza, abriendo aún más los ojos cuando le bajé las bragas y se las deslicé por encima de las caderas.
—Puedes correrte tú sola con una mano. ¿Te miras la mano cuando te masturbas?
—No.
Seguí bajándole las bragas y deslizándoselas por las piernas, hasta quitárselas y arrojarlas al suelo, a mi espalda, antes de volver a concentrarme en el espacio de colchón que se extendía entre sus piernas abiertas.
—¿Tienes algún vibrador? —Asintió, con la mirada aturdida.
—Con eso puedes correrte perfectamente. ¿Cuando miras el vibrador también te pones así de húmeda?
Hundí un dedo en su interior, y volví a incorporarme y a situarme encima de ella para meterle el mismo dedo en la boca. Lanzó un gemido, chupando el dedo con avidez y atrayéndome hacia ella para que la besara. Sus labios sabían a sexo, a deseo enfebrecido y, joder…, lo que yo quería era paladearla directamente.
—¿Es porque te gusta verme haciéndote esto?
—Will…
—No te me pongas tímida ahora. —La besé y le succioné el labio inferior—. ¿Eres como una estudiante de ingeniería, observando el proceso mecánico de cómo un hombre chupa un coño? ¿O es la imagen de mi boca haciéndotelo lo que te verdad te pone?
Me recorrió el pecho con las manos y las envolvió alrededor de mi polla, por encima de mis calzoncillos, al tiempo que apretaba, despacio pero con fuerza.
—Me gusta mirarte a ti.
—Y a mí me gusta cuando me miras —acerté a decir entre gemidos—. Pierdo la cabeza cuando me miras con esos ojos grises tuyos.
—Por favor…
—Ahora suelta, para que puedas verme la boca.
—Will —dijo, con voz temblorosa.
—¿Sí?
—Después de esto…, por favor, no me hagas daño.
Me detuve y escudriñé su rostro. Su voz parecía asustada, pero su cara era de apetito voraz.
—Descuida —dije, besándola en el cuello, sobre los pechos, succionando, mordiendo.
Me desplacé hacia abajo por su cuerpo y le temblaron los muslos cuando se los separé, al tiempo que soplaba con delicadeza sobre su carne encendida.
Volvió a apoyarse en los codos y le dediqué una sonrisa antes de zambullirme con la cabeza entre sus piernas y abrir la boca para perderme entre los suaves pliegues de su hendidura. Cerré los ojos ante el calor que manaba de aquella parte de su cuerpo y lancé un gemido, chupando delicadamente. Con un alarido tembloroso, echó la cabeza hacia atrás y arqueó las caderas en la superficie de la cama.
—Oh, Dios mío…
Le sonreí, trepando con la lengua por una cadera y descendiendo luego por la otra antes de cubrirle el clítoris con la lengua y empezar a trazar círculos con ella, una y otra vez.
—No pares —susurró.
No iba a parar. No podía parar. Acompañé a mi lengua con los dedos, deslizándolos unos centímetros más abajo, en el rincón secreto más húmedo y más dulce, y el contacto electrizante cuando le hundí los dos dedos dentro hizo que diese una brusca sacudida hacia atrás, tanteando a ciegas el cabecero de la cama. Mientras la observaba, volvió la cabeza y se colocó la funda de la almohada entre los dientes, tirando de ella con fuerza. Mis movimientos le arrancaban de los labios quejidos suplicantes de impaciencia y de placer insoportable, y yo hice todo lo posible por mantener el ritmo, por no perderlo ni un puto segundo.
Estaba a punto, al borde del precipicio. Seguí follándola con los dos dedos, adentrándome con ellos hasta el fondo, succionando con tanta fuerza que se me hundían las mejillas, levantando la vista y contemplando el espectáculo de su cuerpo, sus pechos perfectos y su cuello esbelto.
Cuando retorcí la muñeca, arqueó la espalda por completo, hasta levantarse del colchón, y se aplastó contra mi boca. Hanna dejó escapar otro grito, y otro más mientras se convulsionaba alrededor de mis dedos.
«Uno», pensé.
Estaba tan empalmado que prácticamente me estaba follando el colchón y percibí cómo se tensaban los tendones de sus muslos, regodeándome al comprobar que los sonidos que emitía eran cada vez más desesperados, más agudos, y empezó a buscarme con las manos, para hincar los dedos en mi pelo, y entonces…, joder, entonces empezó a mecerse dentro de mí, abriendo las piernas por completo y acelerando el ritmo de las caderas, follándose mi cara sin contemplaciones durante largo rato, durante unos minutos perfectos. El sexo oral nunca se había parecido tanto al acto de follar en sí como con aquella mujer, y me entregué a él por completo, como un animal, devorándola sin piedad.
Se corrió de nuevo con un grito, dulce y febril, tirándome con tanta fuerza del pelo que creí estar a punto de irme con ella yo también. No podía cerrar los ojos, no podía, ni por un segundo, apartar la mirada del espectáculo que tenía lugar encima de mí, en la cama. Seguí chupando y chupando la seda de su piel, perdido por completo en su abandono absoluto.
—Por favor… —imploró con un gemido ahogado, con las piernas temblorosas y los ojos más oscuros e intensos que nunca. Se recostó sobre un codo y siguió tirándome del pelo con la otra mano—. Sube aquí arriba.
Me bajé los bóxer y arrastré mi miembro erecto por encima de su pierna mientras me deslizaba por su cuerpo, saboreándola, paladeando la hondonada de su ombligo, las lomas de sus senos, la tensa cumbre de sus pezones.
Quería follarme hasta el último rincón de su cuerpo: el valle entre sus pechos y la carnosidad dulce de su boca, el trazo curvilíneo de su trasero y sus manos suaves y hábiles. En ese momento, sin embargo, solo quería deslizarme dentro de ella, al calor de su sexo. Se abrió aún más de piernas al tiempo que sacaba una caja de condones de su mesita de noche. Me quedé mirando embobado el rubor que le encendía el pecho mientras me acariciaba sin pensar la extensión de mi erección, hasta que me percaté de que me estaba ofreciendo la caja.
—Empecemos con uno —dije, riendo.
Me depositó la caja en las manos y asintió, con mirada arrebatada y suplicante.
—Pues anda, saca uno —le ordené con voz ronca.
—Es que no sé cómo colocarlo —protestó con voz melosa, tratando de abrir la caja con dedos torpes.
Lo abrió de cualquier manera, rasgando el cartón, y una ristra de condones cayeron de golpe sobre su vientre. Arranqué uno de los envoltorios del resto del paquete y se lo di, antes de dejar el resto encima de la mesita, a su lado.
—Es muy fácil. Sácalo de ahí y pónmelo en la polla, desenrollándolo.
Al ver cómo le temblaban las manos, deseé que fuese de expectación y no de nervios, pero rápidamente sentí un gran alivio al ver que se precipitaba ávidamente sobre mí y me cubría el glande con el látex… Aunque me di cuenta de inmediato de que lo había colocado al revés: no se desenrollaba.
Tras varios segundos frustrantes, ella también se percató y lo arrancó y lo tiró, lanzando un resoplido y una imprecación antes de coger otro del paquete.
Yo estaba completamente empalmado e hinchado, y tan cachondo y ansioso que me rechinaban los dientes cuando sacó el segundo condón, examinándolo con atención, y esta vez lo colocó correctamente. Tenía las manos muy calientes, y la cara tan cerca de mi polla que sentía su aliento de excitación sobre mis muslos.
Necesitaba follármela.
Lo desenrolló con torpeza, con dedos demasiado toscos e inseguros, y tardó una eternidad en completar el proceso. Fue deslizándolo sobre mi verga muy muy despacio y con sumo cuidado, como si estuviera hecho de cristal y no a punto de follármela tan salvajemente que la cama sin duda iba a romper el techo de los vecinos de abajo.
Cuando llegó a la base de mi polla lanzó un suspiro de alivio, se tumbó de espaldas y me ofreció sus caderas, pero acto seguido, esbozando una sonrisa diabólica, me quité el condón y lo tiré.
—Hazlo otra vez —le dije, entre dientes, luchando con mi propia agonía—. Con más seguridad. Ponme el condón en la polla para que te pueda follar de una puta vez.
Se me quedó mirando boquiabierta, con un mar de confusión en aquellos ojos plateados. Al final, sus dudas se disiparon y un brillo cómplice le iluminó la mirada, como si pudiese leerme el pensamiento: «No quiero que te sientas insegura conmigo ni por un segundo. Nadie en toda mi vida me la había puesto tan dura como tú en este momento, acabo de chuparte el coño hasta hacerte gritar y no me ando con miramientos de ninguna clase».
Sin apartar los ojos de los míos, se llevó el envoltorio a los dientes, lo abrió de una dentellada y sacó la goma de látex. Palpó el contorno, le dio la vuelta en la mano, me lo desenrolló sobre el pene tieso con suavidad y rapidez, y al llegar a la base, lo apretó con firmeza. Deslizó la mano aún más abajo, me tiró con delicadeza de las pelotas y luego deslizó la mano por la parte interna del muslo.
—¿Lo hago bien? —murmuró, acariciando la piel sensible, sin acompañar sus palabras de una sonrisa, sin arrugar la frente, solo con la necesidad de saberlo, simplemente.
Asentí y le pasé el pulgar por la mejilla.
—Lo haces perfectamente.
Esbozó una sonrisa de alivio, se reclinó hacia atrás y yo la seguí, deslizándome despacio por la superficie en llamas de su hendidura, torturándola, torturándome a mí mismo y…, hostia puta…, ¡cuánto la deseaba, joder! Tenía las caderas en tensión, listas para arquearse y empezar las embestidas salvajes, con la columna vertebral ardiendo de la necesidad de explotar en el interior de aquella mujer.
No estaba preparado para la sensación del roce de mi pecho desnudo contra el suyo, de sus muslos enroscándose alrededor de mis caderas. Era demasiado. Hanna era demasiado.
—Méteme dentro de ti.
Ella dio un grito ahogado y hundió la mano entre ambos. No le había dejado demasiado espacio. Estaba tendido completamente encima de ella, piel ardiente contra piel ardiente, pero me encontró y me guio hasta que supe hallar el hueco de su abertura, y a continuación me guio más arriba, retozando con mi polla y deslizándola sobre el promontorio líquido de su clítoris y los pliegues sedosos y llameantes de su sexo.
—Puede que me ponga un poco bruto.
Exhaló una bocanada de aire y exclamó, sin resuello:
—Bien. Muy bien…
Me incorporé sobre las manos y la observé mientras me frotaba sobre su piel. Cerró los ojos y sus labios dejaron escapar un leve gemido.
—Es solo que… hace mucho tiempo de la última vez —susurró.
La miré a la cara y la vi humedecerse los labios con la lengua, al tiempo que abría los ojos para poder mirar al espacio entre ambos, verse a sí misma jugar conmigo.
—¿Cuánto tiempo? —le pregunté.
Volvió a mirarme a los ojos, pestañeando, y su mano se quedó inmóvil entre los dos.
—Unos tres años. —Arrugó la frente ligeramente cuando añadió—: Me he acostado con cinco hombres, pero es probable que solo haya practicado el sexo propiamente dicho unas ocho veces. De verdad que no sé lo que hago, Will.
Tragué saliva y me agaché para besarle la mandíbula.
—En ese caso, a lo mejor no seré tan bruto —susurré, pero ella se echó a reír y negó con la cabeza.
—Tampoco quiero que seas muy delicado.
Le miré los pechos, el vientre, el punto por donde me sujetaba entre sus piernas. Quería sentir su piel desnuda sobre mi polla. Nunca en mi vida lo había hecho a pelo y tenía tantas ganas de sentirla piel contra piel que se me ponía más dura aún solo de pensarlo.
—Te lo haré muy bien —le dije, hablándole al recoveco de piel de su cuello—. Pero deja que te sienta tal como eres.
Hanna dio una sacudida bajo el peso de mi cuerpo, apretándome contra su hendidura, cerrando los ojos mientras yo la penetraba. Una llamarada de rubor se apoderó de su cuello y separó los labios con un dulce suspiro. Para mí era abrumador ver cómo ella iba asimilando lo que estábamos a punto de hacer, y vi el momento en que sucedió, cuando realmente comprendió en toda su magnitud que estábamos a punto de follar de verdad. Volvió a abrir los ojos y al desplazar la mirada a mis labios, se dulcificó, se calmó momentáneamente del frenesí. Me recorrió el pecho con las manos, me acarició el cuello y murmuró:
—Hola.
Esa mirada, esa ternura en sus ojos, hicieron que comprendiera por primera vez qué era lo que me estaba pasando: me estaba enamorando.
—Hola —repuse con voz ronca, agachándome para besarla.
Fue un alivio tan grande que me robó el aire de los pulmones y mi beso se hizo mucho más profundo, y me pregunté en ese momento si se habría dado cuenta, por la intensidad de mi reacción, que acababa de poner nombre a lo que estábamos haciendo, hacer el amor, o si simplemente saboreaba el sabor de su propio sexo en mi boca y no comprendía que todo mi mundo acababa de salirse disparado de su órbita programada.
Retiré la cabeza hacia atrás, pero adelanté las caderas, empujando y arqueándome para sentir la esencia de su cuerpo completamente aplastado contra el mío; solo quería hundirme en lo más hondo de ella y quedarme allí sumergido para siempre. Joder. Qué bueno era aquello… Joder, la hostia… Jodeeerrr…
Me miró mientras me hundía más adentro, pero ahora ya no parecía capaz de enfocar la mirada y verme la cara. Tenía los ojos empañados, saturados, y unos jadeos leves y sincopados acompañaban su respiración cada vez que inhalaba el aire. Un brusco estremecimiento de dolor se apoderó de su rostro.
Solo había conquistado unos pocos centímetros y su sexo estaba muy prieto, pero la sensación era pura gloria. Oí el sonido de mi propia voz, pero parecía provenir de muy lejos.
—Ábrete para mí, mi Ciruela. Muévete conmigo.
Hanna se relajó y levantó más las piernas para que yo pudiera hundirme más aún y los dos dejamos escapar un gemido tenso. Ella quiso experimentar torciendo las caderas, atrayéndome así hasta el fondo, por completo, y la sensación de tener sus muslos ardientes enroscados sobre mis caderas me arrancó un gruñido bronco y prolongado.
—No me puedo creer que estemos haciendo esto —me susurró, quedándose inmóvil bajo mi peso.
—Ya lo sé.
Le besé la mandíbula, la mejilla y la comisura de los labios. Asintió, incorporándose, transmitiéndome de forma inconsciente con su cuerpo que necesitaba moverse.
Me retiré hacia atrás y empecé las acometidas a un ritmo suave, entregándome al calor de su cuerpo. Aceleraba el ritmo, succionándole el cuello con apetito voraz, cada vez más salvaje y enfebrecido, y luego aminoraba la velocidad y me detenía por completo, besándola intensamente, deleitándome con la manera en que sus manos exploraban mi espalda, mi trasero, mis brazos y mi rostro.
—¿Estás bien? —le pregunté, moviéndome de nuevo, aunque despacio—. ¿No te hago mucho daño?
—Estoy bien —susurró, volviendo la cabeza hacia mi mano cuando le aparté un mechón sudoroso de la frente.
—Estás increíblemente perfecta ahí, debajo de mí.
Quería llevar su deseo hasta las cumbres más altas, hacer que sintiese cada vez más urgencia y que explotase como una bomba cuando se corriese al fin conmigo dentro de ella. Se ponía a temblar cuando aceleraba el ritmo, pero gruñía de frustración cuando frenaba de nuevo. Sin embargo, sabía que confiaba en mí, y quería enseñarle lo bueno que podía ser el sexo si no había prisa, cuando no había necesidad de hacer otra cosa más que aquello durante horas y horas.
La besé, le succioné la lengua y engullí cada uno de los sonidos que le arrancaba de la garganta con mi boca, devorándolos como un cabrón avaricioso. Me encantaban sus gemidos roncos, las veces que imploraba «por favor», cómo dejaba que fuera yo quien impusiera los tiempos de lo que hacíamos. La realidad de su cuerpo, sudoroso y complaciente bajo mi peso, fue consumiendo poco a poco toda mi calma, y pasé de los envites indolentes a embestidas mucho más rápidas y hambrientas. Ella correspondió con movimientos equivalentes con las caderas, arqueándose contra mi cuerpo, y supe que esta vez estaba muy cerca y que no podría parar ni reducir el ritmo o la intensidad.
—¿Te gusta? —exclamé con voz ronca, enterrando la cara en su cuello.
Ella asintió, sin habla, incapaz de responder con palabras, agarrándome el culo con las manos y clavándome las uñas con ferocidad en la carne. Le levanté una pierna, aplastándole la rodilla sobre el hombro y di rienda suelta a mis embestidas, bombeando tan rápido, tan duro y tan pegado a ella como fuera posible.
La forma en que su orgasmo iba cobrando fuerza antes de estallar era salvaje, irreal, explosiva, primero en forma de intensa llamarada y luego en la tensión de sus músculos, hasta que empezó a temblar, a sudar y a suplicar palabras ininteligibles bajo mi cuerpo, a punto de alcanzar el clímax.
—Así, muy bien —susurré, luchando desesperadamente por contener mi propia descarga a pesar de la presión insoportable en mi vientre—. Joder, Ciruela, ya estás a punto…
La vi apretar los ojos con fuerza y abrir la boca mientras su cuerpo se catapultaba hacia arriba desde la cama y ella gritaba extasiada. No paré en ningún momento, dándole cada segundo de placer que pudiese arrancar de su cuerpo. Dejó caer los brazos a un lado, inertes, y yo me apoyé en las manos, bajando la mirada hacia el punto donde penetraba en ella, percibiendo sus ojos sobre mi rostro.
—Will… —exhaló, y oí el lánguido alborozo en su voz—. Dios mío…
—Joder. Qué bueno. Estás empapada…
Alargó el brazo y me metió el dedo en la boca para que pudiera paladear el sabor dulzón de su esencia. Situé una mano entre los dos y le acaricié el clítoris, consciente de que no tardaría en estar cansada y dolorida, pero necesitando a la vez sentir cómo se corría conmigo dentro otra vez.
Al cabo de escasos minutos, arqueó la espalda y aceleró el balanceo de las caderas, a mi ritmo.
—Will… Will…
—Chist… —murmuré, observando el movimiento de mi mano en ella, al tiempo que deslizaba la polla dentro y fuera—. Dame uno más.
Cerré los ojos y mi cerebro se abandonó al deleite de las sensaciones en estado puro: sus muslos temblorosos alrededor de mi cuerpo, las rítmicas contracciones de su vagina mientras se corría otra vez con un grito ronco de sorpresa. Solté el último amarre de mi autocontrol, embistiendo más adentro y con más fuerza, prolongando su orgasmo y oprimiéndole el clítoris con el pulgar. Hanna tenía la cabeza reclinada hacia atrás en la almohada, sujetándome el culo con las manos, tirando de mí hacia delante mientras seguía meciéndose, conmigo dentro. Tenía los ojos cerrados, los labios separados y el pelo alborotado en la almohada. Nunca en mi vida había visto un espectáculo tan hermoso.
Me recorrió la espalda con las uñas, observando mi rostro, fascinada. La sensación era demasiado para mí: sus manos enfebrecidas, aquel cuerpo suave debajo y su mirada de fascinación.
—Dime que te gusta —murmuró, con los labios hinchados y húmedos, las mejillas sonrosadas y el pelo empapado en sudor.
—Claro que me gusta —exclamé precipitadamente, sin resuello—. No puedo…, joder, no puedo ni pensar…
Me hincó las uñas con fuerza, clavándomelas con ferocidad, y supe de inmediato que con la punzada de dolor de sus uñas y el dulce placer de su cuerpo húmedo, contrayéndose a mi alrededor, no iba a resistir mucho más. El placer inundó mis venas, como un torrente de llamas, frenético.
—Más duro —imploré.
Se enroscó alrededor de mi cuerpo y se deslizó dándome mordiscos desde el hombro hasta el pecho.
—Córrete —exclamó, con voz ahogada, trazando surcos con las uñas en mi espalda con movimiento posesivo—. Quiero sentir cómo te corres.
Fue como si alguien me hubiese enchufado a la corriente, cada centímetro de mi cuerpo electrizado y llameante de calor. Bajé la vista y la miré: sus pechos moviéndose con la fuerza de mis embestidas, la piel sudorosa y perfecta, las marcas furiosas de mis dentelladas diseminadas por su cuello, sus hombros y su barbilla. Pero cuando levanté la vista y fui al encuentro de su mirada, perdí la razón. Me estaba mirando, y era ella: Hanna, la chica la que veía todas las mañanas y de la que me estaba enamorando más y más cada vez que abría la boca.
Aquello era increíblemente real. Con un fuerte alarido, me desplomé sobre ella, entre convulsiones salvajes y desbordado por un placer tan intenso que apenas era consciente del calor que manaba de sus brazos alrededor de mi cuello, de la presión de sus besos cuando me quedé inmóvil encima de ella, y solo percibí a medias lo que decía cuando susurró:
—Quédate así, encima de mí, para siempre.
—No dejes nunca de ser tan franca y directa —murmuré, mirándola a la cara—. No dejes nunca de pedir lo que quieres.
—No lo haré —susurró—. Esta noche sí te he sorprendido, ¿verdad?
Y fue así, sin más, como se ganó mi corazón.