V

—Tendrías que haber almorzado algo.

—Es que no tenía nada de ganas.

—¿Por qué no pedís ir a la enfermería? Pueda que algo te den, y te mejores.

—Ya me voy a mejorar.

—Pero no me mires así, Molina, como si yo tuviera la culpa.

—¿Cómo decís que te miro?

—Me mirás fijo.

—Vos sos loco, porque te miro no te echo la culpa de nada. ¿Culpa de qué?, ¿estás loco vos?

—Bueño, si peleás es que ya estás mejor.

—No, mejor no estoy, porque me quedó un decaimiento bárbaro.

—Te debe haber bajado la presión. Bueno, yo voy a estudiar un poco.

—Charlame un poquito, Valentín, dale.

—No, ésta es la hora de estudio. Y tengo que cumplir el plan de lectura, vos sabés.

—Por un día, qué te hace…

—No, si dejo un día me voy a enviciar.

—La pereza por ser amiga empieza, me decía siempre mi mamá.

—Hasta luego, Molina.

—Qué ganas de ver a mamá, hoy sí no sé qué daría por verla un rato.

—Vamos, calíate un poco, que tengo mucho que leer.

—Sos jodido vos.

—¿No tenés una revista a mano?

—No, y me hace mal leer, de mirar las figuras no más me mareo, no estoy bien, che.

—Perdoname, pero si no estás bien tendrías que ir a la enfermería.

—Está bien, Valentín. Estudiá, tenés razón.

—No seas injusto, no me hables en ese tono.

—Perdoname. Estudiá tranquilo.

—Esta noche charlamos, Molina.

—Me contás vos una película.

—No sé ninguna, me la contás vos.

—Cómo me gustaría que me contaras vos una, ahora. Una que yo no haya visto[4].

—Empezando porque no me acuerdo de ninguna, y siguiendo porque tengo que estudiar.

—Ya te va a llegar el turno a vos, y vas a ver… No, lo digo en broma, ¿sabés qué voy a hacer?

—¿Qué?

—Voy a pensar yo en alguna película, alguna que a vos no te guste, una bien romántica. Y así me voy a entretener.

—Claro, ésa es buena idea.

—Y esta noche vos me contás algo, de lo que leíste.

—Fenómeno.

—Porque yo estoy medio abombado, y no sé si me voy a acordar de los detalles de una película, para contártela.

—Pensá en algo lindo.

—Y vos estudiá, no macanees más… porque acordate, la pereza por ser amiga empieza.

—De acuerdo.

Un bosque, casitas hermosas, de piedras, ¿y techos de paja? De tejas, neblina en invierno, si no hay nieve es otoño, sólo neblina, la llegada de los invitados en cómodos automóviles cuyos faroles iluminan el camino de pedregullo. La elegante tranquera, si están abiertas las ventanas es verano, uno de los más coquetos chalets de la zona, aire embalsamado en perfume de pinos. La sala de estar iluminada con candelabros, no se haya prendida —dada la noche estival— la chimenea alrededor de la cual se despliega el moblaje de estilo inglés. En lugar de mirar al fuego los sillones están virados, dan el frente al piano de cola en madera, ¿de pino?, ¿de caoba?, ¡de sándalo! El pianista ciego, rodeado por sus invitados, los ojos casi sin pupila no ven lo que tienen delante, es decir las apariencias; ven otras cosas, las que realmente cuentan. La primicia del concierto que el ciego acaba de componer, a ejecutarse para sus amigos esa noche: lindos vestidos largos las mujeres, no de gran lujo, apropiados para cena campestre. O tal vez muebles rústicos, estilo provenzal, y el ambiente iluminado por lámparas de petróleo. Parejas muy felices, jóvenes, regulares, y algunos viejos, mirando en dirección al ciego ya listo para ejecutar su música. Silencio, una explicación del ciego referente al hecho verídico en que se inspira su composición, una historia de amor sucedida en ese mismo bosque. El relato, anterior al concierto para permitir a los invitados una mayor compenetración en la música, «todo comenzó una mañana de otoño en que yo caminaba por el bosque», un bastón y el perro guía, muchas las hojas caídas de los árboles formando una alfombra, lindo el ruido de los pasos, crac-crac las hojas al partirse como riendo, ¿la risa del bosque?, en las inmediaciones de un viejo chalet, al pasar el ciego junto a la tranquera al tanteo de su bastón la certidumbre de hallarse ante un raro fenómeno, una casa envuelta en algo extraño, ¿envuelta en qué?, en nada visible, dada su ceguera. Una casa envuelta en algo extraño, de sus paredes no se desprende música tampoco, las piedras, las vigas, el burdo revoque, la hiedra adherida a las piedras que laten, están vivas, permanece el ciego un momento inmóvil, los latidos cesan, desde el bosque el lento aproximarse de pasos tímidos en dirección a esa misma casa. Una muchacha, «no sé si usted señor y su perro sean los dueños del chalet, ¿o es que los dos se han perdido?», y es tan dulce la voz de esta muchacha, qué finos modales, seguramente es bella como una alborada, y aunque no acierte a mirarla en los ojos bastará que me quite el sombrero para saludarla. Pobrecito el ciego, no sabe que soy una pobre sirvienta y se quita el sombrero, el único ser que no disimula su asombro al verme tan fea, «¿Usted señor vive en esta casita?», «No, pasaba y debí hacer una pausa», «¿No será que usted se ha perdido?, yo puedo indicarle el camino, nací en la comarca», ¿o se dice aldea?, comarca y aldea son las de la antigüedad, y pueblitos son los de la Argentina, no sé cuál será el nombre de estas poblaciones en bosques elegantes de Estados Unidos: mi madre como yo era una sirvienta y de pequeña me llevó a Boston, y ahora que ella está muerta quedé completamente sola en el mundo y me volví al bosque, y estoy buscando una casa de una mujer sola, que me dijeron que busca sirvienta. Rechinar de una puerta en sus goznes, luego la voz amarga de la solterona, «¿Se les ofrece algo a ustedes?», da la impresión de que la han molestado. Despedida del ciego, entrada de la chica, fea, a la casita. Carta de recomendación para la solterona, trato para quedarse allí de sirvienta, explicación de la solterona, anuncio de la inminente llegada de los inquilinos, «parece mentira pero en el mundo hay gente feliz aunque cueste creerlo, vas a ver cuando lleguen qué hermosa pareja de novios. ¿Para qué quiero yo esta casa tan grande?, me puedo conformar con una linda piecita en la planta baja, y vos al fondo tu cuarto de criada». Hermosa sala de estar estilo rústico, madera barnizada y piedra, leños chisporroteantes en el hogar, ventanal invadido de hiedras. Vidrios grandes no, paneles pequeños formando un cuadriculado, todo un poco chueco, rústico, y la escalera de madera oscura y lustrosa hacia el dormitorio para el matrimonio, y el estudio para el muchacho, ¿arquitecto? Cuántos apurones para dejar todo listo esa tarde, supervisión de la limpieza a cargo de la solterona, gesto de mujer muy mala, el arrepentimiento después de cada reto debido a la técnica imperfecta de limpieza de la sirvientita, «perdoname, es que soy muy nerviosa y no me controlo». Pero con una voz de mala que mejor que no le hubiese pedido perdón para nada. Y me falta nada más que lavar este florero de la solterona y ponerle flores, ¡se acerca un auto! La pareja que baja del auto, una chica rubia vestida divina, tapado de piel, ¿visón?, mirada de la sirvientadesde la ventana, el muchacho de espaldas cerrando el coche, el apuro de la sirvientita por acomodar las flores, el chiquero en el piso del agua del florero al caerse pero le di un buen manotón con mis manos toscas y lo salvé de que se rompiera, la curiosidad de ver a los novios que entran, la sirvienta agachada secando el piso, las palabras de la solterona mostrando la casa, la voz del muchacho de una alegría que no se contiene, la voz de la novia no del todo feliz con la casa o mejor dicho con el aislamiento de zona de bosques, ¿me animo a levantar la cabeza y mirarlos?, ¿le corresponde a una sirvienta saludar o no? La voz de la novia bastante antipática, exigente, mirada rápida de la sirvienta adonde está el muchacho, más buen mozo no podría ser, y él que ni la saluda. Quejas de la novia por la soledad de la casa en el bosque y por la tristeza que la invadiría al caer la noche. Imposibilidad de desilusionarlo a él, acuerdo final para tomar la casa, palabra empeñada, promesa de escribir y mandar contrato por carta, con cheque, llegarla más o menos fijada para pocos días después de la boda. Orden del muchacho a la sirvienta de que se vaya de ahí de esa sala, la sirvienta empezando a colocar las flores en el florero, deseo del muchacho de quedar a solas con la novia. «Déjeme nada más que un minuto que termino de arreglar las flores», «ya está bien así, váyase, le digo». Deseo de sentarse con su novia junto a la ventana y mirar hacia el bosque tomándole esas manos suaves, de uñas largas pintadas, manos de mujer alejada del quehacer doméstico. Antigua inscripción en uno de los vidrios gruesos biselados de la ventanita, tallada burdamente: el nombre de una pareja y abajo una fecha, 1914. Pedido del muchacho de que ella se saque el anillo de compromiso y se lo entregue, una gruesa piedra cortada en rombo, deseo de también tallar con el anillo los nombres de ambos en un vidrio de esos. Pero se cae la piedra al empezar a inscribir el nombre de la novia, de su engarce la piedra se cayó al suelo. Silencio de ambos, temor inconfesado a un mal presentimiento, música agorera, sombra de la solterona que se proyecta sobre el jardín sin hojas. Partida de ambos poco después, despedida hasta muy pronto, miedo creciente a malos presagios, difíciles de olvidar. ¡Qué triste el otoño a veces!, tardes soleadas pero cortas, largos crepúsculos, relato de la solterona a la sirvientita, «yo también una vez estuve apunto de casarme». Estallido de la guerra en 1914, muerte del novio en elfrente, todo preparado: la casita de piedra en el bosque, un ajuar hermoso, manteles y sábanas y cortinas bordadas por ella, «cada puntada que yo le había dado a esas telas tan finas eran como una declaración de amor». Casi treinta años atrás, un amor intacto, la inscripción de los nombres en el ventanal el día de la despedida. «Y lo sigo queriendo como si fuera entonces, y peor aún, lo sigo extrañando como esa tarde en que se fue y me quedé acá sola». Y qué triste, más que nunca esta tarde de otoño, el aciago anuncio por radio, la entrada tiel país en otra guerra, la segunda e inútil guerra mundial. Ayer es hoy, llanto desconsolado de la solterona en su dormitorio, la sirvienta tirita de frío, pocas brasas mortecinas en la chimenea, no cabe echar leños al Juego para tan sólo ella ahí abandonada del mundo en la sala de estar, con una pala quita cuidadosa las cenizas de la última hoguera. Pocos días después la llegada de una carta, del muchacho antes interesado en la casa o mejor dicho ya prácticamente inquilino, anuncio de su enrolamiento en la fuerza aérea y por lo tanto postergactun de la boda, disculpas por tener que romper el contrato, ¿la historia se repite? Innecesaria presencia de la sirvienta ahora en la casa, falta de quehaceres sin los inquilinos, todo el día mirando la lluvia desde la ventana, sin nada que hacer, habla sola

—¿No te cansás de leer?

—No. ¿Cómo te sentís?

—Me está viniendo una depresión bárbara.

—Vamos, vamos, no sea flojo compañero.

—¿No te cansás de leer con esta luz tan jodida?

—No, ya estoy acostumbrado. Pero de la barriga, ¿cómo te sentís?

—Un poco mejor. Contame qué estás leyendo.

—¿Cómo te voy a contar?, es filosofía, un libro sobre el poder político.

—Pero algo dirá, ¿no?

—Dice que el hombre honesto no puede abordar el poder político, porque su concepto de la responsabilidad se lo impide.

—Y tiene razón, porque todos los políticos son unos ladrones.

—Para mí es todo lo contrario, quien no actúa políticamente es porque tiene un falso concepto de la responsabilidad. Ante todo mi responsabilidad es que no siga muriendo gente de hambre, y por eso voy a luchar.

—Carne de cañón. Eso es lo que sos.

—Si no entendés nada calíate la boca.

—No te gusta que te digan la verdad…

—¡Qué ignorante!, si no sabés no hables.

—Por algo te da tanta rabia…

—¡Basta! Dejame leer.

—Está bien. Algún día que vos estés mal yo te voy a hacer lo mismo.

—¡Molina, callate de una vez!

—Está bien, en otro momento te voy a decir alguna cosa que otra.

—De acuerdo. Hasta luego.

—Hasta luego.

Explicación de la solterona, permiso para que la sirvienta se quede en la casa si no tiene donde ir a parar, la tristeza de la solterona y la tristeza de la sirvientita, suma de dos tristezas, mejor solas que reflejadas la una en la otra, si bien otras veces mejor juntas para compartir una lata de sopa que trae dos raciones. Invierno crudísimo, nieve por doquier, silencio profundo que trae la nieve, amortiguado por el manto blanco el ruido de un motor que se detiene allí frente a la casa, las ventanas empañadas por dentro y semicubiertas de nieve por fuera, el puño de la sirvienta frota un redondel en el vidrio, el muchacho de espaldas cerrando el coche, alegría de la sirvienta, ¿por qué?, pasos rápidos hasta la puerta, ¡voy volando a abrirle la puerta a ese muchacho tan alegre y buen mozo y que se venga acá con la novia mala!…, «¡¡ajjjj!!, ¡perdóneme!», vergüenza de la sirvienta porque no puedo contener un gesto de asco, mirada torva del pobre muchacho, su rostro de aviador sin miedo ahora cruzado por una cicatriz horrible. La conversación del muchacho con la solterona, el relato del accidente y de su actual colapso nervioso, la imposibilidad de volver al frente, la propuesta de alquilar la casa él solo, la pena de la solterona al verlo, la amargura del muchacho, las palabras secas a la sirvientita, las órdenes secas, «tráigame lo que le pido y déjeme solo, no haga ruido que estoy muy nervioso», la cara linda y alegre del muchacho en el recuerdo de la sirvientita y me digo yo: ¿qué es lo que la hace linda a una cara?, ¿por qué dan tantas ganas de acariciarla a una cara linda?, ¿por qué me dan ganas ele siempre tenerla cerca a una cara linda, de acariciarla, y de darle besos?, una cara linda tiene que tener una nariz chica, pero a veces las narices grandes también tienen gracia, y los ojos grandes, o que sean ojos chicos pero que sonríen, ojitos de bueno… Una cicatriz desde la punta de la frente que corta una ceja, corta el párpado, tajea la nariz y se hunde en el cachete del lado contrario, una tachadura encima de una cara, una mirada torva, mirada de malo, estaba leyendo un libro de filosofía y porque le hice una pregunta me echó una mirada torva, qué feo que alguien te eche una mirada torva, ¿qué es peor, que te echen una mirada torva, o que no te miren nunca?, mamá no me echó una mirada torva, me condenaron a ocho años por meterme con un menor de edad pero mamá no me echó una mirada torva, pero por culpa mía mamá se puede morir, el corazón cansado de una mujer que ha sufrido mucho, un corazón cansado, ¿de tanto perdonar?, tantos disgustos toda la vicia al lado de un marido que no la entendió, y después el disgusto de un hijo hundido en el vicio, y el juez no me perdonó ni un día, y delante de ella dijo que yo era de todo, lo peor, un puto asqueroso, para que no se me acercara ningún chico por eso me condenaba a ni un día menos de lo que decía la ley, y después que dijo todo eso mamá tenía los ojos fijos en el juez, llenos de lágrimas como si alguien se le hubiese muerto, pero cuando se dio vuelta y me miró me hizo una sonrisa, «los años pasan pronto y si Dios me ayuda yo voy a estar viva» y todo va a ser como si nada fuera, y cada minuto que pasa el corazón le late, ¿cada vez más débil?, qué miedo que el corazón se le canse y ya no le pueda más latir, pero yo no le dije ni una palabra a este hijo de puta, de mami ni una palabra le conté jamás, porque si se anima a decir una palabra tonta lo mato a este hijo de puta, ¿qué sabe él lo que es sentimientos?, ¿qué sabe lo que es morirse de pena?, ¿qué sabe él lo que es tener la culpa de que mi mami enferma se ponga cada vez más grave?, ¿mi mami está grave?, ¿se muere mi mami?, ¿no me va a esperar siete años hasta que yo salga?, ¿cumple la promesa el director de la penitenciaría?, ¿será cierto lo que me promete?, ¿indulto?, ¿reducción de pena?, un día la visita de los padres del aviador herido, el aviador encerrado en su cuarto de la planta alta, «dígales a mis padres que no quiero verlos», la insistencia de los padres, una pareja de ricos copetudos y fríos cual témpano, la retirada de los padres, la llegada de la novia, «dígale a mi novia que no quiero verla», el ruego de la novia desde la escalera, «dejame querido que te vea porque te lo juro que no me importa nada de tu accidente», la hipócrita voz de la novia, la falsedad de todo lo que habla, la retirada brusca de la novia, el paso de los días, los dibujos que hace el muchacho encerrado en su estudio, la vista del bosque nevado desde la ventana, los primeros anuncios de la primavera, los brotes muy tiernos y verdes, algunos dibujos de árboles y nubes hechos al aire libre, la llegada de la sirvienta al bosque con café caliente y algunas rosquillas, una ocurrencia de la sirvienta sobre el dibujo colocado en el atrilcito, la sorpresa del muchacho herido, ¿qué era lo que le decía la chica sobre ese dibujo?, ¿por qué se da cuenta el muchacho en ese momento que la sirvientita tiene un alma fina?, ¿qué pasa que a veces alguien dice algo y conquista para siempre a otra persona?, ¿qué era lo que le decía la sirvientita sobre ese dibujo?, ¿cómo consiguió que él se diera cuenta de que ella era algo más que una sirvienta fea? Cómo me gustaría acordarme de esas palabras, ¿qué será que dijo?, nada me acuerdo de esa escena, y después otra escena importante, el encuentro de él con el ciego, el relato del ciego de como poco a poco se fue resignando a haber perdido la vista, y una noche la proposición de él a la chica, «los dos estamos solos y no esperamos más nada de la vida, ni amor, ni alegría, por eso es posible que nos podamos ayudar el uno al otro, yo tengo un poco de dinero que para usted puede ser una protección, y usted puede cuidarme un poco, que mi salud cada vez va peor, y no quiero cerca a nadie que me tenga lástima, y usted no me puede tener lástima porque usted está tan sola y triste como yo, y entonces podemos unirnos pero sin que eso sea más que un contrato, un arreglo entre nada más que amigos». ¿Habrá sido el ciego que Le dio la idea?, ¿qué es lo que le habrá dicho que no me acuerdo?, a veces una palabra puede obrar milagros. La iglesia de madera, el ciego y la solterona están de testigos, algunas velas encendidas en el altar sin flores, los bancos vacíos, los rostros graves, vacíos el asiento para el organista y la plataforma para los coristas, las palabras del cura, la bendición, el retumbar de los pasos en la nave vacía al salir los novios, la tarde que cae, la vuelta a la casa en silencio, las ventanas abiertas para que entre el tibio aire del verano, la cama de él trasladada a su estudio, el dormitorio de la sirvienta trasladado al dormitorio de él, al exdormitorio de él, la cena de bodas ya preparada por la solterona, la mesa con dos cubiertos en la sala de estar junto al ventanal, el candelabro entre ambos platos, las buenas noches de la solterona, su escepticismo ante un simulacro de amor, el rictus amargo en su boca, la pareja en total silencio, la botella de vino añejo, el brindis sin palabras, la imposibilidad de mirarse en los ojos, el cricri de los grillos ahí en el jardín, el leve rumor —nunca oído hasta entonces— de la fronda del bosque que hamaca la brisa, el resplandor extraño —nunca visto hasta entonces— de los candelabros, el resplandor más y más extraño, el contorno esfumado de todas las cosas, del rostro tan feo de ella, del rostro desfigurado de él, la música casi imperceptible y muy dulce que no se sabe de dónde proviene, la cara de ella y toda su figura envuelta en bruma y luz blanca, sólo perceptible el brillo de sus ojos, la bruma poco a poco que se va esfumando, una agradable cara de mujer, la misma cara de la sirvientita pero embellecida, sus burdas cejas transformadas en líneas de lápiz, iluminados por dentro sus ojos, alargadas en arco sus pestañas, su cutis una porcelana, su boca desplegada en sonrisa de dientes perfectos, su pelo ondulado en bucles sedosos, ¿y el simple vestido en percal?, un elegante soirée de encaje, ¿y él?, imposible distinguir sus rasgos, la visión distorsionada por reflejos de los candelabros o también como a través de ojos cargados de lágrimas, la cara de él vista por ojos cargados de lágrimas, las lágrimas se secan, la cara de él vista con toda claridad, una cara de muchacho alegre y buen mozo que más imposible, pero de manos temblorosas, no, ella de manos temblorosas, el acercamiento de una mano de él a una mano de ella, ¿zumbidos del viento en la fronda del bosque o violines y harpas?, la mirada en los ojos el uno del otro, el convencimiento de que ambos oyen violines y arpas que trae la brisa perfumada por las araucarias, la unión de las manos, labios que se acercan, el primer y húmedo beso, el latido de los corazones… al unísono, la noche cuajada de estrellas, no están ya en la mesa, …las mesas vacías en el restaurant, los mozos sentados esperando clientes, las horas lentas y calmas de la madrugada, el cigarrillo apenas encendido a un Lado de su boca, la comisura izquierda o derecha de sus labios, su saliva con gusto a tabaco, a tabaco negro, la mirada triste perdida a lo lejos, por la ventana el paso de autos mojados de la lluvia, un auto tras otro, ¿se acuerda de mí?, ¿por qué nunca me vino a ver?, ¿no podría cambiar un día el turno con otro compañero?, ¿habrá ido a ver al médico por el dolor de oído?, lo iba dejando de un día para otro, a la noche a veces dolores terribles, según él entonces juraba que al día siguiente iba a hacerse ver, al otro día el dolor pasaba y se olvidaba de ir al doctor, y ala noche seguro que en el momento de esperar los clientes de la madrugada en el restaurant se acuerda y piensa y dice que mañana me viene a ver, y mira por el vidrio que pasan los autos, y lo más triste de todo es si en el restaurant los vidrios del frente quedaron mojados de lluvia, como si el restaurant se hubiese puesto a llorar, porque él nunca afloja, se aguanta porque es hombre y no suelta las lágrimas, y cuando yo pienso muy fuerte en alguien veo en mi recuerdo la cara reflejada, sobre un vidrio transparente y mojado por la lluvia, la cara esfumada que veo en mi recuerdo, la cara de mami y la cara de él, seguro que se acuerda, y ojalá viniera, ojalá viniera, primero un domingo, y después todo en la vida es cuestión de costumbre, viene otro día, y otro, y cuando el indulto él me espera en la esquina de la penitenciaría, tomamos un taxi, la unión de las manos, el beso primero es tímido y seco, los labios cerrados son secos, los labios ya entreabiertos son algo más húmedos, ¿la saliva con gusto a tabaco?, y si me muero antes de salir de esta cárcel no voy a saber qué gusto tiene la saliva de él, ¿qué pasó esa noche?, al despertar el miedo de que fuera todo un sueño, con miedo infinito una mirada del uno al otro a la luz del día, en aquella casa viven una chica linda y un muchacho buen mozo que más no se puede. Y se esconden de la solterona, que nunca los vea, tienen miedo de que les diga algo y así todo se eche a perder, y salen al bosque a la madrugada, cuando no hay nadie, a ver la salida del sol que ilumina sus caras tan lindas y siempre tan cerca una de la otra, al alcance de darse los besos que quieren, pero que nadie los llegue a ver, porque pueden pasar cosas raras, ¡pasos en el bosque esa madrugada!, imposible ocultarse puesto que los troncos no son tan inmensos, pasos lentos de un hombre que con sus pies va hollando el rocío del pasto, y detrás un perro… ¡es tan sólo el ciego!, qué alivio, porque no Los ve, pero saluda porque ha oído sus respiraciones, el saludo cordial y sincero, la intuición del ciego de que algo ha cambiado, los tres de regreso a la casa del encantamiento, el apetito de la mañanita, el desayuno a la americana, la chica encargada de preparar todo, quedan un momento el ciego y el muchacho solos, el ciego pregunta qué pasa, el relato, alegría del ciego, de golpe un negro relámpago de miedo en la retina blanca del ciego al oír esta simple frase: «¿sabe una cosa?, voy a llamar a mis padres para que vengan a verme a mi y a mi esposa amada», el esfuerzo del ciego para disimular sus grandes temores, el anuncio de la llegada de los padres de él que han aceptado la invitación, el muchacho y la chica esperando a los padres sin animarse a bajar de su dormitorio, la solterona abajo esperando, el auto que llega, la charla de los padres con la solterona, la felicidad de los padres porque les ha escrito que se ha curado, la aparición del muchacho y la chica en lo alto de la escalera, la amarga decepción de los padres, feroz cicatriz le cruza la cara al muchacho, su novia una pobre sirvienta de cara muy fea y modales torpes, la imposibilidad de fingir agrado, tras breves momentos sospecha el muchacho, ¿habrá sido todo un engaño?, ¿será que no hemos cambiado?, la mirada a la solterona esperando que lo encuentre buen mozo como antes, el rictus amargo en la boca de la solterona, la corrida de la chica hasta un espejo, la cruel realidad, el muchacho al lado de ella ahí en el espejo, la cicatriz infame, el refugio de la oscuridad, el terror de mirarse el uno al otro, el ruido del motor del auto de los padres, el ruido del motor ya lejos rumbo a la ciudad, la chica refugiada en su antiguo cuarto de cuando sirvienta, la desesperación de él, la destrucción del autorretrato de él abrazado a la chica, manotones dementes hasta reducir el retrato a jirones, la llamada de la solterona al ciego, la visita del ciego un atardecer de otoño, la conversación con el muchacho enfermo y la chica fea, las luces apagadas para evitar verse, tres ciegos reunidos a la hora más triste del día, la solterona escuchando detrás de la puerta, «¿no se dan cuenta de lo que les pasa?, por favor después de que yo les hable vuelvan a mirarse en la cara como antes, sé que no lo han hecho en todos estos días, que se han ocultado el uno del otro, y es tan simple explicar el encantamiento de este hermoso verano que acaban de pasar felices, simplemente… ustedes son hermosos el uno para el otro, porque se quieren y ya no se ven sino el alma, ¿es tan difícil de comprender acaso?, yo no les pido que se miren ya, pero cuando yo me vaya… sí, sin el menor miedo, porque el amor que late en las piedras viejas de esta casa ha hecho un milagro más: el de permitir que, como si fueran ciegos, no se vieran el cuerpo sino sólo el alma». La partida del ciego con los últimos reflejos rojizos del atardecer, la subida del muchacho a prepararse para la cena, la mesa puesta por la chica, el miedo de la chica de enfrentarse al espejo para arreglarse y peinarse, los pasos seguros de la solterona entrando a la pieza de la sirvientita, los ojos perdidos en lontananza de la solterona, sus palabras de aliento, la imposibilidad de peinarse de la chica dado el temblor de sus manos, las palabras de la solterona que la va peinando, «yo escuché lo que les dijo el ciego y le doy toda la razón, esta casa esperaba cobijar a dos seres amantes desde que mi novio no pudo volver de las crueles trincheras de Francia, y ustedes dos son los elegidos; y el amor es así, embellece a quien logra amar sin nada esperar a cambio. Y yo estoy segura de que si mi novio hoy volviera desde el más allá me encontraría bonita y joven como yo era entonces, sí que estoy segura, porque se murió queriéndome», la mesa puesta junto al ventanal, la muchacha de pie mirando a través de los vidrios el bosque sumido en la oscuridad, los pasos de él, el temor de darse vuelta y mirarlo, la mano de él que le toma la mano, le quita el anillo y escribe en el vidrio sus nombres, la caricia de él en el pelo sedoso de ella, la caricia de él en un cutis que es de porcelana, la sonrisa de él que más buen mozo no podría ser, la sonrisa de ella de dientes perfectos, el beso húmedo de la felicidad, el fin del relato del ciego, los primeros acordes del dulce concierto, la llegada en puntas de pie de otros dos invitados, que son el muchacho y la chica, se los ve de espaldas, están elegantes, pero de espaldas no se ve si las caras son lindas o feas, y nadie se da cuenta que son los protagonistas de la historia que acaban de oír, y a mamá le gustó con locura, y a mí también, por suerte no se la conté a este hijo de puta, ni una palabra más le voy a contar de cosas que me gusten, que se ría no más que soy blando, vamos a ver si él nunca afloja, no le voy a contar más ninguna película de las que más me gustan, ésas son para mi solo, en mi recuerdo, que no me las toquen con palabras sucias, este hijo de puta y su puta mierda de revolución.

……………………………………………

—Ya está por llegar la comida, Molina.

—Ah, tenías lengua…

—Sí, tengo lengua.

—Creí que te la habían comido los ratones.

—No, no me la comieron los ratones.

—Entonces agachate y si alcanzás metétela en el culo.

—Perdóname, pero no me gusta la confianza que te estás tomando.

—Perfecto, no hablemos más ni una sola palabra, ¿me entendés?, ni una sola.

—No, gracias.

—Tomá el plato más grande.

—No, tomalo vos.

—Gracias.

—De nada.