III

—Estamos en París, hace ya unos meses que los alemanes la tienen ocupada. Las tropas nazis pasan bien por el medio del Arco del Triunfo. En todas partes, como en las Tullerías y esas cosas, está flameando la bandera con la cruz esvástica. Desfilan los soldados, todos rubios, bien lindos, y las chicas francesas los aplauden al pasar. Hay una tropa de pocos soldados que va por una callecita típica, y entra en una carnicería, el carnicero es un viejo de nariz ganchuda, con la cabeza en punta, y un gorrito ahí en el casco puntiagudo.

—Como un rabino.

—Y cara de maldito. Y le viene un miedo bárbaro cuando ve a los soldados que entran y le empiezan a revisar todo.

—¿Qué le revisan?

—Todo, y le encuentran un sótano secreto lleno de mercaderías acaparadas, que por supuesto vienen del mercado negro. Y se junta la chusma afuera del negocio, sobre todo amas de casa, y franceses con gorra, con pinta de obreros, que comentan el arresto del viejo atorrante, y dicen que en Europa ya no va a haber hambre, porque los alemanes van a terminar con los explotadores del pueblo. Y cuando salen los soldados nazis, al muchacho que los dirige, un teniente jovencito, con cara de muy bueno, una viejita lo abraza, y le dice gracias hijo, o algo así. Pero a todo esto había una camioneta que venía por esa callecita, pero uno que va al lado del que maneja al ver a los soldados o a la gente amontonada le dice al chofer que pare. El chofer tiene una cara de asesino bárbara, medio bizco, cara entre de retardado y de criminal. Y el otro, que se ve que es el que manda, mira para atrás y acomoda una loneta que tapa lo que llevan de carga, que es comida acaparada. Y dan marcha atrás y se escapan de ahí, hasta que el que manda se baja de la camioneta y entra en un bar típico de París. Es un rengo, tiene uno de los zapatos con una plataforma altísima, con un remache muy raro, de plata. Habla por teléfono para avisar del agiotista que cayó preso, y cuando va a colgar como saludo dice viva el maquis, porque son todos del maquis.

—¿Y vos dónde la viste?

—Acá en Buenos Aires, en un cine del barrio de Belgrano.

—¿Y daban películas nazis antes?

—Sí, yo era chico pero durante la guerra venían las películas de propaganda. Pero yo las vi después, porque a esas películas las seguían dando.

—¿En qué cine?

—En uno chiquito que había en la parte más alemana del barrio de Belgrano, la parte que era toda de casas grandes con jardín, en la parte de Belgrano no que va para el río, la que va para el otro lado, para Villa Urquiza, ¿viste? Hace pocos años lo tiraron abajo. Mi casa está cerca, pero del lado más chusma.

—Seguí con la película.

—Bueno, de golpe se ve un teatro bárbaro de París, de lujo, todo tapizado de terciopelo oscuro, con barrotes cromados en los palcos y escaleras y barandas también siempre cromadas. Es de music-hall, y hay un número musical con coristas nada más, de un cuerpo divino todas, y nunca me voy a olvidar porque de un lado están embetunadas de negro y cuando bailan tomándose de la cintura y las enfoca la cámara parecen negras, con una pollerita hecha toda de bananas, nada más, y cuando los platillos dan un golpe muestran el otro lado, y son todas rubias, y en vez de las bananas tienen unas tiritas de strass, y nada más, como un arabesco de strass.

—¿Qué es el strass?

—No te creo que no sepas.

—No sé que es.

—Ahora está otra vez de moda, es como los brillantes, nada más que sin valor, pedacitos de vidrio que brillan, y con eso se hacen tiras, y cualquier tipo de joya falsa.

—No pierdas tiempo, contame la película.

—Y cuando termina ese número queda el escenario todo a oscuras hasta que por allá arriba una luz se empieza a levantar como niebla y se dibuja una silueta de mujer divina, alta, perfecta, pero muy esfumada, que cada vez se va perfilando mejor, porque al acercarse va atravesando colgajos de tul, y claro, cada vez se la va pudiendo distinguir mejor, envuelta en un traje de lamé plateado que le ajusta la figura como una vaina. La mujer más más divina que te podés imaginar. Y canta una canción primero en francés y después en alemán. Y ella está en lo alto del escenario y de repente a los pies de ella como un rayo se enciende una línea recta de luz, y va dando pasos para abajo y a cada paso, ¡paf!, una línea más de luz, y al final queda el escenario todo atravesado de estas líneas, que en realidad cada línea era el borde de un escalón, y se formó sin darte cuenta una escalera toda de luces. Y en un palco hay un oficial alemán joven, no tan joven como el teniente del principio, pero muy buen mozo también.

—Rubio.

—Sí, y ella es morocha, blanquísima pero de pelo renegrido.

—¿Cómo es de cuerpo?, ¿flaca o bien formada?

—No, es alta pero bien formada, aunque pechugona no, porque en esa época se usaba la silueta llovida. Y al saludar se cruzan las miradas con el oficial alemán. Y cuando va al camarín encuentra un ramo hermoso de flores, sin tarjeta. Y en eso le golpea la puerta una de las coristas rubias, bien francesa. Bueno, lo que no te dije es que lo que cantó fue algo muy raro, a mí me da miedo cada vez que me acuerdo de esa pieza que canta, porque cuando la canta está como mirando fijo en el vacío, y no con mirada de felicidad, no te vayas a creer, no, está asustada, pero al mismo tiempo no hace nada por defenderse, está como entregada a lo que le va a pasar.

—¿Y qué es lo que canta?

—No tengo idea, una canción de amor, seguro. Pero a mí me impresionó. Bueno, y en el camarín una de las coristas rubias viene toda ilusionada y le cuenta lo que le pasa, porque quiere que sea ella, la artista que más admira, la primera que sepa lo que le está pasando. Es que va a tener un hijo. Y claro, la cancionista, que se llama Leni, nunca me voy a olvidar, se alarma porque sabe que la chica es soltera. Pero la otra le dice que no se preocupe, que el padre del bebé es un oficial alemán, un muchacho joven que la quiere mucho y van a arreglar todo para casarse. En eso el semblante se le nubla un poco a la corista, y le dice a Leni que tiene miedo de otra cosa. La Leni le pregunta si cree que el muchacho la va a dejar. La chica le dice que no, que tiene miedo de otra cosa. Leni le pregunta de qué, pero la chica le dice que de nada, de tonterías, y se va. Entonces Leni se queda sola y piensa si ella podría querer a un invasor de su patria, y se queda pensando… y por ahí ve las flores que le han mandado, y pregunta a su mucama personal qué son esas flores, y resulta que son de los Alpes alemanes traídas especialmente a París, carísimas. A todo esto la corista rubia va por las calles de París, unas calles oscuras de noche por tiempos de guerra, pero mira para arriba y ve que en el último piso de un edificio antiguo de departamentos hay luz, y se le ilumina la cara con una sonrisa. Tiene un relojito antiguo, ella, como prendedor sobre el pecho, y lo mira y ve que es justo la medianoche. Entonces se abre una ventana ahí donde hay luz y se asoma el mismo muchacho del principio, el tenientito alemán, y le sonríe con una cara de enamorado perdido, y le tira la llave, que cae en el medio de la calle. Y ella va a levantarla. Pero desde el principio que se vio esa calle había pasado como una sombra. No, había un auto estacionado cerca, y en la oscuridad apenas se entrevé que hay alguien en ese auto. ¡No, ahora me acuerdo!, cuando la chica va caminando por ese barrio le parece que alguien la sigue, y es un paso raro lo que se oye, primero una pisada y después algo que se arrastra.

—El rengo.

—Y después ya se aparece el rengo que ve llegar una cupé, y el que maneja es el bizco cara de asesino. El rengo se sube al auto y le hace la seña al asesino. El auto arranca a todo lo que da. Y cuando la chica está en el medio de la callecita y se agacha para levantar la llave, los del auto pasan a todo lo que da y la atropellan. Y después siguen la marcha y se pierden en las calles oscuras y sin tráfico. El muchacho que ha visto todo baja desesperado. La chica está agonizando, él la toma en los brazos, ella quiere decirle algo, apenas si se le entiende, le dice a él que no tenga miedo, que el hijo va a nacer sano, y va a ser un orgullo para su padre. Y queda con los ojos abiertos, perdidos, ya muerta. ¿Te gusta la película?

—No sé todavía. Pero seguí, por favor.

—Bueno. Entonces sale que a la mañana siguiente la llaman a la Leni, a que declare todo lo que sepa a la policía alemana, porque ellos saben que era confidente de la chica muerta. Pero Leni no sabe nada, que la chica estaba enamorada de un teniente alemán, y nada más. Pero no le creen, y la detienen unas horas, pero como ella es una cantante conocida una voz por teléfono ordena que la dejen en libertad bajo custodia, para que esa noche pueda actuar como todas las noches. Leni está asustada, pero canta esa noche y al volver al camarín se encuentra de nuevo las flores de los Alpes y está buscando la tarjeta cuando una voz de hombre le dice que no la busque, que ahora él las ha traído personalmente. Ella se da vuelta sobresaltada. Es un oficial de alto rango, pero bastante joven, el hombre más buen mozo que se pueda pedir. Ella le pregunta quien es él, pero claro, ya se ha dado cuenta que es el mismo que la había aplaudido tanto la noche anterior, el del palco. Él le dice que está a cargo de los servicios alemanes de contraespionaje en París, y que viene personalmente a disculparse por las molestias de esa mañana. Ella le pregunta si esas flores son de su país, y él le dice que son del Alto Palatinado, donde él nació, junto a un lago maravilloso entre montañas de picos nevados. Pero me olvidé de decirte una cosa, él no está de uniforme, sino de smoking, y la invita a cenar después de la función, al cabaret más fabuloso y chiquito de París. Hay una orquesta de músicos negros, y no se ve casi la gente por la oscuridad, un reflector flojito cae sobre la orquesta y muestra el aire cargado de humo. Tocan un jazz de antes, bien de negros, él pregunta por qué ella tiene nombre alemán, Leni, y apellido francés, que no me acuerdo como era. Y ella le dice que viene de Alsacia, en la frontera, donde a veces ha flameado la bandera alemana. Pero le dice también que fue educada para querer a Francia, y que ella quiere el bien de su país, y que no sabe si los ocupantes extranjeros lo van a ayudar. Él le dice que no tenga la menor duda, que el deber de Alemania es el de liberar a Europa de los verdaderos enemigos del pueblo, que a veces se ocultan bajo la máscara de patriotas. Él pide una especie de aguardiente alemán, y en ese momento parece que ella lo quiere molestar, porque pide whisky escocés. Es que ella no consigue aceptarlo, se moja apenas los labios con el whisky, dice que está cansada, y él la lleva a la casa, en una limusín bárbara, manejada por chofer. Para frente a la casa de ella, un petit hotel precioso, y ella con ironía le pregunta si va a continuar el interrogatorio personal otro día. Él le dice que no hubo tal cosa, ni la habrá. Ella baja del auto, él le besa la mano enguantada. Ella hierática, fría como un témpano. Él le pregunta si vive sola, si no tiene miedo. Ella contesta que en el fondo del jardín hay una pareja de ancianos cuidadores. Pero al darse vuelta para entrar a la casa ve una sombra en la ventana del piso alto, que desaparece inmediatamente. Ella se estremece, no atina a nada más que a decirle a él, que no ha visto nada, encandilado como está por la belleza de ella, que esa noche sí tiene miedo de estar sola, que la saque de ahí. Y van al departamento de él, lujosísimo, pero muy raro, de paredes blanquísimas sin cuadros y techos muy altos, y pocos muebles, oscuros, casi como cajones así de embalaje, pero que se ve que son finísimos, y casi nada de adornos, cortinados blancos de gasa, y unas estatuas de mármol blanco, muy modernas, no estatuas griegas, con figuras de hombres como de un sueño. Él le hace preparar la habitación de huéspedes por un mayordomo que la mira raro. Pero antes le pregunta si no quiere una copa de champagne, del mejor champagne de su Francia, que es como la sangre nacional que brota de la tierra. Y suena una música maravillosa, y ella le dice que lo único que ama de la patria de él es esa música. Y entra una brisa por la ventana, un ventanal muy alto, con un cortinado de gasa blanca que flota con el viento como un fantasma, y se apagan las velas, que eran toda la iluminación. Y entra nada más que la luz de la luna, y la ilumina a ella, que parece una estatua también, alta como es con un traje blanco que la ciñe bien, parece un ánfora griega, claro que con las caderas no demasiado anchas, y un pañuelo blanco casi hasta los pies que le envuelve la cabeza, pero sin aplastarle el pelo, apenas enmarcándoselo. Y él se lo dice, que ella es un ser maravilloso, de belleza ultraterrena, y seguramente con un destino muy noble. Las palabras de él la hacen medio estremecerse, todo un presagio la envuelve, y tiene como la certeza de que en su vida sucederán cosas muy importantes, y casi seguramente con un fin trágico. Le tiembla la mano, y cae al suelo la copa, el bacará se hace mil pedazos. Es como una diosa, y al mismo tiempo una mujer fragilísima, que tiembla de miedo. Él le toma la mano, le pregunta si siente frío. Ella contesta que no. En eso la música toma más fuerza, los violines suenan sublimes, y ella le pregunta qué significa esa melodía. Él dice que es su favorita, esas especies de oleadas de violines son las aguas de un río alemán por donde navega un hombre-dios, que no es más que un hombre pero que su amor a la patria le quita todo miedo, ése es su secreto, el afán de luchar por su patria lo vuelve invencible, como un dios, porque desconoce el miedo. La música se vuelve tan emocionante que a él se le llenan los ojos de lágrimas. Y eso es lo más lindo de la escena, porque ella al verlo conmovido, se da cuenta que él tiene los sentimientos de un hombre, aunque parezca invencible como un dios. Él trata de esconder su emoción y va hacia el ventanal. Hay una luna llena sobre la ciudad de París, el jardín de la casa parece plateado, los árboles negros se recortan contra el cielo grisáceo, no azul, porque la película es en blanco y negro. La fuente blanca está bordeada de plantas de jazmín, con flores también blancas plateadas, y la cámara entonces muestra la cara de ella en primer plano, en unos grises divinos, de un sombreado perfecto, con una lágrima que le va cayendo. Al escapar la lágrima del ojo no le brilla mucho, pero al ir resbalándole por el pómulo altísimo le va brillando tanto como los diamantes del collar. Y la cámara vuelve a enfocar el jardín de plata, y vos estás ahí en el cine y hacete de cuenta que sos un pájaro que levanta el vuelo porque se va viendo desde arriba cada vez más chiquito el jardín, y la fuente blanca parece… como de merengue, y los ventanales también, un palacio blanco todo de merengue, como en algunos cuentos de hadas, que las casas se comen y lástima que no se ve a ellos dos, porque parecerían como dos miniaturas. ¿Te gusta la película?

—No sé todavía. ¿A vos por qué te gusta tanto? Estás transportado.

—Si me dieran a elegir una película que pudiera ver de nuevo, elegiría ésta.

—¿Y por qué? Es una inmundicia nazi, ¿o no te das cuenta?

—Mirá… mejor me callo.

—No te calles. Decí lo que ibas a decir, Molina.

—Basta, me voy a dormir.

—¿Qué te pasa?

—Por suerte no hay luz y no te tengo que ver la cara.

—¿Eso era lo que me tenías que decir?

—No, que la inmundicia serás vos y no la película. Y no me hables más.

—Disculpame.

—…

—De veras, disculpame. No creí que te iba a ofender tanto.

—Me ofendés porque te… te creés que no… no me doy cuenta que es de propaganda na… nazi, pero si a mí me gusta es porque está bien hecha, aparte de eso es una obra de arte, vos no sabés po… porque no la viste.

—Pero ¿estás loco, llorar por eso?

—Voy… voy a… llorar… todo lo que se me dé la gana.

—Como quieras. Lo siento mucho.

—Y no creas que sos vos el que me hace llorar. Es que me acordé de… de él, de lo que sería estar con él, y hablarle a él de todas estas co… cosas que a mí me gustan tanto, en vez de a vos. Hoy estuve todo el día pensando en él. Hoy hace tres años que lo conocí. Por… por eso lloro…

—Te lo vuelvo a decir, no fue mi intención molestarte. ¿Por qué no me contás un poco de tu amigo?, te va a hacer bien desahogarte un poco.

—¿Para qué?, ¿para que me digas que es una inmundicia también él?

—Vamos, contame, ¿en qué trabaja?

—Es mozo, de un restaurant…

—¿Es buena persona?

—Sí, pero tiene su carácter, no te vayas a creer.

—¿Por qué lo querés tanto?

—Por muchas cosas.

—Por ejemplo…

—Te voy a ser sincero. Ante todo porque es lindo. Y después porque me parece que es muy inteligente, pero en la vida no tuvo oportunidades para nada, y está ahí haciendo un trabajo de mierda, cuando se merece mucho más. Y me dan ganas de ayudarlo.

—¿Y él quiere que lo ayudes?

—¿Qué querés decir?

—Si él se deja ayudar o no.

—Vos sos brujo, ¿por qué hacés esa pregunta?

—No sé.

—Pusiste el dedo en la llaga.

—Él no quiere que lo ayudes.

—Él no quería, antes. Ahora no sé, vaya a saber en qué anda…

—¿No es él el amigo que te vino a visitar, que me contaste?

—No, el que vino es una amiga, es tan hombre como yo. Porque el otro, el mozo, tiene que trabajar a la hora en que acá entran visitas.

—¿Nunca te vino a ver?

—No.

—El pobre tiene que trabajar.

—Escuchame, Valentín, ¿vos te creés que no podría cambiar turno con algún compañero?

—No se lo permitirán.

—Son buenos ustedes para defenderse, entre ustedes.

—¿Quiénes son ustedes?

—Los hombres, buena raza de…

—¿De qué?

—De hijos de puta, con el perdón de tu mamá, que no tiene la culpa.

—Mirá, vos sos hombre como yo, no embromes… No establezcas distancias.

—¿Querés que te me acerque?

—Ni que te distancies ni que te acerques.

—Escuchame, Valentín, yo me acuerdo muy bien que una vez él cambió turno con un compañero para llevarla a la mujer al teatro.

—¿Es casado?

—Sí, él es un hombre normal. Fui yo quien empezó todo, él no tuvo la culpa de nada. Yo me le metí en la vida, pero lo que quería era ayudarlo.

—¿Cómo fue que empezó?

—Yo un día fui al restaurant, y lo vi. Y me quedé loco. Pero es muy largo, otra vez te lo cuento, o mejor no, no te cuento nada, quien sabe con qué me vas a salir.

—Un momento, Molina, estás muy equivocado, si yo te pregunto es porque tengo un… ¿cómo te puedo explicar?

—Una curiosidad, eso es lo que tendrás.

—No es verdad. Creo que para comprenderte necesito saber qué es lo que te pasa. Si estamos en esta celda juntos mejor es que nos comprendamos, y yo de gente de tus inclinaciones sé muy poco[2].

—Te cuento entonces cómo fue, pero rápido, para no aburrirte.

—¿Cómo se llama?

—No, el nombre no, eso es para mí no más.

—Como quieras.

—Es lo único de él que me puedo guardar, adentro mío, en la garganta lo tengo, y me lo guardo para mí. No lo suelto…

—¿Hace mucho que lo conociste?

—Hace tres años, hoy, doce de septiembre. Yo fui ese día al restaurant. Pero me da no sé qué contarte.

—No importa. Si alguna vez querés hablarme de eso, me lo contás. Y si no, no.

—Tengo como pudor.

—Bueno… con los sentimientos muy profundos, creo que pasa siempre así.

—Yo estaba con otros amigos, dos loquitas jóvenes insoportables. Pero preciosas, y muy vivas.

—¿Dos chicas?

—No, cuando yo digo loca es que quiero decir puto. Y una de estas dos estaba de lo más pesada con el mozo, que era él. Yo al principio vi que era un muchacho de muy buena presencia, pero nada más. Pero cuando la loquita se le insolentó, este hombre sin perder la calma le contestó lo que debía. Yo me quedé admirado. Porque los mozos, pobres, siempre tienen ese complejo de que son sirvientes, y les resulta difícil contestar a una grosería, sin que parezca un sirviente ofendido, ¿me entendés? Bueno, este tipo nada, le dio la explicación de por qué la comida no estaba cómo se debía, pero con una altura que la otra quedó como una tarada. Pero no te creas que estuvo sobrador tampoco, nada, distante, perfectamente dueño de la situación. Y yo enseguida me olí que ahí había algo, un hombre de veras. Y a la semana siguiente fui sola al restaurant.

—¿Sola?

—Sí, perdóname, pero cuando hablo de él yo no puedo hablar como hombre, porque no me siento hombre.

—Seguí.

—Al verlo por segunda vez me pareció más lindo todavía, con una casaca blanca de cuello Mao que le quedaba divina. Era un galán de película. Todo en él era perfecto, el modo de caminar, la voz ronquita pero por ahí con una tonadita tierna, no sé cómo decirte, ¡y el modo de servir! Mirá, eso era un poema, una vez le vi servir una ensalada, que me quedé pasmada. Primero le acomodó a la clienta, porque era para una mujer, ¡la muy sarnosa!, y él primero le acomodó al lado de la mesa una mesita, ahí puso la fuente de ensalada, le preguntó si aceite, si vinagre, si esto, si lo otro, y después agarró los cubiertos de mezclar la ensalada, y no sé como explicarte, era como caricias que le hacía a las hojas de lechuga, y a los tomates, pero no caricias suaves, eran… ¿cómo te ló puedo decir?, eran movimientos tan seguros, y tan elegantes, y tan suaves, y tan de hombre al mismo tiempo.

—¿Qué es ser hombre, para vos?

—Es muchas cosas, pero para mí… bueno, lo más lindo del hombre es eso, ser lindo, fuerte, pero sin hacer alharaca de fuerza, y que va avanzando seguro. Que camine seguro, como mi mozo, que hable sin miedo, que sepa lo que quiere, adónde va, sin miedo de nada.

—Es una idealización, un tipo así no existe.

—Sí existe, él es así.

—Bueno, dará esa impresión, pero por dentro, en esta sociedad, sin el poder nadie puede ir avanzando seguro, como vos decís.

—No seas celoso, no se le puede hablar a un hombre de otro hombre que ya se pone imposible, en eso ustedes son igual que las mujeres.

—No seas pavo.

—Ves como te cae mal, hasta me insultás. Ustedes son tan competitivos como las mujeres.

—Por favor, hablemos a cierto nivel, o no hablemos nada.

—Qué nivel ni qué nivel.

—Con vos no se puede hablar, si no es dejarte que cuentes una película.

—¿Por qué no se puede hablar conmigo, a ver?

—Porque no tenés ningún rigor para discutir, no seguís una línea, salís con cualquier macana.

—No es cierto, Valentín.

—Como quieras.

—Sos un pedante.

—Como te parezca.

—Demostrame, a ver, que no tengo nivel para hablar con vos.

—No dije para hablar conmigo, dije que no mantenés una línea para llevar una discusión.

—Vas a ver que sí.

—Para qué seguir hablando, Molina.

—Sigamos hablando y vas a ver que te demuestro lo contrario.

—¿De qué vamos a hablar?

—A ver… Decime vos, qué es ser hombre, para vos.

—Me embromaste.

—A ver… contestame, ¿qué es la hombría para vos?

—Uhm… no dejarme basurear… por nadie, ni por el poder… Y no, es más todavía. Eso de no dejarme basurear es otra cosa, no es eso lo más importante. Ser hombre es mucho más todavía, es no rebajar a nadie, con una orden, con una propina. Es más, es… no permitir que nadie al lado tuyo se sienta menos, que nadie al lado tuyo se sienta mal.

—Eso es ser santo.

—No, no es tan imposible como te pensás.

—No te entiendo bien… explicame más.

—No sé, no lo tengo muy claro, en este momento. Me agarraste desprevenido. No encuentro las palabras adecuadas. Otro día, que tenga las ideas más claras podemos volver al tema. Contame más del mozo de restaurant.

—¿En qué estábamos?

—En la cuestión de la ensalada.

—Quién sabe qué estará haciendo. Me da una pena… pobrecito, ahí en ese lugar…

—Mucho peor es este lugar, Molina.

—Pero nosotros no vamos a estar para siempre acá, ¿no?, y él sí que no tiene otro porvenir en la vida. Está condenado. Y yo te dije que él es muy fuerte como carácter, y que no le tiene miedo a nada, pero no te imaginás, a veces, la tristeza que se le nota.

—¿En qué te das cuenta?

—En los ojos. Porque tiene unos ojos claros, verdosos, entre pardos y verdes, grandísimos, que le comen la cara parece, y la mirada es lo que lo traiciona. En la mirada se le nota a veces, que se siente mal, triste. Y eso fue también lo que me atrajo, y me dio más y más ganas de hablarle. Sobre todo en las horas de poco trabajo yo le notaba esa melancolía, él se iba al fondo del salón, donde había una mesa en que se sentaban los mozos, y ahí se quedaba callado, encendía un cigarrillo, y se le iban poniendo más raros los ojos, más empañados. Yo empecé a ir cada vez más seguido, y él al principio apenas si me hablaba lo indispensable. Yo pedía siempre fiambre, sopa, un plato de fondo, postre y café, para que tuviera que venir a la mesa un montón de veces, y poco a poco empezamos a conversar más. Claro, él se dio cuenta enseguida de mí, porque a mí se me nota.

—¿Se te nota qué?

—Que mi verdadero nombre es Carmen, la de Bizet.

—Y por eso te empezó a hablar más.

—¡Ay!, vos sí que no entendés nada. Porque se daba cuenta que yo era loca es que no me quería dar calce. Porque él es un hombre normalísimo. Pero poco a poco, hablando unas palabras acá, otras allá, vio que yo le tenía mucho respeto, y me empezó a contar cosas de su vida.

—¿Todo mientras te servía?

—Unas cuantas semanas sí, hasta que un día conseguí que tomásemos un café juntos, una vez que él estaba en el turno de día, que era el que él más odiaba.

—¿Qué horarios tenía?

—Mira, o entraba a las siete de la mañana y salía a eso de las cuatro de la tarde, o entraba a eso de las seis de la tarde, hasta las tres de la madrugada, más o menos. Y el día que me dijo que le gustaba el turno de noche, ahí me picó más la curiosidad, porque ya me había dicho que era casado, aunque no usaba anillo, otro detalle, y que la mujer trabajaba en horario normal de oficina, ¿entonces qué pasaba con la mujer?, ¿no la quería ver que prefería trabajar de noche? Me costó no te imaginás cuánto convencerlo que viniera a tomar un café, siempre tenía excusas de que tenía que hacer, que el cuñado, que el auto, hasta que al fin aflojó. Y vino.

—Y pasó lo que tenía que pasar.

—Estás loco. Vos no sabés nada de estas cosas. Empezó porque ya te dije que él es un tipo normal. ¡Nunca pasó nada!

—¿De qué hablaron en el bar?

—Bueno, yo ahora no me acuerdo, porque después nos encontramos montones de veces. Pero lo primero que yo quería preguntarle era por qué un muchacho tan inteligente como él estaba haciendo ese trabajo. Y vieras qué historia más terrible, bueno, la historia de tantos muchachos de familia pobre que no tienen medios para estudiar, o que no tienen estímulo.

—El que quiere estudiar, de algún modo se las arregla. Mirá… en la Argentina estudiar no es el problema mayor, la universidad es gratis.

—Sí, pero…

—La falta de estímulo es otra cosa, ahí sí estoy de acuerdo, el complejo de clase inferior, el lavaje de cerebro que te hace la sociedad.

—Vos esperá, que yo te cuente más, y vas a ver qué clase de persona es, ¡de primera! Él mismo está de acuerdo en que hubo un momento de su vida en que aflojó, pero así la está pagando también. Él dice que a eso de los diecisiete, bueno, pero me olvidé de contarte que desde chico trabajó, desde la escuela primaria, de esas familias pobres, en un barrio de Buenos Aires, y después de la primaria entró en un taller de mecánico, y ahí aprendió el oficio, y como te decía, a los diecisiete, por ahí, ya era un flor de muchacho, y empezó con las minas, un éxito de locura, y ahora sí, lo peor: el fútbol. Desde chico jugaba muy bien, y a los dieciocho más menos, entró como profesional. Y acá viene la clave de todo, ¿por qué no hizo carrera en el fútbol profesional? Según él cuando estuvo adentro recién se dio cuenta de la basura que era, un ambiente lleno de favoritismos, de injusticias, y aquí está la clave, la clave clave, de lo que le pasa a él: no puede callarse, cuando ve algo mal hecho el tipo chilla. No es zorro, no se sabe callar. Porque es un tipo derecho. Y eso fue lo que yo le olí desde el principio, ¿te das cuenta?

—¿En política nunca estuvo?

—No, en eso tiene las ideas muy raras, muy despelotadas, que ni le hablen del sindicato.

—Seguí.

—Y después de unos años, dos o tres, se fue del fútbol.

—¿Y las minas?

—Vos sos brujo a veces.

—¿Por qué?

—Porque él se fue del fútbol también por las minas. Muchas minas, y tenía entrenamiento, y le tiraban más las minas que el entrenamiento.

—Tampoco él era muy disciplinado, algo de eso hay.

—Bueno, pero también una cosa que no te dije todavía: la novia en serio, que es la chica con que después se casó, no quería que siguiera en el fútbol. Y él entró en una fábrica, como mecánico, pero bastante acomodado de puesto, porque se lo consiguió la novia. Y se casó, y en la fábrica estuvo varios años, enseguida casi entró como capataz, o jefe de una sección. Y tuvo dos hijos. Y la locura de él era la nena, la más grande, y a los seis años se le murió. Y él siempre había tenido lío en la fábrica, porque empezaron a echar a gente, o a favorecer a recomendados.

—Como él.

—Sí, ya empezó mal por ahí, te lo admito. Pero acá viene lo que a mí me lo agranda, y yo le perdono cualquier cosa, mirá. Y es que se puso de parte de unos obreros viejos, que hacían trabajo a destajo, fuera de sindicato, y el patrón le dio a elegir entre irse a la calle o cumplir las órdenes, y él renunció. Y vos sabés que cuando te vas por voluntad propia no cobrás un centavo de indemnización ni de un carajo, y se quedó en la calle, más de diez años había trabajado en esa fábrica.

—Y para entonces ya tendría más de treinta años.

—Claro, treinta y pico. Empezó, imaginate a esa edad, a buscar trabajo. Y al principio aguantó sin agarrar cualquier cosa, pero al final se le presentó ese trabajo de mozo y tuvo que agarrar no más.

—Todo eso te lo fue contando él.

—Sí, bastante poco a poco. Yo creo que para él fue un gran alivio, tener alguien a quien contarle todo, y poder desahogarse. Por eso él se fue encariñando conmigo.

—¿Y vos?

—Yo lo adoré cada vez más, pero él no dejó que yo hiciera nada por él.

—¿Qué ibas a hacer por él?

—Yo quería convencerlo de que todavía estaba a tiempo de ponerse a estudiar, y recibirse de algo. Porque hay otra cosa que me olvidé decirte: la mujer ganaba más que él. Ella se había hecho de secretaria de una empresa a casi medio ejecutiva, y eso a él lo tenía mal.

—¿Vos llegaste a conocer a la mujer?

—No, él me la quería presentar, pero yo en el fondo la odiaba con toda el alma. De pensar no más que dormía toda la noche al lado de ella me moría de celos.

—¿Ahora ya no?

—Es raro, pero no…

—¿De veras?

—Sí, mirá, no sé… estoy contento de que ella esté con él, así él no está solo, ahora que yo no le puedo ir a conversar un poco, en esas horas del restaurant que no hay nada que hacer y él se aburre tanto, y no hace más que fumar.

—¿Y él sabe lo que vos sentís por él?

—Claro que sí, yo se lo dije todo, cuando tenía la esperanza de convencerlo de que entre nosotros dos… pasara algo… Pero nunca, nunca pasó nada, no hubo modo de convencerlo. Yo se lo rogué, que aunque fuera una sola vez en la vida…, pero nunca quiso. Y ya después me daba vergüenza insistirle, y con la amistad de él me conformé.

—Pero según me dijiste con la mujer no andaba muy bien.

—Tuvieron una temporada medio peleados, pero él en el fondo la quiere, y lo que es peor todavía, le tiene admiración porque gana más que él. Y un día me dijo una cosa que casi lo mato, era el día del padre, y yo le quería regalar algo, porque él es muy padre de su hijo, y me pareció lindo aprovechar la excusa de ese día para regalarle algo, y le pregunté si quería un piyama, y ahí fue el desastre…

—No te calles, no me dejes en suspenso.

—Me dijo que no usaba piyama, que siempre dormía desnudo. Y con la mujer tienen cama grande. Eso me mató. Pero hubo un momento en que parecía que se iban a separar, y ahí me ilusioné, ¡las ilusiones que me hice!, ni te imaginás…

—¿Qué tipo de ilusiones?

—De que viniera a vivir conmigo, con mi mamá y yo. Y ayudarlo, y hacerlo estudiar. Y no ocuparme más que de él, todo el santo día nada más que pendiente de que tenga todo listo, su ropa, comprarle los libros, inscribirlo en los cursos, y poco a poco convencerlo de que lo que tiene que hacer es una cosa: no trabajar más. Y que yo le paso la plata mínima que le tiene que dar a la mujer para el mantenimiento del hijo, y que no piense más que en una cosa: en él mismo. Hasta que se reciba de lo que quiere y la termine con su tristeza, ¿no te parecía lindo?

—Sí, pero irreal. Mirá, hay una cosa: él podría seguir siendo mozo y no sentirse disminuido, ni nada por el estilo. Porque por más humilde que sea tu trabajo siempre existe una salida, la lucha sindical.

—¿Te parece?

—Claro, hombre. Qué duda te queda…

—Pero él por ese lado no entiende nada.

—¿Tiene alguna idea política?

—No, es muy ignorante. Pero me contaba pestes del sindicato, y a lo mejor tenía razón.

—¡Qué razón! El sindicato si no está bien hay que luchar para cambiarlo, para que esté bien.

—Yo ya tengo un poco de sueño, ¿y vos?

—No, yo nada. ¿No me contarías un poco más de película?

—No sé… Pero vos no sabés qué lindo para mí era pensar que podía hacer algo por él. Vos sabés todo el día de vidrierista, por divertido que sea, cuando se terminaba el día a veces te viene una sensación de que todo para qué, y que tenés un vacío adentro. Mientras que si podía hacer algo por él era tan lindo… Darle un poco de alegría, ¿no? ¿Vos qué pensás de todo esto?

—No sé, tendría que analizarlo un poco, ahora no podría decirte nada, ¿no me contarías un poco más de la película y mañana yo te digo del mozo?

—Bueno…

—Nos apagan la luz tan temprano, y esas velas echan tan feo olor, y te arruinan la vista.

—Y quitan el oxígeno, Valentín.

—No puedo dormirme sin leer.

—Si querés te cuento un poco más. Pero la macana es que me voy a desvelar yo después.

—Un rato no más, Molina.

—Bueno. ¿En qué está… bamos?

—No bosteces así, qué dormilón.

—Qué le voy a hacer, si tengo sueño.

—A… ahora me ha… acés bostezar a mí también.

—Si vos también tenés sueño.

—¿Vos creés que po… odré dormirme?

—Sí, y si te desvelás pensá en el asunto de Gabriel.

—¿Quién es Gabriel?

—El mozo, se me escapó.

—Bueno, hasta mañana entonces.

—Hasta mañana.

—Mirá lo que es la vida, voy a estar desvelado y pensando en tu novio.

—Mañana me decís qué te parece.

—Hasta mañana.

—Hasta mañana.