—Cocinás bien.
—Gracias, Valentín.
—Pero me vas a acostumbrar mal. Eso me puede perjudicar.
—Vos sos loco, ¡viví el momento!, ¡aprovecha!, ¿te vas a amargar la comida pensando en lo que va a pasar mañana?
—No creo en eso de vivir el momento, Molina, nadie vive el momento. Eso queda para el paraíso terrenal.
—¿Vos creés en el cielo y el infierno?
—Esperate Molina, si vamos a discutir que sea con cierto rigor; si nos vamos por las ramas es cosa de pibes, de discusión de bachillerato.
—Yo no me voy por las ramas.
—Perfecto, entonces primero dejame establecer mi idea, que te haga un planteo.
—Escucho.
—Yo no puedo vivir el momento, porque vivo en función de una lucha política, o bueno, actividad política digamos, ¿entendés? Todo lo que yo puedo aguantar acá, que es bastante, … pero que es nada si pensás en la tortura, … que vos no sabes lo que es.
—Pero me puedo imaginar.
—No, no te lo podés imaginar… Bueno, todo me lo aguanto… porque hay una planificación. Está lo importante, que es la revolución social, y lo secundario, que son los placeres de los sentidos. Mientras dure la lucha, que durará tal vez toda mi vida, no me conviene cultivar los placeres de los sentidos, ¿te das cuenta?, porque son, de verdad, secundarios para mí. El gran placer es otro, el de saber que estoy al servicio de lo más noble, que es… bueno… todas mis ideas…
—¿Cómo tus ideas?
—Mis ideales, … el marxismo, si querés que te defina todo con una palabra. Y ese placer lo puedo sentir en cualquier parte, acá mismo en esta celda, y hasta en la tortura. Y ésa es mi fuerza.
—¿Y tu mina?
—Eso también tiene que ser secundario. Para ella también soy yo secundario. Porque también ella sabe qué es lo más importante.
—¿Se lo inculcaste vos?
—No, creo que los dos lo fuimos descubriendo juntos. ¿Me entendiste lo que quise decir?
—Sí…
—No parecés muy convencido, Molina.
—No, no me hagás caso. Y me voy a dormir ya.
—¡Estás loco!, ¿y la pantera? Me dejaste en suspenso desde anoche.
—Mañana.
—Pero ¿qué te pasa?
—Nada…
—Hablá…
—No, soy sonso, nada más.
—Aclarame, por favor.
—Mira, yo soy así, me hieren las cosas. Y te hice esa comida, con mis provisiones, y lo peor de todo: con lo que me gusta la palta te di la mitad, que podría haberme quedado la mitad para mañana. Y para qué… para que me eches en cara que te acostumbro mal.
—Pero no seas así, sos demasiado sensible…
—Qué le vas a hacer, soy así, muy sentimental.
—Demasiado. Eso es cosa…
—¿Por qué te callás?
—Nada.
—Decílo, yo sé lo que ibas a decir, Valentín.
—No seas sonso.
—Decílo, que soy como una mujer ibas a decir.
—Sí.
—¿Y qué tiene de malo ser blando como una mujer?, ¿por qué un hombre o lo que sea, un perro, o un puto, no puede ser sensible si se le antoja?
—No sé, pero al hombre ese exceso le puede estorbar.
—¿Para qué?, ¿para torturar?
—No, para acabar con los torturadores.
—Pero si todos los hombres fueran como mujeres no habría torturadores.
—¿Y vos qué harías sin hombres?
—Tenés razón. Son unos brutos pero me gustan.
—Molina… pero vos decís que si todos fueran como mujeres no habría torturadores. Ahí tenés un planteo siquiera, irreal pero planteo al fin.
—Qué modo de decir las cosas.
—¿Qué modo qué?
—Sos muy despreciativo para hablar: «un planteo siquiera».
—Bueno, perdoname si te molesté.
—No hay nada que perdonar.
—Bueno, entonces ponete más contento y no me castigues.
—¿Castigar qué?, estás loco.
—Hacé como si nada hubiese pasado, entonces.
—¿Querés que te siga la película?
—Pero claro, hombre.
—¿Qué hombre?, ¿dónde está el hombre?, decime dónde que no me lo dejo escapar.
—Bueno, basta de bromas y contá.
—¿Estábamos…?
—En que la arquitecta mi novia no oía más pasos humanos.
—Bueno, ahí empieza a temblar de terror, no atina a nada, no se atreve a darse vuelta por miedo a ver la pantera, se para un momento para ver si vuelve a oír los pasos humanos, pero nada, el silencio es total, apenas un murmullo de matorrales movidos por el viento… o por otra cosa. Entonces lanza un grito de desesperación que es como una mezcla de llanto y queja, cuando el grito queda como tapado por el ruido de la puerta automática del ómnibus, que se acaba de parar junto a ella. Esas puertas hidráulicas que hacen como un ruido de ventosa, y se salva. El chofer la vio ahí parada y le abrió la puerta; le pregunta qué tiene, pero ella dice que nada, que no se siente bien, nada más. Y sube… Bueno, y cuando vuelve Irena a la casa está como desgreñada, los zapatos sucios de barro. Él está totalmente desorientado, no sabe qué decir, qué hacer con este bicho raro con que se ha casado. Ella entra, lo nota raro, va al baño a dejar los zapatos embarrados, y oye que él le dice, animándose a hablar porque ella no lo mira, que fue a buscarla a lo del médico y se enteró de que ella no había ido más. Ella entonces llora y le dice que todo está perdido, que es lo que siempre tuvo miedo de ser, una loca, con alucinaciones, o peor todavía… una mujer pantera. Él entonces se ablanda de nuevo, y la toma en los brazos, y tenías razón vos, que para él es como una nena, porque cuando la ve así tan indefensa, tan perdida, siente de nuevo que la quiere con toda el alma, y le acomoda la cabeza de ella en su hombro, el hombro de él, y le acaricia el pelo y le dice que tenga fe, que todo se va a arreglar.
—Está bien la película.
—Pero sigue, no terminó.
—Ya sé, me imagino que no va a quedar ahí. Pero ¿sabés qué me gusta?, que es como una alegoría, muy clara además, del miedo de la mujer a entregarse al hombre, porque al entregarse al sexo se vuelve un poco animal, ¿te das cuenta?
—A ver…
—Hay ese tipo de mujer, que es muy sensible, demasiado espiritual, y que ha sido criada con la idea de que el sexo es sucio, que es pecado, y ese tipo de mina está jodida, recontrajodida, es lo más probable que resulte frígida cuando se case, porque tiene adentro una barrera, le han hecho levantar como una barrera, o una muralla, y por ahí no pasan ni las balas.
—Y menos que menos otras cosas.
—Ahora que yo hablo en serio sos vos el que embromás, ¿ves cómo sos, vos también?
—Seguí, voz de la sabiduría.
—Eso, no más. Seguí con la pantera.
—Bueno, la cuestión es que él la convence de que vuelva a tener fe y que vaya a ver al médico.
—A mí.
—Sí, pero ella le dice que hay algo en el médico que no le gusta.
—Claro, porque si la cura la va a entregar a la vida matrimonial, al sexo.
—Pero el marido la convence de que vuelva. Y ella va, pero con miedo.
—¿Sabés de qué es el miedo, ante todo?
—¿De qué?
—El médico es un upo sexual, me dijiste.
—Sí.
—Y ahí está el problema, porque él la excita, y por eso ella se resiste a entregarse al tratamiento.
—Bueno, y va al consultorio. Y ella le habla con toda sinceridad, de que su miedo más grande es a que la bese un hombre y se vuelva pantera. Y el médico ahí se equivoca, y le quiere quitar el temor demostrándole que él mismo no le tiene miedo, que está seguro de que es una mujer encantadora, adorable y nada más, es decir que el tipo elige un tratamiento medio feo, porque llevado por las ganas busca el modo de besarse con ella, eso es lo que busca. Pero ella no se entrega, siente por el contrario, que sí, que el médico tiene razón y que ella es normal y se va del consultorio ya mismo y sale contenta, se va derecho al estudio de los arquitectos, como con el propósito, la decisión ya tomada, de esa noche entregarse al marido. Está feliz, y corre, y llega sin respiración casi. Pero en la puerta se queda paralizada. Ya es tarde y se han ido todos, excepto el marido y la colega, y están hablando, con las manos tomadas, que no se sabe si es un gesto de amistad o qué. Él está hablando, con la vista baja, mientras la colega lo escucha comprensiva. No se dan cuenta que ha entrado alguien. Y acá me falla la memoria.
—Esperá un poco, ya te va a volver.
—Me acuerdo que viene una escena de una pileta, y otra ahí en el estudio de los arquitectos, y otra más, la última, con el psicoanalista.
—No me digas que al final la pantera se queda conmigo.
—No. No te apures. Bueno, toda esta parte final si querés te la cuento deshilvanada, no más lo que me acuerdo.
—Bueno.
—Entonces ahí en el estudio están él y la otra hablando, y paran de hablar porque oyen una puerta que hace un chirrido. Miran y no hay nadie, está oscuro el estudio, nada más que la mesa de ellos, con esa luz medio siniestra de abajo para arriba. Y se oyen pisadas de animal, que abollan algún papel al pisarlo y, sí, ahora me acuerdo, hay un tachito para los papeles en un rincón oscuro y el tacho se vuelca y las pisadas hacen crujir los papeles. La otra pega un grito y se refugia detrás de él. Él grita «¿quién está ahí?, ¿quién?», y ahí por primera vez se oye la respiración del animal, como un rugido entre dientes, ¿viste? Él no sabe con qué defenderse y agarra una regla de esas grandes. Y se ve que inconscientemente o como sea él se acuerda de lo que le contó Irena, de que la cruz asusta al diablo y a la mujer pantera, y la luz de la mesa echa unas sombras como de gigante sobre la pared, de él con la colega agarrada a él y a pocos metros la sombra de una fiera de cola larga, y parece como que él tiene una cruz en la mano. Son nada más que las reglas de dibujo que él las pone en cruz, pero ahí se oye un rugido terrible y en la oscuridad los pasos del animal que se escapa despavorido. Bueno, ahora lo que sigue no me acuerdo si es esa misma noche, creo que sí, la otra se vuelve a la casa, que es como un hotel de mujeres muy grande, un club de mujeres, donde viven, con una pileta grande de natación en el subsuelo. La arquitecta está muy nerviosa, por todo lo que pasó, y esa noche al volver a su hotel donde está prohibido que entren hombres piensa que para calmar los nervios que tiene tan alterados lo mejor es bajar a nadar un rato. Ya es tarde de noche y no hay absolutamente nadie en la pileta. Ahí abajo hay vestuarios y tiene un casillero donde cuelga la ropa y se pone la malla y salida de baño. Mientras tanto en el hotel se abre la puerta de calle y aparece Irena. A la mujer de la conserjería le pregunta por la otra, y la conserje le dice, sin sospechar nada, que la otra acaba de bajar a la pileta. Irena, por ser mujer, no tiene ningún inconveniente en entrar, la dejan pasar no más. Abajo la pileta está a oscuras, la otra sale del vestuario y prende las luces, las de la pileta, que están debajo del agua. Se está acomodando el pelo para colocarse la gorra de baño cuando oye pasos. Pregunta, un poquito alarmada, si es la portera. No hay contestación. Entonces se aterroriza, larga la salida de baño y se zambulle. Mira desde el medio del agua a los bordes de la pileta, que están oscuros, y se oyen los rugidos de una fiera negra que pasea enfurecida, no se la ve casi, pero una sombra va como escurriéndose por los bordes. Los rugidos se oyen apenas, son siempre rugidos como entre dientes, y le brillan los ojos verdes mirando a la otra en la pileta que entonces sí se pone a gritar como loca. En eso baja la portera y prende todas las luces, le pregunta qué le pasa. Ahí no hay más nadie, ¿por qué tantos gritos? La otra está como avergonzada, no sabe cómo explicar el miedo que tiene, imagínate cómo le va a decir que ahí se metió una mujer pantera. Y entonces le dice que le pareció que había alguien ahí, un animal escondido. Y la conserje la mira como diciendo esta pelotuda qué habla, si vino una amiga a verla por eso se asusta, de oír unos pasos, y están en eso cuando ven en el suelo la salida de baño hecha jirones y huellas de patas de animal, de haber pisado en lo mojado… ¿Me estás escuchando?
—Sí, pero no sé por qué esta noche no hago más que pensar en otra cosa.
—¿En qué?
—En nada, no me puedo concentrar…
—Pero, vamos, comunicate un poco.
—Pienso en mi compañera.
—¿Cómo se llama?
—No viene al caso. Mirá, yo no te hablo nunca de ella, pero pienso siempre en ella.
—¿Por qué no te escribe?
—¡Qué sabés si no me escribe! Yo te puedo decir que recibo cartas de otro y son de ella. ¿O vos me revisás las cosas a la hora del baño?
—Estás loco. Pero es que nunca me mostraste carta de ella.
—Bueno, es que yo no quiero hablar nunca de eso, pero no sé, ahora tenía ganas de comentarte una cosa… que cuando empezaste a contar que la pantera la sigue a la arquitecta, sentí miedo.
—¿Qué es lo que te asustó?
—No me dio miedo por mí sino por mi compañera.
—Ah…
—Yo estoy loco, sacarte este tema.
—¿Por qué? Hablá si tenés ganas…
—Cuando empezaste a hablar de que a la muchacha la seguía la pantera, me la imaginé a mi compañera que estaba en peligro. Y me siento tan impotente acá, de avisarle que se cuide, que no se arriesgue demasiado.
—Te entiendo.
—Bueno, vos te imaginarás, si ella es mi compañera, es porque está en la lucha también. Aunque no debería decírtelo, Molina.
—No te preocupes.
—Es que no te quiero cargar con informaciones que es mejor que no las tengas. Son una carga, y ya tenés bastante con lo tuyo.
—Yo también, sabés, tengo esa sensación, desde acá, de no poder hacer nada; pero en mi caso no es una mujer, una chica quiero decir, es mi mamá.
—Tu madre no está sola, ¿no?, ¿o sí?
—Bueno, está con una tía mía, hermana de mi papá. Pero es que está enferma. Tiene presión y el corazón le falla un poco.
—Pero con esas cosas pueden durar, tirar años, vos sabés…
—Pero hay que evitarles disgustos, Valentín.
—Qué le vas a hacer…
—Sí, ya más mal de lo que le hice no le puedo hacer.
—¿Por qué decís eso?
—Imaginate, la vergüenza de tener un hijo preso. Y la razón.
—No pienses más. Ya lo peor pasó, ¿no? Ahora se tiene que conformar, nada más.
—Pero es que extraña mucho. Éramos muy unidos.
—No pienses más. O si no… conformate que no está en peligro, como la persona que yo quiero.
—Pero ella tiene el peligro adentro, al enemigo lo lleva adentro de ella, que es el corazón que tiene delicado.
—Ella te espera, sabe que vas a salir, los ocho años pasan, y con la esperanza de buena conducta y todo. Eso le da fuerzas para esperarte, pensalo así.
—Sí, tenés razón.
—Si no, te vas a volver loco.
—Contame más de tu novia, si querés…
—¿Qué te puedo decir? Con la arquitecta no tiene nada que ver, no sé por qué la asocié.
—¿Es linda?
—Sí, claro.
—Podía ser fea, ¿de qué te reís, Valentín?
—Nada, no sé por qué me río.
—Pero ¿qué te hace tanta gracia?
—No sé…
—Algo debe ser… de algo te reís.
—De vos, y de mí.
—¿Por qué?
—No sé, dejame pensarlo, porque no te lo podría explicar.
—Bueno, pero pará esa risa.
—Mejor te lo digo cuando sepa bien por qué me río.
—¿Termino la película?
—Sí, por favor.
—¿En qué estábamos?
—En que la muchacha se salva en la pileta.
—Bueno, cómo era entonces… Ahora viene el encuentro con la pantera y el psicoanalista.
—Perdoname… No te vayas a enojar.
—¿Qué pasa?
—Mejor seguimos mañana, Molina.
—Falta poco para terminar.
—No me puedo concentrar en lo que me contás. Perdóname.
—¿Te aburriste?
—No, eso no. Tengo un lío en la cabeza. Quiero estar callado, y ver si se me pasa la histeria. Porque me reía de histérico no más.
—Como quieras.
—Quiero pensar en mi compañera, hay algo que no entiendo, y quiero pensarlo. No sé si te ha pasado, que sentís que te estás por dar cuenta de algo, que tenés la punta del ovillo y que si no empezás a tirar ya… se te escapa.
—Bueno, hasta mañana entonces.
—Hasta mañana.
—Mañana ya se termina la película.
—No sabés qué lástima me da.
—¿A vos también?
—Sí, querría que siguiese un poco más. Y lo peor es que va a terminar mal, Molina.
—Pero ¿de veras te gustó?
—Bueno, se nos pasaron las horas más rápido, ¿no?
—Pero gustarte gustarte, no te gustó.
—Sí, y me da lástima que se termine.
—Pero sos sonso, te puedo contar otra.
—¿De veras?
—Sí, me acuerdo clarito clarito de muchas.
—Entonces perfecto, vos ahora te pensás una que te haya gustado mucho, y mientras yo pienso en lo que tengo que pensar, ¿de acuerdo?
—Tirá del ovillo.
—Perfecto.
—Pero si se le enreda la madeja, niña Valentina, le pongo cero en labores.
—Vos no te preocupés por mí.
—Está bien, no me meto más.
—Y no me llames Valentina, que no soy mujer.
—A mí no me consta.
—Lo siento, Molina, pero no hago demostraciones.
—No te preocupes, que no te las voy a pedir.
—Hasta mañana, que descanses.
—Hasta mañana, igualmente.
……………………………………………
……………………………………………
……………………………………………
—Te escucho.
—Bueno, como ya te dije ayer, esta última parte no me la acuerdo bien. El marido esa misma noche llama al psicoanalista para que vaya a la casa, la esperan a ella que no está, a Irena.
—En qué casa.
—En la del arquitecto. Entonces la colega lo llama al muchacho que vaya al hotel de mujeres y de ahí a la policía, porque acaba de pasar lo de la pileta, entonces el muchacho deja al psicoanalista solo por un rato no más, y, ¡zápate!, cuando llega Irena a casa se encuentra frente a frente con el psicoanalista. Es de noche, claro, la habitación está alumbrada con un velador solo. El psicoanalista que estaba leyendo se saca los anteojos, la mira. Irena siente esa mezcla de ganas y rechazo por él, porque él es atractivo, ya te dije, un tipo sexual. Y ahí pasa algo raro, ella se le echa en los brazos, porque está desamparada, siente que nadie la quiere, que el marido la abandonó. Y el psicoanalista interpreta que ella lo desea sexualmente, y encima piensa que si la besa y si hasta consigue mandársela completa, entonces le va a quitar de la cabeza esas ideas raras de que es una mujer pantera. Y la besa y se aprietan, se abrazan y se besan. Hasta que ella… como que se le va escurriendo, lo mira con los ojos entornados, le brillan los ojos verdes como de ganas y al mismo tiempo de odio. Y se le suelta y se va a la otra punta de esa sala de muebles tan lindos de fin de siglo. Todo con sillones de terciopelo y mesas con carpetas de crochet. Pero ella se va a ese rincón porque ahí la luz del velador no llega. Y se echa al suelo, y el psicoanalista se quiere defender pero es demasiado tarde, porque ahí en ese rincón oscuro todo se vuelve borroso un instante y ella se transformó ya en pantera, y él alcanza a agarrar el atizador de la chimenea para defenderse pero ya la pantera le saltó encima, y él le quiere dar golpes con el atizador pero ya con una garra ella le abrió el cuello y el hombre cae al suelo echando sangre a borbotones, la pantera ruge y muestra los colmillos blancos perfectos y le hunde otra vez las garras, ahora en la cara, para deshacérsela, el cachete y la boca que unos momentos antes le había besado. A todo esto la arquitecta ya está con el marido de Irena que le fue al encuentro y desde la recepción del hotel llaman al psicoanalista y avisarle que está en peligro, porque ya no hay vueltas que darle, no era solamente imaginación de Irena, realmente es una mujer pantera.
—No, es una psicópata asesina.
—Bueno, pero el teléfono suena y suena y nadie contesta, el psicoanalista está tirado muerto, desangrado. Entonces el marido, la colega y la policía que ya habían llamado van a la casa, suben despacio por la escalera, encuentran la puerta abierta y adentro al tipo muerto. Ella, Irena, no está.
—¿Y entonces?
—El marido sabe donde la puede encontrar, es el único lugar donde ella va, y aunque sea ya medianoche van al parque, más precisamente al zoológico. ¡Ay, pero me olvidé de contarte una cosa!
—¿Qué?
—Esa tarde Irena fue al zoológico igual que todas las tardes a ver a esa pantera que la tiene como hipnotizada. Y estaba ahí cuando viene el cuidador con las llaves para darle la carne a las fieras. El cuidador es ese viejo desmemoriado que te conté. Irena se mantuvo a una distancia, pero miró todo. El cuidador se acercó con las llaves, abrió la cerradura de la jaula, descorrió la barra atravesada, abrió la puerta y echó adentro los pedazos grandísimos de carne, después volvió a correr la barra de la puerta de la jaula, pero se olvidó de la llave en la cerradura. Cuando no la ve, Irena se acerca a la jaula y se guarda la llave. Bueno, todo esto fue a la tarde pero ahora ya es de noche y ya está muerto el psicoanalista, cuando el marido con la otra y la policía se largan para el zoológico, que queda a pocas cuadras. Pero Irena ya está llegando, a la jaula misma de la pantera. Va caminando como una sonámbula. Tiene las llaves en la mano. La pantera está dormida, pero el olor de Irena la despierta, Irena la mira a través de las rejas. Se acerca despacio a la puerta, pone la llave en la cerradura, abre. Mientras tanto, los otros van llegando, se oyen los autos acercándose con las sirenas para abrirse camino entre el tráfico, aunque a esa hora ya está casi desierto el lugar. Irena descorre la barra y abre la puerta, le deja paso libre a la pantera. Irena está como transportada a otro mundo, tiene una expresión rara, entre trágica y de placer, los ojos húmedos. La pantera se escapa de la jaula de un salto, por un momentito parece suspendida en el aire, delante no tiene otra cosa que Irena. No más con el mismo envión que trae, ya la voltea. Los autos se están acercando. La pantera corre por el parque y cruza la carretera, justo cuando pasa a toda velocidad uno de los autos de la policía. El auto la pisa. Bajan y encuentran a la pantera muerta. El muchacho va hasta las jaulas y encuentra a Irena tirada en el pedregullo, ahí mismo donde la conoció. Irena tiene la cara desfigurada de un zarpazo, está muerta. La muchacha colega llega hasta donde está él y juntos se van abrazados, tratando de olvidarse de ese espectáculo terrible que acaban de ver, y fin.
—…
—¿Te gustó?
—Sí…
—¿Mucho o poco?
—Me da lástima que se terminó.
—Pasamos un buen rato, ¿no es cierto?
—Sí, claro.
—Me alegro.
—Yo estoy loco.
—¿Qué te pasa?
—Me da lástima que se terminó.
—Y bueno, te cuento otra.
—No, no es eso. Te vas a reír de lo que te voy a decir.
—Dale.
—Que me da lástima porque me encariñé con los personajes. Y ahora se terminó, y es como si estuvieran muertos.
—Al final, Valentín, vos también tenés tu corazoncito.
—Por algún lado tiene que salir… la debilidad, quiero decir.
—No es debilidad, che.
—Es curioso que uno no puede estar sin encariñarse con algo… Es… como si la mente segregara sentimiento, sin parar…
—¿Vos creés?
—… lo mismo que el estómago segrega jugo para digerir.
—¿Te parece?
—Sí, como una canilla mal cerrada. Y esas gotas van cayendo sobre cualquier cosa, no se las puede atajar.
—¿Por qué?
—Qué sé yo… porque están rebalsando ya el vaso que las contiene.
—Y vos no querés pensar en tu compañera.
—Pero es como si no pudiese evitarlo,… porque me encariño con cualquier cosa que tenga algo de ella.
—Contame un poco cómo es.
—Daría… cualquier cosa por poder abrazarla, aunque fuera un momento sólo.
—Ya llegará el día.
—Es que a veces pienso que no va a llegar.
—Vos no estás a cadena perpetua.
—Es que a ella le puede pasar algo.
—Escribile, decile que no se arriesgue, que vos la necesitás.
—Eso nunca. Si vas a pensar así nunca vas a poder cambiar nada en el mundo.
—¿Y vos te creés que vas a cambiar el mundo?
—Sí, y no importa que te rías. … Da risa decirlo, pero lo que yo tengo que hacer antes que nada… es cambiar el mundo.
—Pero no podés cambiarlo de golpe, y vos solo no vas a poder.
—Es que no estoy solo, ¡eso es!… ¿me oís?… ahí está la verdad, ¡eso es lo importante!… En este momento no estoy solo, estoy con ella y con todos los que piensan como ella y yo, ¡eso es!,… y no me lo tengo que olvidar. Es ésa la punta del ovillo que a veces se me escapa. Pero por suerte ya la tengo. Y no la voy a soltar. …Yo no estoy lejos de todos mis compañeros, ¡estoy con ellos!, ¡ahora, en este momento!…, no importa que no los pueda ver.
—Si así te podés conformar, fenómeno.
—¡Mirá que sos idiota!
—Qué palabras…
—No seas irritante entonces… No digas eso, como si fuese yo un iluso que se engaña con cualquier cosa, ¡sabés que no es así! No soy un charlatán que habla de política en el bar, ¿no?, la prueba es que estoy acá, ¡no en un bar!
—Perdoname.
—Está bien…
—Me ibas a contar de tu compañera y no me contaste más nada.
—No, mejor nos olvidamos de eso.
—Como quieras.
—Aunque no tendría por qué no hablar. No me tiene que hacer mal hablar de ella.
—Si te hace mal no…
—No me tiene que hacer mal… Lo único que mejor no te digo es el nombre.
—Yo ahora me acordé el nombre de la artista que hace de arquitecta.
—¿Cómo es?
—Jane Randolph.
—Nunca la oí nombrar.
—Es de hace mucho, del cuarenta, por ahí. A tu compañera le podemos decir Jane Randolph.
—Jane Randolph.
—Jane Randolph en… El misterio de la celda siete.
—Una de las iniciales le va…
—¿Cuál?
—¿Qué querés que te cuente de ella?
—Lo que quieras, el tipo de chica que es.
—Tiene veinticuatro años, Molina. Dos menos que yo.
—Trece menos que yo.
—Siempre fue revolucionaria. Primero le dio por… bueno, con vos no voy a tener escrúpulos… le dio por la revolución sexual.
—Contame por favor.
—Ella es de un hogar burgués, gente no muy rica, pero vos sabés, desahogada, casa de dos pisos en Caballito. Pero toda su niñez y juventud se pudrió de ver a los padres destruirse uno al otro. Con el padre que engañaba a la madre, pero vos sabés lo que quiero decir…
—No, ¿qué querés decir?
—La engañaba al no decirle que necesitaba de otras relaciones. Y la madre se dedicó a criticarlo delante de la hija, se dedicó a ser víctima. Yo no creo en el matrimonio, en la monogamia más precisamente.
—Pero qué lindo cuando una pareja se quiere toda la vida.
—¿A vos te gustaría eso?
—Es mi sueño.
—¿Y por qué te gustan los hombres entonces?
—Qué tiene que ver… Yo quisiera casarme con un hombre para toda la vida.
—¿Sos un señor burgués en el fondo, entonces?
—Una señora burguesa.
—Pero ¿no te das cuenta que todo eso es un engaño? Si fueras mujer no querrías eso.
—Yo estoy enamorado de un hombre maravilloso, y lo único que quisiera es vivir al lado de él toda la vida.
—Y como eso es imposible, porque si él es hombre querrá a una mujer, bueno, nunca te vas a poder desengañar.
—Seguí con lo de tu compañera, no tengo ganas de hablar de mí.
—Y bueno, como te decía, a… ¿cómo se llamaba?
—Jane. Jane Randolph.
—A Jane Randolph la criaron para ser una señora de su casa. Lecciones de piano, francés, y dibujo, y terminado el liceo la Universidad Católica.
—¡Arquitectura!, por eso la asociabas.
—No, Sociología. Ya ahí empezó el lío en la casa. Ella quería ir a la facultad estatal pero la hicieron inscribir en la Católica. Ahí conoció a un pibe, se enamoraron y tuvieron relaciones. El muchacho vivía también con los padres pero se fue de la casa, se empleó de telefonista nocturno y tomó un departamento chico, y ahí empezaron a pasar todo el día.
—Y no estudiaron más.
—Ese año estudiaron menos, al principio, pero después ella sí estudió mucho.
—Pero él no.
—Exacto, porque trabajaba. Y un año después Jane se fue a vivir con él. En la casa de ella hubo lío al principio pero después se conformaron. Pensaron que como los pibes se querían tanto se iban a casar. Y el pibe se quería casar. Pero Jane no quería repetir ningún esquema viejo, y tenía desconfianza.
—¿Abortos?
—Sí, uno. Eso la afianzó más en vez de deprimida. Vio claro que si tenía un hijo ella misma no iba a poder madurar, no iba a poder seguir una evolución. Su libertad iba a quedar limitada. Entró a trabajar en una revista como redactora, como informante mejor dicho.
—¿Informante?
—Sí.
—Qué palabra fea.
—Es un trabajo más fácil que el de redactor, en general vas a la calle a buscar la información que después se va a usar para los artículos. Y ahí conoció a un muchacho de la sección política. Sintió enseguida que lo necesitaba, que la relación con el otro estaba estancada.
—¿Por qué estancada?
—Ya se habían dado todo lo que podían. Se tenían mucho apego, pero eran demasiado jóvenes para quedarse en eso, no sabían bien todavía… lo que querían, ninguno de los dos. Y… Jane, le propuso al pibe una apertura de la relación. Y el pibe aceptó, y ella empezó a verse con el compañero de la revista también.
—¿Seguía durmiendo en casa del pibe?
—Sí, y a veces no. Hasta que se fue a vivir del todo con el redactor.
—¿De qué tendencia era el redactor?
—De izquierda.
—Y le inculcó todo a ella.
—No, ella siempre había sentido la necesidad del cambio. Bueno, sabés que es tarde, ¿no?
—Ya las dos de la mañana.
—Mañana te la sigo, Molina.
—Sos vengativo.
—No, pavote. Estoy cansado.
—Yo no. No tengo nada de sueño.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana.
……………………………………………
—¿Te dormiste?
—No, te dije que no tenía sueño.
—Yo estoy un poco desvelado.
—Dijiste que tenías sueño.
—Sí, pero después me quedé pensando, porque te dejé colgado.
—¿Me dejaste colgado?
—Sí, no te seguí conversando.
—No te preocupes.
—¿Te sentís bien?
—Sí.
—¿Y por qué no dormís?
—No sé, Valentín.
—Mirá, yo sí tengo un poco de sueño y me voy a dormir enseguida. Y para que vos agarres el sueño te tengo una solución.
—¿Cuál?
—Pensá en la película que me vas a contar.
—Fenómeno.
—Pero que sea buena, como la pantera. Elegila bien.
—Y vos me vas a contar más de Jane.
—No, eso no sé… Hagamos una cosa: cuando yo sienta que te pueda contar algo te lo voy a contar con todo gusto. Pero no me lo pidas, yo solo te voy a sacar el tema. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Y ahora pensá en la película.
—Bueno.
—Chau.
—Chau.