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Raquel es mi casera. Una bruja vieja y sabia que se marchó de España intentando recuperar a su hija. La hija que le robó un esposo despechado. Ante la falta de apoyo de la justicia, lo único que pudo hacer para estar al lado de su pequeña, para verla una vez a la semana, fue establecerse en Egipto. Compró un pequeño apartamento con los beneficios que le dio la venta de su casa en España y el ático que me ha alquilado a mí. Con la renta y algún que otro trapicheo, desde hace años, se gana la vida; subsiste medianamente bien. Al establecerse en este país, consiguió ver a su pequeña todas las semanas, pero ello no le sirvió prácticamente para nada. La niña, por voluntad propia, fue perdiendo el contacto paulatinamente con Raquel. Tomó la familia del padre como única y también su religión. Poco a poco, se distanció de su madre y del entorno occidental de esta.

Cuando la conocí me impresionó su fisonomía. La belleza fría de sus facciones que parecía había tomado rasgos orientales, como si estos, desde siempre, le pertenecieran. Su físico era tan inusual, tan fuera de estereotipos, que le propuse posar para mí. Aceptó con una única exigencia: que el boceto fuese para ella. A lo que accedí gustosa. Desde entonces todos los días tenemos una cita ineludible.

Durante nuestros encuentros, Raquel, se ha ido acoplando a mi vida como si fuese una pieza indispensable del engranaje que forma mi existencia, cuadrando perfecta y milimétricamente en su lugar de ensamblado. Lo último que le relaté fue el asesinato de Sheela. Lo hice después de que ella, sin saber nada del nefasto suceso, me preguntase qué iba a hacer con las cenizas de mi amiga.

—¿Has pensado dónde vas a esparcir sus cenizas? —dijo señalando el saquito rojo que yo tenía siempre colgado en el palo del caballete.

—¿Cómo puedes saber eso? —le inquirí con expresión de sorpresa.

—Lo he intuido. Lo que no sé es a qué se debe esa sensación de temor que te asalta cada vez que te llaman de España y por qué cuando recibes esas llamadas miras la bolsita roja.

Dejé la paleta y el pincel. Cogí la bolsita con las cenizas de Sheela y me senté junto a ella. Le relaté todo lo que habíamos vivido Remedios y yo junto a Sheela. Lo que ella significaba para nosotras. Le expliqué como llegamos a formar un trío inseparable: Remedios rubia, Sheela pelirroja, y yo morena, características que, unidas a nuestras actividades esotéricas, nos hicieron dignas merecedoras del apodo de «Las brujas de Eastwick».

—El paraguas rojo del que no te separas es de ella, ¿verdad? —inquirió cogiéndolo—. ¿Sabes que, contrariamente a lo que muchas personas piensan, es un símbolo de protección muy fuerte?

—Sí. Sheela me lo dijo —respondí—. Era de su madre. A ella se lo regaló una anciana meiga para que la protegiese tanto de lo malo como de lo bueno que pudiera sobrevenirle, porque a veces, lo bueno, después trae consigo algo nefasto.

—Así es. La lluvia y el sol pueden ser beneficiosos o perjudiciales. Si tienes un parapeto para ambos, puedes dosificar los dos fenómenos en su justa medida —respondió sonriendo—. Esa es la simbología real del paraguas: la protección. Y el color rojo simboliza la fuerza, la belleza, el éxito y el amor.

No sé cómo, pero lo hizo. Repitió una a una las palabras de Sheela. Quizás fue aquello lo que me llevó a contarla lo acontecido, que Sheela parecía estar hablando a través de ella diciéndome: «desahógate, ¡hazlo!». Por ello, comencé a contarle todo sin un previo, sin que ella me preguntara qué había sucedido la noche en que Sheela murió:

—Aquel día, Sheela, había quedado en llamarme sobre las doce. Desde que denunció a Antonio y el juez dictó una orden de alejamiento, ella, todos los días, antes de acostarse, me telefoneaba. Por la tarde me había comentado que se desplazaría a la ciudad, quería hacer unas compras. Dijo que se retrasaría porque pensaba cenar con un viejo amigo. Quedó en llamarme a su regreso para confirmar que estaba bien, pero no lo hizo. Sobre la una de la madrugada telefoneé repetidas veces al herbolario y a su casa sin recibir respuesta. A las dos volví a insistir y, entonces, el teléfono del herbolario comunicaba. Esperé unos quince minutos y volví a marcar el número que seguía comunicando. Lo que me alertó.

»Desde que recibió la última y más terrible de las palizas yo tenía un juego de llaves de su casa y de la tienda. Preocupada por su falta de respuesta y la posible desconexión de la línea telefónica del herbolario, decidí desplazarme hasta la tienda y comprobar si todo estaba bien. Cuando llegué, la tienda permanecía cerrada. Entré y nada más atravesar el umbral vi el reguero de sangre que salía por el quicio de la puerta del almacén. Corrí, corrí desesperada.

»Al verla tendida sobre el suelo, con la cabeza torcida hacia un lado, inmóvil, cubierta de sangre y golpes, supe que había muerto, que Antonio la había matado. La escena era dantesca, inhumana. Llorando, furiosa, desesperada e impotente me dirigí hacia el teléfono para llamar a la policía. Colgué el auricular para recuperar la conexión y volví a levantarlo temblorosa, lanzando insultos y maldiciones contra él. Entonces, por la ventana que daba a la parte trasera del local, vi su coche, el coche de Antonio. Él estaba tendido sobre el volante. Sin pensarlo solté el teléfono y desencajada fui a por él.

»Cuando abrí la puerta del vehículo su cabeza se ladeó ligeramente hacía la derecha. Estaba inconsciente, presa de un evidente coma etílico. Empujé su hombro y su cuerpo cayó sobre el asiento contiguo. Sin pensarlo volví a la tienda y llamé a Remedios. Le di indicaciones precisas de que fuese a recogerme en cinco minutos al embalse. Volví al coche y empujé, no sin esfuerzo, a Antonio sobre el asiento derecho.

»Cuando llegué a la zona de la carretera que lindaba con el embalse, paré el coche y volví a colocarle en el asiento del piloto. Le así el cinturón al cuerpo y empujé el vehículo lo suficiente como para que este cogiese inercia y se deslizase por la cuesta, mientras furiosa, llena de dolor e impotencia, fuera de mí, gritaba: “te lo dije, hijo de puta, te lo dije, te dije que te mataría”.

»Remedios me recogió un kilómetro más arriba. Durante el recorrido le expliqué lo que había sucedido. Ella lo único que hizo fue llorar, lloró como nunca antes lo había hecho. Y yo sentí haberla metido en aquella desgraciada historia. Cuando llegamos a la tienda llamamos a la policía. En nuestra declaración dijimos que alertadas por la falta de respuesta de Sheela habíamos acudido a la tienda y habíamos encontrado su cuerpo. No mencionamos a Antonio y jamás volvimos a hablar de lo sucedido. No lo hicimos hasta mi llamada desde Egipto, cuando ella me comunicó que habían encontrado su coche en el embalse. El cuerpo aún no ha aparecido.