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Llevo tres semanas en esta ciudad y hasta hoy no he podido retomar la escritura. Al fin conseguí alquilar un apartamento. Es un ático. La terraza dobla en tamaño a la parte destinada a la vivienda. De no haber sido por Omar, es posible que aún siguiera en el hotel.

Mañana, Omar y yo, saldremos a buscar lienzos y óleos. No tenía pensado comenzar los cuadros aquí. En un principio pensé tomar primero las fotografías y empezar los seriados ya en España, en el pueblo, junto a usted madre. Pero Omar me ha sugerido hacer los bocetos con modelos que dice posarán para mí sin problemas en la misma calle si así lo deseo. Creo que es una idea fantástica.

Después de terminar el crucero volvimos a reencontrarnos en el hotel y desde entonces no ha pasado una noche sin que durmamos juntos. Esta relación es extraña, si no fuera por los sentimientos que ambos mostramos sin control, diría que es un tanto irreal. Apenas sé de él. No me ha contado nada de su vida. Tampoco le he preguntado. Nos limitamos a estar juntos, a vivir el momento, el presente inmediato como si ambos lo supiésemos todo de los dos. Él escucha fascinado todo lo que yo le voy relatando.

No sé el tiempo que podré aguantar en esta situación tan anodina. Cuando se marcha por la mañana, cuando no me dice dónde se va, a qué hora va a regresar o si lo va a hacer, muero un poco. Y siento miedo, el mismo miedo que sentía con Andreas, porque tengo el presentimiento de que él, tarde o temprano, también me abandonará. Y esta vez, madre, no sé si podré sobrellevarlo.

Anoche, mientras dormía, dibujé su cuerpo desnudo. Fui trazando uno a uno los contornos de su piel, sus manos, sus piernas, su espalda… Lo hice llevada por una pasión desmedida, extraña, igual que me sucedió cuando lo retraté por primera vez; cuando ni tan siquiera sabía de su existencia, cuando aún no le conocía. Al despertarse me sorprendió con la paleta en la mano. Miró el cuadro, se levantó y vino hacia mí. Me abrazó y besó mis manos que aún temblaban. Después secó las lágrimas que corrían por mis mejillas. Mientras sus dedos rozaban la superficie de mis labios dijo:

—No voy a dejarte, te doy mi palabra. Has llegado a mi vida como una tormenta de arena y aún ando un poco desorientado. ¿Lo entiendes? —asentí sin creerle—. Debes ser paciente conmigo —concluyó en tono de súplica.

Creo en lo que dice, pero no puedo evitar pensar que por encima de sus sentimientos, de sus intenciones, hay algo más fuerte que convierte sus palabras en una quimera. Me estremezco cada vez que le veo atravesar el umbral de la puerta y perderse entre el tumulto, cuando su figura se desvanece entre los apresurados viandantes, cuando se difumina como si él sólo fuese un fantasma. Sé que tarde o temprano le perderé.

—¡Gracias! —le dije cuando se marchaba.

—Me gustas Jimena. Me haces sentir bien. ¡Cuídate! A las cinco. ¿Hemos quedado a las cinco? —preguntó.

Asentí con un gesto afirmativo de mi cabeza y le sonreí, mientras se alejaba camino del ascensor. Como siempre, corrí hacia la terraza para ver su silueta desdibujarse una vez más y, como siempre, como cada vez que se marcha, no sé por qué, madre, volví a llorar.