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He llamado a Remedios hace apenas dos horas:

—Estaba preocupada. ¿Por qué no me has llamado antes? —dijo sin disimular su angustia y enfado.

—No quería hablar con nadie, al menos en los primeros días —le respondí con voz pausada—. ¿Tú estás bien?

—Sí…, bueno…, más o menos —respondió.

—Más o menos ¿qué? —le inquirí con preocupación.

—Al día siguiente de tu marcha encontraron el coche de Antonio en el embalse —dijo en tono de sentencia—, el cadáver no ha aparecido. Han rastreado el fondo pero no está. No está. Jimena, el cuerpo no está.

—Es imposible, imposible. Estaba borracho, completamente ebrio. No creo que se soltara.

—Y si lo hizo. Y si se soltó y está buscándote. Jimena, ¡por Dios! Tal vez Sheela se refería a ello cuando te dijo que si viajabas a Egipto no debías regresar a España nunca. Si salió con vida del embalse te estará buscando para matarte. No descansará hasta encontrarte…

Me costó Dios y ayuda que abandonase el tema, que cambiase de conversación. Después, cuando conseguí que se olvidara del asunto me hizo un informe exhaustivo de todo lo que había sucedido desde mi marcha. Me relató, casi gimoteando, lo apenada que estaba por Carlos que vagaba de su casa a la nuestra como un fantasma, preguntándola qué había hecho él mal para que me marchase de aquella forma. Diciendo lo mucho que me echaba en falta, lo mucho que me quería. El miedo que tenía a que no volviese:

—Jimena, mi Eduardo y yo, hemos estado apunto de decirle muchas cosas a Carlos, pero no somos quién, ¿sabes?…, no lo somos.

—Pues no, precisamente, tu Eduardo, es el menos indicado —le dije arrepintiéndome en el mismo momento de decirlo.

—Lo sé, lo sé, pero él, aunque no lo creas, te da la razón. Eduardo dice que has hecho bien en darte un respiro. Porque es un respiro, ¿verdad?

—No, no lo es. Le voy a pedir el divorcio. Lo nuestro hace años que ya no tiene sentido, ningún sentido. Cuando regrese me iré al pueblo, con mi madre. Seguiré pintando y quizás mueva las novelas por alguna editorial o agencia.

—De eso quería hablar contigo —dijo cortando mi alocución—. Verás, Mena y yo hemos hecho algo.

—Algo, ¿qué algo?

—Hemos enviado uno de tus textos, en el que cuentas tu vida, a una agencia literaria.

—¿Qué habéis hecho qué?

—Enviamos a una agencia literaria la obra que más nos gusta a las dos: En un rincón del alma. Y…, quieren representarte. Puedes ponerte en contacto desde allí con ellos. Tu hija les ha comunicado que estás de viaje en Egipto. Dicen que no hay ningún problema, que pueden esperar a que regreses.

—Pero Remedios, ¿cómo habéis hecho eso?, la obra está sin terminar.

—Para ti nada está acabado nunca, siempre andas con las correcciones a cuestas. La obra, terminada o no, es buenísima. Quiero pensar que no vas a desaprovechar la oportunidad, ¿verdad?

—Por el momento lo voy a dejar estar.

—Pero ¿cómo puedes decir eso?

—Ahora lo único que quiero es descansar, no pensar en nada. Tengo dinero para estar aquí dos meses. El visado también lo arreglé para permanecer en el país el mismo tiempo. Quiero tomar fotografías para mis óleos. En cuanto a la novela, ya te he dicho que está inacabada. Durante el viaje estoy escribiendo unas cartas a mi madre que seguramente incluiré en la obra.

—Tú sabrás lo que debes hacer…, nadie mejor que tú lo sabe. Nosotras enviamos el texto porque creímos que te gustaría…, pero veo que no te ha hecho gracia. En cuanto a tu hija…, deberías llamarla. Está contigo, apoya todo lo que haces, pero necesita saber que estás bien, ¿no crees?