Anoche sus ojos fueron los míos. La luna iluminaba altiva el horizonte, un horizonte, madre, demasiado alejado del suyo, demasiado distante y diferente de todos los horizontes que pasaron por mi vida. Su línea estaba delimitada por la oscuridad de la mirada de Omar, por la dorada piel de sus manos, mientras el eco de las voces ahuecadas por los megáfonos llegaba perdido desde el gran Lago Sagrado.
El aire olía…, en realidad no olía a nada, ni tan siquiera el viento se dejaba sentir. El rodaballo caminaba junto a mí, y Günter Grass me insinuaba con extrema exigencia, con despecho, casi en un insulto, mi torpeza, mi lentitud en el arte de la lectura, en el don de la percepción rápida de las palabras. Mi ejemplar, el ejemplar de El Rodaballo, siempre me acompaña, inexorablemente en todos y cada uno de mis viajes. La historia de este pez al que Günter dio vida en la novela que lleva su nombre, se ha convertido en el pez de mi vida, en el entrañable pez de toda mi existencia. Las pocas páginas que he conseguido leer, hasta el momento, me han hecho no volver a comer rodaballo nunca más. Anoche, su silueta de aguas saladas, danzaba entre las sombras del dulce Nilo. Mientras leía los diálogos intentaba imaginar su voz pausada sin conseguirlo.
Omar sonreía arropado por la lejanía de la popa, y yo, procuraba omitir su presencia. Acerqué la novela tanto a mi cara que apunto estuve de caer por la borda, que estaba más cerca de lo que había calculado. Entonces, Omar, se acercó y nuestras miradas coincidieron peligrosamente. He de confesarla, madre, que la mía, mi mirada, estaba un poco perdida y ligeramente extraviada a causa del imprevisto cambio de posición de baranda.
La sombra del utópico y feo rodaballo volvió a surgir en la superficie del Nilo. Torciendo su boca aplanada intentó llamar la atención de Omar, pero mis manos cerraron la espléndida novela y el rodaballo se sumergió, una vez más, en sus páginas:
—¿Es El rodaballo? El rodaballo de Günter Grass —dijo dedicándome una vez más su espléndida sonrisa.
Asentí, con un gesto afirmativo de mi cabeza. Sin despegar los labios. ¡Qué iba a contarle yo, de aquel libro eterno que casi formaba parte de mi anatomía! Y así debí permanecer durante todo el tiempo, calladita. Pero me moría por hablar con él. Por hacerlo a solas, como estábamos en aquellos momentos. Y no se me ocurrió nada más estúpido que hacer lo que nunca había hecho; mentir:
—Es la segunda vez que lo leo —le dije con aire de intelectual.
Entonces el impresentable pez pareció dar un coletazo de enfado dentro de aquellas aguas de papel y la novela cayó al suelo dejando el tomo abierto justo a la mitad. Él miró el libro, después me miró a mí, se agachó, lo recogió del suelo y colocó la separata en su lugar. Deslizando la palma de la mano sobre la portada dijo:
—¡Qué curioso! La última mitad está como nueva.
—¿Siii? —contesté mirando el suelo del barco como si la novela aún permaneciera allí. Intentando evitar que notase el apuro que su observación me estaba causando.
Me dedicó una mirada entre condescendiente e irónica y me ofreció un cigarrillo. Guardé presurosa aquel hermoso acuario de papel en mi bolso, evitando así que el cotilla e impresentable pescado de alta mar me volviese a poner en apuros.
—Yo tampoco he acabado de leerlo —dijo burlón—. Hay tanto y tan bueno para leer, que cuando una lectura no nos llega, hay que dar paso a otra —concluyó mientras acercaba lentamente el extremo de mi cigarrillo a su mechero de gasolina.
Omar me gustaba, sí madre. Me gustaba muchísimo.
—¡Gracias! —dije.
—¿Whisky? —preguntó ofreciéndome su petaca.
Aquella fue la primera noche que pasamos juntos. Al amanecer el sol salió como siempre, como de costumbre. Mientras veía nacer la nueva alborada dije:
—Mira Omar, ¡allí! ¿Ves? Es Ra.
Todo había cambiado. El sol también.
Entonces, Omar, acariciando mis labios con sus dedos dijo:
—Debo regresar a mi camarote. En El Cairo finaliza mi trabajo con vuestro grupo. Me gustaría volver a verte, estar a tu lado mientras permanezcas en mi tierra. Quiero acompañarte a las pirámides. Quiero esparcir contigo las cenizas de Sheela, le debo el haberte conocido —dijo abriendo el paraguas rojo y, poniéndolo sobre los dos, ocultando nuestros rostros bajo él, me besó.