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El asesino de Sheela, Antonio, desapareció sin dejar rastro. Una vez concluida la autopsia, se dictó una orden de búsqueda y captura, la policía no consiguió localizarlo.

Remedios y yo nos encargamos de todo lo relativo al funeral de nuestra amiga. Días después recogimos las cenizas y las depositamos dentro de una bolsa que Remedios había confeccionado a mano con un pedazo de las cortinas rojas del herbolario. Nadie reclamó sus pertenencias, ni asistió al sepelio, por lo que tuve que hacerme cargo de Amenofis, su gato persa. El animalito vagó de mi casa al herbolario durante varios días. Se sentaba en la puerta y maullaba a la espera de que Sheela le abriera. La vecina me llamaba en cuanto escuchaba el penoso llanto del felino y yo, día tras día, me acercaba a buscarlo y volvía a trasladarlo. Así fue hasta que las cenizas de Sheela llegaron a casa. Desde aquel momento no volvió al herbolario. Se pasaba las horas durmiendo al lado del saquito rojo. Sólo abandonaba su vigilancia para comer o acercarse a la caja de arena. A excepción del día en que me marché. Aquel día, Amenofis, me acompañó hasta la salida y, como si supiera que su dueña definitivamente se había ido, echó a correr hacia el campo.

Como Sheela predijo, gané el certamen de pintura y canjeé los dos billetes por dinero en efectivo. Con el canje el premio perdía cuantía, pero en aquellos momentos no me sentía con fuerzas para realizarlo. Habían pasado demasiadas cosas, hechos que me habían marcado para siempre.

Después de lo acontecido, Carlos se mostró más cercano que nunca. Tomó unos días de vacaciones y se dedicó a mí. Contempló mis trabajos de pintura, leyó algunos de mis textos y vanaglorió, como nunca lo había hecho, mi capacidad para escribir y pintar. Incluso llegó a insinuarme que debía dedicarme a la literatura de manera profesional y que él podía buscarme algún contacto si yo estaba dispuesta a ello. No sé con exactitud lo que duró aquel falso éxtasis, pero sí recuerdo con claridad, cómo una mañana todo volvió a ser como en los comienzos. Se restablecieron sus viajes y sus tardías vueltas al anochecer. Regresó el olor a colonia femenina que desprendían sus corbatas de seda. Volvieron las llamadas telefónicas, las salidas de emergencia a la oficina…

Carlos tenía conciencia absoluta de lo que hacía. Para él aquellos escarceos no eran más que eso, escarceos sin importancia. Escarceos que siempre negaba. Lo negaba tanto y tan bien, que durante años le creí. Y el encanto se fue yendo poco a poco. Ya no era la soledad, la necesidad de sentirme mujer, persona, amante… el verdadero problema fue que llegó un momento en el que ya no quería ni necesitaba ser nada en su vida. Me había cansado de aguantar, de luchar, de buscar un instante único entre los dos que me emocionara, que le emocionase. Nos habíamos convertido en dos desconocidos que compartían, casa, cuenta corriente, hijos y cama.

El barco ha parado. Desde la superficie del agua, un rodaballo imaginario me llama equivocadamente Ilsebill. El rodaballo suspira, mientras que, mirándome de reojo, le hace un guiño escondido a Omar. Él me mira de soslayo y sonríe. Me sonríe sólo a mí.

Este es el último día de crucero. Mañana saldremos en avión, de nuevo, y para mi desgracia, en avión, hacia El Cairo.