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Nos acercamos a Luxor, antaño la gran ciudad de Tebas. Ezequiel dijo: «Tebas será con violencia sacudida…». Y Tebas, Tebas de las cien puertas, capital de los faraones del nuevo imperio, se dejó llevar por los acontecimientos dando la razón al profeta.

Al occidente, dominando la necrópolis de Deir el-Bahari, el templo de la gran dama del Nilo se alza jactancioso, desafiante, atrapando con su grandeza la esencia del dios Amon. Hatshepsut nos espera. Colérica y llena de furia levanta su mentón barbudo. Imagino su poderosa imagen, la grandiosidad de su creación, la soberanía de su reinado; el poder de su dualidad. El aire huele a hierbas aromáticas como olió entonces, cuando sus expediciones regresaron con éxito del mítico país de Put. Al imaginarla, me pierdo entre el murmullo del grupo que es absorbido por la sobrehumana dimensión de las columnas rectangulares que forman los pórticos de su templo. Percibo el vuelo del hijo de Isis y Osiris avisando de la cercanía, de la proximidad de su espíritu, amortajado en la rivera izquierda del Nilo; inmortalizado en el templo más hermoso del interminable Egipto. Su nombre, el nombre de la dama del desierto, borrado incesantemente por la codicia y el machismo, vuelve a ser exclamado, día tras día, con fascinación y respeto: ¡Hatshepsut!

Omar sonríe, sus labios perfilan una expresión cálida que envuelve mi corazón. El viento hace que el pelo me tape los ojos y roce mis labios. Él, alarga su brazo y señala la orilla, la torneada orilla que da acceso a Luxor. Su mirada roza el mechón anárquico que tapa mi boca y se detiene curiosa sobre las páginas que voy escribiendo para usted, sobre el paraguas rojo que, apoyado sobre mis muslos, espera a ser abierto para protegerme de este sol abrasador: del sol y de él.

De nuevo, siento esa sensación de nauseas, semejante a la que sentía aquellas mañanas de domingo. De aquellos domingos sembrados de pipas y regaliz, en los que padre, chaqueta de pana en mano, copaba los duros asientos del desvencijado y chirriante coche de viajeros con nuestra gran familia camino de la capital. Recuerdo a Jaime y Ricardito, que irremediablemente, domingo tras domingo, terminaban a porrazo limpio, a punto del descalabro, por aquellas chapas de Mirinda y cerveza, con las que, más tarde, al golpe seco de la toba de sus dedos corazón y pulgar, se alzarían vencedores de una imaginaria vuelta ciclista de latón. De chicos siempre se llevaron a matar. Sin embargo, años después, como si fuesen gemelos idénticos, eligieron la misma carrera, se casaron con dos hermanas y se establecieron en Australia. Nuestra relación siempre fue distante, efímera y extraña. A pesar de que padre luchó porque todos estuviéramos unidos, no lo consiguió.

Todavía puedo oír el llanto de Juanillo y ver aquel chupete impregnado de azúcar y anís con el que usted, madre, le hacía callar milagrosamente. La carita de pan de Carlota. Carlota era como Susanita, la de Mafalda, la estupenda Mafalda de Quino, con la que yo siempre me identifiqué. Jamás se separaba de su muñeca. Aquella lánguida muñeca de cartón piedra, enlazada de los pies a la cabeza, empachada de comida, encanijada por los besos y los abrazos incontrolados de su prematura mamá. Mientras tanto, yo, me adhería al entrañable polo de hielo, de naranja. Me perdía en su exquisito, en su artificial color, en el mandil blanco del heladero. En esos días supe con certeza lo que iba a ser de mayor. Sería vendedora de helados.

Sus manos, las manos de Omar, señalan uno tras otro los lugares más emblemáticos mientras yo sueño con rozar sus labios, con perderme entre sus brazos y siento miedo. Miedo a un futuro que sé, estaba escrito con antelación, con mucha antelación a este viaje.