En el interior del barco el aire es denso. Su olor me sumerge lentamente en ese pasado que, a pesar de haber muerto, se niega a dejar de existir. Es una fragancia impregnada de madera y agua, tan antigua como el mundo, y que, como él, esconde celosamente la fórmula utilizada en su creación. Semejante al perfume que tenían sus armarios, madre. Aquellos armarios que en el fondo de los estantes y los cajones estaban forrados de papel blanco. En su interior no faltaban pastillas de jabón de lavanda deslizadas por usted entre la ropa.
Recuerdo las tardes de octubre, el aroma que se escapaba por sus bisagras y que durante días permanecía impregnando nuestra ropa. Jamás ningún armario tuvo ese olor, esa fragancia entrañable, profunda, segura y familiar que habitó en los armarios de mi niñez. En sus cajones de madera de pino guardé las castañas del mes de noviembre, acericos llenos de alfileres para estrenar en abril y mis primeros poemas.
La encina, mi encina. Aquella áspera encina insociable y desconfiada que arañaba mi piel durante las escaladas constantes a las que era sometida en las tardes engalanadas con bocadillos de pan y chocolate, se quedó prendida en mis recuerdos, en mi carrera a lomos del tiempo. En esos días en los que aún no existe el miedo a envejecer. Años después, uno de sus frutos hizo posible que la sombra de mi infancia se volviera a instalar en mi jardín. Bajo la silueta de sus ramas, junto al ruido seco y punzante de sus hojas, volví a ver acercarse los inviernos, los tristes inviernos, esos que invaden mi reminiscencia, inacabablemente inacabados. ¡Dejé tantas cosas por hacer! Tantas palabras sin pronunciar, tantos besos por dar, tantos corazones sin labrar en su tronco. En ese tronco áspero y seco que aún sigue creciendo en nuestro jardín. En donde Mena, durante las horas más calurosas del estío, se cobijaba para pintar.