20

El aire huele a tarde de otoño, a mandarina y papel. Como olía entonces. Como olía aquel día, en el que, Adrián, al quedarse en el colegio, por fin, dejó de llorar. Había crecido. La línea de su horizonte dejó de ser una vía pecuaria y se convirtió en una gran autopista por donde correr hacia confines muy alejados de los míos. En donde perderse, encontrarse, y volverse a perder sin que ello le supusiera ningún quebranto, ni la más mínima preocupación.

El agua salía por los caños de aquella horrorosa fuente que coronaba la plaza del barrio, y yo vagaba sin saber si ir a comprar el pan o echarme a llorar. Aún así, aún errante y sola, era un poco feliz. Sí madre, feliz porque mi niño crecía, pero, al tiempo, me sentía pavorosamente triste, un poco muerta. Aquellos días estuvieron llenos de horas yermas. Fueron estériles de gritos, de risas, carentes de expresiones; de sus irreemplazables expresiones que habían aminorado, hasta entonces, la monotonía que colgaba de las cortinas; que se empapaba del polvo acumulado en los estantes, la falta de conversación, de una mirada cómplice o una sonrisa a tiempo perdido, de todas aquellas horas de tedio y soledad.

La sonrisa cálida y complaciente, junto con el efusivo y apretado abrazo, con los que Adrián me obsequiaba a la salida de clase en cada uno de nuestros encuentros, fue convirtiéndose paulatinamente en un simple y despegado: «¡hola mami!».

Mientras él estiraba sus brazos intentando en cada luna rozar el cielo, a mí, las estrellas fugaces dejaron de concederme deseos. Comencé a cerrar los ojos cuando su estela iluminaba el diminuto horizonte de mi terraza llevada por el temor de que algún pedazo de meteorito cayera sobre los insulsos geranios, que daban color a los ventanales ribeteados en PVC blanco. Por aquellas ventanas, se colaba el viento del norte, la brisa del verano y el silencio de las mañanas gemelas, imposibles de diferenciar una con la otra. Tan semejantes entre sí que llegaron a trastornar mi realidad. Poco a poco me fui construyendo un patrón a medida. Pespunteando entretelas, almidonando puños, cosiendo botones, diseñando disfraces, el pensamiento se me atoró.

El barco acaricia el perfil de la pequeña ciudad de Edfú. Debo dejar de escribir. Ra asoma sus dedos y escudriña en mi cuerpo. Aquí todo es diferente; él también. Ra se acerca insistentemente, olisqueando nuestra débil y foránea piel, arañando la superficie de nuestro cuerpo como un gran perro guardián que protege el templo de su amo. El agua fluye incansable y una de las frases que componen el himno al Nilo se instala en mis pensamientos durante su contemplación: ¡Salve Nilo!, resplandeciente río que das vida a Egipto entero.

A medida que nos aproximamos a Edfú, Horus comienza a dejarse notar. El viento parece batir sus alas invisibles, rápidas, perfectas, endiabladamente hermosas. Sus ojos de rapaz escudriñan en nuestro conocimiento lleno de una codicia de saber enfermiza y carente de tiempo. El gran dios halcón espera en su templo oteando siglo tras siglo el horizonte. Allí en Mamisi —el lugar del parto— renace día tras día.

Cuando la noche vuelva y Tot, el dios lunar, se haga dueño de mis palabras, entonces, madre, nos volveremos a encontrar.