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Asuán, a la que los griegos bautizaron con el hermoso nombre de Elefantina se alza valiente bajo los motores de este pequeño e inseguro avión. El cansancio ha hecho que mi sistema nervioso deje de funcionar con normalidad. Creo que, por ello, no he sentido vértigo.

Abajo, la gran presa de Asuán ahoga los gritos de furia, aún vivos, del gran Ramsés II ante la violación de su gran capricho: el templo de Abu Simbel, perdido en el desierto de Nubia. Los cuatro colosos se alzan victoriosos a salvo de las aguas del poderoso, del ancestral Nilo, desafiando con su belleza a la muerte. Intentando con su excelsitud rozar a Dios. Nefertari permanece inerte a lado de su señor. Viva, imperecedera en su templo de diez metros de largo, se deja imaginar hermosa a simple vista. Sufrida, inteligente, ávida de pasión, etérea y silenciosa dentro de mí. Sus grandes ojos toman los reflejos de los papiros, despojados en la prensa del azúcar y el agua que le da vida a esta planta de forma piramidal. El entrelazado de sus fibras se hace tenso, recio, inalterable, dando cobijo en su áspera superficie a la imagen de la perfección encarnada en un rostro de mujer.

El lago Nasser, hijo del progreso, hacedor de aldeas que se aferraron a su creación sabiendo en él su único salvador, muestra sus aguas dulces. Las montañas de arena acariciaban nuestros ojos, desbocando con su aterciopelado contorno nuestra imaginación.

El templo de Filae reposa seco en la isla de Egelika, a salvo de las aguas del magnánimo y a veces excéntrico Nilo. Sus pilones se levantan impolutos, perfectos, engañando al tiempo, guardando en sus paredes el secreto de la eterna juventud, quizás consagrada por las aguas llenas de vida de este gran río que amamanta impetuoso a su más amado hijo: el grandioso, el imperecedero Egipto. Atrapado por el tiempo y la imprecisión humana, se alza solitario el gran obelisco incompleto, el que hubiera medido cuarenta y un metros de alto y pesado mil doscientas sesenta y siete toneladas. Aquel gran bloque de piedra que la hermosa dama de Egipto, Hatshepsut, quiso erguir. Varias grietas aparecieron en su superficie y esto hizo que no fuese desprendido nunca de la gran masa de roca que lo circunda, convirtiéndolo, para mí, en el más bello de todos.

El brillo de Venus nos acompañará durante las primeras horas de navegación por el Nilo, entonces, madre, retomaré, una vez más, este monólogo.