Toda la ceremonia la pasé con un fuerte dolor abdominal. Mi vejiga estuvo a punto de reventar. La necesidad vital que sentía por ir al baño se convirtió en una obsesión que copó mi atención. No oía, no veía y empezaba a rozar el fino hilo que separa la realidad de la alucinación. Por no citar la postura antinatural e inapropiada que había adquirido justo a la mitad del sermón, del que no escuché ni una palabra. Si hubiera estado embarazada, estoy convencida de que alguien habría llamado a los servicios médicos de urgencia pensando que la expresión de dolor que se reflejaba en mi cara era la señal inequívoca de un parto inminente.
Como bien dice usted: casi todo tiene su parte gratificante. Sin proponérmelo creé una anécdota que pasaría a la colección particular de la familia y que, como tal, sería repetida en cada encuentro hasta la saciedad; hasta el aburrimiento. Algo comprensible ya que ni yo misma puedo recordar mi boda sin que regrese a mi memoria la imagen del párroco haciendo la pregunta de rigor. La expectación de todos ante mi respuesta, ante la confirmación oral por mi parte de ser la esposa fiel, eterna, esclava, desinteresada y sumisa, que la institución del matrimonio exige. Los días, las infinitas horas que pasé ensayando aquella frase para que una estúpida incontinencia urinaria me chafara mi debut en público:
—Sí… ¡quiero ir al baño!
La carcajada fue unánime.
A pesar de los peros, que fueron unos cuantos, aquel día fue especial, difícil de repetir y grato de recordar.
Como sucede en todas las bodas la algarabía invadía el aforo. El olor a puro y tabaco rubio se hacía dueño del salón, de los pasillos y los baños. Los carajillos iban de mesa en mesa y los mozos y mozas se reunían para conseguir la mejor pieza para la subasta y así, mediante la oferta de sus pedazos, recaudar un dinero extra para nosotros. Por aquel entonces, Carlos ya empezaba a dar muestras de su innata terquedad y, dejándose llevar por ella, decidió no cambiar la corbata de marca francesa por la horrorosa pero baratísima que había comprado, especialmente para la ocasión, mi bien avenida y santa suegra. Aquel trozo de tela, valorado en muchos duros, fue vapuleado, desgarrado y repartido, de mesa en mesa como un jabalí durante un banquete del medioevo. El valor de la corbata se recaudó multiplicado por dos. Yo no soy partidaria de esos usos y costumbres. Hubiera preferido guardar la corbata en mi adorado arcón ya que, como supuse en aquel momento, y bien supuesto fue, Carlos no pudo comprarse una corbata de firma en mucho tiempo gracias al sangrante préstamo hipotecario que firmamos llevados por la necesidad de casa propia.
De vez en cuando miraba a Carlos buscando una ventana en sus ojos por dónde escapar de aquel lugar, un horizonte en donde encontrar respuestas a muchas de las preguntas que me contrariaban, un gesto suyo que me diera sosiego. Él, cuando los invitados le dejaban un minuto, me dedicaba una sonrisa y esa mirada especial y diferente que sólo volvió a dedicarme cuando nacieron nuestros hijos.
Después de aquello pasaron los días, los meses y, junto a ellos, llegaron los espacios indefinidos, incontables; tan monótonos como insoportables. El tiempo joven envejeció sin tener la delicadeza de pedirnos permiso. Se convirtió en un tiempo de adultos para adultos. Comenzó a correr más rápido; se hizo veloz. Despreció nuestras necesidades, todas esas cosas que queríamos hacer. Todo comenzó a pasar por nuestro lado obviando nuestra presencia. Sin darnos cuenta nos convertimos en lo que nunca quisimos ser. Sin pensarlo, aprendimos a pensar, adquiriendo la necesidad de hacerlo. El mar, aquel mar de nuestra juventud; también se fue. Se fue con nuestra libertad, con aquella libertad efímera, con aquella manera especial de ser y de vivir. Ese mar de libertad se fue de nuestras vidas para no volver; porque era un mar de noveles, lleno del agua de la inexperiencia, exento de miedo, carente de responsabilidad, estéril de problemas; preñado de ilusión.