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Una vez más divago. Usted siempre dijo que la parquedad no era mi fuerte. Pero lo cierto es que nunca hablé lo suficiente, callé más de lo necesario, y lo hice demasiadas veces. Debí hacer caso a mi querido hermanito chico. Si le hubiera hecho caso ahora las cosas serían diferentes, me habría ido mejor, estoy segura de ello. Al menos no me sentiría tan infeliz, tan frustrada.

Juanillo es el único que se parece un poco a mí. Tan poca cosa, con ese pelo tan negro, tan lacio. Enjuto de carnes. Sensible e inseguro. Atormentado por el deseo, por la necesidad de despertase un día siendo mujer. Todos, sin excepción, fuimos unos estúpidos, unos cobardes conformistas con las normas que unos cuantos reprimidos presuponen e intentan imponer como verdades absolutas, cuando estas ni tan siquiera forman parte de la realidad. Nos dejamos llevar por el miedo a las habladurías, por ese estúpido: qué dirán. El qué dirán de unos cuantos a los que nada debíamos, que nada nos dieron ni nos darán. Por el miedo a las aves carroñeras que se alimentan de la pena ajena, que intentan imponer a los demás una doctrina que no practican y en la que en realidad no creen, pero que les sirve como estandarte para pregonar a los cuatro vientos que son mejores que los demás, más humanos, más personas, más hijos de Dios; de su dios.

Juanillo no necesitaba hacerse mujer, había nacido siéndolo. Sin embargo, nosotros, primero intuyéndolo, más tarde sabiéndolo, nunca se lo hicimos saber. No fuimos capaces de decirle que conocíamos su condición sexual y que aquello, su deseo de convertirse en una mujer, no dejaba de ser una meta, un camino por andar en el que no estaría solo.

Usted, madre, ensalzaba su desenvoltura en la cocina, la maestría para hacer que un simple guiso de patatas se convirtiera en algo especial. La forma que tenía de colocar los cubiertos, los platos, el jarrón con las flores que había ido cortando en el campo y su pulcritud. Siempre iba hecho un pincel.

Padre envidiaba su calma, su exquisita dulzura, su manera de arreglar las desavenencias familiares y aquellas manos perfectas para el diseño de la ropa femenina. Recuerdo sus primeros dibujos y lo que más llamó mi atención en la silueta de las modelos: todas tenían unos grandes pechos de caída endiabladamente carnosa. El comentario de padre al respecto:

—Este hijo mío es muy macho. El vivo retrato de su padre. Le gustan las mujeres con muchas tetas.

Más tarde comprendí por qué Juanillo subió, llevado por un ataque repentino de angustia, a su cuarto, cerró la puerta y lloró en soledad durante horas. Juan, mi Juanillo, adoraba los pechos femeninos. A través de sus diseños, con cada uno de sus trazos, rozaba el sueño de tener algún día aquella figura que tanto se asemejaba a una Venus y de la que él hacía un dibujo perfecto: exuberante, sensual; mujer.

Él, estaba fuera de ese margen irreal que ha creado parte de esta sociedad mentirosa y reprimida, malsana. Estaba dentro de un cuerpo que no le pertenecía y nosotros, los suyos, sabiéndolo, lo omitimos. Omitimos sus ademanes, sus exquisitas posturas, el tono casi aterciopelado de su voz, su especial sentido del gusto… Fuimos tan cobardes que no admitimos algo tan antiguo y normal como la propia existencia de nuestra especie. Por ello, Juan, salió de nuestras vidas poco a poco, sin darnos cuenta. Como una sombra dejó de proyectarse por la ausencia de los rayos del sol familiar. Él, madre, pasó por su vida y la de todos mis hermanos como lo hice yo, sin que se notara que estábamos allí, sin que ustedes sintieran nuestra respiración. Con una diferencia, Juanillo no hablaba. Dejó de hablar de repente, como si le hubiera comido la lengua el gato. Hasta el día en el que padre enfermó. Entonces, ninguno teníamos tiempo. Las agendas estaban repletas. Había demasiadas responsabilidades, todas ineludibles. Pero él, Juanillo, no lo dudó. Se sentó a los pies de su cama durante meses. Limpió sus proyectos de escaras. Vació las cuñas malolientes y acarició su piel dormida por las drogas. ¿Recuerda, madre?, a usted le secó las lágrimas, sus brazos la acunaron como si fuese una niña, sus manos la recogieron durante las últimas horas de dolor. Después, llegado el momento, vistió su cuerpo para el abrazo de lo que él llamó; una muerte deseada. Las palabras que padre le dedicó, dos días antes de perder la conciencia, fueron las que Juan se mereció escuchar años atrás; muchos años atrás:

—Gracias Juan; eres la mejor de mis hijas. No te rindas. Lucha por lo que quieres. Te lo mereces, siempre te lo mereciste. No dejes que nadie te haga sentir vergüenza. No dejes que nadie decida por ti…

Juanillo fue el único que siempre me entendió. Él fue quién prestó atención a mis llantos, a mis silencios, a mis huidas. Juanillo fue el único que se molestó en escucharme:

«Jimena no hagas caso a madre —decía cuando me veía llorar—. Madre es mayor. Es lógico que no entienda tus inquietudes. No dejes que elija por ti, no lo hagas o te sentirás frustrada de por vida. Escribe. Deja la carrera, estás equivocándote al estudiar farmacia. Sólo hay que ver como estás. Has nacido para escribir y tú lo sabes, lo has sabido siempre…».

Hace tres meses que no hablamos. Su trabajo de diseño lo ha llevado a viajar constantemente. Si supiera que he decidido cumplir mi sueño, que he tenido la valentía de subirme sola a un avión, que ando perdida en El Cairo… que al fin he dejado a Carlos, se sentiría orgulloso.

Tengo que llamarle.