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Remedios era, y sigue siendo, remilgada. Remilgada y un poco ignorante, aunque excepcional. Es silicona pura y croquetas de una bechamel inmejorable. Una enciclopedia culinaria andante en la que, ayudada del arte de la seducción, con el que estoy segura le agració algún hado, ha conseguido ir recopilando cientos de trucos inaccesibles para las nueras. Las nueras que, como yo, somos incapaces de conseguir la fórmula secreta de aquel plato especial con el que llevarse al príncipe azul a la cama. Sin embargo ella, Remedios, sólo tiene que ajustarse el mandil, dedicarle una sonrisa a la suegra ajena o propia para que esta le suelte, como si la hubiesen inyectado pentotal, todos y cada uno de los entresijos del plato en cuestión, guardados durante generaciones en el más absoluto de los secretos. Lo hace sin esfuerzo, sin alarde, como el que oye llover, mientras tú observabas la escena estupefacta. Mientras les dedicas una mirada de indignación a tu santa suegra y su devoto hijo.

Remedios es el prototipo perfecto de mujer, de la mujer que la mayoría de hombres quisieran tener a su lado. Alegre, imperturbable, eficaz y condescendiente. Teñida de rubio hasta lo más íntimo. Sin una sola raíz en su pelo que muestre el negro genético que sí lucen sus vástagos y ascendientes.

Pasa horas interminables en la cocina, sin embargo su ropa jamás huele a los guisos que intercala en el menú diario. Ella siempre huele a violetas, a violetas del Teide. Para sus menesteres culinarios y nutricionales se ayuda de un gran libro dietético, confeccionado de su puño y letra, que cuelga por un cordel al lado del teléfono de la cocina y que, por su tamaño y disposición, se asemeja a las guías telefónicas americanas que penden de las cabinas públicas.

Su repostería es especial, mágica y medicinal. Cargada de colores que ella apoda como curativos y que consiguen efectos surrealistas. Siempre tiene un postre para cada ocasión, para cada estado de ánimo y, con él, siempre logra su propósito: que nada sea tan importante como para hacernos llorar. En cada una de las degustaciones con las que nos obsequiaba, siempre terminábamos riendo, riendo a carcajadas. Sheela decía que el ingrediente secreto de los postres de Remedios debía ser el conjuro que recitaba durante la mezcla de los ingredientes, semejante al de la Queimada, aunque diferente en contenido y melodía. Un contenido del todo ininteligible e impronunciable si no era por ella. Remedios, como única respuesta a nuestras preguntas y conjeturas sobre su conjuro, reía. Nunca se avino a darnos un solo detalle sobre él que nos permitiera conocer su simbología; su fin, procedencia o, sencillamente, que nos facultara para ponerlo en práctica. Aún sigue siendo así.

Durante los comienzos de nuestra vecindad yo no soportaba a Remedios, me ponía enferma su perfección, su excesivo dominio de lo cotidiano, y lo hacía porque dentro de ese feudo que ella gobernaba sin esfuerzo, yo parecía una folclórica que hubiera caído desde el cielo al escenario durante la representación de una ópera de Giacomo Puccini.

Cuando la conocí, no me gustó, no me gustó nada. Era tan imperfecta, tan irreal, que ni tan siquiera gritaba. Parecía haber conseguido ser como los personajes femeninos de las series americanas; dulce, educada, silenciosa: de plástico. Ese control, esa supremacía, me ponía enferma. Alteraba mis biorritmos. Yo había pasado media vida intentando ser así, de aquella manera. Había deseado con firmeza, antes y durante el desarrollo de cada una de mis broncas maritales, generacionales e incluso profesionales, controlarme. No dar un tono excesivamente alto a mis palabras, y, lo más importante; generar tranquilidad a mi alrededor. En una palabra; dominar. Tener todo medido. ¡Nunca lo conseguí!

A pesar de su silicona, que debo reconocer estaba francamente bien puesta, de su control y su excelencia cotidiana, Remedios era humana, era tan imperfecta y tan latina como lo somos todos. El día de aquel verano en el que su querido Jorgito, educado al mejor estilo ingles, le dijo: «¡Vete a la mierda mamá!». Remedios no se alteró. Dejó caer su pareo al suelo como el que no quiere la cosa. Extendió sus garras rojas hacia el enano y lo arrastró hacia sí, despacio, sin prisa. Todo el círculo «piscinal» observaba ansioso su reacción. Estaban deseosos de que ella tuviese, al fin, una pérdida de formas con la que aderezar los desayunos o las sobremesas de aquel aburrido estío. Pero la única afortunada fui yo. Mi posición estratégica al lado de ella me permitió no perderme ni una de sus palabras. Remedios, acercó su boca a la oreja de Jorgito y, disimulando con una amplia sonrisa de cara a la galería, le susurró: «Cómo vuelvas a contestarme de esa manera, te juro que te corto las pelotas». En aquel momento su imagen cambió para mí. Seguía siendo demasiado perfecta, su maquillaje continuaba siendo excesivo, persistía en su obsesión por tenerlo todo controlado y se negaba a leer novelas que no fueran rosas, contraviniendo mis consejos… Sin embargo, su reacción ante Jorgito, tuvo un toque vulgar que me encandiló. Estaba aderezada con el encanto que lleva implícito la pérdida repentina de formas que caracteriza a la gente normal. Eso me satisfizo, me hizo atisbar la posibilidad de que existiera un rincón oscuro, invisible a los demás, en su preciosa cabecita. Un espacio vacío de cosméticos, repleto de inquietudes y sentimientos contradictorios. Desde aquel instante, poco a poco, su apaciguamiento, su simplicidad en el análisis de lo cotidiano, su permanente: «no pasa nada, verás como todo se arregla», pasaron a formar parte de mi vida, lo hicieron sin que me diese cuenta y para siempre. Remedios, se convirtió en mi amiga; en parte de aquel maravilloso trío apodado como: las brujas de Eastwick.

Ayer, desde la ventana de la cocina, me observaba inquieta. Quizás esperaba la salida de Carlos tras de mí. Contuve la respiración, intenté forzar una sonrisa que no dibujaron mis labios y abrí la cancela. Al verme entrar en el jardín salió apresurada, con gesto de desasosiego, mientras se secaba las manos en el mandil rosa, mientras el olor a tostadas y café recién hecho escapaba tras sus pasos.

—Me marcho al pueblo unos días —le dije.

—¿Tu madre está bien? —preguntó preocupada.

—Sí. Necesito cambiar de aires, darme un pequeño respiro. Ya sabes… —dije tras una pausa, agachando la cabeza porque me sentía incapaz de aguantar su mirada demasiado tiempo.

Sé que no me creyó. Lo noté en la forma en que cogió mis manos entre las suyas, en su mirada condescendiente y cómplice. Lo supe porque no volvió a la casa, porque permaneció estática y silenciosa hasta que el coche giró la curva y se perdió en el entramado de las calles que componen la urbanización. Se quedó allí, prediciendo un adiós que no se produjo, pero que ella intuyó en el instante en que mi maleta de mano, sólo Dios sabe por qué razón, se abrió sobre la acera y vio la pequeña bolsa de terciopelo rojo en su interior. Aquella bolsa que ella misma confeccionó con las cortinas del herbolario de Sheela. Entonces, con los ojos llenos de lágrimas, dijo:

—¿Me llamarás cuando lo hagas? —asentí cabizbaja y avergonzada por mi falta de sinceridad, de valentía, y tomé el taxi que acababa de llegar. Lo hice rememorando un momento concreto de nuestra vida, el más importante que ambas compartimos junto a Sheela. Un instante que llegado el momento también compartiré con usted, madre.