Después de una sórdida noche de insomnio en la que los recuerdos de nuestra vida en común fueron aflorando uno a uno, al amanecer, bajé las maletas del altillo y comencé a introducir en ellas mi ropa. Me vestí con los viejos vaqueros y me calcé las deportivas que tanto odiaba Carlos. Él dormía, como era habitual profundamente, ni un seísmo de 7,7 en la escala de Richter habría conseguido despertarlo. No dije nada, ni tan siquiera me acerqué a los dormitorios de Mena y Adrián. Ellos estaban acostumbrados a mis paseos matutinos en soledad y aunque hubiesen escuchado mi ir y venir por la casa, no les habría incomodado en su descanso. Como una sombra atravesé el pasillo y salí a la calle. Llovía, en mi vida siempre llueve, todos los días importantes de mi vida están pasados por agua.
El viejo «Mercedes» del vecino permanecía aparcado frente a mi casa. Sus faros redondos se fijaron en mí como si fuesen los ojos de un abuelo, desaprobando mi huida. El parachoques pareció recriminar mi marcha. Incluso, imaginé como decía: «Huyes, ¡cobarde! Siempre fuiste una cobarde». Agaché la cabeza y dejé de mirarlo porque, en cierto modo, de alguna manera, me sentía un poco cobarde. Caminé unos pasos, tomé aire y di un último vistazo a la casa. Después, tras unos instantes de ensimismamiento, limpié las lágrimas que resbalaban por mis mejillas, abrí el paraguas rojo de Sheela, me cobijé bajo él y sonreí. Le sonreí desafiante al «Mercedes», al hortera del vecino que, como todos los sábados, tenía su butaca de patio instalada bajo el porche y me contemplaba sin decoro, absorto, enfundado en su pijama a cuadros y sosteniendo el café humeante en la mano izquierda, mientras que con la derecha pasaba las hojas del periódico que jamás leía. Tal vez sí, quizá lo leyese, pero estoy segura que no entendía ni uno de los párrafos del diario. Esquivando su mirada que permanecía fija en el trolley y la maleta roja de mano que yo había dejado en la acera, me acerqué a la cancela de Remedios, mi «adosada» Remedios…