Hace tres horas que permanezco en el hotel. Durante ellas, he levantado el teléfono varias veces y lo he vuelto a colgar, hasta que, por fin, sujetando el paraguas rojo por su empuñadura con fuerza he marcado el número de teléfono de casa. Lo ha cogido Carlos. Después de escuchar, en el más absoluto de los silencios, mis explicaciones, ha respondido con una frase en la que se adivinaba una amenaza:
—Espero que sepas lo que has hecho.
No me dio tiempo a responder, cuando intenté articular un sí, había colgado.
No sé por qué fue ayer cuando tomé la decisión, cuando decidí abandonarlo todo de la manera en que lo hice, sin antes dejar caer una advertencia, una queja o un silencio de más durante los atropellados desayunos, los almuerzos domingueros o las cenas vacías de velas, vino y rosas. Sin una lágrima premonitoria o acusadora. Sin las razonables omisiones de mis deberes cotidianos y humanos. Sin esa llamada de auxilio que suele anteceder a una crisis emocional. Lo hice en silencio, sin que mis pasos se oyeran, sin que mi rostro expresara un gesto de desacuerdo o malestar ante aquella cotidianeidad en la que yo me sentía parte del mobiliario. Quizá el desencadenante fuesen sus últimas e insípidas caricias, en las que yo parecía no tener rostro, podía ser cualquiera bajo sus manos, porque ellas habían dejado de reconocerme bajo las sábanas, me había convertido en una más, en la de siempre. Y lo peor no era que yo lo sintiese de aquella forma, lo peor era que él, Carlos, también lo sabía y no parecía importarle lo más mínimo.
Contemplé el reflejo de mi cuerpo desnudo en los cristales del dormitorio, mientras la lluvia golpeaba el vidrio con rabia y las gotas se deslizaban como lo hacían mis lágrimas mudas; sin fuerza, dejándose llevar. Mientras él, Carlos, desnudo frente al espejo del baño, pletórico de éxtasis carnal, levantaba su mentón y me preguntaba, en voz alta, si la caldera estaba encendida porque iba a darse una ducha.
Aquella noche tomamos, tomé, demasiado vino. El alcohol se hizo dueño absoluto de mi conciencia. Poco a poco noté como el pulso se iba ralentizando. La música sonaba lejana, ausente. Le miré y supe que aquel día formaría parte de otros tantos, que pasaría como habían pasado los demás; carentes de sentido. Sin embargo, a pesar de todo lo que había sucedido entre nosotros, de la soledad, seguía deseando sus manos sobre mi cuerpo, el arrastre cálido de sus dedos por mi piel. Anhelaba su mirada profunda recorriendo frívola la comisura de mis labios, la protuberancia de mis caderas, el blanco enlechado de mis pechos. Y volví, una vez más volví a dejarle hacer. Controlé mis ansias de placer porque sus deseos siempre se superponían a los míos. En cada uno de nuestros encuentros carnales yo me contenía, frenaba mi necesidad, mi ansia, hasta que él se deshacía, hasta que sus párpados caían. Sentía, sí, yo, a pesar de los años transcurridos, de la apatía, de la sinrazón que abrigaba nuestro común diario, seguía sintiendo, pero lo hacía a través de él. Por ello, por aquel vacío de sentimientos y placer propio, que no ajeno, aquella noche, Carlos, mi Carlos, el Carlos que yo había creado y mantenido, desapareció. De un plumazo su vida y mi vida dejaron de formar parte de aquellas películas absurdas con las que alguien llenó las horas vacías de mi infancia. De aquella farsa que había encorsetado mi forma y manera de ver la vida, incluso de enfrentarme a ella. En ellas, las princesas se quedaban embarazadas después del beso casto, casi inmaterial del príncipe que daba paso al FIN. Los platos del banquete nupcial estaban cargados de manjares exquisitos, que no costaban un duro, y el pelo largo de las jóvenes no necesita bigudíes para rizarse. En un instante impreciso, rápido como un destello de luz, me sentí parte de una mentira, de una gran mentira. Ni Carlos era un príncipe de cuento, ni yo era como esas jóvenes de ojos azules y pechos prietos, rubias como la cerveza.