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Todos pensábamos que aquello sería eterno, que nuestra casa jamás estaría vacía de risas; de gritos, de carreras, de comidas casi multitudinarias. Sobre todo lo creía usted que aseguraba que le poblaríamos la finca de nietos, que jamás se vería sola. Pero, poco a poco, todos, a excepción de Carlota, que se quedó en el pueblo, nos fuimos marchando. Padre también se fue, se fue antes de que llegara su hora. ¡Cuánto le quise!, le adoraba. Aún añoro sus charlas junto a la chimenea, el sonido melancólico y pausado de su voz; tan profunda como su mirada. Echo en falta el humo de su pipa garabateando siluetas en el aire; su olor, y la aspereza proletaria de la palma de sus manos, con las que tantas veces acarició mi nuca.

«Sin carrera eres un señor. Con carrera eres el señor Don», solía decir para darnos ánimos, para que ninguno dejásemos de estudiar. Para él, todos estábamos capacitados, a excepción de Carlota que siempre se negó a ello. Imagino que ella, mi hermana, será quien lea para usted estos folios. Siempre le gustó leer en voz alta. Desde pequeña, si algún día lo fue, porque yo siempre la recuerdo mayor, tuvo muy claro que sería madre y esposa. Que pasaría sus días sin pena ni gloria, pero feliz, aterradoramente feliz, en ese horizonte empequeñecido por los quehaceres diarios, raptado por las tareas cotidianas que no van más allá de las necesidades de los demás y que, para ella, eran y siguen siendo el pan y la sal de su vida. La admiro por ello. La admiro por conseguir lo que quería, por tenerlo claro. Tal vez ahí resida el misterio de la supervivencia, en creer que uno es feliz, en no distinguir la alegría de la felicidad.

El autobús está cerca de la terminal. Está lloviendo. Cuando mi avión despegue habrá pasado el tiempo necesario desde mi ausencia para que Carlos comience a inquietarse y se pregunte dónde ando, cuál es el motivo trascendental que me ha llevado a ausentarme del campo de batalla, por qué no permanezco como de costumbre, estoica en el lugar de siempre.

Adrián no percibirá mi ausencia hasta la hora del almuerzo. Él seguirá perdido en los miles de apuntes que necesita aprender, casi al pie de la letra, para aprobar la oposición que le hará merecedor del titulo de notario, ardua labor que le ha hecho perder tres largos años de intentos frustrados. Adrián es igual que su padre, robusto, varonil y obstinado hasta la demencia. Ajeno al resto de inquietudes que no sean las suyas.

Mi pequeña Mena estará en el baño. ¡Siempre está en el baño! Ella es el reflejo de lo que siempre he deseado ser: alguien inalterable ante las exigencias de los demás. Mi niña no se preguntará dónde ando. Si quiere saber algo de mí irá directamente a las pirámides. Se perderá en ese mar de arena empachado de historia y me buscará bajo la sombra invisible que refleja la figura de Hatshepsut, la dama del Nilo.

A estas alturas, madre, ya se habrá dado cuenta de que viajo sola, que ninguno de ellos, ni Mena, ni Adrián, ni Carlos saben nada de mi marcha. Se habrá percatado de que me he marchado sin dejar aviso, que he dejado a mis hijos y a mi marido. A estas alturas usted estará sacando el pañuelo de su manga para limpiar el lagrimeo constante que mis palabras le producirán. Y me atrevo a adivinarla acercándose a la cómoda en busca del retrato de padre, quejicosa y renqueante. La imagino limpiando el cristal que protege su foto con la manga de la camisa negra después del consabido beso, estirando el paño de ganchillo blanco sobre el que descansa. Tras unos instantes de ensimismamiento, sé que lo volverá a colorar con una escrupulosidad casi obsesiva, y se alejará, cabizbaja e hiposa, moviendo la cabeza de un lado a otro.

El autobús ha llegado. Tengo que dejar de escribir. Pero sólo por un instante. Cuando el ruido de los motores me llene el estómago de burbujas, cuando las ruedas se escondan en la barriga del Boeing 747, entonces, para calmar el miedo ancestral, oceánico y profundo que siento a volar, haré lo único que siempre ha conseguido calmar mis ansias, mi inseguridad y mis penas; hablar. Volveré a hablar con usted a través del papel.

¡Internacional! Pone salidas internacionales. Créame madre; me gustaría tanto que estuviera aquí.