1

Madre, soy Jimena. Sé que apenas me recuerda. Siempre pasé por su lado como una sombra parlante a la que nunca logró prestar atención. En casa éramos demasiados y a usted siempre le faltó tiempo. Lo entiendo, entiendo su falta de tiempo, pero jamás pude comprender la carencia de justicia en la repartición del mismo.

«La fuerza se te va por la boca. Hablas demasiado. Como no rectifiques tu forma de ser, tendrás muchos problemas», solía decir como única e invariable respuesta a mis intentos de conversación.

No se equivocó. He tenido problemas, infinitos problemas, pero no por hablar demasiado. Los he tenido porque nadie, empezando por usted, tuvo tiempo para escucharme.

Mi vida siempre fue una lucha constante por conseguir su atención, su beneplácito. Ahora el paso de los años me ha otorgado la capacidad de ver la realidad y poder aceptarla sin que ello vaya más allá de una toma de conciencia. Sin que la soledad sentida me obligue a derramar una sola lágrima. A diferencia de antaño, hoy no necesito que alguien me escuche. He aprendido a dialogar conmigo misma. Este desarraigo, en parte, se lo debo a usted. Sin embargo y a pesar de ello, necesito hacerla saber quién es su segunda hija, aquella joven delgada, casi escuálida, que un día se marchó del pueblo buscando hacer realidad un sueño, un sueño de cuento que aún no ha cumplido. Usted me lo debe, me debe ese tiempo que nunca me dedicó, esas conversaciones que nunca tuvimos… Pero sé que la única forma que tengo de conseguir mi propósito, de que usted me escuche, es a través de estos folios.

El autobús desde el que la escribo se dirige al aeropuerto. Me voy a Egipto.