PRÓLOGO

Felipa, a pesar de su ancianidad, tenía una belleza serena, aunque su carácter, huidizo y desarraigado, le daba a su faz un toque de frialdad marmórea. Aquella mañana arrastraba su cuerpo delgado, casi famélico, por las baldosas húmedas, vetustas y desiguales que conducían al establo. Caminaba en silencio, cabizbaja y renqueante, ensimismada en el sentido de las palabras que, haciendo un gran esfuerzo ocular, había conseguido leer. De vez en cuando se paraba y, tomando el escapulario que colgaba de su cuello, susurraba una especie de plegaria.

Su vedeja, de un color ceniciento, se mecía en el aire, en la frialdad del albor. El cántaro de latón parecía querer escapar del balanceo enfermizo de su añosa mano. Él, aún gozaba de lozanía. Su mocedad había sido mantenida por aquella anciana a la que la vida se le escapaba. Por ello, aquella alcuza que había llevado la leche recién ordeñada de la mejor vaca del establo durante años, aquella mañana, parecía negarse a acompañarla. Era como si dentro de ella hubiese raciocinio. Como si tuviese la certeza de que aquella aurora sería la última en la que la luz del sol haría brillar su cuerpo de metal.

Felipa miró el campo cubierto de rocío y suspiró. Con la cabeza gacha retiró la tranca y entró en el cabañal. El olor del heno y la alfalfa atenuaba el hedor de los excrementos. El ganado, que ahora estaba compuesto por cinco cabezas, no se asemejaba en nada a la vacada que, tiempo atrás, constituyó la fuente de ingresos de su numerosa familia.

«¡Cómo he podido dejar que suceda! —Murmuró, al tiempo que tomaba asiento en el viejo taburete y procedía a ordeñar una de las reses—. ¡Cómo he podido estar tan ciega! Llamaré a Carlota. Ella me leerá el resto del manuscrito. Cuando Jimena regrese hablaremos. Sí, hablaremos sin tiempo de por medio. No puedo morirme sin pedirle perdón. No puedo hacerlo…».

El cántaro se precipitó contra el suelo y la leche recién ordeñada cubrió el piso empajado. Felipa desvaneció, precipitándose con una lentitud mortuoria contra el suelo.

En la casa, las ascuas del brasero calentaban con suavidad las faldas de la mesa camilla. La lente de aumento reposaba sobre el hule. Dentro de un paquete había un centenar de folios, junto a ellos un paraguas rojo. El resguardo del envío no mostraba los datos completos del remitente. En él sólo figuraba el nombre y la ciudad de procedencia:

Jimena Alcántara; El Cairo.