La tormenta había descargado con fuerza. Llovió durante horas. Cuando Mena terminó de leer el último folio, llorosa, miró hacia la ventana y comprobó que sobre el alfeizar aún permanecían algunos trozos del granizo que había caído hacía unos instantes. Abrió la ventana y los cogió. Cerró sus manos y las llevó hacia su pecho.
Remedios se acercó a la joven y limpiando sus lágrimas dijo:
—Deberías arreglarte un poco. Tu padre, Adrián y tus tíos nos esperan, tenemos que irnos.
—¿Te das cuenta Remedios?
—¿De qué, cariño?
—Si no hubiera regresado ahora estaría aquí, con nosotros. No habría muerto. Si se hubiese quedado en Egipto, esto no estaría sucediendo. ¿Por qué volvió?, dime, ¿por qué tuvo que volver?
—Porque debía hacerlo. A veces el destino no puede cambiarse. Incluso, intuyéndolo, corremos el riesgo de interpretarlo mal. Creo que eso fue lo que sucedió.
—Sí, pero Sheela se lo advirtió. Se lo dijo.
—Has leído sus cartas, en ellas deja claro que interpretamos mal la predicción de Sheela. Pensamos que se refería a la venganza de Antonio. Jamás se nos pasó por la cabeza que pudiera sufrir un accidente aéreo. Ella tampoco sabía que tu abuela no llegaría a leer el manuscrito. La vida es esto, pequeña —dijo abrazándola con fuerza—. Debes ser fuerte.
»Raquel está esperando hace horas para hablar contigo. Ha hecho un largo viaje. Deberías hablar con ella antes del funeral. Creo que a tu madre le hubiera gustado que lo hicieses…
Cuando Raquel entró en la habitación, Mena seguía sumergida en su dolor. El granizo que había cogido se derretía entre sus manos y mojaba su pecho, pero ella no se movía. Permanecía con la vista perdida en la ventana. La anciana se dirigió hacia la joven en silencio. Cuando estuvo a su lado le tocó uno de sus hombros con suma delicadeza y dijo:
—No sabes cuánto lo siento. Su muerte también ha desgarrado mi alma. He traído esto —dijo dándole a Mena un paraguas rojo—. Lo olvidó en el apartamento. Es el que le regaló Omar. Junto al paraguas también olvidó este libro. El rodaballo.
Mena cogió el libro y sonrió. Lo apretó contra su pecho y dijo:
—Era tozuda, tozuda como ella sola. Siempre andaba con este libro a cuestas empeñada en terminar de leerlo, y, mira, el marca páginas sigue en el mismo lugar —concluyó rompiendo a llorar…
Cuando el coche, camino del cementerio, atravesó la urbanización y el pueblo, a su paso, poco a poco, las aceras fueron tiñéndose de rojo. Sobre ellas, cientos de paraguas se abrían uno tras otro. Bajo ellos estaban todas y cada una de las mujeres a las que Sheela, Remedios y Jimena habían consolado con su magia. Con las que habían compartido penas y soledad tras las rojas cortinas del herbolario, bajo el más absoluto de los anonimatos. Un anonimato que ellas mismas, aquel día, decidieron no guardar porque, igual que lo fueron Jimena y Sheela, también eran mujeres de agua que necesitaban un paraguas rojo para protegerse, para no desaparecer bajo la lluvia al darle la mano a la soledad.
FIN