CAPITULO IX
Familia y religión en los años cuarenta
LA PENURIA TAMBIÉN AFECTABA A LAS FAMILIAS de clase media, por lo general adictas al Movimiento Nacional y que llevaban una vida austera, formalmente religiosa y silenciosa:
La obediencia, el cuidado de no murmurar, de no concedernos la licencia de apostillar…La fórmula es esta: el silencio entusiasta [1].
Ante las dificultades de la vida debían mantener «impasible el ademán», siguiendo el ejemplo del Caudillo, quien, según su esposa, «carece de nervios. No se queja de nada». Y el propio Franco había afirmado: «No hemos venido a regalarnos en la vida ni a disfrutar de esa paz que muchos burgueses aman[2]». Lo que oficialmente estaba en contra del escandaloso florecimiento de los grandes estraperlistas, que se enriquecían sin ningún pudor.
Desde el franquismo se repetía que la felicidad era un propósito rechazable:
Los falangistas no sentimos hoy la nostalgia del bienestar material, ni mucho menos de aquella triste época de la vida fácil [3].
Se trataba de obtener una alegría sobria, tensa, sublime, como algo atormentado y «viril», cambiando el «estilo de vida», llenándolo de valores espirituales y vaciándolo de contenidos materiales. Se trataba de conformarse sin rechistar con lo que a cada uno le tocase, con lo que Dios mandase, porque la vida fácil había sido una indecencia.
Los viejos estilos habían quedado para los países sin fe, donde un aire malsano de paganismo tendía a engendrar igualdad entre la mujer y el hombre. La mujer de España, por española, era ya católica. Consolaba tener a la vista la imagen de esas mujeres españolas, comedidas, hacendosas y discretas, y no había que dejarse engañar por ese otro tipo de mujer ansiosa de esnobismo que adoraba lo extravagante y extranjero. La nueva —y vieja— mujer española debía ser el fundamento y el reflejo de la futura familia. Debía ser «muy mujer», como Santa Teresa de Jesús o como la esposa del Generalísimo, mujer de su casa, de su marido y de sus hijos, de su familia. En esa sociedad jerarquizada que era la familia, la misión de la mujer había de ser fundamental, tal como decía Pilar Primo de Rivera:
Ahora viene la labor callada y continua, que no nos traerá más compensación que el pensar como, gracias a la Falange, las mujeres van a ser más limpias, los niños más sanos, los pueblos más alegres y las casas más claras [4].
La Sección Femenina de Falange debía formar mujeres que supieran cumplir sus deberes familiares, pues la familia cristiana existiría mientras la mujer tuviese la firme convicción de conservarla y de mantener el hogar sagrado, protector y armónico. Para ellas había creado «escuelas de hogar» por todo el país y el Servicio Social obligatorio para mujeres solteras o viudas sin hijos:
Queremos apegada con nuestras enseñanzas de una manera más directa a la labor diaria, al hijo, a la cocina, al ajuar, a la huerta y darle al mismo tiempo una formación cultural suficiente para que sepa entender al hombre y acompañarlo en todos los problemas de la vida [5].
Las afiliadas a la Sección Femenina, solteras en su mayoría, eran las encargadas de formar a la nueva mujer española, cuyo destino era el hogar, tal como se había decretado en 1938 como la tendencia del Nuevo Estado, y así lo fueron demostrando las nuevas regulaciones jurídicas que restringían sus derechos civiles. Se la estimulaba a casarse, por ejemplo, concediéndole préstamos a la nupcialidad, con la condición de que renunciase al trabajo después de contraer matrimonio y a tener otro empleo mientras que el marido no estuviese en paro forzoso o incapacitado para el trabajo. La mujer casada no debía trabajar, y la soltera tampoco, a no ser que la familia lo necesitase. En cualquier caso determinados trabajos, mal vistos socialmente, le estaban vedados o desaconsejados.
Según Carmen Martín Gaite, no estaba mal visto que la mujer estudiase si era como un adorno en el ajuar que debía aportar al matrimonio, porque si se casaba era para ser madre de familia [6]. Se le recomendaba prudencia en los estudios, como si se tratase de una droga peligrosa que había que dosificar debidamente, debiendo abandonarla si se comprobaba que hacía daño, o que menoscababa las exquisitas esencias de la feminidad. Y se temía la vulgarización de los estudios universitarios para las chicas de clase social inferior, porque podría suponer una subversión de los valores y una vuelta a las andadas:
La vocación estudiantil en las mujeres no debe ser ensalzada a tontas y a locas. La «elegida» para estudiar era una muchacha de aire deportivo y alegre, de familia intelectual cuyo medio la lleva a refinarse…sin abandonar su ser exquisitamente femenino, que es ante todo preparación del hogar, modales suaves y pureza de pensamiento y costumbres [7].
De hecho, la mujer recuperaba su tradicional condición de sexo débil y dependiente, incapacitada para las tareas intelectuales y las tareas productivas fuera del hogar. Su trabajo fuera de casa era contemplado con recelo y como ocasión propicia para la relajación de la moralidad, y si necesitaba trabajar, era preferible que lo hiciera dentro de casa, cosiendo, bordando, confeccionando ropa, etc.
Porque tú no naciste para luchar; la lucha es condición de los hombres y tu misión excelsa de mujer está en el hogar, donde la familia tiene el sello que tu le imprimes. Trabajar si; el Nacional-Sindicalismo no admite socialmente a los seres ociosos, pero trabajarás racionalmente, mientras seas soltera, en tareas propias de tu condición de mujer. Después, cuando la vida te lleve a cumplir tu misión de madre, el trabajo será únicamente el de tu hogar, harto difícil y trascendente, porque tú formarás espiritualmente a tus hijos, que vale tanto como formar espiritualmente a la Nación [8].
Se temía que la mujer actuase en política, que tuviese iniciativas propias, como habían hecho las mujeres rojas. Lo único que debía hacer era enamorarse, casarse, cuidar del hogar y tener cuantos más hijos mejor. Lo malo era que nadie iba a enseñarle nada sobre el amor.
CONSEJOS Y NORMAS PARA LA MUJER CASADERA
En las Escuelas de Hogar y en el Servicio Social, la Sección Femenina enseñaba religión, cocina, formación familiar y social, corte y confección, economía doméstica, canto y puericultura. Y también doctrina nacional-sindicalista y gimnasia, porque la gimnasia y el deporte ejercían una acción bienhechora sobre la mujer y la hacían más apta para su misión natural. Pero la simple mención al cuerpo femenino hizo poca gracia a los sectores más conservadores de la Iglesia española. Así lo entendía el Obispo de Madrid-Alcalá:
El desenfreno deshonesto no necesita ciertamente de grandes estímulos para desarrollarse. Antes bien, se revela con pujanza en cualquier circunstancia, pues en la juventud suele acrecentarse, so pretexto de lícitos ejercicios deportivos y gimnásticos hasta enmascarar un neopaganismo de incalculables consecuencias [9].
Como respuesta, la camarada Primo de Rivera ofreció la garantía de estar creando una gimnasia genuinamente española, decente y con «pololos».
Los obispos españoles se preocupaban mucho por la decencia en el vestir de la mujer española, advirtiendo de la mala influencia que podía ejercer la moda, el cine o cualquier otro espectáculo. El cardenal Gomá ya se había lamentado de que «quizás en toda la historia de la indumentaria femenina no se encuentre época semejante al desenfreno de la moda actual[10]». Y su sucesor en la Sede Primada de Toledo, el cardenal Pla y Deniel, dictaba en 1942 unas «normas concretas de modestia femenina», referidas principalmente a la vestimenta:
Los vestidos no deben ser tan cortos que no cubran la mayor parte de las piernas, no es tolerable que lleguen solo a las rodillas. Es contra modestia el escote, y los hay tan atrevidos que pudieran ser gravemente pecaminosos por la deshonesta intención que revelan o por el escándalo que producen. Es contra modestia el llevar la manga corta de manera que no cubra el brazo hasta el codo. Es contra modestia no llevar medias. A las niñas debe llegar la falda hasta la rodilla y las que han cumplido 12 años deben llevar medias. Los niños no deben llevar los muslos desnudos. No es peligro baladí el que hoy un joven y una joven vayan solos a lugares apartados o estén solos en lugar no público, y los padres no deben permitirlo, y pecan cuando lo consienten [11].
Todos los boletines diocesanos lanzaban rayos y centellas contra la mujeres desvergonzadas que se atrevían a ir por la calle sin medias, o vestían pantalones, o fumaban o entraban en los bares como si fueran hombres. Y en las iglesias se advertía que las mujeres debían llevar cubierta la cabeza con un velo, medias y evitar vestidos atrevidos y con manga corta.
Había que recristianizar también a los hijos de los vencedores, «corrompidos» de algún modo por la libertad de costumbres que mostraban las películas americanas, aún censuradas: el mimetismo era el primer paso para la disolución de la Patria. Aquel mimetismo se reflejaba de un modo desvaído en la vestimenta, en las costumbres y en el lenguaje de cierras jóvenes de clase media, que no podía contrarrestar el insulso y retórico cine español, patriótico, folclórico y escasamente persuasivo. Por eso los sectores eclesiásticos atacaban al cine americano y al cine en general, «aquella escuela de perversión, aquel pudridero de emociones, aquella guillotina del alma, aquel albañal inmundo[12]». La mayor condena tal vez fuera la del Obispo de Pamplona, monseñor Olaechea:
Son los cines tan grandes destructores de la virilidad moral de los pueblos, que no dudamos que sería un gran bien para la Humanidad que se incendiaran todos los de la tierra cada dos días por semana. En tanto que llegue ese fuego bienhechor, feliz el pueblo a cuya entrada rece en verdad un cartel: No hay cine.
El cine era especialmente nocivo para los jóvenes «en espera de bodas», según afirmaba el moralista Maximiliano Mazzei:
Ten delante el cuadro de las señoritas que tienen verdadera manía con el cine: descontentas de sus vidas mediocres, siempre en espera de algún acontecimiento extraordinario al que abandonarse por completo, faltas de un sólido equilibrio porque moralmente se inclinan a una vida amoral y malsana [13].
Pero la realidad era muy simple: el ambiente que reflejaba el cine era mucho más atractivo que el modelo nacional catolicista, basado en el aguante y la austeridad.
La ira de los eclesiásticos contra la «indecencia» de la mujer española aumentaba cuando se acercaba el verano. El Obispo de Las Palmas ordenó a sus sacerdotes que negasen la absolución a todas las personas, que, previamente advertidas, persistieran en tomar baños de sol en traje de baño en compañía de personas de otro sexo. Y el brazo secular del Estado apoyaba la ira de los Obispos, dando normas para el baño en las piscinas y en la playa, separando los sexos, reglamentando los trajes de baño, haciendo obligatorio el uso del albornoz, etc. Se insistía en la indecencia de la moda, atentatoria del debido pudor femenino. La mujer no debía incitar al pecado a los hombres, pero tenía que tener la habilidad para atraer a quien debía ser su futuro marido. Lo que no era fácil, por la escasez de varones solteros y en disposición de casarse, por lo que la vida de toda chica joven era un continuo deseo de encontrar a alguien a quien someterse, con quien casarse. Y no debería seguir el modelo de las llamadas «chicas topolino», igualmente deseosas de atrapar un marido, pero modernas, desenvueltas, desenfadadas, coquetas, un tanto deslenguadas, extravagantes y llamativas en el vestir [14]. Eran las hijas de los nuevos ricos, de los grandes estraperlistas, cuyos métodos para conseguir un buen marido no eran los más eficaces, según se repetía desde las instancias oficialistas.
En todo caso, el riesgo era quedarse soltera, que se le pasase la edad de casarse y que dejase de ser una chica casadera, y para evitarlo debía «saber arreglarse», tener estilo, esforzarse por ser simpática, tener personalidad y mostrarse discretamente sonriente. La que no se casaba era porque no podía, mientras el hombre que no se casaba era porque no quería. La soltería para la mujer debía ser la espera tensa de un príncipe azul, y si no lo encontraba debería trabajar o seguir bajo la protección de la familia, pero no podía ser feliz. Sin embargo, no era fácil encontrar marido cuando la mujer decente había de vivir segregada sexualmente de los hombres, ya que la coeducación había sido drásticamente prohibida por el Régimen. De la madre solo aprendía la «sabiduría maternal».
Según las revistas y los consultorios sentimentales de la radio, las chicas casaderas debían saber atraer al hombre, pero tenían que hacerse respetar y no dar facilidades a los posibles acosos de un amor impetuoso o repentino. Habían de ser discretas, no «soltarse el pelo», no fumar en público, y así habrían de llamar la atención de un hombre, ser vistas entre la multitud de candidatos posibles, fijarse en alguien y poder atraparlo después. No era fácil casarse en aquellos tiempos: el novio debía adquirir una posición sólida y relativamente estable, lo que requería tiempo, sobre todo cuando se pertenecía a la clase media. Se hablaba en los años 40 de una crisis de la nupcialidad, porque la gente se casaba poco y tardíamente, en contra de lo que aconsejaba la moral conservadora.
Vallejo Nájera atribuía esa crisis de la nupcialidad, no a la difícil situación, sino a la existencia de «enemigos del matrimonio canónico» en una sociedad que al parecer no había sido suficientemente depurada: una literatura que exaltaba el amor por encima del matrimonio, que fomentaba la seducción y el libertinaje, lo que conducía a la prostitución, alejaba a los jóvenes del matrimonio e incapacitaba a los hombres para las relaciones conyugales; la mujer que prefería independizarse con el trabajo y a través del estudio, también se arriesgaba a quedarse soltera porque la vida estudiantil predisponía al celibato, alejándola del matrimonio y la maternidad. La mujer moderna deseaba ganarse el pan, no estar sujeta al marido, y poblaba talleres, oficinas y aulas, desempeñando profesiones para las que no estaba dotada biológicamente, perdiendo personalidad y salud.
En la empeñada lucha contra el varón resiéntase la salud de la mujer, y pronto piden socorro, pues cuando no pueden con los estudios refúgianse en el histerismo, que las incapacitará en lo sucesivo para ser perfectas madres de familia [15].
Según Vallejo Nájera el trabajo femenino fomentaba el concubinato, el matrimonio biológico y el celibato. Pero el principal enemigo del matrimonio era el solterón, aislado socialmente y propicio al trato fácil con las mujeres de vida extraviada, y a veces con características verdaderamente patológicas: individuos introvertidos, de temperamento hipersensitivo o fríos y de actitudes desconfiadas y suspicaces.
Las jóvenes debían aislarse del ambiente social moderno, si no querían contagiarse de sus impurezas y perder la inocencia y el pudor, las dos joyas inapreciables que retrasaban tradicionalmente «el amor sexual de la mujer». La castidad de la mujer era posible y necesaria, si no desfloraban el alma las influencias ambientales. También era posible y conveniente para el joven, porque los hombres y la mujeres continentes eran ejemplares y prolíficos padres de familia. Por eso la preparación de los jóvenes para el matrimonio reclamaba educación sexual, aunque, según Vallejo, «no puede hablarse de educación sexual mientras se ensalce el donjuanismo y sean admirados los chulos de lupanar y taberna. No puede hablarse de educación sexual mientras persista como costumbre tolerada el piropo callejero, como exponente de la rijosidad del pueblo». En todo caso, para Vallejo la educación sexual no consistía en levantar velos sino en acorazar a los jóvenes contra los impulsos del instinto, enseñándoles a dominar sus pasiones. Pero sobre esta materia era mejor que hablasen los sacerdotes antes que los biólogos y los sacerdotes hablaban, a menudo devolviendo la pelota a los médicos, como lo hizo el conocido jesuita Valentín Incio en un libro publicado en 1939 y declarado de utilidad social:
Según el juicio de los más afamados médicos, las perturbaciones cardiacas, la debilidad espinal, la tisis pulmonar, la epilepsia, las afecciones cerebrales, la enteritis crónica, etc. y de un modo especial la sífilis, son ordinariamente triste herencia del pecado deshonesto [16].
Había que evitar el pecado y su ocasión: el baile agarrado, ir del brazo con la novia, bañarse en las playas y en las piscinas sin separación de sexos, ver películas inmorales, leer determinadas novelas, etc. Y mantener la virginidad, la castidad, antes o fuera del matrimonio, cargando las tintas sobre la mujer, que con su aspecto y modo de vestir, podía provocar al hombre, aunque ella estuviese incapacitada para el goce sexual, según se decía.
FAMILIAS HONRADAS Y FAMILIAS ASOCIALES
Los españoles debían casarse pronto y tener todos los hijos que Dios quisiera, es decir, muchos, porque el Nuevo Régimen estaba obsesionado con que la grandeza de la Patria llegaría cuando tuviese 40 millones de habitantes. En 1940 la población española no llegaba a 26 millones, y las previsiones demográficas no alimentaban el optimismo. Por eso había que activar todos los recursos, estimular la nupcialidad y la natalidad, y estigmatizar la soltería. Cierto que en España la solterona lo era en contra de su voluntad, pero también porque su frivolidad y actitudes imitadas de la pantalla cinematográfica hacían que los muchachos serios y de brillante porvenir se retrayesen del matrimonio. En muchos casos eran muchachos tímidos, víctimas en buena medida de la forzada segregación de sexos en que habían sido educados, aunque nadie lo reconociese…Para fomentar la natalidad, el Estado prohibió, persiguió y castigó severamente cualquier práctica anticonceptiva o abortiva, y protegió a las familias numerosas:
Solamente los pueblos con familias fecundas pueden extender la raza por el mundo y crear y sostener un imperio.
Y el aumento de la natalidad se produjo especialmente en las zonas rurales y en los matrimonios muy católicos y patrióticos. Porque procrear era patriótico y, además, según el psiquiatra López Ibor, los hogares con muchos hijos eran más alegres. Los hijos eran una bendición divina, y si un matrimonio no tenía hijos era porque no contaba con la gracia de Dios, porque no había sido bien dotado por la naturaleza o porque utilizaba métodos ilícitos para evitar la descendencia.
Para que la familia fuese feliz y armónica era preciso mantener el «fuego sagrado del hogar», que se alimentaba por la influencia que ejercía la tradición de una «familia honrada», las costumbres familiares sanas, la religiosidad y el patriotismo. Era importante el amor que se tuviesen los padres y nefasto, las discordias, las costumbres morales, la holgazanería y los vicios. Las ideas políticas podían ser corrosivas si eran diferentes entre los miembros de una misma familia, tal como sucedía a menudo en las clases más humildes, donde el cabeza de familia era levadura que hacía aumentar los odios y rencores, fomentando desde su infancia la infelicidad:
Las ideas políticas contrarias a la llamada moral burguesa ejercen nefasta influencia sobre el fuego sagrado del hogar, pues aprende el joven falsos principios acerca de sus pretendidos derechos, además de combatirse la idea de la jerarquía, por lo que se socavan los cimientos de la familia cristiana y se fomentan todas las rebeldías [17].
Sin duda Vallejo se refería a las familias de los vencidos no convencidos, cuyas «cabezas» estaban o habían estado en la cárcel, o habían desaparecido. Pero lo que no sabía era que en esas familias, por instinto de conservación, no se hablaba de política, imperaba el silencio.
En el mismo sentido, Vallejo Nájera se refería a la existencia de las «familias asociales», caracterizadas por la indiferencia que mostraban los cónyuges por su porvenir, por la holgazanería en el trabajo y desidia en la economía doméstica y por su propensión al vagabundeo y a la delincuencia. Eso no tenía que ver con las condiciones económicas en que estas familias tenían que vivir, porque la asocialidad estaba en ellas mismas:
La asocialidad de algunas familias dimana de la anormalidad psíquica de uno o de ambos cónyuges; no es necesario que padezcan locura, basta con la dotación de su psiquismo de ciertas características psicopáticas.
Es decir, era un psicópata el que generaba una familia asocial, y no al contrario. El psicópata era un degenerado psíquico propenso a la delincuencia, la inmoralidad, el desbarajuste económico de la familia y la provocación de conflictos sociales. Y como ejemplo ponía Vallejo al inmigrante del campo:
Un jornalero analfabeto que prefiere las grandes ciudades a las pequeñas aldeas, porque en las últimas se le hace el vacío a causa de su mala conducta; la mujer prefiere el trabajo en la fábrica a las faenas domesticas, teme o detesta la prolificación y es complaciente en escarceos extraconyugales [18].
Volvía el psiquiatra a su anterior teoría sobre la degeneración psicopatía de los vencidos, condenando ahora a las familias pobres.
El error de Vallejo Nájera no estaba en la observación de las llamadas «familias asociales», en muchos casos familias rojas, desintegradas y con hijos en situación de abandono, sino en atribuir su origen a una psicopatología individualizada y en absoluto comprobada, tal como ha atestiguado la memoria oral de numerosos supervivientes de la época, que tuvieron que soportar la marca del estigma psicopático. Fue tremendamente duro el sobrevivir eludiendo constantemente el estigma de rojo y manteniendo las convicciones republicanas. A muy duras penas lo consiguió Enriqueta O’Neill, de familia de exquisita cultura laica y madre de la conocida feminista Lidia Falcón, que ha contado su historial [19]. Durante la guerra Enriqueta trabajó en Film Popular, una empresa que en Barcelona se dedicaba a la importación de películas soviéticas, y tuvo a su cargo a su madre y a su hija, pues estaba separada del marido, César Falcón, conocido agitador cultural de aquella época. Cuando los nacionales entraron en la capital catalana, se quedó sin empleo y tuvo que unirse a los centenares de mujeres, hambrientas y angustiadas, que a diario buscaban el modo de llenar el puchero, al tiempo que buscaba trabajo desesperadamente. Escribe Lidia Falcón:
Este período de esperas, de rechazos sucesivos, de búsqueda hambrienta por las calles de la ciudad, debió ser el más siniestro de todos los vividos por mi madre. Ciertos comentarios, una amargura peculiar cuando se mencionaba el tema, me dejaron entrever que las tres comimos muchos días gracias a la belleza exhausta de mi madre. Fue la experiencia más gravosa para ella. De aquellos días quedaron los más odiosos recuerdos, y el rencor por la ignorancia de la abuela, por la irresponsabilidad tranquila con que su madre acogió las entregas de dinero sin preguntar nada.
No encontraba trabajo, pues nunca hubiera podido manejar una maquina de hilar o de tejer, y sus escasas fuerzas le impedían fregar suelos o cargar fardos. No tenía más títulos ni avales que su aspecto físico y su refinada educación.
Solo la desesperación le llevó a presentarse a la convocatoria de unos puestos de secretariado en la recién creada Delegación de Prensa y Propaganda, dependiente del Ministerio de Educación Nacional y regido por miembros de Falange. Causó excelente impresión y fue admitida, aun sin los preceptivos avales de adhesión al Movimiento. A partir de entonces la familia O’Neill tenía asegurada la bazofia de comida diaria, y Enriqueta inició una suerte de relación amorosa con su jefe, José Bernabé, de ideología carlista, que se prolongó durante 20 años, aunque nunca convivieron. «Mis días de infancia bajo el amparo de Bernabé y sus relaciones con mi madre no me dejaron entonces entrever la existencia del aquel amor que era para todos patente». Bernabé siempre cuidó de la familia, desviviéndose por ella. Tuvo incluso que aceptar el chantaje de un policía, para que no denunciara el expediente completo de todos los cargos que se atribuían a Enriqueta y por los que podía haber sido condenada a 30 años de cárcel.
La familia vivió aquellos años con el miedo a ser descubierta, simulando absoluta normalidad ante todo su entorno, sin duda potencialmente hostil: «La consigna era callar y olvidar».
…Bien pronto aprendí a observar perfectamente las reglas que salvaguardaban nuestra supervivencia. Las advertencias familiares impartidas a todas horas, con la expresión severa que merecía la importancia del tema, hicieron buena mella en mi ánimo infantil. Maduré deprisa, como convenía a los tiempos, y supe reprimir mi indiscreción en los años inconscientes de la edad.
Cuando un día volvió a casa con la noticia de que la tienda de comestibles del barrio estaba cerrada, y preguntó sobre el significado de la palabra «masón», dejó estupefacta a la familia.
Difícil era explicarme el contenido de la acusación que flameaba en la puerta de hierro de la rienda, y más difícil todavía relacionarla con la desaparición del tendero. Solo quedaba el miedo que flotaba a nuestro alrededor, que se pegaba a nuestras lenguas y que imprimía un rictus de ansiedad en el rostro. Cualquiera de nuestros gestos llevaba impreso el sello del miedo. Cada día nos arriesgábamos varias veces a una catástrofe, aun en la intimidad de la casa. Si hubieran sabido que apagábamos la radio cuando se oían los primeros compases del Himno Nacional, que no íbamos a misa, que decíamos esto o aquello…O lo más peligroso de todo, que sintonizábamos la BBC o radio Moscú en su parte en lengua española, para saber el desarrollo de la Guerra Mundial.
Había que vigilar las palabras, los gestos, el vestido, porque cualquier señal podía despertar las sospechas de los vecinos: «Una imprudencia y podíamos desaparecer de la comunidad social como los tenderos en cuya puerta lucía aquel enigmático cartel». Había que hacer gala de absoluta «normalidad».
Sin embargo, la vigilancia de los mayores de Lidia era vencida a diario por el ambiente general, por la socialización correctiva de que era objeto en el Colegio Municipal al que asistía. Allí rezaba, cantaba el Cara al Sol, y no podía distinguirse de sus compañeras. La madre se las arregló para que no hiciera la Primera Comunión, lo que la hizo sentirse excluida, y luego comulgaba todos los primeros de mes como sus compañeras, aunque se sentía reo de sacrilegio, porque además no estaba bautizada. Y así Lidia fue pasando su niñez, entre beaterías, tabúes sexuales, miedo al pecado y al sexo.
Yo, en cambio, tenía que aprenderlo todo, tenía que amoldar lentamente mi ignorancia, mi rebeldía, mi carácter impulsivo a las normas de la familia, del miedo, de la pobreza, del entorno social que nos agobiaba. Y mi aprendizaje era lenco y causaba trastornos en el engranaje familiar que se mantenía a costa de múltiples sacrificios.
Pasaba hambre, pero leía libros.
LA VIGILANCIA ESPIRITUAL DE LA NUEVA JUVENTUD
El Nuevo Régimen asumió desde el principio la glorificación de la sana juventud y de su papel en el futuro, pero al margen de toda retórica, pronto quedo claro que la juventud debía ser «guiada», a través de unas organizaciones diseñadas para captar niños y adolescentes. Dichas organizaciones ya existían en la zona nacional durante el período bélico, vestían al modo falangista, desfilaban paramilitarmente, cantaban y glorificaban al Caudillo y a José Antonio. Después de la guerra fueron integradas en el Frente de Juventudes, que trataba de socializar a toda la juventud española en los valores joseantonianos [20]. Pero el ambicioso proyecto inicial pronto quedó bastante diluido, ya que viendo la evolución de la Guerra Mundial, el futuro de los falangistas era cada vez más comprometido y su revolución quedaba para siempre «pendiente». Su actuación se vio reducida a crear varias escuelas para la formación de «mandos», a la organización de campamentos veraniegos y albergues para niños y adolescentes de clase media, y a la fundación de las Falanges Juveniles de Franco, para afiliados voluntarios, Y fue languideciendo a partir de 1945, a favor de las redes de socialización de la Acción Católica.
Más interés puso el Nuevo Estado en la creación de un sistema educativo nacional como instrumento de socialización de los niños y jóvenes en los valores permanentes del Régimen, que también quedó frustrado por el peso que se le había dado a la Iglesia, sobre todo en la segunda enseñanza, para desesperación de los falangistas «auténticos». El Estado sabía bien que la presencia de la Iglesia en la educación no iba a debilitar al Régimen, sino todo lo contrario, pues venía a contribuir decisivamente al adoctrinamiento patriótico-religioso de la población infante-juvenil y a condicionarla en su comportamiento sociopolítico y familiar. Como así fue. La educación constituyó una forma de autolegitimación del Régimen, mediante la manipulación de la cultura en el sentido del nacionalcatolicismo, de la necesaria recristianización de las nuevas generaciones, resaltando los principios de la disciplina, sumisión a la autoridad, separación de sexos, inmutabilidad de los valores tradicionales y de la moral cristiana, ausencia del laicismo, obligatoriedad de la enseñanza religiosa, etc. Para ello, muchos profesores y maestros fueron depurados, y los que se quedaron y los nuevos que accedían a la enseñanza a través de apresurados «exámenes patrióticos», debieron seguir cursillos acelerados de formación —incluyendo exámenes de religión— y readaptación a la «nueva pedagogía» que se pretendía. Una pedagogía clásica, casi medieval, vigilante, correctora, represiva y memorística, y de resultados inmediatos:
Aquellas masas infantiles desarrapadas, sucias, formadas por niños díscolos, incultos, rebeldes, son ahora grupos organizados que responden a conceptos de disciplina, que saben rezar, cantan bellas estrofas y sienten el amor a la Patria [21].
Sin embargo, el déficit de plazas escolares en la enseñanza primaria era considerable. Entre 1940 y 1950, con una población escolar de unos cuatro millones de niños de entre seis y doce años, más de la cuarta parte no tenía plaza en las escuelas públicas o privadas. Concretamente, en el curso 1941-1942 hubo un total de 2 325 711 alumnos matriculados, con una tasa de escolarización en colegios públicos o concertados del 60, 4 por ciento, y un total de 51 629 maestros (46 alumnos por cada profesor). La tendencia se mantuvo durante casi toda la década, provocando un elevado índice de analfabetismo, estimado en 1950 entre el 10, 2 y el 14, 5 por ciento de los españoles de entre diez y treinta y cuatro años. Los colegios privados, mayoritariamente religiosos, se concentraban sobre todo en las zonas urbanas, por lo que el déficit de plazas escolares era mayor en las zonas rurales, donde las tasas de escolarización no llegaban al 50 por ciento.
En cuanto a la enseñanza media, el número de alumnos era bastante inferior —170 182 para el curso 1941/1942—, y se centraba sobre todo en los institutos, en sus tres modalidades de enseñanza: oficial, colegiada y libre. La cifra creció discretamente durante la década de los 40, pero el numero de institutos era prácticamente el mismo, 119 en 1950. A ellos se adscribían 900 colegios privados, religiosos en su mayoría y también centrados en las zonas urbanas y destinados a las clases medias y acomodadas [22]. En general la enseñanza media quedaba restringida a los hijos de la burguesía vencedora de la guerra y se impartía sobre todo en los centros religiosos, siendo prácticamente inaccesible para los jóvenes de la clase trabajadora. El Estado parecía tener solo interés en educar y promocionar a los hijos de las familias adictas al Régimen, dejando a su suerte a los hijos de los vencidos. Tal discriminación no era sino una forma más de castigo a los vencidos de la guerra, a cuyos hijos no era muy conveniente instruir. Todos los estudios de Bachillerato realizados en zonas republicanas durante la guerra habían sido anulados.
En cuanto a los contenidos, lo que importaba sobre todo en la escuela primaria era mantener un esquema jerárquico y de supeditación de los alumnos a supuestos valores inmutables, debiendo el maestro inculcarles el principio de autoridad, el orden, el silencio, la limpieza y el patriotismo:
El fervor patriótico de los niños se ha de formar con el ejemplo del maestro. Cuando este llegue a las fibras más sensibles del corazón infantil, y solo llegará con su fervor, hallará siempre la respuesta adecuada. Al izar la bandera con discreción, al explicarles su significado, al cantar el Himno de la Nación, al pronunciar en nombre del Jefe del Estado, o el de la Patria, si el maestro siente la emoción del momento, acertará a despertarla en sus discípulos. Todo lo dicho exige vocación, religiosidad, actitud digna, palabra cálida. Es el mejor modo de formar niños patriotas, futuros ciudadanos de una Patria a la que se ha consagrado un altar en el corazón [23].
Y no tenía que fomentar la lectura sino de libros «absolutamente españoles» que mantuviesen el tono ideal del patriotismo. Pero el discurso falangista para la «nueva escuela» fue perdiendo fuerza año tras año, lo que se evidenció con la Ley de Educación Primaria de 1945, que ponía las escuelas enteramente al servicio de la doctrina católica, aunque manteniendo el espíritu del patriotismo. La ley reconocía a la Iglesia como tutora de la enseñanza pública y privada, con la condición de que se mantuviese unida al Régimen. Seguía predominando el adoctrinamiento sobre la instrucción, el dogmatismo, el memorismo, el individualismo, siempre bajo una fuerte disciplina en una escuela basada en el principio de autoridad.
La prioridad seguía siendo la enseñanza media, instrumento para la formación intelectual y moral de las «clases directoras», que el Estado dejó prácticamente en manos de las órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza, en cuyos colegios no ejerció ninguna función inspectora, ni siquiera para asegurar la adecuada preparación del profesorado. Lo que significaba un considerable ahorro en los presupuestos. Tal vez por eso había en España un elevado número de niños y adolescentes desescolarización, que comenzaban a trabajar muy pronto o que se ganaban la vida como podían. Eran los llamados «niños y adolescentes anormales», que, según Vallejo Nájera, eran también sexualmente perversos:
Los niños que desde muy pequeños propenden a los tocamientos genitales son débiles mentales o psicópatas, pudiendo también comprobarse que al menos uno de los padres es psicópata. En niños neuropáticos, de dos a cinco años, se observan hábitos onánicos, muchas veces acompañados de cierta curiosidad sexual y de hiperestesia de la zona genital, onanismo que suele mantenerse hasta la pubertad [24].
EL SANTO TOTALITARISMO
Durante los años 40 la jerarquía eclesiástica fue un firme apoyo para el régimen franquista, obteniendo por ello grandes ventajas, aunque alejándose de la población que se había sentido republicana hasta el final de la guerra y que no distinguía bien lo religiosos de lo político. Pero el catolicismo formalmente se expandió como nunca y, de algún modo, impregnó a toda la sociedad española y condicionó la vida cotidiana de la mayoría de la gente, tal como el cardenal Gomá y su sucesor como Primado de España, Pla y Deniel, deseaban. La Iglesia Católica había ganado con Franco la guerra y estaba ganando la paz, ante el obligado silencio de los vencidos pero no convencidos y con el apoyo del aparato del Estado. Y el conformismo religioso era recomendable para los que querían trabajar, mejorar su posición, o lograr cualquier otro ascenso o seguridad [25]. España se vio envuelta en una suerte de «totalitarismo divino», imponiéndose modelos devocionales barrocos, que trataban de fascinar a los fieles por medio de la emotividad de lo externo, de lo grandioso: grandiosas procesiones, misas de campaña, actos de desagravio, misiones evangelizadoras, entronización de Vírgenes milagrosas, tandas de ejercicios espirituales, cursillos de cristiandad, llamadas a la vocación religiosa, apariciones milagrosas bendecidas por la Iglesia, etc. Se trataba de recatolizar a España entera, de acabar con la «absurda ignorancia religiosa del país».
Se pretendió recatolizar a las clases trabajadoras, a través de los militantes de Acción Católica, que penetraban en las fábricas, en las barriadas obreras, en los suburbios. El apostolado obrero de la Acción Católica se centraba en la idea de que la pobreza era inevitable y necesaria, recalcando la nobleza del trabajo manual, pidiendo la resignación y la disciplina como «virtudes patrióticas». Ser pobre era natural y querido por Dios. El Obispo de Málaga, Herrera Oria, era muy conocido por su interés por lo social. Pero creía que las raíces de los problemas sociales eran morales y nada tenían que ver con la distribución desigual de la riqueza y del poder, que la caridad era la solución a la injusticia social.
Con el paso del tiempo se fue comprobando que el proyecto recatolizador de la Iglesia española no funcionaba del todo, y en ciertos sectores prevalecía la indiferencia, cuando no el rechazo. Pero la Iglesia española seguía autosatisfecha, impregnada de ese «totalitarismo divino», mezcla de nacionalismo patriótico y catolicismo integrista, con el que ocupaba gran parte del espacio social[26]. Hubo voces disidentes, como la del cardenal Vidal i Barraquer, que en 1940 advertía que la nueva religión del Régimen:
Consistía principalmente en promover actos aparatosos de catolicismo, peregrinaciones al Pilar, entronizaciones del Sagrado Corazón, solemnes funerales por los Caídos, y, sobre todo, iniciar casi todos los actos de propaganda con misas de campaña, de las que se ha hecho abuso. Manifestaciones externas de cultos que, más que actos de afirmación religiosa, tal vez constituyan una reacción política contra el laicismo perseguidor de antes, con lo cual será muy efímero el fruto religioso que se consiga y, en cambio, se corre el peligro de acabar por hacer odiar la religión a los indiferentes y partidarios de la situación anterior[27].
Pero Vidal i Barraquer desde la guerra civil vivía en Roma, ya que Franco no le dejaba volver a España.
Y la Iglesia española siguió en campaña contra la blasfemia, contra inmoralidad de las costumbres, contra la indecencia de los vestidos de las mujeres, contra el baile y contra el baño en las piscinas y en las playa, contando con el apoyo del brazo secular del Estado y de todas las familias cristianas tradicionales.