CAPITULO VIII
Tiempo de autarquía y estraperlo
LA NUEVA ESPAÑA, PARA ENGRANDECERSE, tenía que aislarse política y culturalmente del mundo exterior, y ser autárquica, autosuficiente económicamente. El sufrimiento que esta política iba a traer a gran parte de la población se consideraba como un merecido castigo a los pecados cometidos en el pasado, y el precio por el anhelado nacionalismo patriótico. Se impuso la austeridad en todos los órdenes de la vida, estableciéndose una especie de cuarentena social que podría sanar los males importados por los rojos. La esencia de la Hispanidad había de ser captada por todos, haciendo trabajar a los cuerpos a la órdenes del espíritu y no de la codicia o la lujuria. La escasez material era buena porque redimía por el sacrificio, y contribuía al resurgimiento moral y económico de la Patria. La religiosidad del verdadero español —decía López Ibor— hacía que no viviera su vida como un valor en sí, y mucho menos por la consecución de bienes materiales. La vida tenía para él un sentido trascendente:
El español vive desviviéndose, ya que la forma más excelsa de vida, la santificación, consiste en comprimir la vida, en desnudarla y reducirla a lo más hondo y escueto del yo [1].
En términos económicos, los años 40 fueron los de la restricción de las importaciones, incluso de productos alimenticios básicos, lo que supuso un largo período de hambre, especialmente para los trabajadores, quienes, por otra parte, debían contribuir —sin las materias primas necesarias— a la industrialización forzada del país. La autarquía provocó una presión constante sobre los trabajadores, que tenían que aceptar disciplinadamente unos salarios muy bajos y sacrificarse por el engrandecimiento de la patria, por una industrialización que solo beneficiaba a la minoría vencedora. Se daba por sentado que a esta industrialización se iba a llegar, sobre todo, mediante el esfuerzo de los españoles más modestos, habituados a sacrificarse y perdedores de una guerra que los había vuelto callados y sumisos a la Jerarquía.
Una política económica cuartelera se convirtió en un nuevo modo de unir a los vencedores, confirmando una vez más la derrota de los republicanos, que, privados de sus organizaciones sindicales, iban a pagar las consecuencias: la autarquía o autosuficiencia económica solo podía imponerse por la fuerza y tenía mucho que ver con la reconstrucción del poder, concretamente del poder de Franco, apoyado por los militares, los falangistas, los católicos conservadores y las élites económicas. Implicaba una sociedad sin disidencias, con fe en la resolución jerárquica de los problemas y confianza en que España podía reconstruirse por sí misma. La política económica debía servir para incrementar el poder de Franco, depositario de la soberanía nacional por la Gracia de Dios y factótum de la unidad de la Patria. Y criticar u oponerse a esa política autosuficiente y restrictiva equivalía a ser enemigo de la independencia de España y partidario de la anarquía social y de la lucha de clases. Además la autarquía tenía una dimensión moral, porque la pobreza era virtud. Aunque la pobreza llevaba aparejada casi irremediablemente la suciedad, en este caso aparecía asociada a la «limpieza cristiana», pues suponía la no contaminación de los bienes materiales.
La autarquía exigía la adopción de drásticas medidas de intervención estatal, que hacían empeorar las perspectivas para la vida cotidiana de la mayoría de la gente. España podría ser así independiente de los países extranjeros, al menos en cuanto a artículos de primera necesidad. Y algo más, la necesidad de conseguir divisas para comprar maquinaria extranjera, obligaba a exportar gran parte de la producción agrícola nacional, poniendo en grave riesgo el abastecimiento de la población y reduciendo la distribución de alimentos básicos. Como ha dicho Michael Richards, la manipulación del abastecimiento de productos básicos (acompañada de la inevitable corrupción) para una población que difícilmente podía recurrir al mercado negro, sirvió para que el Régimen ejerciese su autoridad sobre los pobres y los vencidos, obligándoles a llevar una existencia centrada en la lucha por la supervivencia. La autarquía económica se reflejó en el plano individual fomentando el repliegue a una esfera doméstica, quebrando la solidaridad social y disipando la energía necesaria para alimentar los rescoldos de la resistencia:
En la teoría y en la práctica, la autosuficiencia fue una forma de represión violenta(…) Importantes capas de la vida política y social fueron colocadas fuera de la mayoría de la población; a medida que el Régimen fue configurando el significado de la Patria, la propia España se convirtió en un terreno vedado para los vencidos (…) Necesariamente la identidad personal se vería severamente afectada por este proceso [2].
Aunque la crisis económica creció constantemente en los años de la posguerra (con rentas siempre inferiores a las de los años republicanos), la situación benefició a las élites económicas del país, empezando por gran parte del sector industrial, que dispuso de una mano de obra abundante, sumisa y barata. Contó además, con el decidido apoyo del Nuevo Estado, y mantuvo un mercado interno protegido y asegurado. Las ganancias fueron fabulosas para la banca, que contaba con las grandes fortunas de los latifundistas agrícolas y con los esplendorosos beneficios del mercado negro. Lo que a López Ibor debía parecerle bien:
El ser que se enriquece transforma su hábito, ¿en qué sentido? En el de la libertad. Ser rico en este sentido es conquistar grados de libertad. Y he aquí la paradoja: porque si ser rico es conquistar libertad, esta también se conquista siendo pobre [3].
Pero ¿cómo? Porque lo que realmente se produjo fue el empobrecimiento de la vida cotidiana de los asalariados, con peores condiciones de trabajo y con el descenso de su nivel adquisitivo en un marco de escasez generalizada [4]. Una nueva legislación laboral y la Organización Sindical Española aseguraron la subordinación y el control de los trabajadores, que previamente pasaron por un proceso depurador, en el que muchos fueron despedidos o sancionados por sus antecedentes políticos o sindicales, al igual que les ocurrió a los docentes, los funcionarios públicos, los periodistas, los médicos, etc. En la empresa privada la depuración fue desigual, según las circunstancias y la voluntad del empresario. En los primeros tiempos de la posguerra, la fiebre depuradora de algunos empresarios obligó a las nuevas autoridades a recordar que no se podía despedir a los trabajadores «desafectos» sin comunicarlo previamente.
La legislación laboral puso especial énfasis en la disciplina de los obreros y en su subordinación al patrón, convertido ahora en «jefe de empresa». Se retornó a la jornada de 48 horas semanales, aunque se trabajaban dos o tres horas más al día por la insuficiencia de los salarios y por la presión de los empresarios, por no hablar del llamado tiempo de «recuperación de guerra», impuesto por algunas empresas estatales sin pagar nada a cambio. Se bajaron los salarios, con frecuencia hasta por debajo del 50 por ciento de su nivel de preguerra. Como contrapartida y buscando la estabilidad social, se aseguró a los trabajadores la estabilidad del empleo, aunque los empresarios siempre podían despedir alegando causas políticas. Y en 1942 se creó el Seguro Obligatorio de Enfermedad. Los salarios fueron aumentando desde 1939 a 1951, pero siempre muy por debajo de la subida de los precios; mientras que el sistema de racionamiento no proporcionaba suficientes alimentos básicos a los precios fijados por el gobierno, a causa de los problemas crónicos de abastecimiento, además de que los precios de esos alimentos en el mercado negro eran bastante elevados.
La insuficiencia de los salarios era tal que algunos empresarios pagaban un complemento voluntario, o un plus por la carestía de vida, para que sus trabajadores pudiesen alimentarse mejor, aunque tampoco eso solucionó el problema. En 1940 Higinio Paris Eguilar, del Consejo Económico Nacional, decía:
El índice del nivel de vida de los obreros, empleados, funcionarios y asalariados en general, es inferior a 70 y puede considerarse como optimista una cifra entre 50 y 60, siendo 100 la anterior al Movimiento [5].
Esos sectores de asalariados conformaban el 80 por ciento de la población, mientras el 20 por ciento restante estaba formado por los propietarios, industriales, financieros y negociantes, para quienes nunca habían existido tiempos mejores. Y otros informes posteriores siguieron informando del desequilibrio existente entre salarios y coste de vida, dado que los primeros subían mucho menos que los segundos. Esto ocasionaba un déficit cada vez mayor en los presupuestos familiares, obligando a menudo a mucha gente a la práctica de actividades no siempre lícitas y confesables, y provocando el descenso de los rendimientos laborales por depauperación de los trabajadores. Los trabajadores pasaban hambre, como reiteraban los informes oficiosos de Falange o de los Sindicatos, mes tras mes, año tras año. El propio Gobierno era consciente de ello. En un discurso pronunciado en Valencia, Ramón Serrano Suñer, el «cuñadísimo» de Franco, dijo:
Si en España no hay pan para comer, estamos alentados por la esperanza de producirlo enseguida y por el orgullo inmenso de ser españoles que han rescatado España. Si fuera preciso, diríamos contentos: no tenernos pan, pero tenemos Patria, que es algo que vale mucho más que toda otra cosa [6].
Pero la mayoría de la gente no estaba para vivir de ese orgullo y de la ilusión de un futuro mejor, porque debía abordar el presente día a día.
Había descontento popular, incluso hostilidad, hacia el Régimen, al que se responsabilizaba de la situación de miseria, provocada por la carestía de la vida y la escasez de los salarios. En un informe reservado de finales de 1940 se decía que si dicha hostilidad no llegaba a exteriorizarse era por el peso de la Victoria y por la tremenda represión policial. Ante tal situación, se aconsejaba incrementar la presencia de las fuerzas de orden público y de las milicias de Falange, además de mejorar el nivel de vida, y realizar una intensa campaña propagandística procurando el encuadramiento nacionalsindicalista de los llamados «productores». El ambiente sociopolítico era similar en la mayor parte del país, resaltando en los informes de diversas provincias el malestar existente por el problema de las subsistencias, junto a la indiferencia por lo político. El hambre se daba en la mayoría de los hogares de la clase baja y en algunos de clase media. Después de 1942 mejoró algo el abastecimiento de algunas ciudades, aunque los precios en el mercado negro continuaban siendo muy elevados. Sin embargo, 1946 fue uno de los peores años en cuanto a escasez, junto a 1941. El hambre hada estragos entre las poblaciones, según confirmaban los informes reservados de Falange, de la policía, de los sindicatos oficiales y hasta del Consejo de Economía Nacional:
Estos hechos han provocado una grave disminución en el nivel de vida de todas las familias que perciben sus ingresos en concepto de sueldos y salarios, con el consiguiente beneficio de propietarios y comerciantes [7].
Y esa fue la tónica que vivieron los españoles hasta los años 50.
ESCASEZ DE ALIMENTOS Y DESCONTENTO POPULAR
No hubo solo un descenso de los niveles salariales, sino también un grave aumento del desempleo, estimándose en medio millón los parados en 1940, según cifras oficiales. Sobre todo hubo despidos masivos en las zonas rurales (especialmente por parte de los latifundistas), en las cuales lo habitual era el paro, el subempleo, el trabajo temporal y los salarios de hambre. Por falta de laboreo adecuado, por la carencia de fertilizantes y por la crisis productiva, España sufrió una fuerte crisis agrícola, que afectó a los pequeños propietarios, a los arrendatarios y, sobre todo, a los jornaleros. Pese a que el Régimen lo había idealizado como ejemplo de austeridad y entereza, el campesinado recibió pocas ayudas del Gobierno, deseoso sobre todo de que se enriquecieran los grandes propietarios latifundistas. Se seguía hablando con orgullo de la España campesina, en contraposición a la corrompida gran ciudad, pero el término campesino comenzaba a ser sinónimo de pobre. Incluso Franco llegó a afirmar que los intereses industriales extranjeros impedían que España se industrializara para que siguiera siendo rural, lo que equivalía a hacerse cada vez más pobre. La prioridad, pese a todo lo que se dijera, era la industrialización del país, además del enriquecimiento de los terratenientes, cuyos beneficios se canalizaban hacia la industria, con la consiguiente descapitalización del campo.
Los jornaleros fueron duramente reprimidos, lo que obligó a algunos a «echarse al monte» empujados a una resistencia armada. Pero los pequeños propietarios agrícolas, católicos y conservadores, se vieron también desatendidos por el Régimen, cundiendo entre ellos el descontento. Incluso hubo falangistas aún no burocratizados que se radicalizaron y pidieron incluso la Reforma Agraria de que había hablado José Antonio, culpando a los latifundistas de los males del campo, porque no invertían en sus cierras y apenas contrataban jornaleros.
La intervención estatal influyó también en la producción de productos básicos como el trigo y el aceite. La producción de trigo, históricamente excedentaria, bajó sensiblemente, obteniéndose en 1941 un millón de toneladas menos de las necesarias para satisfacer las necesidades de la población española. Por ello se estableció su control por el Estado a través del Servicio Nacional del Trigo, creado en 1937 siguiendo la estrategia autárquica. Ese Servicio fijaba los niveles de producción de las cosechas, la elaboración de harina, la venta y la distribución del pan a los precios que establecía el Estado, lo que combinado con las escasas cosechas de trigo, hizo que los grandes propietarios comenzaran a no aceptar los precios oficiales, almacenando gran parte de la producción y comercializándola a precios mu cho más altos en circuitos paralelos. Todo con la connivencia de los funcionarios del Estado, que se corrompían fácilmente. Y así se fue creando un mercado ilegal o estraperlo, en el que se vendía el trigo, la harina y el pan a precios mucho más elevados que los establecidos oficialmente, al tiempo que no llegaban en cantidad suficiente para abastecer a los que disponían de la cartilla de racionamiento. Lo mismo pasó con el aceite y con otros productos básicos, que escaseaban o faltaban fuera del mercado negro.
La escasez de alimentos racionados se convirtió en otro medio de control de la población más humilde. En mayo de 1940 la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes, organismo encargado del abastecimiento y distribución de los productos de primera necesidad, anunció que la distribución de raciones suplementarias de pan sería controlada por una junta local compuesta por el alcalde, el jefe de Falange y el cura párroco. La cantidad de comida que recibía cada individuo para cubrir sus necesidades dependía de que estas autoridades locales juzgasen aceptable su conducta sociopolítica, al igual que se podía hacer con la concesión de las cartillas de racionamiento.
Mientras, los grandes propietarios no cesaban de enriquecerse, puesto que no tenían que vender toda su producción al Estado, sino que podían quedarse con una cantidad no establecida para su propio consumo. Esto les permitía almacenar masivamente sus cosechas, que luego podían vender a precios mucho más elevados y con destino al mercado negro. Los pequeños propietarios no podían hacer los mismo por su escasa capacidad de almacenamiento, y tenían que vender su producción a los precios oficiales, bastante más bajos. Muchos de ellos se arruinaron y tuvieron que vender sus tierras a los terratenientes. Y la corrupción se fue generalizando entre los transportistas, los intermediaras, los comerciantes, los funcionarios y hasta los pequeños estraperlistas. Se sabía también que buena parre de la producción agrícola se exportaba al extranjero, concretamente a Alemania e Italia, con quienes Franco había contraído importantes deudas de guerra. En 1948 se produjeron alborotos en Valencia porque se estaba exportando arroz, alimento tradicional de la dieta de la población trabajadora de la región, mientras las autoridades lo negaban.
La gente, que pasaba hambre, protestaba como podía o al menos mostraba su descontento. Había quien creía que el ineficaz racionamiento era realmente innecesario, pero que se mantenía para beneficiar a los grandes estraperlistas, a las autoridades implicadas y a los funcionarios corruptos. Todo el mundo sabía quiénes eran los grandes estraperlistas, aunque casi siempre actuaban con total impunidad. Cualquier denuncia contra ellos podía provocar que se investigara los antecedentes políticos del denunciante, y eso que repetidamente se anunciaban en la prensa grandes sanciones para los especuladores. Muy pocos eran encarcelados y juzgados, y sus condenas fueron menores. Muchos fueron investigados, pero era frecuente que la investigación se interrumpiera por alguna orden de «arriba», pues las implicaciones llegaban a veces a altas esferas del poder. La mayoría de los detenidos y encarcelados eran los pequeños estraperlistas que revendían los productos en la calle y al menudeo, o los pequeños propietarios que cultivaban determinados productos destinados al mercado negro. Los estraperlistas a pequeña escala eran muy numerosos; actuaban en los mercados y en ciertas calles céntricas, y solían ser tolerados por la policía, salvo cuando ésta realizaba una de sus periódicas redadas.
Mientras los pobres pasaban hambre o iban a la cárcel por estraperlistas, los nuevos ricos crecían por doquier, con la tolerancia de autoridades y burócratas corruptos, haciendo ostentación de su nivel de vida: grandes restaurantes, coches americanos, abrigos de pieles, etc. Las autoridades conocían la situación. En el ya citado informe de Higinio París Aguilar, de 1940, se constataba el malestar de gran parce de la población, por
…el hecho de que la población haya de soportar ventas clandestinas, a altos precios, irregularidades en la distribución, racionamientos oficiales insuficientes y escasez de ciertos artículos, y los productores tengan que realizar numerosos trámites para vender sus productos, sufriendo algunas veces perjuicios, mientras ciertos grupos de negociantes se han enriquecido en proporciones increíbles [8].
La corrupción aparecía como la gran responsable de la situación, una corrupción consentida por las autoridades, conscientes también del descrédito que esto suponía para el Régimen y del aliento que daba a sus oponentes. Así lo reconocía un informe de 1942, elaborado por la Comisaría de El Ferrol:
El ambiente de la población civil de El Ferrol del Caudillo deja bastante que desear, en lo que a afección al Movimiento Nacional Sindicalista y Régimen de Economía dirigida se refiere (…) Siendo el Régimen de Abastos una consecuencia de la escasez de materias primas y sobre todo en lo que a alimentación se refiere y formando parte esta distribución de alimentos del sistema de economía dirigida, cualquier fallo, cualquier irregularidad, ha de servir de pretexto para que los enemigos del Movimiento, no solo lo comenten sino que lo exageren [9].
Para algunos falangistas era una grave preocupación, porque trataban de convencer a los trabajadores de las ventajas del Nacional-Sindicalismo, y mientras para ellos el franquismo significaba el retorno al peor pasado, agravado porque ahora no era posible protestar ni defenderse. Había un creciente descontento entre «la masa trabajadora», que si no se movilizaba era por miedo a la represión. Y no solo entre los trabajadores, como lo reconocía un informe de la Comisaría de Valladolid:
…en los mercados existe una gran excitación entre el público, que se limita en la actualidad a protestar de palabra, oyéndose frases y epítetos muy poco favorables para las Autoridades, cosa que no se puede reprimir haciendo detenciones, porque habría que hacerlas en gran cantidad, siendo este un problema que urge remediar [10].
La política de abastecimientos tenía consecuencias muy negativas para el nuevo Estado. Pero ¿por qué no se hizo apenas nada por cambiar o remediar la situación? Tal vez porque era consecuencia de otras políticas consideradas esenciales para el proyecto franquista: la defensa de los propietarios y los grandes empresarios, el sometimiento a los trabajadores, el objetivo autárquico, etc. Y no había riesgo de rebelión social, porque la gente estaba paralizada por el miedo a la implacable represión y, en el fondo, solo se preocupaba por sobrevivir.
La prensa escrita, controlada en su totalidad por la Dirección General de Prensa y obligada a seguir sus consignas, decía que España tenía gran parte de su riqueza arruinada por la existencia estúpida y malvada de los rojos y que cuantos contribuían a agudizar el problema de los abastecimientos eran cómplices suyos. E informaba elogiosamente de las frecuentes medidas que el Gobierno dictaba contra la especulación.
EL REFERÉNDUM DE 1947
Al acabar la Segunda Guerra Mundial, era perceptible la incertidumbre política de una buena parte de los españoles, por lo que la propaganda franquista trataba de influir en el imaginario colectivo de la población, manipulando el miedo ante el avance del comunismo internacional y mostrando la figura del Caudillo como garantía de estabilidad y orden. Aunque la gente seguía básicamente preocupada por la escasez de alimentos, las condenas internacionales que se sucedían contra el régimen español reforzaron las actitudes sociales a favor de la continuidad de Franco frente a la «campaña exterior comunista» por parte de una población políticamente apática. La Delegación Nacional de Provincias de FET y de las JONS realizó una «auscultación» sistemática de las corrientes de opinión del país ante la posibilidad de un referéndum. Por sus resultados, escasamente fiables, se llegó a concluir que, en caso de celebrarse un referéndum, el Gobierno obtendría el apoyo del 63, 33 por ciento de los votantes. Pero se advertía:
Aunque los resultados totales no son desfavorables sería erróneo en estas circunstancias sentirnos optimistas. El ambiente en que se vive es de incertidumbre, de inseguridad, de provisionalidad, cuyas raíces parten de la situación internacional, pero que se agudizan y mantienen por los saboteadores de nuestro Régimen al socaire de las enormes dificultades de abastecimiento de toda clase por la que atravesamos. Tampoco somos pesimistas, pero creemos que es preciso trabajar con ahínco para que la gran masa apolítica se incline a nuestro favor en un momento dado [11].
En enero de 1947 cundía el desánimo, a causa de la incesante subida de los precios y la ineficacia gubernamental para acabar con el mercado negro. Un mensaje del propio Franco, amenazando con severísimas medidas contra los especuladores, se recibió con la misma desconfianza que habían provocado otros anteriores.
Sin embargo, se preparó al pueblo para que el 7 de julio de 1947 votase afirmativamente la Ley de Sucesión, que entronizaba a Franco como Jefe del Estado perpetuo de una monarquía tradicional. Un mes antes había recibido triunfalmente a Eva Perón, esposa del presidente argentino Juan Domingo Perón, que anunció el envío inminente de trigo argentino. Se preparó una masiva campaña de prensa a favor del Sí y en contra del No y de la abstención. Hubo coacciones e irregularidades de todo tipo, pero el resultado del referéndum fue esplendoroso: el 92, 94 por ciento de los votos emitidos fueron afirmativos. El Régimen de Franco quedaba garantizado a perpetuidad, pese a las restricciones y a las escaseces. Franco tenía el poder y la fuerza, y la presión internacional contra su régimen casi había desaparecido, aunque siguiera habiendo desabastecimiento. Carrero Blanco, el hombre de mayor confianza de Franco, se lo dijo:
La gente encuentra la vida cara; muchos pasan verdadera necesidad, incluso dentro de la clase media; el humor es malo, lo cual es lógico y el terreno abonado para que en él fructifique la mala simiente [12].
Cada vez era más evidente el desastre de la política económica del Gobierno, que había corrompido a casi todo el mundo. Por activa o por pasiva, todos los españoles estaban implicados en prácticas ilegales o irregulares. Y casi todos se desentendían de los avatares de la política y ni siquiera criticaban a Franco, porque muchos preferían creerse que no se enteraba de nada de lo que pasaba a su alrededor.
EL ESPECTRO DEL HAMBRE Y SUS SECUELAS
La gente que no podía subsistir con su propios recursos acudía a los comedores de Auxilio Social. El mayor numero de raciones alimenticias se distribuía en los comedores infantiles y en los «comedores de hermandad», pero también se repartían comidas en frío. En la provincia de Barcelona, durante el año 1940 se distribuyeron algo más de un millón y medio de raciones mensuales, bajando al millón en los años siguientes [13]. En las zonas rurales la situación podía ser mucho peor. En muchos lugares se comían de forma habitual bellotas, castañas y toda suerte de hierbajos.
En Mijas (Málaga) los jornaleros andaban medio muertos de hambre; pedían trabajo solo por un poco de comida, un pedazo de pan, un puñado de higos.
En aquellos años del hambre, la finca no daba para los seis que éramos. En aquella época plantabas un bancal de patatas y al día siguiente no quedaba ni una. Venía la gente de noche, escarbaba y se las llevaban. Había que hacer una cabaña en el bancal y quedarse allí la noche vigilando. ¿Pero qué iba a hacer la gente? Tenían hambre y tenían que encontrar algo de comer. Sé de dos hermanos que murieron por causa del hambre. Robaron habichuelas en una finca y las comieron crudas. Los pobres cogían leña en la sierra y no tenían que comer. Las habas se les hincharon en la barriga y enfermaron y murieron. Y hubo muchos más que murieron así, no directamente de hambre, pero de comer solo hojas de coles y cosas parecidas. Les entraba diarrea y como estaban ya medio muertos de hambre les venía alguna complicación y se morían [14].
La preocupación generada por el hambre se reflejaba en los informes oficiosos y reservados, como el emitido por la Jefatura de FET y de las JONS de Baleares en 1941:
Se puede decir sin equivocación que en los hogares pobres y también medios se pasa hambre. Son frecuentes los casos de inanición en plena vía pública; hoy se me informa que un obrero vidriero ha sido recogido sin sentido de la calle por la que transitaba, citándose el caso de que en la misma fábrica de vidrio unos 16 obreros han tenido que dejar el trabajo por falta de alimentación adecuada [15].
Los sindicatos oficiales informaban en el mismo sentido, y las Cámaras de Industria y Comercio, asegurando que el rendimiento de los trabajadores en tareas que requerían esfuerzos físicos, había descendido en un 50 por ciento por depauperación física. El invierno de 1940 a 1941 fue especialmente duro: la gente ingería alimentos en malas condiciones, productos que hasta entonces se habían dedicado a la alimentación animal, como algarrobas o guijas, e incluso pieles de patatas o cáscaras de naranja, contrayendo enfermedades carenciales e incluso muriendo por inanición.
Comenzaron a detectarse enfermos en casi todas las regiones españolas, especialmente en el Sur y en Extremadura, con edemas más o menos marcados en extremidades inferiores, cara y manos, en el abdomen o en todo el cuerpo. Era la enfermedad de los edemas o «edema de hambre», que se daba en sujetos deficientemente alimentados y faltos de proteínas, y que cursaba con hipotensión, oliguria, diarreas resistentes y diversos cuadros de avitaminosis. El pronóstico era grave, pues evolucionaba rápidamente hacia la muerte. Y sin embargo, la prevención y el tratamiento eran fáciles, aunque imposibles: la realimentación y la normalización de la dieta.
En agosto de 1941 una comisión médica oficial previno, confidencialmente, que en el siguiente invierno podrían producirse entre 170 000 y 200 000 defunciones por enfermedades carenciales, por hambre [16]. Los estados carenciales, y las enfermedades infecciosas, eran más frecuentes entre la población infantil, cuya mortalidad se disparó y no consiguió bajar hasta la segunda mitad de los años 40. Alcanzó su punto culminante en 1941, en que muchos niños murieron de diarrea, difteria, tos ferina, tuberculosis y enfermedades carenciales. Las malas condiciones del alumbramiento, la desnutrición de las madres y la falta de higiene hicieron que de cada mil niños nacidos en 1941 murieran 151 antes de cumplir el primer año, máxima que fue descendiendo paulatinamente hasta los 91 por mil en 1943, cifra aún altísima. Tan enorme mortalidad preocupó bastante a la Sección Femenina. Pilar Primo de Rivera dijo en octubre de 1940:
Cada niño que muere por falta de cuidados puede ser un místico, un genio, un soldado, un descubridor, un poeta (…) Y aunque sea un ciudadano cualquiera, siempre sería uno más para poblar el país, esquilmado de habitantes, o para coger un fusil en defensa de la unidad de nuestras tierras o en espera de nuevas conquistas.
De nuevo, el problema material se convertía en una cuestión moral. Pero lo que ocurría realmente no era que los niños estuviesen mal criados, sino que sus madres estaban desnutridas, extenuadas de trabajar y sin leche en sus pechos. Y no era fácil salvarlos «por la educación de las madres», como pretendía la Sección Femenina enviando a los barrios y a las zonas rurales numerosas «divulgadoras». Dichas divulgadoras debían enseñar a las madres las más elementales normas de higiene y de la alimentación, al tiempo que adoctrinarlas políticamente [17]. Se las alentaba a tener más hijos y alimentarlos al pecho, aunque muchas mujeres optaban por abortar, corriendo el riesgo de morirse o de ser encarceladas. Hasta 1946 no se percató la Sección Femenina de que la mortalidad infantil no era un problema de educación sino de hambre, proponiendo como paliativo «la acogida en nuestras casas para que coman uno, dos o más niños diariamente, según la posición económica que cada uno disfrute[18]».
Apareció una extraña enfermedad neurológica, que no se detectó hasta 1941, en que fue descrita por los doctores Ley y Olivares, de Barcelona: un paciente de 27 años que, estando previamente sano, había notado repetidos calambres en ambas pantorrillas. A los siete días no podía andar sino arrastrando las plantas de los pies, y al mes tenía micciones imperiosas e involuntarias. La dificultad de la marcha fue aumentando, apareciendo además un creciente temblor que le impedía comer solo y afeitarse. Resultó que en la comarca donde residía el paciente había muchos casos parecidos al suyo, y que la enfermedad se había desarrollado entre gente humilde, obreros fabriles principalmente, jóvenes varones alimentados con una dieta hipocalórica compuesta sobre todo de guijas o almortas. Esa dieta era el agente causal de esta paraplejia espática, denominada «latirismo mediterráneo». Ese mismo año apareció otro brote de la misma enfermedad en Consuegra (Toledo), y en 1943 se comunicó que era frecuente entre la población obrera de Vizcaya, consumidora habitual de almortas o guijas. Las autoridades sanitarias advirtieron de los riesgos de alimentarse casi exclusivamente con almortas, pero no las prohibieron para el consumo humano porque los alimentos escaseaban, aumentando los casos de latirismo, hasta que las almortas fueron definitivamente prohibidas en 1944 [19]. Simultáneamente, aumentaban los casos de pelagra, raquitismo y diversas enfermedades carenciales.
El azote más temido en los años 40 fue el de la tuberculosis; la depauperación de buena parte de la población, la insalubridad de las viviendas y la falta de higiene, facilitaban su contagio. Según el doctor García Luquero, la causa determinante de la enfermedad era la combinación del esfuerzo físico y bajas defensas, siendo el peón «el candidato a las formas irrecuperables en mayor cuantía que las demás categorías de trabajo[20]». Como se detectaba en casos avanzados, y contagiosos, el pronóstico era malo y frecuentemente acababa con la muerte. Por entonces no tenía tratamiento específico, y la prevención era dificultosa, porque el estado de tremenda necesidad en que vivía mucha gente hacía que el enfermo ocultase los primeros síntomas por miedo a la baja laboral. Pese a las campañas antituberculosas que se hacían, los índices de mortalidad por tuberculosis pulmonar o meníngea no cesaban de aumentar, pasando de 29 536 defunciones en 1940 a 33 971 en 1947. La tuberculosis pulmonar se convirtió en una especie de psicosis colectiva de los españoles de los años del hambre: los tísicos eran los nuevos apestados que debían ocultar su mal para no ser rechazados socialmente y enviados a un sanatorio antituberculoso.
Como consecuencia del hambre, del frío y de la insalubridad de la vivienda, en los años 40 se extendió también un conjunto de enfermedades infecciosas, algunas erradicadas anteriormente, tales como la difteria, el paludismo, la fiebre tifoidea y la disentería. La disentería se dio preferentemente en las cárceles, ocasionando en 1941 un total estimado en 53 019 muertes.
Mucho más grave fue el tifus exantemático, trasmitido por el llamado «piojo verde», especialmente abundante en ámbitos de gran hacinamiento, suciedad y promiscuidad. Hizo su aparición en 1940 en forma de grave epidemia, que rebrotó en 1941. En el mes de enero tan solo en Madrid se produjeron miles de casos, y la situación en las regiones más pobres del país se hizo desesperada. En Málaga se dieron 4000 casos en agosto de 1941. Hasta la llegada del DDT y otros insecticidas, la profilaxis de esta enfermedad, que no tenía tratamiento, consistía en la desinsectación de las ropas y demás enseres y la limpieza corporal, lo que no era posible en las cárceles, ya que se necesitaba un autoclave. Se dieron muchos casos también en los suburbios, en los refugios donde se hacinaban muchas personas y entre la muchedumbre de mendigos y vagabundos que, con su harapienta miseria, eran presa fácil para el «piojo verde». Su estado de pobreza era tal que las campañas de desinsectación chocaban con la resistencia de estas gentes, que eludían entregar sus andrajosas ropas porque no tenían otras que ponerse. Otros medios de contagio fueron los trenes, que circulaban atestados de viajeros, y cierto tipo de escuelas particulares y clandestinas que se habían creado en cuartos insalubres, dado el déficit de escuelas públicas o el rechazo a la admisión de niños con enfermedades infecto-contagiosas:
Toda la miseria y la suciedad se albergan en estas escuelas en las que por una módica cantidad obtienen las madres un local donde dejar a sus hijos mientras ellas atienden sus ocupaciones [21].
Según la Revista de Sanidad e Higiene Pública, en 1941 se registraron oficialmente 4945 casos de tifus exantemático, con un rotal de 1654 defunciones, y en 1942 hubo 2995 casos y 1560 defunciones. En 1943 otro brote epidémico, menos grave, se extendió por casi toda España. Al tifus exantemático se sobreañadieron otras enfermedades: la sarna, el tracoma (casi endémico en las provincias de Málaga y Almería), y naturalmente las venéreas, como consecuencia del incremento de la prostitución.
EL SUICIDIO
Hubo muchos suicidios en la posguerra española. Según el Instituto Nacional de Estadística y tirando a la baja siempre, el número de suicidios y tentativas de suicidio se fue incrementando a partir de 1939, alcanzando un índice de 9, 75 por cada diez mil habitantes, en 1941, el «año del hambre». Bastantes años más tarde, el psiquiatra I. López Sainz lo atribuyó a las circunstancias de la posguerra:
Esta anormalidad se debe a las circunstancias especiales de nuestra Guerra de Liberación; la pérdida de las esperanzas conservadas durante su duración, en relación con familiares y haciendas; las colaboraciones en algunos casos delictivos; las profundas alteraciones, cesantías y depuraciones, etc., fueron factores que se acumularon en una misma dirección, para influir de manera destacada en la elevación de suicidio ocurrida en aquellos años [22].
La gente se suicidaba por sus graves insuficiencias económicas, por eludir situaciones políticas comprometidas, por miedo a ser torturadas, etc. Pero también hubo quien se suicidó por dignidad. Ese fue el caso de Ignacio, pregonero del pueblo jienense de Navas de San Juan, a quien encontraron muerto en el fondo de un estanque. Su oficio le obligaba, por decisión del Alcalde, a pregonar por las calles los nombres de los que habían sido fusilados al amanecer. Los nombres que decía le eran de sobra conocidos, algunos incluso eran amigos suyos. Un día no aguantó más y, con una soga al cuello atada a una gran piedra, se tiró al estanque. Todo el mundo entendió que aquel hombre había llegado al límite de su dignidad [23].
LA FALTA DE VIVIENDAS Y LA INMORALIDAD DE LOS SUBURBIOS
En los años 40 se agudizó también el problema de la vivienda, sobre todo para las familias menesterosas, afectadas por las secuelas de la guerra y de la posguerra y vinculadas a los vencidos. Se reconocía que muchas familias apenas tenían techo donde cobijarse, y que se refugiaban en edificios ruinosos, en chabolas improvisadas, en minúsculos cuartos realquilados con derecho a cocina, en cuevas, etc., a menudo en desoladores suburbios y en tremenda promiscuidad. Un comunicante denunciaba en un periódico la existencia en la vecindad de su domicilio, de un edificio semiderruido que se había convertido en albergue para gente sin hogar:
Dentro del área del solar derruido o semiderruido por imperativos de la guerra, se encuentra un retazo de casa, esqueleto o caricatura de vivienda (…) que carece de puertas, ventanas y contraventanas. No tiene servicios sanitarios. El agua se busca por los inquilinos precaristas en una boca de riego pública. La luz eléctrica no existe, y en guiños fantasmales una vela conduce el trepar de los habitantes, grandes y niños, por la carcomida escalera, carente de barandilla. Como jamás he entrado en la casa no puedo detallar el grado de hacinamiento en que viven las personas que la habitan. Pero si juzgo por el escándalo que llega a mi piso a través de la forzosa indiscreción de las ventanas, podría asegurar que son más de doscientas [24].
Pero no era solo un problema urbano, como pudo comprobar el escritor Gerald Brenan en Churriana (Málaga), donde veinte familias obreras estaban viviendo en un granero dividido mediante particiones de caña. Era el año 1949.
La estadística habló de 50 000 viviendas destruidas en la guerra, «por culpa de las hordas rojas», pero nadie reconoció el caso de las familias que fueron desahuciadas de sus casas por los vencedores, a menudo en aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas, o de las familias desahuciadas en el inicio de la especulación del suelo. En 1939 el Instituto Nacional de la Vivienda anunció que se iba a dar solución al déficit de alojamiento familiar, proporcionando a todos los españoles «casas alegres donde no aniden la tuberculosis ni el odio». Pero se presentaron muchas dificultades, además de tener prioridad la reconstrucción de edificios públicos y religiosos, la construcción de cuarteles o de cárceles, de viviendas para militares y funcionarios, falangistas, etc. En los cuatro primeros años de posguerra se construyeron 10 311 viviendas para toda España, la tercera parte de lo proyectado. En 1945 la Delegación Provincial de la Vivienda de Madrid reconocía que el problema ofrecía perspectivas de verdadero abandono, y que mucha gente no podía guarecerse de las inclemencias del tiempo.
El problema se agravaba con la llegada de los que no podían sobrevivir en sus pueblos y creían que en la gran ciudad encontrarían mejores perspectivas, alojándose en casa de algún pariente, en un realquilado o en alguna chabola de los suburbios. La inmigración era imparable, por mucho que las autoridades tratasen de frenarla porque podía agravar el problema de los abastecimientos y de los alojamientos. En las estaciones de ferrocarril la policía interrogaba a los inmigrantes que llegaban sobre si tenían habitación y trabajo. Muchos eran reexpedidos a su lugar de origen, o se les encerraba en algún albergue en espera de que alguien les sirviera de fiador. Pero los más daban el nombre de algún pariente y en cuanto pasaban el control policial, se apresuraban a construirse una chabola en algún suburbio. Y la inmigración clandestina no cesaba, ocupando o ampliando los suburbios o los alrededores de ciudades como Madrid, Barcelona, Bilbao, etc. Desde el principio, los suburbios que alojaban a los pobres fueron objeto de preocupación para el Régimen, aunque hizo poco por mejorar las condiciones de los que allí vivían, al margen de la retórica oficial sobre la justicia social. El hacinamiento urbano o suburbano, «donde el marxismo y toda clase de odios regresivos tiene su natural medio de simulación», era más grave que nunca. Aunque en cierto modo también era una forma más de castigar a los vencidos.
En 1942 el Patronato de Protección de la Mujer elaboró un informe reservado sobre los suburbios madrileños, elogiando de entrada la ingente labor de evangelización y de españolización de los curas párrocos de las parroquias, antiguas o nuevas, de la periferia de la ciudad. Pero reconocía la pésima situación de los suburbios: «Una visita a los mismos ofrece las mejores y bien visibles pruebas del atraso cultural, de la inmoralidad y la miseria que allí reina[25]». De la pésima urbanización se responsabilizaba a la imprevisión, incuria e ineptitud de los ayuntamientos republicanos.
Allí viven los hombres, mujeres y niños en confusa mezcolanza. En las partes más castigadas por la guerra, estas gentes se hacinan entre las ruinas de los antiguos edificios, durmiendo en promiscuidad y contagiándose las lacras físicas y morales.
Mujeres aún jóvenes, viudas de soldados rojos o esposas de huidos o encarcelados buscaban en la prostitución el medio de subsistencia propia y de sus familias. La miseria empieza a justificarlo todo, aun en los casos en que tal miseria es ficticia, como les ocurre a muchas familias que viven del estraperlo de alimentos y tabaco, y la costumbre y el ejemplo acaba por generalizarlo todo. Solo una tercera parte de los niños eran bautizados, y únicamente el 30 por ciento de los niños en edad escolar iban al colegio. Y muy pocos feligreses acudían a la misa dominical.
En aquel contexto la palabra miseria tenía una connotación piadosa, haciendo recaer la culpa sobre quienes la padecían. En 1944 los destrozos de la guerra en los suburbios apenas se habían reparado, según reconocía otro informe reservado sobre «la inmoralidad publica y su evolución»:
Y entre las ruinas las gentes se amontonan, aprovechando mínimamente una sola habitación para albergarse cuatro o cinco familias, buscando refugio en sótanos o cuevas de tierra y durmiendo en repugnante mezcolanza de sexos y edades. La miseria es tan enorme que difícilmente se puede explicar. Sin muebles, sin vestidos, sin casi comida: así viven muchos miles de almas en las afueras de Madrid, dedicadas a la busca, a la ratería y a la mendicidad, depauperados y recelosos. Masa en la que se ceba la tuberculosis y que espera siempre una convulsión social y política que le permita dar satisfacción a sus anhelos de disfrute de tantas y tantas maravillas como la ciudad ofrece a su envidia impotente [26].
Se reconocía que numerosos chicos y chicas, hasta 5000 en alguna barriada, carecían de escuela, y que el problema se agravaba por la existencia de academias y escuelas particulares que hacían caso omiso de la recomendación oficial de inculcar los ideales patrióticos y de la obligada separación de sexos. En aquellas barriadas, habitadas por obreros y gentes sin oficio, reinaba la anarquía y el rechazo rencoroso a las normas. La gente vivía entregada a muchas actividades que:
…escapan a la observación directa, entre las cuales no sería difícil encontrar ramificaciones en el Socorro Rojo, de rudimentarias organizaciones subversivas, de bandas de rateros y forajidos, de gente de la trata de blancas y de otras actividades al margen de la ley o contra la ley, desarrolladas siempre de la forma más ruin y repugnante…una inmoralidad que se manifiesta en el propio modo de vestir, pues en general las mujeres llevan trajes extremadamente rotos que apenas cubren sus carnes.
Allí se daban todas los focos de rebeldía de la posguerra, como en un vertedero. Se reconocía que la libertad de trato entre chicos y chicas era absoluta, y que los padres eran indiferentes ante el modo de comportarse de los hijos ya desde pequeños. Aquella masa era incapaz de ser regenerada, y el Puente de Vallecas había sido declarado «zona infranqueable a los ideales sanos». En esa barriada «anidan en compleja confabulación los rencores políticos, las fobias sociales, el odio a la religión y el desprecio a los principios morales».
Los suburbios ofrecían un cuadro de indecencia que no se sabía como ocultar, porque su sola visión escandalizaba:
Mención especial merece lo que ha ocurrido este año —1944— y ocurre todos los veranos en las orillas del Manzanares (…) Los trenes suelen hacer una parada que permite a los viajeros contemplar el espectáculo de una multitud semidesnuda y harapienta, revolcándose en charcos fangosos, y tumbados hombres, mujeres y niños en un casi imposible hacinamiento, entre hierbajos amarillos, periódicos grasientos, restos de comidas malolientes y detritus de toda índole.
De los suburbios, donde vivían alrededor de medio millón de personas, surgían muchas «jóvenes caídas», a quienes nadie impedía ponerse un traje ceñido y subir a la Gran Vía:
Pasean a diario por los cafés madrileños sus encantos y acaso sus enfermedades, ya que esta clase de prostitución clandestina escapa hoy a todo control sanitario y policial [27].
Lo que no decía aquel informe reservado era que muchos de los habitantes de los suburbios debían buscarse la vida en el centro de la ciudad. Las mujeres, a menudo sin maridos o sin padres, tenían que ganarse la vida como fuese. Sin padre, con la madre trabajando y sin escuela, muchos niños se pasaban el tiempo callejeando, mendigando, delinquiendo, vendiendo tabaco de contrabando, etc. No bastaba con las campañas que se hacían a favor de los niños pobres, de los ancianos indigentes y de los «necesitados» en general, pero significaban un reconocimiento público de la existencia de los pordioseros, aunque no gustaba que se les viese por las calles céntricas.
Cuando Gerald Brenan retornó a España en 1949, se quedó impresionado por la gran cantidad de mendigos, incluso en las zonas céntricas de las ciudades[28].
Y tuve la impresión que había en Málaga cuatro veces más vendedores ambulantes que antes y también cuatro veces más mendigos. No cabe sentarse diez minutos en un café sin que aparezca, acercándose a gatas, para que los mozos no le vean, un chiquillo dedicado a coger colillas. Luego, están los hombres sin brazos o sin piernas, las mujeres enfermas con criaturas en los brazos y las brigadas de limpiabotas y vendedores de lotería ¿Y cuántos más que la policía no deja asomarse?
Para sobrevivir día tras día, la gente tenía que valerse del ingenio, de su astucia y del conocimiento de aquel mundo. Bastaban unos pocos errores para que muriesen. Cerca de la calle Larios se entraba en los dominios del mercado negro:
Muchachitas aseadas y pulcramente vestidas llevan grandes cestas de pan blanco y gritan continuamente ¡Pan de contrabando! Mientras hombres y muchachos ofrecían paquetes de cigarrillos americanos traídos de Gibraltar bajo las faldas de las esposas de los carabineros, quienes, naturalmente, no las registraban. La policía contemplaba el espectáculo pasivamente, porque era un comercio que proporcionaba ocupación a mucha gente, y era necesario para mantener a la clase media. Y cerca, el barrio de las casas de citas, con su cohorte de mujeres que vendían sus cuerpos, de rufianes y de alcahuetas. Toda la ciudad estaba plagada de mendigos. Niños, viejos y mujeres. Era imposible escapar a esta pobreza horripilante. Mientras estábamos sentados tomando una limonada en un cafetucho inmediato a la estación, pasaron junto a nosotros unos chiquillos andrajosos: uno estaba lleno de llagas, otro era tuerto, otro tenía una enorme excrecencia en la oreja y otro era un lisiado ¡Esta es la nueva generación de españoles que el régimen franquista traía al mundo!
Sin embargo, los periódicos de la época publicaban muchas fotografías de familias obreras austriacas que habían llegado en tren y a las que se festejaba por todas partes; sus niños eran acogidos por familias españolas de buena posición.