CAPITULO VII
Mujeres rojas
EN TORNO A CADA CÁRCEL FRANQUISTA SE MOVÍA una buena parte de la sociedad, mayor de lo que se creía, constituida por los familiares de los presos, especialmente las mujeres: madres, esposas e hijas. Eran las mujeres de los rojos y fueron etiquetadas como «mujeres rojas», y como tales, vejadas, humilladas, maltratadas, frecuentemente detenidas, apaleadas y hasta encarceladas, incluso sin haber sido expedientadas por ningún Juzgado militar. Sobre todo en los pueblos, se les hacía la vida muy difícil: podían obligarlas a limpiar los locales públicos, o forzarlas a tomar aceite de ricino, cortarlas el pelo al cero y pasearlas así por las calles:
Como se querían vengar, aparte de lo que hacían con ellos, con nostras las mujeres y sobre codo con las mayores, no sabes cómo nos trataban de mal. Te voy a decir que entonces cogieron cerca de ochenta mujeres del pueblo entre viejas y jóvenes. Fíjate que mi abuela tenía cerca de 70 años. A mí me cogieron también por ese cabrito, que te he contado, se echó a correr detrás de mí cuando me vio pasar y empezó a gritar: ¡A esa, a esa! Yo no paraba de correr, con lo jovencilla que era, hasta que me dijo que me iba a tirar con el fusil. Y claro está, era cosa de tener miedo. Y ahí es cuando me cogieron y me metieron en el salón ese que llamaban La Pianola, y que ahora es un casino. Nos pelaron a todas y nos metieron allí juntas. Y después nos dijeron que nos iban a dar aceite de ricino (…) Nos tuvieron el tiempo que les dio la gana y luego nos mandaron a casa. Al día siguiente tuvimos que bajar al mismo sitio y nos tuvieron durante una semana, peladas y dando vueltas al pueblo una hora y pico. Todas en grupo. A mí me cortaron el pelo solo porque era hija de un rojo, así lo decían ellos [1].
La imagen de las mujeres rapadas «paseadas» por las calles formaba parte del paisaje de los primeros tiempos de posguerra, como la imagen de una culpa colectiva. Muchas mujeres optaron por abandonar su lugar de residencia y trasladarse de ciudad en ciudad, instalándose, siempre provisionalmente, cerca de la cárcel donde se hallaba preso el padre, el marido o el hijo. Trabajando cuanto podían y en lo que fuera para poder mandarles comida y ropa, y mantener al resto de la familia. Limpiaban casas, lavaban ropa, recolectaban en el campo, vendían por las calles lo que los presos fabricaban, estraperleaban al por menor, y algunas incluso se prostituían. Así lo cuenta una de ellas:
Cuando termina la guerra, apresan a mi marido y me quedo con cinco hijos, la más chica con quince días. Me llegan a saquear la casa varias veces. Mi marido era del Partido Comunista, y lo llevan al penal de Hellín. Yo le mandaba lo que podía en un paquete porque estaba trabajando ¡Tenía que alimentar a los cinco hijos y pasar alimentos para el padre! Había un ambiente malo, en la puerta de la cárcel. Nos trataban muy mal, nos daban con los fusiles y cuando llevábamos algo para darles de comer no los hacían polvo, tirándolo todo, lo poco que podíamos llevar. Y yo me echaba al estraperlo, andando cuatro leguas, un día sí y otro no, cargadita de pan y garbanzos para vender. Y un día me lo quitaron todo. Yo vivía en Valdepeñas, y cuando iba a verle a la cárcel me llevaba a dos hijos. Uno se me murió(…). Yo tenía que trabajar, iba a lavar la ropa de sol a sol y me daban cinco pesetas. A mis hijos los tuve que meter en lo de Auxilio Social a comer, y el tocino que les echaban, se lo traían para dárselo al padre [2].
Para estas mujeres la vida fue extraordinariamente difícil, pero sobrevivían, trabajando, empeñando todo cuanto tenían, incluso vendiendo su cuerpo. A cierto preso le resultó tremendamente duro tener que explicarle a un camarada que su esposa estaba embarazada del alcalde de su pueblo, porque había tenido que acceder a sus requerimientos para que a él le conmutaran la pena de muerte[3].
Muchas mujeres se iniciaron, casi espontáneamente, en la lucha clandestina cuando se encontraban a las puertas de la comisaría, de la cárcel o del cementerio. Y se fueron organizando para ayudar a los presos, tratando de formar redes de apoyo, de solidaridad y de comunicación sobre lo que realmente estaba pasando, venciendo obstáculos y corriendo graves riesgos:
Yo he asistido desde los comienzos, de cómo han ido organizándose las mujeres después de la guerra. Cerca de las tapias del Cementerio del Este, íbamos todas las mujeres a ver si habían matado al marido, a poder recogerlo. A las 11 de la mañana, te permitían estar junto a las tapias y allí ibas mirando uno por uno a todos los que habían matado por la noche. Las mujeres iban reconociendo a sus maridos, a sus hijos, a sus padres. Era tan desolador aquello que no sabíamos que hacer. Y allí decidimos organizarnos [4].
A menudo se trataba solo de ayudar a los presos y a las familias más necesitadas, pero eso podía resultar muy peligroso. Encarnita García Córdoba tenía solo 19 años cuando, en 1942, la fusilaron contra la tapia del Cementerio de Almería, acusada de organizar el Socorro Rojo, porque recogía dinero y ropa para las familias cuyos padres habían sido fusilados y se encontraban en la miseria total. Antes de morir, pudo escribir una carta de despedida a sus familiares:
Esta es mi noche frontera, camino de lo eterno, la que en sus largas horas de meditación ha traído a mi espíritu tan atormentado la convicción de que la vida no merece vivirla, es ingrata y lastima despiadadamente a los seres que de una forma u otra caminan por ella, guiados por crueles anhelos. Sí, es ingrata y conmigo se cebó despiadadamente [5].
Muchas otras fueron a la cárcel, y algunas murieron en ella.
LOS «MARXISTAS FEMENINOS DELINCUENTES».
Desde la guerra y la inmediata posguerra hubo numerosas presas políticas en las muchas y atestadas cárceles de mujeres que se habilitaron por todo el territorio nacional. Aunque nunca se contabilizaron como tales porque el Nuevo Régimen prefería calificarlas como «mujeres de vida extraviada», juntamente con las prostitutas y condenadas por delitos comunes. Las «mujeres de vida extraviada», de algún modo, representaban la antítesis de la nueva-vieja mujer española cuyo modelo quería imponer el franquismo: una mujer de su casa, sumisa y sacrificada, guardiana principal del buen orden de la familia y freno de toda corrupción moral del hombre. Por eso las mujeres de los rojos eran colectivamente culpables, porque trabajaban, porque no tenían tiempo para educar a los hijos y porque no habían podido o querido frenar a sus hombres y retenerlos en casa. Las mujeres rojas eran incluso peores que los hombres, como había demostrado «científicamente» Vallejo Nájera en un estudio realizado en la cárcel de mujeres de Málaga sobre la naturaleza biopsíquica de los «marxistas femeninos delincuentes», publicado en mayo de 1939 [6].
Comenzaba el ínclito psiquiatra con una afirmación rotunda:
Comentase vivamente el hecho de que en la revolución comunista española haya participado el sexo femenino con entusiasmo y ferocidad inusitados, no dudando muchas jóvenes en alistarse como miliciantes en los frentes(…) Mucho mayor ha sido el número de mujeres que unidas a la horda perpetraron horribles asesinatos, incendiaron y saquearon, además de animar a los hombres para que cometieran toda suerte de desmanes.
Para explicárselo, insistía en la característica habilidad psíquica del sexo femenino, la debilidad de su equilibrio psíquico, la menor resistencia a las influencias ambientales, la inseguridad del control de la personalidad y la tendencia a la impulsividad, cualidades todas ellas que en circunstancias excepcionales acarreaban anormalidades de la conducta social y sumían a la mujeres en estados psicopatológicos.
Si la mujer es habitualmente de carácter apacible, dulce y bondadoso, débese a los frenos que obran sobre ella; pero como el psiquismo femenino tiene muchos puntos de contacto con el infantil y el animal, cuando desaparecen los frenos que contienen socialmente a la mujer y se liberan de las inhibiciones frenatrices de la impulsiones instintivas, entonces despiértese en el sexo femenino el instinto de crueldad y rebasa todas las posibilidades imaginadas, precisamente por faltarle las inhibiciones inteligentes y lógicas
La mujer española, o antiespañola, había desempeñado un importante papel en la «tiranía roja», desbordando los límites de la criminalidad femenina habitual, participando en el pillaje, en los incendios de las iglesias, en las destrucción de los objetos religiosos, y también en las matanzas, con marcado carácter sádico. Aunque la mujer solía desentenderse de la política, en la revolución comunista española se había mezclado activamente en ella. Y acababa el psiquiatra la introducción de su estudio afirmando que cuando las mujeres se lanzaban a la política, no lo hacían movidas por las ideas, sino por los sentimientos, que alcanzaban proporciones inmoderadas e incluso patológicas debido a la irritabilidad propia de la personalidad femenina. En este sentido, la influencia del medio social y familiar había sido nefasta.
El «estudio» de Vallejo Nájera sobre cincuenta mujeres encarceladas en Málaga, confirmaba todo lo antedicho. De diferentes edades y con condenas diversas, todas ellas habían participado durante el «dominio marxista» en los «crímenes de la horda», acompañando a las patrullas de milicianos en la perpetración de asesinatos, saqueos e incendios, distinguiéndose algunas de ellas por su «necrofagia», al presenciar los asesinatos con morbosa delectación y burlarse luego de los cadáveres. Otras habían denunciado a personas ocultas o a quienes tenían especial resentimiento, o bien habían incitado a las turbas a pronunciarse contra el fascismo. Como no podía ser de otro modo, la mayoría era de inteligencia media o inferior, de cultura baja o analfabetas. Lo que las había lanzado a participar en la revolución no fue el hambre, sino más bien la herencia psicopática, los antecedentes familiares de anormalidades psíquicas y los «antecedentes revolucionarios familiares y matrimoniales» (padres, hermanos, esposos o hijos con ideas extremistas). Por demás, su «personalidad social» era propia de un revolucionario nato, un imbécil social o un psicópata antisocial. Aunque no practicaban la religión, conservaban vagamente sus creencias católicas, lo que alentaba esperanzas de redención, que aumentaban al comprobar que no tenían formación política alguna.
Lo que las llevó a la revuelta revolucionaria no habían sido motivaciones ideológicas, sino la exaltación de sus sentimientos pasionales por influencia del medio ambiente; la antisocialidad de su personalidad psicopática «con falso espíritu de reivindicación social»; la anestesia sentimental o afectiva, y sus tendencias biopsíquicas constitucionales. En cualquier caso eran socialmente peligrosas, como lo demostraba además la muy baja moralidad sexual de las cincuenta mujeres estudiadas: siete eran prostitutas (aunque otras diez eran solteras vírgenes). Tras ser encarceladas, más de la mitad persistían en sus actitudes revolucionarias, aunque algo más de la mitad tenían una buena opinión sobre la España Nacional:
La buena opinión que se tiene de la España Nacional débese a que se cuida a los niños, aunque sean hijos de los enemigos, se protege al pobre y hay trabajo, no siendo cierto lo que decía la propaganda roja. Comparan estas mujeres la disciplina y el orden nacionales con la orgía y el desorden rojo y de tal comparación surge un sentimiento admirativo hacia los nacionales.
Aunque los «marxistas femeninos delincuentes» mostraban, para estos peculiares investigadores, cualidades bastantes negativas, las consideraban redimibles, reeducables. Y se felicitaron de las posibilidades prácticas de su estudio, destinado a evitar en el futuro el acceso de la mujer a la política y a limitar la acción civil femenina a la asistencia familiar y benéfica. Por eso el Estado debía dictar «reformas sociales indispensables para restar adeptas a la causa marxista» y reformas educativas basadas en las conclusiones de sus investigaciones [7]. En todo caso, la depuración estaba justificada por dura que fuese, ya que se ejercía sobre mujeres de nocivas características psicológicas, innatas o adquiridas, con una conducta sin fundamento ético que debía ser castigada.
SOLEDAD REAL. HISTORIA DE UNA PRESA COMUNISTA
De haber conocido su expediente Vallejo Nájera hubiese clasificado a Soledad Real como un típico «marxista femenino delincuente». Hija de un obrero socialista que trabajaba en Barcelona, Soledad Real fue una chica precoz, rebelde y activa, que a los 16 años ya tenía un novio comunista, con el que se casó a los dieciocho, justo cuando estalló el Movimiento Nacional y él marchó voluntariamente al frente, donde murió. Durante toda la guerra, ella llevó una intensa actividad política en la retaguardia barcelonesa, integrada en las Juventudes Socialistas Unificadas. Cuando los nacionales entraron en Barcelona, Soledad se unió al ingente éxodo republicano que cruzó la frontera francesa. Tras diversas peripecias, volvió a Barcelona, donde junto a unos compañeros reorganizó las Juventudes Socialistas y llevó una vida política clandestina. Hasta ser detenida por la policía:
Me tiraron al suelo a vergajazos, y a vergajazos y como si yo fuera un colchón me seguían pegando hasta caerme al suelo, donde me seguían pegando como cayera y donde cayera (…) Me dejaron hecha un monstruo. Estaba tan hinchada(…). Lo que más me dolía eran las uñas, o donde habían estado las uñas.
Cuando la llevaron a la cárcel de Les Corts de Barcelona, al fin pudo descansar, aunque estaba tan atestada de presas —de 5000 a 6000— que tenía que dormir debajo de los fregaderos. Soledad estaba enferma. Sufría fuertes dolores en los riñones, que calmaba con píldoras de opio, y durante sus irregulares reglas expulsaba una especie de muñones de sangre coagulada, peor que muchos abortos. Pero el médico no quería reconocerla, por temor a descubrir las huellas de las terribles torturas que había recibido en la comisaría. Soportó el hambre, la suciedad y el hacinamiento de aquella cárcel, regentada por monjas. Allí se hada vida de patio, donde la mayoría de las presas realizaban trabajos de labores (tapetes, bordados, ganchillo, etc.), que luego entregaban a sus familiares para que las vendieran. Así al menos podían sobrealimentarse y ayudar a sus familias, con la tolerancia de monjas y funcionarias. Como en la mayoría de las cárceles de mujeres, no tenían talleres penitenciarios [8].
Soledad se sentía muy apoyada por la comunidad de presas comunistas de la que formaba parte, trabajaba mucho como excelente bordadora que era, enseñaba a leer a las analfabetas, participaba en la organización de obras de teatro, en lecturas colectivas, etc. Pero seguía enferma, y un día se lleno de eczemas; tenía casi todo el cuerpo llagado, le daban fiebres altas, pero el médico seguía sin querer reconocerla y solo le mandaba calmantes:
Pasé una cosa de nervios terribles, porque alguna me llamaba o me tocaba por detrás y yo daba saltos y unos gritos y se me ponía el corazón pa, pa, pa, pa (…) El hecho de oírme llamar yo lo relacionaba con el llamado sótano, con la declaración y empezaban a castañearme los dientes, se me descomponía el vientre y el corazón con unas palpitaciones que se me salía. Era un momento que hasta que no se me pasaba no era dueña de mi persona.
Soledad se carteaba con un compañero político, pero le detuvieron y al poco supo que había muerto apaleado en la comisaría:
Me puse tan mal que fui al médico y fue entonces cuando me reconoció. Llamó a otras tres enfermeras y a otros médicos y les dijo que tenía una masa dentro que no se sabía lo que era la matriz y lo que eran los ovarios. Yo me había vuelto a cubrir de llagas y de eczemas y me ponían vendajes y me supuraban a través de ellos.
Sentía pena por la muerte del compañero y le preocupaba su madre, temiendo que la hicieran algo o la metieran en la cárcel, porque eso ocurría frecuentemente con las madres de los presos o desaparecidos. En la cárcel la seguía interrogando el coronel Aymar, que llevaba su expediente en la aplicación de la Ley sobre la Masonería y el Comunismo, expediente en el que se incluía a muchas compañeras más. Hasta que todas fueron conducidas a la cárcel de Ventas de Madrid, pasando en tránsito por la célebre cárcel de Torrero, en Zaragoza:
Nos metieron en unas mazmorras frías y húmedas, y en esas mazmorras todavía estaban los grilletes y las cadenas de hierro para atar a los presos.
Cuando llegó a Ventas, lo que más le impresionó fue la galería de las condenadas a muerte, y oír los disparos con los que se fusilaba en el cercano cementerio del Este. Pese a su masificación —más de seis mil presas alojadas—, todo parecía mejor organizado. A pesar de la estricta disciplina impuesta por las monjas, las presas políticas estaban bastante bien organizadas, y en las celdas se hacían frecuentes reuniones del Partido.
En Ventas hay un taller y una escuela de Falange, donde enseñaban a hacer cosas manuales, y era obligatorio ir a uno de los dos sitios. El Partido había decidido sabotear los talleres, donde las comunistas no podían redimir condena, e ir a la escuela como mal menor.
Por otra parte, era la cárcel donde mejor aseo personal se daba, porque las presas, disciplinadamente y en riguroso rumo se duchaban todas las noches, aunque fuera rápidamente. Era una estrategia de autodefensa, para mantener la dignidad y la limpieza personal, que se complementaba con la formación de redes de solidaridad interna y de comunicación con el exterior:
Las comunistas siempre tratábamos de alimentar nuestro cerebro en la cárcel, preocupándonos de nuestros problemas y los de los demás. Realizábamos un trabajo de cara a los demás y de cara a nosotras mismas, lo necesitábamos.
Era una militancia continua: organizaban reuniones clandestinas, transmitían información al exterior, hacían obras de teatro, y trabajaban por cuenta propia y para fuera. Lo que no quería decir que no sufrieran, que no hubieran de aguantar cosas que no les gustaban, como formar a toque de campana, asistir a misa, cantar el Cara al Sol:
Pero lógicamente es algo que no es que tu lo admitas como normal, es algo que tu ejerces una presión y lo vas hundiendo dentro de ti misma, y lo vas apretando dentro de ti misma y claro, a la menor cosa esto estalla, este cúmulo te produce una cantidad de rebeldía, y si no puedes desahogado te produce amargura; sufres, implica sufrimiento. Y si no puedes desahogar esa rebeldía, es una amargura, es una desesperación, es algo tan grande, sufres.
Por su rebeldía, Soledad fue enviada a la celda de aislamiento:
El no poder hablar con nadie. El que no te dejen leer, el que no te dejen escribir. Porque de lo que se trata es de que te mortifiques, de que lo pases mal (…) Enlazas recuerdos. Y horas y horas sin hacer nada. Porque no tienes una labor (…)Ahora, imagínate tu lo que es una celda donde tengas dos metros y medio de largo por uno y medio de ancho, una reja al fondo y un silencio absoluto y estás completamente aislada. Esto es deprimente, deprimente, deprimente: que no puedes dormir, que no puedes descansar, que no tienes movilidad, que no tienes posibilidad, incluso, ni de fatigar el cuerpo con un ejercicio, y esto es torturante [9].
Y luego, estaban las crisis a nivel individual, unas crisis espantosas, y unos momentos de verdadera depresión, que solían superarse con la ayuda de otras presas:
Yo he tenido crisis tremendas, de esas de tener deseos efectivos de morir.
Porque es lógico que se planteara el problema de que se nos pasaba la juventud, el tiempo de tener hijos.
Al principio, la estancia en la cárcel era eufórica, porque se creía que iba ser poco duradera, pero cuando se pensaba que se iba a prolongar mucho tiempo, cuando se veía que la gente caía y caía, cuando no dejaba de entrar gente de la guerrilla…la desmoralización era inevitable.
Soledad Real fue juzgada por el Tribunal Especial contra la Masonería y el Comunismo, como parte de un expediente de más de cincuenta comunistas. Fue condenada a más de treinta años de prisión. Poco tiempo después cayó terriblemente enferma:
Me dieron fiebres y me empezaron a salir otra vez forúnculos por todo el cuerpo. Y las compañeras veían que yo me iba de tristeza. Y nadie se acercaba a mí.
Por entonces estaba enfrentada a las compañeras del partido por diferencias ideológicas.
Se llegó a crear un vacío tan grande que hasta las personas que me querían huían de mi, físicamente quiero decir. Tu les veías en la cara que les dabas pena, pero no se atrevían a acercarse, me eludían. Fui al médico y paulatinamente fui mejorando. Aunque en la cárcel, cuando llevas 4 o 5 años, ya empiezas a tener características de enferma, ya eres una enferma, procesos de irritabilidad, procesos de intransigencia, eso de querer guardar la pureza de líneas y los conceptos.
Deseaba ser tan pura ideológicamente, que no quería ni masturbarse y luchaba contra sus impulsos a hacerlo, en aras del amor a su causa y en contra de un enemigo, como haciendo un sacrificio. En la cárcel se notaba la falta de contacto físico, la falta del compañero, la falta de caricias, pero se cortaba toda impulsividad con una ducha de agua fría.
Porque ejercer la vigilancia contigo misma no te permite relajarte ni cinco minutos. Es que siempre estás pendiente de tu conducta (…) En cuanto a lo sexual nuestra intransigencia provenía de los prejuicios propios de nuestra educación y de aquel tiempo.
Como condenada en firme, Soledad fue traslada a la prisión de Málaga, pasando por Alcázar de San Juan, Linares y Córdoba. Era ya el año 1946. En Málaga había cinco pabellones (el de las enfermas de tracoma, el de madres, el de las funcionarias y otros dos para gente revuelta), todos muy deprimentes. Las presas pasaban la vida en el patio, haciendo cestería principalmente, y vivían mezcladas las políticas, las comunes y las prostitutas. El cura, que era una mala persona, se metía mucho con ellas, obligándolas a ir a clase de catecismo y adoptando aptitudes provocativas, casi soeces:
Era un chulo putas, como se dice por ahí. El tío era siempre insinuante, siempre cargante. Yo un día me harto y digo: chicas, no voy. Se asoma al patio el cura y me ve trabajando mi punto con un grupo de compañeras. Entonces me denuncia. «Debe volver a las clases de catecismo». Entonces el sacerdote, durante la Semana Santa, estuvo viniendo a verme. El lunes a verme, el martes a verme, el miércoles, que era el día grande de la fiesta, a verme. Y era para que le pidiera perdón. Pero a mí no me salía de los huevos, claro (…) Y yo no me bajaba del caballo, ni él dejaba de venir a verme: pero será zorra la tía, que no cede.
Luego, se negaron a asistir a la comunión pascual, y todas fueron trasladadas a Segovia, pasando por Puente Genil y Alcázar de San Juan. Lo peor de Segovia era el frío que pasaban, y la falta de agua caliente, con lo que mantener la higiene resultaba dificilísimo; sobre todo las presas comunes apestaban:
Nosotras las comunistas, nos habíamos planteado como disciplina el ducharse a diario, y por la noche, aunque estuviésemos a 20 grados bajo cero, nosotras dormíamos con la ventana abierta, porque nos habíamos planteado defender nuestra salud en aquello que pudiéramos.
Y se plantearon el conseguir agua caliente y que se les diera ropa más a menudo y que se les diera mejor de comer…
LA LUCHA CONTRA EL MIEDO EN LAS CÁRCELES DE MUJERES
La desposesión de todo bien o pertenencia constituyó el protocolo del castigo en las cárceles españolas, la fundamentación política de una miseria que tejía pautas dirigidas a la destrucción de la identidad personal [10]. El objetivo era vaciar a la persona mediante la sumisión forzada de su vida hasta la pérdida de su identidad:
Que alguien, que otra persona te diga: Tu te estás aquí y tú te vas a desenvolver en dos losetas, y tú te vas a estar aquí encerrada, y yo voy a tocar una corneta, y tú vas a formar y yo te voy a contar, y tú tienes que estar firme, y tú tienes que saludar, y tú tienes que cantar el himno [11].
El control absoluto, la capacidad de intervención en la vida de las presas no tenía límite por parte de las funcionarias y las religiosas. Al ingresar en la cárcel de Les Corts de Barcelona, la presa era fichada por una monja que le decía: «Aquí dentro nada os pertenece excepto lo que habéis comido, y no siempre, porque es posible que lo vomitéis». Los relatos de las presas políticas hablan de lo importante que era para ellas la posesión de pequeñas cosas, cómo sus escasas pertenencias estaban asociadas al mantenimiento de su propia identidad. La escasez alimenticia era otra forma de control, de tenerlas pendientes casi únicamente de cómo obtener algo más de comida. Muchas sobrevivían gracias a los paquetes que recibían de sus familiares o de lo poco que podían comprar en los economatos. De ahí que una sanción de incomunicación significara una fuerte presión psicológica, el riesgo de enfermar o incluso de morir.
El rigor alimenticio sobre la población reclusa podría estar pensado como un modo de romper la solidaridad:
La comida era escasísima y mala, con la acusada discriminación para que las «comunes», que iban a misa diaria y comulgaban de vez en cuando, consiguieran una pacata flotando en el agua; para las rebeldes, agua sola. El trato de las monjas oblatas era horrendo, con un chantaje sobre las mujeres a base de especular con el hambre para que se arrepintiesen. El capellán era un demonio lujurioso y ofensivo, para quien lo menos que éramos, era ladronas y prostitutas [12].
Se trataba de hacerlas sucumbir, de que perdieran la capacidad de discernimiento y hasta su propia dignidad. Carme Riera ingresó embarazada en Les Corts, y el primer día que fue a misa, oyó decir al capellán: «Putas, más que putas, que habéis jodido con vuestros hijos. No os hagáis ilusiones porque nosotros haremos limpieza[13]».
En 1941 llegaron a Palma de Mallorca 200 condenadas a muerte, aunque con la pena conmutada, y las hicieron vivir en condiciones horrendas:
Nos tenían en salas de 100 o 200. Teníamos, solo por cada una, un ladrillo o ladrillo y medio, teníamos que estar codo el día en el patio. Hacia un viento horrible, se levantaba el polvo, era alcalino, y estábamos siempre con el pelo blanco tragando aquel polvo, que todas teníamos la nariz, los ojos y la garganta mal [14].
Sin recursos exteriores y sin recibir paquetes de los familiares durante semanas o meses, las presas de Palma estaban abandonadas a su suerte, tan débiles que apenas podían moverse (alguna llegó a morir). Solo les daban de comer unas hierbas que cultivaban las monjas. Sufrieron también una fuerte presión religiosa. Una organización de Acción Católica se volcó en la cárcel, ofreciéndoles la realización de algunos trabajos de punto y costura que podían proporcionar algún ingreso a las presas que mostrasen actitudes religiosas. Las que declinasen la oferta, podían morirse de hambre. Entre las presas se encontraba una mujer intelectualmente ejemplar, Matilde Landa, comunista y perteneciente a una conocida familia laica. Fue confinada en una celda especial, aislada casi por completo de las demás, y se vio sometida al acoso permanente de las damas de Acción Católica, que pretendían su conversión religiosa. Landa aceptó asistir a las reuniones a las que era llamada por esas damas, que le ofrecían realizar las mejoras en la vida carcelaria que ella proponía.
Pero a ella trataban por todos los medios de convencerla. Yo creo que no pudo más. Sus nervios llegaron al agotamiento. Era muy pesado: que ahora viene una jerarquía y una personalidad, y que vienen otras, y que salga Matilde, y que venga Matilde (…)Eso llegó a minarla, porque era demasiado.
La mejora de las condiciones carcelarias se convirtió en moneda de cambio de la cristianización de Matilde Landa, auspiciada por el propio Obispo de Palma. Ella estaba en permanente duda. A pesar de ello, la ceremonia de su conversión se programó para el 27 de septiembre de 1941. Pero el día anterior se encaramó a un muro y se tiró, suicidándose. La dirección de la prisión lo desmintió y habló de un accidente causado por un ataque de epilepsia, y como Matilde no murió de inmediato, hubo tiempo para bautizarla «in articulo mortis».
Se trataba de doblegar y transformar a las presas, de hacerlas sucumbir como personas con identidad propia. La transformación incluía el cuerpo y el vestido. La menopausia precoz, en parte debida a la escasez de la alimentación, era ridiculizada por las monjas, así como los frecuentes trastornos menstruales que sufrían muchas presas, que ni siquiera recibían paños higiénicos. En lo que se refería al atuendo, la dirección de las cárceles de mujeres se mostró beligerante, puesto que su objetivo era obligarlas a llevar uniforme, reducirlas al anonimato. Cuando en 1947 llegaron los uniformes a la cárcel de Segovia, fueron distribuidos a las presas con rallas inapropiadas. Pero ellas se las ingeniaron para arreglarlos y darles un toque diferenciador, apareciendo pendientes, cintas, cabellos sueltos, etcétera:
No éramos un número. Éramos personas y queríamos demostrarlo. Éramos presas políticas y no queríamos perder nuestra personalidad. Ir bien arregladas, diferentes, era una cosa obsesiva para nosotras, una consigna que cuidábamos [15].
Precisamente por ello, bajo amenaza de sanciones, se dictaron normas estrictas en el vestir:
…imponer a la población reclusa la más absoluta sencillez en el vestir y en el peinado; prohibido, sin excepción, el uso de prendas como blusas, jerséis, etc., cuando sean de colores chillones o llamativos; debiendo procurar que tales prendas sean blancas o en tonos poco diferenciados del blanco. Las cintas y lazos que se usen para sujetar el pelo habrán de ser de color negro, prefiriéndose el cordón a la cima. Los collares y los pendientes excesivamente largos o de tamaño exagerado serán igualmente prohibidos. En resumen, es preciso que la presentación exterior de todas las reclusas esté en perfecta armonía con la seriedad exigida por el establecimiento penitenciario [16].
En definitiva, las presas debían ser privadas de cualquier atractivo:
A menudo, las funcionarias y religiosas nos recordaban que habíamos fracasado, que estábamos jóvenes y saldríamos de allí sin posibilidad de casarnos y tener hijos porque seríamos ya mujeres maduras [17].
Las presas se hallaban desposeídas de todos sus derechos y expuestas a cualquier castigo o humillación, pero aún tenían capacidad para enfrentarse a las imposiciones del poder carcelario, negándose a aceptar resignadamente la situación. Debían cumplir el reglamento, pero a menudo supieron utilizarlo en beneficio propio. Se opusieron a la estructura moral penitenciaria para mantener su propia identidad, y aún a costa de todos los sufrimientos crearon una red de comunicación paralela y subterránea. Necesitaban dinero, para alimentarse, para ayudar a las más necesitadas y a las propias familias, lo que las obligaba a trabajar cuanto pudieran, casi siempre por cuenta propia y sin redimir condena. En Les Corts solo había dos formas de obtener dinero: trabajar en la inmensa huerta circundante, o trabajar en distintas labores de costura. El trabajo en la huerta era muy duro, pero redimía condena y se cobraban 0, 50 pesetas semanales, más una asignación familiar de 3, 45 pesetas diarias. Estaba mucho más generalizado el trabajar intensamente en tareas de bordado y labores diversas de costura, lo que contaba con la tolerancia de monjas y funcionarias, pero que requería crear y extender frágiles redes para comercializar los productos y negociar con las monjas. Trabajar los domingos proporcionaba ingresos suplementarios, pero se opusieron las monjas, aunque finalmente cedieron, ya que obtenían gracias a ello, a buen precio, bordados para canastillas, mantelerías o ropa en general, que luego ellas vendían más caras al llamado «Ropero de Caridad». Y algo similar ocurría en muchas otras cárceles de mujeres.
Las políticas hacían más cosas: atendían a las que enfermaban, cuidaban a las que llegaban destrozadas por los interrogatorios policiales, enseñaban a leer a las analfabetas, informaban al exterior de las atrocidades que se cometían, elaboraban folletos clandestinos, controlaban dentro de lo posible la administración de la cárcel a través de los trabajos en «destinos», utilizando el poder burocrático en su favor (demorar el traslado de expedientes, camuflar una sanción, retirar una carta peligrosa, etc.). Desde las oficinas se hicieron denuncias sobre la corrupción administrativa, y hasta se organizaron fugas [18]. Y sin embargo, las autoridades de las prisiones seguían detentando el poder absoluto, manejando los tres instrumentos básicos para la supervivencia de las presas: alimentación, higiene y sanidad; y repartiendo favores, privilegios o castigos. Las presas con experiencia política lo percibían en cuanto ingresaban en la cárcel:
Por una parte quieren obligarnos a vivir en la porquería o rebajarnos para hacernos sufrir, Pero, sobre todo, buscan enfrentarnos unas a otras por un vaso de agua [19].
Por eso, muy pronto pusieron todo su empeño en neutralizar la estructura del poder carcelario y sus instrumentos, y paulatinamente fueron construyendo un «espacio de civilización» propio, clandestino y opuesto al de las funcionarias y las monjas. Trataban de afirmar, consolidar y defender su identidad en un mundo construido precisamente para destruirla o negarla:
Las autoridades pretendían que allí no había presas políticas, por lo que cuando había una visita dábamos un paso al frente y lo decíamos, y eso nos costaba castizo e incomunicación [20].
Con el tiempo, gracias a los indultos sucesivos, las cárceles de mujeres se fueron vaciando, y quedaron en ellas las presas con largos años de condena. Reunidas en su mayoría en los cinco penales centrales del país (Alcalá, Segovia, Guadalajara, Málaga y Ciudad Real), las políticas mantuvieron un reto constante con las administraciones de las cárceles, aunque fuese a costa de castigos y traslados:
Nuestra guerra era los enfrentamientos por las circunstancias que vivíamos en las cárceles, por la carencia de todo. No es que estuviéramos fuera del tiempo, sino que esa era la única forma de conservar nuestra situación de presas políticas. Nos sonreíamos satisfechas y orgullosas de serlo y el enfrentamiento era continuo con las direcciones de la cárcel, con las funcionarias y las monjas, con todas aquellas injusticias y malos tratos que nosotras estábamos sufriendo, porque no podíamos ducharnos, porque no podías escribir a casa, porque te castigaban si no andabas por el camino que querían ellos, por la disciplina interna, por el trato personal de las carceleras y la dirección. Por todo eso estábamos en guerra todo el día, porque queríamos contestar todo un sistema opresor, no aceptándoles como vencedores, sino tan solo como dominadores [21].
Desde mediados de los años 40 los directores de las cárceles temían la insubordinación de las reclusas, porque podía caerles alguna sanción por no saber mantener el orden. Las presas no aceptaban los malos tratos, pero sí las celdas de castigo, porque no suponían humillación o servidumbre. Habían logrado crear su propio territorio fundamentado en su obsesiva necesidad de no consentir arbitrariedades, endureciéndose y haciéndose intransigentes. Nadie debía llorar en público, ni flaquear, y se condenaba al ostracismo a cualquier chivata o delatora. Distribuían panfletos y periódicos escritos a mano, y organizaban cursos y seminarios, montando bibliotecas secretas. Provocaron plantes casi desde el principio, por lo general por cuestiones de supervivencia.
A principios de 1949 estalló en el penal de Segovia una huelga de hambre por motivos políticos. En enero visitó la cárcel una abogada chilena, a quien las presas políticas habían decidido expresar todas sus quejas, designando a Mercedes Gómez Otero para que interviniese en nombre de todas: «Estamos en la cárcel por luchar contra el régimen de Franco». El diálogo fue mucho más largo, porque la abogada hizo muchas preguntas sobre el régimen de la prisión:
Merche lo explicó todo, que nos ponían las inyecciones sin hervir las jeringas, que teníamos que tender la ropa amontonada en una reja porque no teníamos donde tender, que teníamos los váteres dentro de la celda y no teníamos agua caliente, que no teníamos sábanas[22]…
Por consideración a la visitante, las autoridades cortaron el incidente sin más consecuencias por el momento. Acabada la visita, se reunió la Junta Disciplinaria, y acordó recluir a la Gómez Otero en la peor celda de castigo por tiempo indefinido y privarla de todos los beneficios penitenciarios. El aislamiento de Mercedes indignó a todas la presas, que no aceptaban un castigo individual porque la sancionada había hablado en nombre de todas. Empezaron a golpear puertas y a apretar timbres, pidiendo a gritos que se sacase a la prisionera, que se castigase a todas, porque todas suscribían sus manifestaciones. Prosiguió el estruendo, formándose una comisión para negociar con la dirección, que se negó en redondo. Se decidió paralizar el penal, cuando se abrieron las puertas y un grupo de hombres (funcionarios de la prisión masculina) con porras se abalanzó sobre las mujeres, encerrándolas a golpes en las celdas. Llevaron a las más activas a celdas de castigo, pero las demás respondieron con una huelga de hambre de cuatro días. Nadie claudicó, y se consiguió que Mercedes Gómez Otero cumpliese la sanción en una celda del primer piso y que el castigo se extendiese a toda la colectividad política.
A los dos meses de castigo hicieron una selección y nos emperezaron a sacar al sol, llevándolo con tal lentitud que la última selección salió al sol a los cuatro meses [23].
Se endureció el régimen penitenciario, restringiendo las comunicaciones con el exterior durante un año, pero las presas no se doblegaron. Podían ganar muy poco a cambio de perder mucho: el rechazo de las compañeras, el sentimiento de vergüenza, etc. A una de las represaliadas se le negó la libertad condicional, que le había sido concedida desde Madrid, pero las presas consideraban que estaban ganando, aunque solo fuese una ganancia ética que reforzaba la propia identidad. Estaban demostrando que no eran redimibles, que eran irredentas [24]. Porque ganar era no consentir. Finalmente, las cabecillas fueron enviadas a la prisión de castigo de Guadalajara, donde el trabajo era duro, obligatorio, sin remuneración alguna y sin derecho a redimir penas.
LOS NIÑOS DE LA CÁRCEL
Muchas de las mujeres rojas capturadas llevaban consigo a sus hijos menores —entre otras razones porque no tenían con quien dejarlos—, que se quedaron con ellas en las cárceles; a estos se les sumaron los que nacían allí. De inmediato, estos recién nacidos fueron objeto de la propaganda franquista, comenzando por ser bautizados, con o sin permiso de las madres, en ostentosas ceremonias que recogía la prensa, en especial el semanario Redención. Aunque algunas madres llegaron a impedir que sus hijos fueran bautizados. Carme Riera fue detenida cuando los nacionales entraron en Barcelona, condenada a muerte y encarcelada en Les Corrs. Poco después le conmutaron la pena de muerte y, como estaba embarazada, quiso casarse con su compañero antes de que lo fusilasen. La boda se celebró en la cárcel Modelo, de donde Carme volvió muy triste. En septiembre dio a luz una niña, pero no dejó que se la bautizara:
Les dije que si yo no iba con ella no les daba la niña para bautizarla, Yo no quería dejarla sola, porque había oído cosas que pasaban…
Después le anunciaron su próximo traslado a una cárcel vasca, insistiéndole en que dejara a la niña en Barcelona:
Me puse hecha una fiera porque lo que querían era educarla. No quieren nuestra raza, por eso les interesaban los niños, porque a una criatura se la puede dominar. Ellos solo querían las personas que pudiesen tener bajos sus botas [25].
En junio de 1940 Carme Riera, formando parte de un grupo de treinta y dos madres con sus respectivos hijos, salió con destino a la cárcel de Saturrarán (Vizcaya). Al año la niña murió de inanición.
En casi todas la cárceles de mujeres había niños pequeños al cuidado de sus madres reclusas. En la superpoblada cárcel madrileña de Ventas (por encima de 6000 presas), más de 200 niños compartían con sus madres el hacinamiento, la suciedad, la falta de agua y la escasa alimentación:
La tragedia de los menores de tres años que acompañaban a sus madres aumentaba al máximo la dureza de la prisión. Aquellas mujeres agotadas, sin leche para criarlos, sin comida que darles, sin agua, sobre míseros petates, sin ropa, sin nada, sufrían doble cárcel. Al empezar ese implacable calor de Madrid, enfermaban y morían más y más, hasta ocho en una sola noche [26].
Las presas políticas más activas consiguieron que se habilitase un espacio propio para las embarazadas y las madres de lactantes o con hijos de corta edad, que sirvió de poco.
El olor de aquella galería era insoportable; a las ropas estaban adheridas las materias fecales y los vómitos de los niños, ya que se secaban una y otra vez sin poderlos lavar. En aquellos momentos se había declarado una epidemia de tiña, y ninguna madre, a pesar de la falta de medios para cuidarlos, quería desprenderse de sus hijos para llevarles a una sala llamada enfermería de niños. Esta sala era tan trágica que los pequeños que pasaban a ella se morían sin remedio, se les tiraba en jergones de crin y se les dejaba morir [27].
Se acordó que un grupo de presas enfermeras se hiciera cargo de esa enfermería, y que cada reclusa aportara lo que pudiera para alimentarlos. Se pudieron salvar algunas vidas, aunque las madres seguían sin querer separarse de sus hijos. En tal situación, el anuncio de la próxima apertura de una prisión específica para madres lactantes causo alivio en Ventas, aunque el nombramiento de María Topete —funcionaria famosa por su dureza—, para dirigirla produjo estupor.
Se habilitó un vetusto hotel a orillas del Manzanares, en la calle San Isidro, para instalar el nuevo centro, que empezó a funcionar en enero de 1940 y que se presentó como un establecimiento modelo. Al parecer la Topete pretendía evitar que los niños sufrieran las malas influencias de las madres en cuanto fuera posible, siguiendo el discurso segregacionista de Vallejo Nájera —profesor también de la escuela de Estudios Penitenciarios—, que preconizaba la «eugenesia positiva» de los hijos de los disidentes «demócratas comunistas». En efecto, en San Isidro solo podían ver a sus hijos una hora al día, y para amamantarlos si podían. Era la tendencia que había entre los vencedores con respecto a los hijos de los presos, separarlos de las ideas de sus padres, desarraigarlos. Día y noche, los niños estaban separados de las madres, que solo podían acercase a ellos para darle el pecho y cambiarles los pañales, siempre que no estuvieran sancionadas. Si podían caminar, se les dejaba solos en el patio todo el día, sin que nadie se pudiera acercar, aunque llorasen o se cayesen. Se les alimentaba mal y se les hacia comer a la fuerza, aunque vomitasen la comida. Y cuando enfermaban, las madres tampoco podían cuidarlos. Carmen tenía a su niña de cinco meses con mucha fiebre:
Le dijeron que había una persona para cuidarla, pero ella respondió que lo sentía mucho pero que ella no se iba mientras su hija estuviese grave. Vinieron unas cuantas comunes —que estaban al servicio de la Topete, que era la directora de allí— y quisieron llevarse a Carmen por la fuerza. Carmen se puso a horcajadas en la cuna de su hija, y allí cuatro mujeres pegándole, tirándole del pelo, y no la movían. Ella pegó, mordió, porque era campesina y tenía mucha fuerza, y no se la llevaron. Como allí no había celdas de castigo, la metieron en una jaula y enchufaron unas mangueras fuertes, hasta que la mujer se derrengó[28].
Sin embargo, el centro que dirigía la Topete se hizo famoso por sus métodos modernos, albergando en 1947 a 299 personas.
Una orden del Ministerio de Justicia del 30 de marzo ce 1940 estableció el derecho de las reclusas a amamantar a sus hijos y a tenerlos con ellas en la cárcel hasta que cumplieran los tres años, debiendo ser sobrealimentadas y redimiendo penas por ello. Era una prueba más de la retórica social del Régimen, pero esa orden implicaba la posible desaparición de los hijos de las presas cuando tuvieran más de tres años.
En 1944 todos los niños que vivían con sus madres en la cárcel de Saturrarán (Vizcaya) desaparecieron de golpe. Sin previo aviso, se ordenó a las madres que entregasen a sus hijos, produciéndose un considerable alboroto que se resolvió con golpes y celdas de castigo. Teresa Martín tenía entonces solo cuatro años:
Solo recuerdo estar siempre con mi madre. Siempre en brazos de mi madre o de la mano de mi madre. Me sacaron de la cárcel y, sin que las madres lo supieran, nos metieron a todos los niños que estábamos en Saturrarán en un tren. «Recuerdo que era un tren de madera y hierro…»[29].
La expedición la formaban un centenar de niños, cuyo su destino programado era el «destacamento hospicio». Teresa Martín tuvo suerte porque había sido reclamada por su abuela, que fue a esperarla al eren. Pero a los demás niños, que no tenían familiares que los recogiesen, se los llevaron de un sitio a otro, cambiándoles incluso de apellido, lo que se podía hacer fácilmente, pues no estaban oficialmente inscritos en lugar alguno.
Así pues, el decreto de 1940 abrió el camino para las deportaciones de niños desde las cárceles a un espacio tutelar creado por el Estado, con el fin de «combatir la propensión degenerativa de los muchachos criados en ambientes republicanos». Tal escribió en 1941 el psiquiatra Vallejo Nájera, que recomendó como el mejor destino para estos niños la red asistencial falangista o católica, que garantizaba «Una exaltación de las cualidades biopsíquicas nacionales y la eliminación de los factores ambientales que en el curso de las generaciones conducen a la degeneración del biotipo[30]». Pero no se trataba solo de los niños que vivían en las cárceles, porque la intencionalidad del Ministerio abarcaba a todos los hijos de los encarcelados y represaliados por el Nuevo Régimen: «Miles y miles de niños han sido arrancados de la miseria material y moral; miles y miles de padres de esos mismos niños, distanciados políticamente del nuevo Estado Español, se van acercando a él agradecidos a esta tremenda obra de protección» —afirmaba a mediados de 1944 el Patronato de la Merced [31]—. Y era cierto que muchos padres, al salir de la cárcel y ver a sus hijos en situación de abandono, pedían al Patronato que los recogiera. No tenían mejor opción.
El propio Patronato decidía, en ciertos casos, ejercer la tutela, internando a los niños que creía abandonados en colegios y orfelinatos. Lo cierto fue que en 1943 los hijos de presos bajo la tutela del Estado fueron 12 042, de los cuales el 62, 6 por ciento eran niñas. La preocupación por el posible «descarrío» de esas niñas era evidente: se las internaba en colegios de preferencia religiosos, lo que a veces generaba conflictos con los padres, sobre todo en los casos de algunas que llegaron a tomar los hábitos religiosos.
Y a su niña se la quitaron y se la llevaron a un colegio de monjas. Entonces esta mujer escribe continuamente a la niña desde la cárcel, hablándole de su papá. Que su papá es bueno, que recuerde a su papá, que sobre todo no olvide nunca a su papá. Y llega un momento’ en que la niña le escribe: Mamá, voy a desengañarte, no me hables más de papá, ya sé que mi padre era un criminal. Voy a tomar los hábitos. He renunciado a padre y madre, no me escribas más, ya no quiero saber nada de mi padre [32].
En 1945 el Patronato de San Pablo, creado por el Ministerio de Justicia dos años antes, anunció que asumía bajo su tutela a todos los hijos de los reclusos, manifestando su voluntad de alentar los casos de «bien probada vocación religiosa» y reservando para ello las necesarias partidas presupuestarias. Así este Patronato gestionó entre 1945 y 1954 el ingreso de 3096 niños y niñas en órdenes religiosas. Era todo un proyecto de reeducación masiva, dirigido a los más débiles, a los hijos de familias sin posibilidades de defensa y con capacidad de reacción casi nula. Aquello significó, por otra parte, una importante fuente de ingresos económicos para los centros religiosos, ya que recibían la parce de los hijos de los salarios del trabajo penitenciario de los padres, que veían impotentes cómo sus hijos eran enviados lejos de sus localidades de residencia, y los hermanos separados. La turbación en las prisiones fue enorme:
No sabes dónde van, no sabes qué van a hacer con ellos, son niños pequeños, no podemos hacer ninguna protesta por nada. Angustiaba que se los llevase el Estado, y había miedo de lo que el Estado pudiera hacer con ellos [33].
Había miedo y desconcierto, pero muchos padres, ante la precariedad económica, la dispersión y la desintegración familiar, renunciaron a la tutela de sus hijos a favor del Patronato de San Pablo. La mayoría de las mujeres encarceladas pertenecían a las clases sociales menos favorecidas y sus redes de parentesco eran muy débiles, por lo que sus hijos habitaban en una zona de riesgo de perdida familiar, susceptible de desaparición. Hubo algún caso en el que familiares y vecinos aceptaron cuidar a los hijos de los encarcelados, pero su propia indigencia les obligó a ingresarlos en Auxilio Social o en un centro religioso, a través del Patronato.
No era raro que los padres perdieran a los hijos, o los hijos a los padres, en una edad difícil para el desarrollo de su personalidad. Uxenu Álvarez, huérfano de madre y con el padre preso en la cárcel, estuvo interno en diversos centros desde los ocho a los catorce años, recibiendo una educación modelada para la Nueva España:
No me enseñaron nada, solo las cuatro reglas, leer y escribir, pero ni un oficio ni nada. Eso sí, yo me sé todos los himnos épicos de Franco(…) Teníamos que ser como ellos. A mis hermanos les mentalizaron de tal manera que se hicieron curas, aunque luego se salieron porque quien tenía dos dedos en la frente ya no se lo llevaban al huerto tan fácilmente. A mí me hicieron izar la bandera en honor de José Antonio, ya ves, un sublevado que animaba a salir a las calles, con «los puños y las pistolas», contra el Gobierno. Mi padre en la cárcel condenado a muerte y yo desfilando por las calles como guardia de José Antonio(…) Me mentalizaron para que yo fuera en contra de mi padre y de la sociedad auténtica española, la respetuosa, la legal, la democrática.
Cuando el padre de Uxenu salió de la cárcel, el distanciamiento entre ellos se había hecho insalvable; eran dos desconocidos. A los veintitrés años Uxenu empezó a trabajar, se hizo viajante y se ganó bien la vida. El resto, todo un desastre:
Perdí la infancia, la pubertad y no supe ser joven, no disfrute la juventud. Tampoco aprendí a formarme como hombre, como esposo, como padre ¿Cómo podía ser padre si nunca supe ser hijo? No tuve ningún rodaje. Se andar por la vida y defenderme económicamente, pero, no lo demás, soy un fracasado con respecto a lo que yo iba a ser. Me lo robaron todo. Me robaron el transcurrir de la vida que hubiera sido otra [34].
CONTROL PERSONAL Y FAMILIAR DE LOS RECLUSOS
El Patronato Central para la Redención de Penas por el Trabajo quiso ser también un organismo para la vigilancia y la moralización pública fuera de las cárceles, llevando la mirada del régimen penitenciario al interior de los hogares de los reclusos, todo en nombre de la asistencia benéfica a la familia del preso. Colaboraba en ello toda una muchedumbre de damas de Acción Católica, que en los días primeros de cada mes recorrían barrios, ciudades y pueblos, llevando a la familia de los presos la asignación correspondiente al trabajo penitenciario de estos. Aquella gente de ferviente militancia católica penetraba, en nombre del Estado, en los hogares de muchos vecinos, siguiendo las instrucciones recibidas del Patronato:
Debe el visitador informarse de los medios de vida con que cuenta la familia visitada, nombre y apellidos, número de hijos e hijas, si van o no a las escuelas o talleres, domicilio de los mismos, si tienen o no práctica religiosa.
Pero de tal manera que evitasen «cuanto pudiese parecer una investigación policial», aunque tratando de aprovechar la oportunidad del reparto para realizar un apostolado cristiano. De cada familia visitada debía hacerse una ficha con todo lo observado, para transmitirla posteriormente al Patronato y después a la Dirección General de Seguridad, a través de la Junta Local del Servicio de Libertad Vigilada, formada por un representante del alcalde, la Guardia Civil o la comisaría y el cura párroco.
Así, entre la beneficencia católica, el Patronato y la policía, se trataba de controlar la vida de los presos, incluso después de ser liberados, y de sus familias, de un modo regulado y calculado. El mundo carcelario tendía sus redes en la propia sociedad de los vencidos, tratando de ganárselos con el ejercicio de la caridad cristiana, repartiendo ropas y favores burocráticos, a cambio de la adecuada sumisión y de una información que tal vez fuese utilizada. La delegación local del Patronato «ejercía su vigilancia tutelar sobre las familias de los reclusos, de los que estaban en libertad condicional y sobre los reclusos en el interior de las prisiones[35]».
En cuanto a las presas y a las liberadas provisionalmente, el Patronato se mostraba preocupado por su vigilancia moral, y por eso había decidido colaborar moral y económicamente con el Patronato de Protección a la Mujer, creado también por el Ministerio de Justicia en 1941. Todas estas instituciones oficiales y públicas estaban concertadas entre sí, pero su actividad cotidiana solo era posible a través del asociacionismo católico. Pero este hizo aún más, gestionando las delegaciones del Patronato y de otras instituciones similares, facilitando así la vigilancia de los condenados, presos o en libertad, y de sus familias. Muchas familias se negaron a sufrir la vigilancia y la violencia moral de las agrupaciones católicas, dispuestas a hacer el bien por encima de todo y a evitar que los del bando derrotado volviesen a las andadas.
La actividad redentora de las Juntas Locales del Patronato de la Merced, en manos de dirigentes del apostolado seglar y conectadas con la Fundación San Pablo, los tribunales de menores y el Patronato de protección a la mujer, se centraba preferentemente en las familias de los presos, que ante todo debían ser localizadas. Este acoso moral recaía especialmente sobre los hijos, para alejarlos de las familias y reeducarlos en hospicios y colegios religiosos. Todo lo decía el siguiente informe:
El cuadro ordinario que se nos ofrece en la familia del recluso es una mujer enferma, sin trabajo o ausente del hogar; los hijos, con frecuencia numerosos y de corta edad, están sumidos en el mayor abandono, faltos de alimentos, ropas y escuela, haciendo vida en la calle, en carencia absoluta de control moral [36].
Más que su pobreza, les preocupaba la supuesta incapacidad moral de las familias, «víctimas de los horrores, de la miseria y el abandono a consecuencia del delito que cometieron sus jefes y que conviene reconquistar para Dios». Y puesto que de reconquista se trataba, había que comenzar por los niños, quedándose la Junta Local del Patronato con su tutela y arrancándoles del «degenerado entorno». Se consideraban casos urgentes para la intervención «la miseria moral producida por la ausencia de la madre, la conducta inmoral o ideas perniciosas de los familiares que conviven con los niños». La Juntas causaron la desintegración de muchas familias y las destrucciones biográficas de muchos niños, que fueron separados de sus familiares, con el apoyo «científico» del psiquiatra Vallejo Nájera, que había afirmado que el «ambiente democrático-republicano» era lo más nocivo que podía existir par la formación regeneradora de chicos y chicas. Pero, pese a las presiones, muchos padres se negaron a entregar a sus hijos, y otros, una vez entregados, pudieron recuperarlos. En realidad, la gente acudía poco a las Juntas Locales del Patronato, por el miedo al control que podían ejercer sobre las familias, y asimismo temían entrar en contacto con las damas católicas que trataban de localizarlas. A medida que disminuía el número de presos —y las asignaciones correspondientes por el trabajo penitenciario—, se fue haciendo cada vez más frecuente la «desaparición» de muchas familias, que escaparon de las Juntas Locales y de sus agentes católicos. Sin saberlo contribuían a la decadencia de las Juntas Locales del Patronato, que a final de los 40 solo eran útiles para intensificar sus vínculos con las distintas ramas del apostolado seglar y emprender una tenaz cruzada en contra de la inmoralidad pública y en prevención de la prostitución. La familias beneficiarias del trabajo penitenciario fueron disminuyendo y «desapareciendo», sobre todo a partir de 1947, año en el que el trabajo penitenciario entró en crisis, y las asociaciones católicas se dedicaron sobre todo a hacer campañas de moralización pública, formando una red sorprendente y peligrosa para fomentar el pudor de la mujer, cambiar las costumbres de la sociedad y acabar con la prostitución callejera, vigilando las playas, los centros de diversión, los cines, etc., en conexión con el Patronato de Protección a la Mujer.
«MUJERES CAÍDAS».
Pese a los esfuerzos del Nuevo Régimen, hubo desde la inmediata posguerra en la mayoría de las ciudades y pueblos grandes bolsas de marginalidad (huérfanos, mujeres abandonadas, ancianos sin familia, mutilados republicanos…), cuyos integrantes vivían a la intemperie y de la mendicidad, y que el estado trataba de aislar en parques y albergues para mendigos, que pronto se convirtieron el alarman res focos de miseria y hambre. Pero sobre todo preocupaba la conducta de las mujeres encarceladas, en libertad condicional o desterradas. En una circular del Patronato de la Merced se encomendaba a las señoritas asistentes sociales a vigilar la salida de la cárcel de las jóvenes recluidas, y llegado el caso hacerse cargo de ellas con la ayuda del Patronato de Protección a la Mujer, como mejor modo de que su vida futura no se descarriase.
El Patronato de Protección a la Mujer comenzó su andadura en marzo de 1940, estando presidido por doña Carmen Polo, esposa del Caudillo, e integrado por el Director General de Prisiones, dos vocales de la Sección Femenina y el presidente de la Federación de Hermandades Católicas, entre otros; en los meses sucesivos se fueron constituyendo las diferentes Juntas Locales del referido Patronato. Su finalidad era «la dignificación moral de la mujer, especialmente de las jóvenes, para impedir sus explotación, apartarlas del vicio y educarlas con arreglo a la enseñanza de la religión católica». Y sus principales funciones eran: informar al gobierno sobre el estado de hecho de la moralidad en España; mostrarle las orientaciones fundamentales que debían regir la política de saneamiento; asumir la función moralizadora y la defensa de las víctimas del vicio, respaldando a la Iglesia en su función social redentora, amparando a las instituciones sociales que surgieran con este objetivo, orientando la acción de las autoridades y emprendiendo por sí mismo las tareas vacantes[37].
Todo venía a cuento del enorme auge que estaba experimentando la prostitución en todo el país, en contra del modelo de familia cristiana como baluarte de la sociedad, y de la mujer como fiel guardiana del hogar que el Nuevo Régimen quería imponer. La prostitución, regulada en burdeles y bajo control sanitario, estaba legalizada en España, y lo estuvo hasta el año 1956. Pero, paralelamente, crecía de modo incesante la prostitución ilegal y callejera, ejercida a menudo por menores de edad, produciendo la alarma de las autoridades. Así lo reconoció el fiscal del Tribunal Supremo en su informe de 1941, afirmando que «SU progresión toma un vuelo vertiginoso y que se convierte en el segundo bloque delictivo, tras los robos o agresiones a la propiedad». Según se decía, se había agudizado gravísimamente durante la dominación roja, y aún continuaba como una triste secuela de la pasada guerra y de las dificultades presentes[38]. Lo que ocurría era que muchas mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, sin recursos económicos y sin la adecuada integración familiar, se prostituían ocasional o habitualmente para sobrevivir e incluso para sacar adelante a una familia, a unos hijos sin padre. La policía detenía con cierta frecuencia a las prostitutas y las retenía en la comisaría o en la cárcel durante quince días, con lo que el problema no se solucionaba. Cumplida la detención gubernativa, las «quincenarias» volvían a ejercer su oficio en la calle. Y las cifras se duplicaban o triplicaban con respecto a las de antes de la guerra.
A fines de agosto de 1941, la Dirección General de Seguridad y el Ministerio de Justicia quisieron retirar «la escoria» que inundaba las principales calles madrileñas y barcelonesas, efectuando sendas redadas y creando para las prostitutas «prisiones especiales para mujeres caídas», destinadas a su regeneración social y moral. Estarían regidas por funcionarias y religiosas especializadas, y se las internaría desde un mínimo de seis meses a un máximo de dos años (rebajado luego a uno), pasando luego al Patronato Central de Redención de Penas por el Trabajo, que les proporcionaría albergue y medios para llevar una vida honrada. Inicialmente se fundaron dos prisiones para «mujeres caídas»: la de Calzada de Oropesa (Toledo), para 500 internas, y la de Gerona, para 750.
A Calzada de Oropesa fueron 500 «mujeres caídas», detenidas por la policía y llevadas a la fuerza. Al día siguiente se escaparon la mayoría, y hubo que perseguirlas y capturarlas de nuevo. La mitad de ellas eran jóvenes menores de veintitrés años y muchas habían sido madres; abundaban las que habían perdido al padre o al marido, o los tenían presos en la cárcel. La mayoría, aseguraban que se habían prostituido para poder comer, y sobre todo las mayores afirmaban tener que sacar a la familia adelante, por tener el marido enfermo, encarcelado o desaparecido. El 95 por ciento padecía enfermedades venéreas. Tras la fuga comenzaron a seguir un régimen estricto, trabajando en los talleres de costura, asistiendo a todos los oficios religiosos y aprendiendo el catecismo, bajo la disciplina de las Oblatas del Santísimo Sacramento.
Al poco tiempo, y sin necesidad de imponer medidas de violencia, quedó suprimida la guardia exterior. Ahora restablecido el orden físico, hecho el silencio exterior de las grandes naves abovedadas del viejo convento castellano, ha podido reposar en los espaciosos aposentos interiores del alma la voz celestial del verdadero Amado, en tanto que sosegada la casa[39].
Allí estaba ocurriendo un cambio impresionante, milagroso. Se celebró una «misión» con padres jesuitas, cuyo acto final tuvo lugar en noviembre de 1939, ante la presencia de altas jerarquías penitenciarias, y con la Comunión de todas las reclusas del centro, que lloraban emocionadamente. El padre Martín Torrent dijo:
La inmensa mayorías de estas infelices no rompen las ataduras porque no tienen fuerzas para hacerlo, no tienen quien les ayude ni saben donde acudir. Pero, cuando se hace la paz en su alma, mediante el silencio, el orden, la oferta de apoyo fuerte y la palabra de Dios, se desvanece el engaño de las apariencias, queda a flor de la intimidad de las almas, y estas infelices rompen a llorar amargamente.
El padre Martín Torrent se mostraba muy esperanzado, lamentándose de que los donjuanes españoles se habían aprovechado de estas desgraciadas trabajadoras «por cuenta ajena», pero «si se las pone en coyuntura psicológica —tras un breve tratamiento sedante del espíritu— de obrar en libertad y se les tiende una salida honesta a sus vidas, escogen el bien». Así lo demostraron las quinientas reclusas el día de La Milagrosa, llenando la penumbra del templo y casi todas cantando suavemente las oraciones del misionero jesuita. Muchas lloraban, y más de cuatrocientas tomaron la comunión. Luego, la labor debía completarse con las celadoras del Patronato de Protección de la Mujer que gestionaba este centro, como el de Gerona y otros que se crearon posteriormente.
La prisión de Calzada de Oropesa se ubicaba en un viejo convento, con instalaciones en mal estado, carente de agua y pésimas infraestructuras sanitarias; incluso el médico se quejaba de que no disponía de los recursos convenientes para tratar las enfermedades venéreas de las internas. Las malas condiciones higiénicas determinaron en 1943 su traslado a Aranjuez, donde las instalaciones no eran mejores que las de Calzada: faltaban infraestructuras sanitarias, duchas, inodoros, bidés, etc., además del agua. Las reclusas siguieron trabajado en labores particulares y vendiéndolas al exterior, aunque también iban a los talleres de confección y a la catequesis, requisito indispensable para obtener la libertad. El tiempo de estancia mínimo (seis meses) podía acortarse por religiosidad, arrepentimiento y laboriosidad, y en casos excepcionales, por enfermedad del padre, tener a la familia desatendida, o por la existencia de un fiador. El tiempo máximo podía alargarse por diversos motivos: falsificar datos de filiación, tentativas de fuga, no saberse el catecismo, «amoralidad manifiesta» (lesbianismo), no haberse curado de una afección venérea o falta de seguridad sobre su conducta posterior.
Simultáneamente funcionaba desde 1941 el reformatorio de Gerona, también dependiente del Patronato de la Mujer y con capacidad para 250 internas, atendidas por monjas adoratrices. Según un estudio realizado en 1942, el 75 por ciento de las prostitutas se habían entregado a esa vida por carencia de medios económicos, el 10 por ciento por vicio o degeneración y el 15 por ciento restante tras ser seducidas. Casi todas ellas padecían enfermedades venéreas y seis se volvieron locas con los tratamientos aplicados, debiendo ser internadas en el manicomio. El informe del director era también optimista:
La inmensa mayoría de estas desgraciadas, cuando son recluidas y se les muestra el futuro que les espera, ven patente en su cuerpo, en su alma y en el caso de su vida, las amarguras y las gravedades de su situación y no solo reconocen el deseo de salir de allí, sino que afirman la imposibilidad en que se veían por sí solas de romper las cadenas de tan dura esclavitud[40].
Las cartas de las liberadas atestiguaban su enmienda y su propósito de vivir cristianamente, aunque la mayoría de ellas a los tres o cuatro meses dejaban de escribir. Por eso debían ser sometidas a vigilancia por el cuerpo de celadoras que el Patronato debía crear. Hubo otro centro para prostitutas en las Oblatas de Tarragona, pero por su dureza y pésimas condiciones fue clausurado en 1943, pasando las internas al reformatorio del Puig. En esta época se creó también el reformatorio de Alcalá de Henares, y otro más en Santander.
El Patronato, además de regentar los citados establecimientos, quiso extender su labor a la acción preventiva, concertando numerosos centros religiosos para acoger a muchachas jóvenes en riesgo de prostituirse (solteras embarazadas, mujeres salidas de las cárceles, o prostitutas fácilmente regenerables, madres solteras, etc.), con el objetivo de reducir la prostitución. Según el informe elaborado en 1942 por el Patronato, el 90 por ciento de las prostitutas pertenecían a la clase humilde; gran parte de ellas habían emigrado de las zonas rurales para trabajar en las ciudades, principalmente como criadas, siendo seducidas y embarazadas; por falta de trabajo, se dedicaron a la prostitución. Las muchachas que trabajaban y se ganaban la vida como modistas, dependientas, oficinistas u obreras de fábricas, si se prostituían lo hacían por vicio y por afán de lujo.
En ese mismo informe, el Patronato definía las directrices de la actuación, que iban mucho más allá de la prostitución y trataban de combatir la supuesta inmoralidad de pública: 1) Limpieza del ambiente en cuanto a las manifestaciones de impudor en calles, jardines, cafés, ere., porque este ambiente que forman las conciencias de quienes creen que es lícito todo lo que está permitido, pervierte con su ejemplo y es ocasión de pecado. A tales efectos se encarece a todos los agentes de la autoridad amonestar severamente a quienes no guarden públicamente el debido decoro, exigirles la documentación y sancionarles; y detener a las «mujeres caídas» que provoquen escándalos en lugares públicos o que no tengan la documentación legalizada y enviarlas a prisiones especiales. 2) Reglamentación estricta y severa vigilancia de los bailes públicos; mantenimiento de la censura cinematográfica y vigilancia policial del decoro en las salas, anunciando severas sanciones; prohibición de la pornografía en libros, folletos, carteles, anuncios, revistas y exhibiciones públicas de desnudos so pretexto de arte; reglamentación de los trajes de baño y playa; orientación decorosa, sanitaria y española de los deportes, cercenando la promiscuidad, el exotismo y los desnudos. 3) Estudio de las circunstancias de cada región, vigilando fiestas y romerías, el turismo y las colonias extrajeras, y también la relajación de las relaciones entre los novios. 4) Instrucción moral de los funcionarios. 5) Acción de apostolado en centros y hospitales antivenéreos. 6) Evitar en las oficinas públicas la convivencia individual de hombres y mujeres en despachos aislados y cerrados.
Todo un corsé moral que se quiso imponer a la sociedad española, y que influyó en cierta medida sobre el modo de relacionarse de la gente, pero que no acabó con la prostitución, que siguió disparándose. Porque las causas de la «mala vida» no dependían de factores morales, más o menos individuales, sino de motivaciones de índole social o económica fundamentalmente: muchachas solas, hijas de familias desintegradas por la guerra o la posguerra, sin recursos económicos, sin trabajo y sin la ayuda de nadie; viudas de guerra que se veían obligadas a hacer «favores sexuales» a personas influyentes que podían echarles una mano; madres de familia con el marido enfermo o desaparecido que tenían que dar de comer a sus hijos; mujeres solteras que se habían quedado embarazadas, etc. A menudo, la prostitución era ocasional, pero podía ser también una suerte de oficio, con todas sus consecuencias (dinero fácil, proxenetismo, enfermedades venéreas, etc.). A veces, la prostitución contaba con la tolerancia familiar, si constituía la única fuente de ingresos.
La policía mantenía una actitud variable frente al fenómeno de la prostitución callejera, que oscilaba desde las redadas a la mirada tolerante mientras no hubiese escándalo o alteración del orden. Por ejemplo, desde Badajoz, donde los legionarios del ejército franquista habían fusilado a miles de hombres en 1936, el jefe de la Policía informaba de que un gran número de mujeres, en su mayoría sirvientas y viudas jóvenes de guerra, unas por vicio y otras por no contar con otros ingresos, se dedicaban a la prostitución. La prostitución callejera, sin la debida cédula, aumentaba en todas las ciudades españolas, incluso en las zonas rurales, respondiendo al «donjuanismo» de los varones españoles, que necesitaban alguna válvula de escape, fácil y asequible a cualquier bolsillo. Para la policía, lo importante era que el orden público no se alterase o que el escándalo no fuese demasiado notorio, tal como informaba el jefe de la Policía de Valencia:
En lo externo la moralidad, si no es satisfactoria resulta, cuando menos, aceptable. No así en lo interno y sustancial, en que el relajamiento de la moralidad ha alcanzado en la posguerra proporciones superiores a la época precedente, minando en numerosos casos la vida familiar[41].
La solución policial al problema se limitaba, la mayoría de las veces, a vigilar que la prostitución ilegal o callejera no fuese demasiado visible, efectuando redadas periódicas que no resolvían la cuestión de fondo:
Después de la recogida de muchas mujeres y de su reclusión en prisiones especiales para ellas, las calles de Madrid han mejorado notablemente(…). No es menos cierto ni evidente que hay un estado latente de inmoralidad acrecentada. Totalmente sin reglamento y en situación de completa clandestinidad, la prostitución privada aumenta. Son innumerables las muchachas empleadas en oficinas, peluquerías y talleres que ejercen la prostitución al amparo de cabarets, bailes y salas de fiesta, habilitando habitaciones que se alquilan amuebladas o cuartos de hotel[42].