Capítulo VI. Redención y libertad vigilada en los años cuarenta.

CAPITULO VI

Redención y libertad vigilada en los años cuarenta

LA IGLESIA ESPAÑOLA NO HIZO NADA durante la posguerra por frenar la persecución de los vencidos, ni planteó propuesta reconciliadora alguna. Por el contrario, colaboró con la maquinaria represiva del franquismo. Tuvo la ocasión de vengarse del miedo que la persecución republicana le provocó, y no la desaprovechó: había que arrancar del espíritu de los vencidos los demonios del marxismo y del laicismo. Había que regenerar a los rojos, redimirlos espiritualmente, empezando por los que ya estaban socialmente excluidos y encarcelados. Por ello los capellanes de las prisiones actuaban como una suerte de «comisarios a lo divino», pretendiendo con mayor o menor entusiasmo desarraigar a los internos de sus «ideas disolventes», reeducarlos y recristianizarlos, de acuerdo con los principios del Movimiento. Sus funciones estaban reguladas por una orden de 1938: decir misa y predicar todos los domingos, organizar «misiones evangelizadoras», enseñar el catecismo, conocer personalmente a los presos y sus circunstancias familiares, atenderles en sus necesidades espirituales, especialmente a los enfermos y condenados a muerte, cuya «conversión» debían registrar.

Pero, según afirmaba el padre Martín Torrent, el capellán de la cárcel debía ir más allá, comenzando por la preparación indispensable para la siembra posterior que habría de dar el fruto deseado:

Si nuestra misión es hablar de Dios, hay que preparar antes las almas para Dios, es decir, que la palabra de Dios caiga en terreno propicio para recibirla [1].

Era preciso, para ello, volcarse constantemente en los presos, averiguar sus necesidades, llorar con ellos o regocijarse con ellos, con simpatía, mundo, humana comprensión, corazón y celo. Porque la cárcel era dolor, lo que debía derivar en una exaltación espiritual y en una mayor preocupación por la familia, sin dejarse llevar por el abatimiento:

El preso que se deja llevar por el abatimiento, si no sabe o no se le ayuda a reaccionar pronto contra él, está irremediablemente perdido. Perdido en su cuerpo y perdido en su alma, porque acaba por abandonarse hasta lo increíble en todos los órdenes. Para todo se siente impotente y nada le importa nada. Física y moralmente es una piltrafa. Si no fuera porque la corneta le llama a los actos colectivos y no tiene más remedio que formar en ellos, acabaría por morirse de soledad y de asco sobre su camastro asqueroso en el rincón de la celda. Son estos seres los preferidos por la miseria, pues terminan por no saber siquiera reaccionar contra ellos. Su fin será el cementerio o el manicomio.

Ciertamente, algunos presos enloquecían y muchos morían, pero no únicamente por abatimiento, sino sobre todo por hambre y enfermedad. Sin embargo, para el capellán el abatimiento del preso podía ser una excelente oportunidad para conducirle espiritualmente. Como también había que aprovechar la preocupación de todo preso por su familia, para liberarlo de cualquier inquietud política y encaminarlo hacia Dios, al evocarle las creencias cristianas de la madre, de la propia esposa o de su misma infancia.

Martín Torrent consideraba que era más fácil «ganarse el corazón» de los presos que inicialmente eran ignorantes o estaban mal formados en materia religiosa, o los que tenían hondamente arraigado el sentimiento y el amor familiar, dándose casos entre ellos de auténtica «conversión religiosa». A tal fin, pululaban por la cárcel Modelo de Barcelona numerosos sacerdotes que confesaban a los presos, les preparaban para la comunión pascual y les prestaban «pequeños servicios de tipo personal», aunque luego no comulgasen. El confesionario más animado era el de un capuchino que pasaba cartas sin censura previa a familiares o vecinos, hasta que fue descubierto y se le prohibió la entrada. Otros sacerdotes daban seminarios, organizaban cursillos de formación cristiana, y hablaban con los presos. Con sus tres años de experiencia en la capellanía de la cárcel Modelo, el padre Torrent se mostraba satisfecho por los resultados conseguidos: seis presos habían sido bautizados, más de un tercio de los reclusos cumplía con el precepto pascual y se habían efectuado 282 matrimonios católicos. Claro que, desde el otro lado de la barrera, las cosas podían verse de muy diferente manera, o hacerse con un significado bien distinto.

El 28 de mayo de 1941 Juana Doña, militante comunista, salió de la cárcel madrileña de Ventas gracias a un indulto general para las condenas menores de seis años, mientras que su compañero, el dirigente comunista Eugenio Mesón, esperaba en Porlier a ser ejecutado. Al día siguiente fue a verle a la cárcel:

Al agarrarme a la alambrada creo que metí los diez dedos del ansia que tenía de verte. ¡Vida mía, vida mía!, me decías. Yo no sé si pude hablar; tus ojos traspasaban mis ojos.

Poco tiempo después Eugenio le propuso a Juana casarse para poder tenerla en sus brazos antes de irse definitivamente. Y recuerda Juana Doña:

Hay que esperar tres turnos, a los condenados les dan preferencia. Nos despedimos dos veces, pero la segunda sabíamos que sería la última. Aquel cura, que yo jamás vi, nos casó por un cartón de tabaco, una cafetera de chocolate y doscientas pesetas. Cinco bodas había cada día. Casaba hijos con madres, hermanos con hermanas y matrimonios ya casados. Las bodas iban con sus correspondientes padrinos, con lo cual el cura fantasma robaba a tumba abierta. La boda daba derecho a que la pareja estuviera junta una hora: Me acuerdo de cada palabra, cada beso, del miedo que tu sentías por mí. Nos acariciamos como en aquella pubertad en que nos conocimos. Me hablaste de nuestro hijo, que tenía tres años, y cuando abrieron la puerta se nos había esfumado la hora; todo quedó por decir. A los doce días volvimos de nuevo con las doscientas pesetas, pasteles y tabaco (…)Al abrir la puerta del cuartucho, abriste los brazos con ansia —no recuerdo quienes eran los padrinos— me refugié en ellos y tus besos eran profundos, ardorosos. Nos besarnos sin medida, de pie, sin habernos sentado, y cuando me dijiste «esta será la última vez que te tenga abrazada, mañana o pasado ya no me tendrás», como una bola de angustia se me salió del estómago, se me aflojaron las piernas y me escurría entre sus brazos [2].

El tres de julio de 1941 Eugenio Mesón fue fusilado, tras haber rechazado toda asistencia religiosa. Había dejado una carta de despedida a su esposa: «Muero con la tranquilidad de haber cumplido con mi deber revolucionario, de haber sido feliz contigo y haber permanecido siempre fiel a tu cariño».

En contra de los innumerables testimonios habidos, desde la perspectiva de los vencedores las cosas se querían ver de otra manera. Así, el consabido padre Torrent decía que los condenados a muerte eran en cierto modo unos privilegiados porque sabían el momento en que iban a morir, lo que no era cierto, por otra parte, en la inmensa mayoría de los casos:

Sólo al condenado a muerte, en lo que humanamente sabe, le es posible saber la hora fijada en que ha de comparecer ante aquel Juez cuyo juicio, supremo e implacable, es el único que puede interesarle por toda la eternidad.

Y recordaba a tantísimas almas salvadas precisamente por la divina predilección que disfrutaban al otorgarles la gracia extraordinaria de este medio de muerte…El primer deber de los capellanes estaba concentrado en los condenados a muerte, preparándoles para la «otra vida», confesándoles y dándoles la Extremaunción:

En general, aquellos frutos seguros y sazonados que en las noches de capilla hemos tenido y que han dejado a nuestros corazones la plena tranquilidad de sus almas seguramente salvadas, no han sido debidos a pláticas y discusiones momentáneas, sino a una penosa y sistemática labor de muchos días y de muchos meses.

Ya que no podían salvarles en la vida terrena, los capellanes debían salvarles en la eterna muerte. Y lo conseguían incluso quienes no aceptaban los auxilios espirituales, porque en el último instante ellos podían leer el arrepentimiento en sus corazones, pese a sus apariencias impías. Y tenían sus estrategias para «convertir» a los más recalcitrantes, yendo, por ejemplo, dentro del grupo de condenados que estaban en capilla a aquel cuya conformidad era segura. Torrent se ufanaba afirmando que el 85 por ciento de los condenados a muerte en la cárcel Modelo de Barcelona habían muerto confortados por los auxilios espirituales, aunque se le olvido decir que quienes no lo aceptaran no podían ser enterrados en el cementerio. Y no todos los capellanes tenían la tenacidad de Torrent, como por ejemplo el llamado «cura verdugo», que daba el tiro de gracia al fusilado que no se había confesado.

RESISTENCIA A LA REDENCIÓN

En mayo de 1942 los capellanes de prisiones, reunidos en Madrid, elaboraron unas propuestas que trataban de hacer más operativas sus funciones en pro de la recristianización de los reclusos y que fueron aprobadas por las autoridades penitenciarias: exigir la instrucción religiosa para acceder a los beneficios del trabajo en los «destinos» (oficinas, peluquerías, etc), a la redención de penas por el trabajo o a la libertad condicional; conceder los trabajos de los «destinos» preferentemente a los casados canónicamente, que además podrían tener ventajas en la comunicación con el exterior (cartas, paquetes, visitas, etc.); preparar «auxiliares reclusos» para que organizasen clases o círculos de estudio de cultura religiosa para selectos, así como de ejercicios espirituales, etc[4]… Se incrementaban, por tanto, las medidas coercitivas sobre los reclusos, que, por lo general, no eran nada fáciles de ganar, entre otras razones porque los capellanes no solían ser un buen ejemplo para nadie, a causa del aire de superioridad y menosprecio que adoptaban y por la decidida reafirmación de la mayoría de los presos en sus propias convicciones como medio de supervivencia psicológica y conservación de la autoidentidad.

Pero había presos que se convertían más o menos forzadamente, tal como contara, entre otros muchos, Régulo Martínez, exsacerdote, republicano católico y excondenado a muerte. En la cárcel madrileña de Porlier se anunció a los presos la conveniencia de confesarse con media docena de frailes dominicos que «habían de dignarse visitarnos para salvar nuestras almas», y que la comunión general sería administrada por el Nuncio de su Santidad, ayudado por otros conspicuos representantes eclesiásticos. Llegaron los dominicos y sermonearon a los presos por las distintas galerías para que se confesasen los más posibles; sin embargo, las «sacas» de presos para su fusilamiento, que se realizaban a diario, no se interrumpieron:

…estábamos naturalmente nerviosos de indignación y, en consecuencia, lo mismo creyentes que no creyentes, muy lejos de la serenidad espiritual de la que deben estarse en posesión para recibir los sacramentos.

No llegaron al centenar —de los miles existentes— los reclusos que se confesaron. Cuando llegó el momento de las comuniones en la solemne misa celebrada por el Nuncio vio el director el exiguo número de comulgantes; se apresuró entonces a ordenar a los guardianes que, valiéndose de las porras incluso, acercasen al mayor número de presos, «porque había que sacar fotografías de la comunión». No pocos se resistieron, pero como en otros predomino el instinto de conservación, la fotografía se obtuvo para airearla en la prensa[5].

La resistencia de los presos fue aumentando gradualmente con la llegada de los denominados «posteriores» —los detenidos por delitos políticos cometidos tras la victoria franquista y a quienes tribunales militares especiales aplicaban la Ley para la Represión de la Masonería y el Comunismo de 1940 y la Ley de Seguridad del Estado de 1941 [6]. En la cárcel los «posteriores» fueron formando un colectivo caracterizado por su explicita vinculación política; habían tratado de organizar la resistencia antifranquista, poseían una sólida tradición militante, estaban dispuestos para la acción política y preparados para ser detenidos y encarcelados. Pronto los «posteriores» adquirieron entre los presos «anteriores» (los detenidos por su actuación durante la guerra y progresivamente excarcelados) un aura especial y cierta autoridad superior, derivada de su persistente actividad de resistencia: estaban conectados con el exterior, eran la prueba viviente de que algo se movía fuera, y creaban redes más eficaces de autodefensa en el interior de las cárceles, a las que se sumaban los presos «anteriores». En la medida en la que estos presos no se beneficiaban de los indultos y del sistema de redención de penas, fueron creando estrategias para sobrevivir día a día, y resistir los abusos durante años, ganándose paulatinamente el respeto de los funcionarios y dejando bien clara su identidad política.

De una manera u otra, los presos motivados políticamente se oponían a la coerción religiosa y a la política, boicoteando en lo posible el semanario Redención, editado por la Dirección General de Prisiones y cuyo primer número había salido el 1 de abril de 1939, como símbolo del inicio de una nueva etapa en la historia penitenciaria española. Su principal objetivo era «formar la conciencia política del recluso en cuanto al conocimiento y comprensión de la labor político-social del Nuevo Estado». Era la única publicación periódica cuya distribución estaba autorizada, y estimulada oficialmente, en las cárceles, aunque también se hacía llegar a las familias y a los presos en libertad condicional. De inmediato, se produjo una escisión entre los suscriptores y los colaboradores de la revista, clasificados de «arrepentidos» o colaboracionistas, y el resto de los presos, que por lo general, la rechazaban. Los corresponsales eran presos que recogían las noticias reseñables en cada centro penitenciario y que, previa censura, se publicaban, lo que suponía merites para conseguir después una «redención extraordinaria». Redención era un vehículo de propaganda que llevaba una visión deformada y oficial de la realidad exterior a las cárceles, de las que también se daba una visión poco menos que idílica y que, en buena parte, estaba elaborada por los «arrepentidos». Como se decía en una Memoria enviada al Caudillo:

El mejor instrumento de la propaganda son los mismos reclusos arrepentido o desengañados, los cuales ofrecían un ascendiente personal mejor que el nuestro y conocen mejor la psicología de los propios compañeros. Este ha sido el principal acierto del semanario Redencón [7].

Sin embargo, ni los presos que colaboraban en Redención (periodistas, dibujantes, etc.) tenían gran ascendiente sobre la mayoría de los reclusos ni el éxito de la revista fue demasiado grande: tiraba 24 000 ejemplares y no era muy leída, salvo ciertas noticias que podían interesar a los presos. Pero el suscribirse a ella daba ciertas ventajas, tales como un aumento en las comunicaciones con los familiares.

En cierto modo, Redención actuaba como un canal de comunicación entre los presos y los aparatos oficiales de la Justicia: los presos enviaban cartas a la redacción preguntando sobre la situación de su expediente, la confirmación de su pena, etc, y luego recibían la respuesta. Con el tiempo estas respuestas adquirieron carácter oficial, por lo que la resistencia al leer el periódico conllevaba el riesgo de no recibir información sobre los enrevesados trámites burocráticos de los que podía depender la conmutación de una pena de muerte o la concesión de libertad provisional. Eso ocurrió a partir de 1944 de una manera constante, obligando en cierto modo a suscribirse o a leer el periódico para poder estar al tanto de la situación jurídica de cada cual. A cambio de eso se tenía que contemplar codo un despliegue propagandístico, que denigraba el pasado de los rojos y ensalzaba hasta la náusea la figura de Franco: «Se inaugura un busto del Caudillo en la prisión de Málaga», por ejemplo, cuyo pedestal había sido costeado por suscripción entre los propios presos. Se publicaban artículos, cartas, poemas o dibujos hechos por reclusos, elogiando y dando las gracias al dictador. También se reseñaban los bautizos, bodas y comuniones de los presos, los homenajes a determinados funcionarios, etc. Por eso se realizaron algunas campañas para boicotear el periódico, con relativo éxito.

Para el logro de la reeducación política de los presos, desde las instancias oficiales se insistía en que estos debían formar militarmente cuantas veces fuera conveniente, asistir obligatoriamente a misa —como un acto de servicio—, cantar himnos patrióticos, saludar al modo falangista, etc.:

La necesidad de la disciplina y la fuerza que los hábitos externos ejercen sobre la misma conciencia de los individuos han venido a mostrar la sinrazón de algunos espíritus corrosivos o tímidos a quienes parecían poco elegantes estas actitudes externas con aquellas personas que mantienen tal vez una rebeldía interior. Porque mucho menos elegante y soportable sería el desacato a lo que es indiscutible y sagrado [8].

En una orden del Ministerio de Justicia se instaba a los funcionarios para que extremasen la vigilancia, evitando «las interferencias en el desarrollo de la propaganda patriótica, moral o religiosa, que llevan a cabo algunos reclusos que (…) con su propaganda constante desvirtúan todo el trabajo regenerador que sobre sus compañeros se realiza», al tiempo que insistía en «localizan» a los presos que realizaban campañas sistemáticas que hacían la vida imposible a los reclusos que llevaban una vida más piadosa o mostraban su desengaño de los «ideales marxistas» y que la Dirección General de Prisiones quería utilizar como ejemplo a los demás [9].

En realidad, la masificación de las cárceles facilitaba la reorganización política de los presos y hada casi imposible la reeducación política que se pretendía. El padre Torrent lo supo pronto, por lo que optó por manipular el ansia de libertad de los presos, abogando por una cautelosa política de excarcelaciones. Así, según él, se fortalecía el poder político:

Hoy el que más convencido está de la fortaleza del Poder Público es el preso (…) El tipo medio de preso no tiene hoy confianza más que en la magnanimidad del Caudillo, ni piensa en otra cosa que en sus graves problemas familiares y en su libertad. Pero en una libertad, no para salir a la calle a meterse en andanza alguna política y social, sino para reintegrarse a su hogar, dedicarse a los suyos y hacerse con un trabajo con que ganarse honradamente el pan de cada día [10].

Lo malo es que fuera no resultaba tan fácil ganarse la vida para quien salía de la cárcel y se encontraba con una familia medio desintegrada, como ocurría tan frecuentemente.

LA REDENCIÓN DE PENAS POR EL TRABAJO

Decía en 1942, no sin razón, el padre Torrent que la mayor ansia del preso era trabajar:

El contraste entre la forzosa inacción y las energías físicas que siente agitarse dentro de él, produce un fenómeno raro y peligroso que se inicia con la nerviosa preocupación de su impotencia y acaba en el abatimiento.

El trabajo era también una distracción para eludir las ideas obsesivas sobre su caso y su situación, y la mejor medicina contra el insomnio por el cansancio que producía. Las propias necesidades interiores de las cárceles daban algún margen para satisfacer ese «ansia de trabajar» de los reclusos, sin los cuales no podrían funcionar, a no ser que el Estado destinase muchos millones para personal de sus presupuestos penitenciarios. En la cárcel Modelo de Barcelona los presos trabajaban en la limpieza general diaria, en la panadería única, en la cocina única, en la distribución de comidas a las celdas, en el economato, en el reparto de paquetes de ropa y comida de los familiares, en las distribución del correo, en las diversas oficinas existentes, y como carpinteros, fontaneros, albañiles, electricistas, peluqueros, enfermeros, ordenanzas, etc. En total, trabajaban unos 700 reclusos como «destinos», para una población de entre 8000 y 10 000 internos. Otros más trabajaban para el exterior, en la propia cárcel, donde se habían instalado algunos talleres, o en la calle. Varios miles de presos habían salido para trabajar en la reconstrucción de ciudades como Teruelo Belchite, en el desescombro de las zonas inundadas por el Llobregat y en las obras del túnel internacional de Viella, y muchos presos de la Modelo trabajaban en el Servicio Militar de Puertos y Caminos de Cataluña y en algunas empresas privadas. Casi todos ellos redimían penas trabajando y ganaban algún dinero, gracias a la aplicación de Ley de Redención de Penas por el Trabajo [11].

Según se decía oficialmente, la redención de penas por el trabajo se le había ocurrido al propio Caudillo, que en mayo de 1937 firmó un decreto concediendo el «derecho-obligación al trabajo» a los prisioneros de guerra y presos políticos. Por mucho que se insistiera en las ventajas de que los presos se mantuvieran a sí mismos con su trabajo y ayudaran económicamente a sus familiares (se le pagaban al preso dos pesetas diarias de las que se detraía una y media para su mantenimiento, más otras dos pesetas para la esposa y una peseta por cada hijo menor de 15 años), el objetivo fundamental era liberar el Estado de la enorme carga de mantener una población carcelaria creciente, explotando el trabajo de los presos, quienes además así expiaban su culpa.

El concepto de redención de penas quedo definido más claramente en un decreto de octubre de 1938 del Ministerio de Justicia que creaba el Patronato Central para la Redención de Penas por el Trabajo (que luego sería rebautizado como Patronato Nuestra Señora de la Merced), abriendo la posibilidad de que los presos políticos redimieran días de pena por días trabajados. Lo presidía el Director General de Prisiones, y estaba integrado por un funcionario y un inspector de prisiones, un representante de Falange y un sacerdote designado por el Cardenal Primado; debía elaborar un «fichero fisiotécnico» con los datos personales de todos los presos que querían y podían trabajar, encargándose además de abonar los haberes correspondientes a la familia, reducir los días de condena y fomentar la reeducación de los reclusos. De algún modo se trataba de controlar a los presos y también a sus familias. A tal fin el decreto ministerial creaba también las Juntas Pro-Presos (integradas por el alcalde, el párroco y un vocal femenino «caritativo y celoso») en las localidades de residencia de las familias de los presos, y estaban encargadas de hacerles llegar las asignaciones correspondientes, aliviarlas en sus necesidades y promover en lo posible la educación de los hijos de los reclusos en el respeto a la ley de Dios y el amor a la patria [12].

El Patronato y las juntas locales debían colaborar activamente para acometer «la ingente labor de arrancar de los presos y sus familiares el veneno de las ideas de odio y antipatria, sustituyéndolas por las de amor mutuo y solidaridad estrecha entre los españoles», arropando además la labor de los capellanes de las prisiones y de todas aquellas personas o entidades eclesiásticas o seglares que ofreciesen las debidas garantías para promover el mejoramiento moral y religioso de los reclusos [13]. El ideólogo del sistema fue el jesuita José Pérez del Pulgar, que trató de responder al problema que se estaba generando en los territorios recién ocupados a causa de los millares de españoles que perdían la libertad de la noche a la mañana:

Yo entiendo que hay, en el caso presente de España, dos tipos de delincuentes; los que llamaríamos criminales empedernidos, sin posible redención dentro del orden humano, y los capaces de sincero arrepentimiento, los redimibles, los adaptables a la vida social del patriotismo.

Los primeros no debían retornar a la sociedad y tal vez tendrían que ser fusilados. Los segundos habrían de ser redimidos fundamentalmente mediante el trabajo:

La redención por el trabajo me parece que responde a un concepto profundamente cristiano y a una orientación social intachable. Por eso no es incompatible, sino todo lo contrario, con el castigo por el pecado cometido, porque no queda otro remedio que operar lo dañado para salvar lo sano. Es el principio cristiano que hace compatible la caridad con la justicia vindicativa [14].

Esto era lo que decía la propaganda, que no coincidía necesariamente con lo que vivían los presos, quienes, sin duda, querían trabajar al no tener mejor opción, aunque no todos podían. El sistema de redención de penas por el trabajo se puso realmente en práctica el 1 de enero de 1939, y al final de ese año los presos que trabajaban eran el 4, 56 por ciento del total oficialmente registrado, subiendo al 6, 64 por ciento al final de 1940 y al 36, 92 por ciento a finales de 1941. Faltaban talleres penitenciarios, y los requisitos exigidos a los presos para redimir penas trabajando eran bastante restrictivos. Habían de ser penados y no preventivos, es decir debían haber sido ya sentenciados (pero no a muerte) por los tribunales militares. También estaban excluidos los que hubiesen intentado evadirse, los reincidentes —que podían ser utilizados en los trabajos más duros sin cobrar nada—, o los condenados por la aplicación de la Ley contra la Masonería y el Comunismo. Por otra parte, se les exigía cierta instrucción cultural y religiosa, lo que significaba que los presos, para redimir condena, estaban forzados a aprender la doctrina que impartían los capellanes.

Sin embargo, el porcentaje de presos que redimían penas por el trabajo fue aumentando. El «fichero psicotécnico» del Patronato, constituido por los datos que enviaban las cárceles, se ponía a disposición de toda suerte de empresas (estatales, públicas, religiosas o privadas), que cada vez demandaban más presos trabajadores, dentro o fuera de las prisiones. Los presos eran mano de obra barata y constituían una importante fuente de ingresos: si trabajaban para una empresa privada el Estado se quedaba con buena parte del jornal, excluyendo la exigua cantidad que se les daba y la asignación familiar correspondiente. Por otra parte, los «destinos» redimían penas pero no cobraban nada.

A medida que los presos fueron saliendo de las cárceles gracias a los sucesivos indultos, el sistema de redención de penas se fue modificando, con el fin de mantener constante o incluso de aumentar la nómina de presos a disposición de los organismos públicos o de las empresas privadas. Se fueron rebajando gradualmente los requisitos para que los presos pudieran trabajar fuera de las prisiones, en los llamados destacamentos penales. Así, cuando en 1940 se indultó a todos los condenados a menos de seis años, el Patronato reaccionó enviando a los destacamentos penales a condenados con penas de entre seis y doce años. Y cuando se les indultó también, se recurrió a los condenados a penas inferiores a los veinte años. De este modo fue aumentando sin cesar el número de destacamentos penales y de presos destinados a ellos.

En 1943, cuando más abundante era la mano de obra reclusa, Franco decidió abrir la mano, tal vez influido por el hecho de que la Guerra Mundial se decantaba claramente en contra de las potencias del Eje, sus aliadas. Un decreto-ley permitió obtener la libertad condicional a más de 20 000 presos de condena superior a los veinte años y, en determinados casos, a algunos con penas aún más severas. Entonces el sistema comenzó a fallar, porque el Patronato no disponía de suficientes presos para atender a las demandas de las empresas, y hubo de recurrir en 1944 a la utilización de presos «posteriores» y de presos comunes para completar sus destacamentos. Pero cuando en octubre de 1945, tras la derrota alemana, Franco concedió un indulto general para los condenados por rebelión militar durante la guerra civil, el Patronato a duras penas pudo sobrevivir. En 1946 solo había un centenar de destacamentos penales (mucho menos de la mitad de los existentes en años anteriores), integrados en gran parte por los llamados «presos posteriores». El sistema estaba herido de muerte, aunque sobrevivió algún tiempo más.

El «ansia de trabajar» de la que hablara Martín Torrentera cierta, y no para distraerse, sino sobre todo para obtener algún dinero con el que sobrealimentarse. Quienes no podían redimir pena por el trabajo —los condenados a muerte, los preventivos, etc.— o aquellos que no querían hacerlo por principio, se dedicaban a trabajar por su cuenta, con la tolerancia mayor o menor de los funcionarios, haciendo rallas de madera, anillos, muñecos de trapo u otros artículos, que sus familiares sacaban de la cárcel y vendían: «Todos probamos suerte con los muñecos. Incluso se llega a una distribución especializada de trabajo» —escribió Eduardo de Guzmán, preso en la cárcel de Santa Rita de Madrid:

Hay momentos en que Santa Rita parece una fábrica de muñecas y en que todos los paquetes que reciben los familiares llevan una cigarra, una Caperucita o uno de los cerditos músicos [15].

Los trabajos en «destinos» eran muy apreciados, porque aunque no redimían condena, estaban remunerados y daban mayor movilidad a los presos y acceso a puestos clave en la administración carcelaria. Eran muy ambicionados por las «células políticas» clandestinas que trataban de reorganizarse para sobrevivir. El número de «destinos» fue descendiendo, a medida que descendía la población reclusa, pasando de los 9192 contabilizados a finales de 1939 a los 1550 de finales de 1950.

Otros trabajaban dentro de las cárceles, en los talleres penitenciarios, cuyo centro piloto era el de Alcalá de Henares (artes gráficas, carpintería, ebanistería), que a fínales de 1939 empleaba a 400 presos redimiendo condena. Luego se fueron creando talleres en la cárcel Modelo de Barcelona (artesanía, sastrería y juguetería), en el penal del Dueso, en Alicante, etc. Y sucesivamente en otras cárceles madrileñas, en Burgos, Gijón, Guadalajara, Ocaña, San Miguel de los Reyes (Valencia), Cáceres, Córdoba, La Coruña, Granada, Murcia, Oviedo y San Sebastián. Pero la fórmula más empleada por el Patronato fueron los ya mencionados «destacamentos penales».

Un caso singular fue el del destacamento de presos de la cárcel de Lugo, que trabajaba en la construcción del Pazo de Alday, propiedad del general Heli de Tella, héroe de guerra y gobernador militar de la provincia: los presos trabajaban a la fuerza, y solo por la comida, que además solía ser bastante escasa. El general, que por otra parte era un descarado estraperlista, fue finalmente destituido y confinado en Palencia, pero por conspirador monárquico.

En su época de mayor actividad, el número de destacamentos penales superó el centenar, encuadrando a unos 125 000 presos trabajadores. Aunque muchos destacamentos podían estar integrados por un reducido número de presos, los que contaban con menos de 50 trabajadores no solían ser consignados oficialmente. Teodoro García fue reclutado en Ocaña (Toledo), en 1940, por el empresario Banús:

Como éramos muchos miles los que allí queríamos salir a trabajar, escogió gente. Nos formaron en el patio, y pasó en compañía de un guardián y un oficial, y todo el que estaba sentenciado de firme y quería salir voluntario daba un paso al frente(…). Y claro, como yo estaba tan débil, porque no pesaba más de cuarenta kilos, o cuarenta y dos como mucho, en aquel tiempo, con mi estatura, no me quería coger. Hombre, mire usted, que tal que cual, que quiero salir a trabajar porque en mi situación, yo no quiero estar aquí(…) Y me llevó al destacamento de Cuelgamuros[16].

Cuando obtuvo la libertad, siguió trabajando en Cuelgamuros como obrero libre, como tantos otros:

A muchos les pasaba lo que a mí; no teníamos dos reales ni a donde tirar, y se quedaron allí, desatascando a sus familias, con los hijos cogiendo piñas para venderlas en El Escorial.

El trabajo era duro y arriesgado, pero comían mejor y algunos podían convivir con sus familias en chabolas construidas por ellos mismos.

Desde las cárceles también se formaban las llamadas «colonias penitenciarias militarizadas», creadas a partir de septiembre de 1939 para aprovechar la aptitudes de los penados en su propio «beneficio moral y material» y en el del Estado, y aplicándolas en la ejecución de obras de utilidad nacional, principalmente de tipo hidráulico. Se justificaba la militarización del servicio porque, estando las obras a realizar alejadas de los establecimientos penitenciarios, exigía una mayor disciplina de los presos y mucha más vigilancia. Pese a lo cual, bastantes de ellos se fugaron y se incorporaron a las guerrillas más próximas.

Las colonias se organizaban en agrupaciones y batallones militares, totalizando en 1943 seis agrupaciones integradas por más de 5000 presos. Francisco Ortega Benito, que se asfixiaba en la prisión de Burgos, se alistó como trabajador forzado precisamente en ese año:

Nos llevaron a una colonia penitenciaria de Talavera, en el Campamento de La Sal, para hacer canales y trabajar en la presa de Cazalegas. Vivíamos en barracones, estábamos militarizados y nos golpeaban de vez en cuando, pero respirábamos aire puro, nos vigilaban poco (¿a dónde íbamos a ir?), y redimíamos penas, dos días de libertad por día trabajado ¡Ah! Y me daban creo que tres pesetas a la semana(…) El trabajo, bueno, se sobrellevaba.

Allí estuvo unos 25 meses, hasta obtener la libertad condicional en 1945, cuando las colonias penales militarizadas estaban en trance de desaparición. Volvió a su pueblo, donde la gente de derechas le hizo la vida más que difícil, y le movilizaron para realizar el servicio militar. Fue destinado a un batallón disciplinario de trabajadores en Melilla, pasando en tránsito por las cárceles de Carabanchel, Ciudad Real, Linares, Córdoba y Málaga [17].

LA RESISTENCIA ANTI FRANQUISTA EN LAS COLONIAS PENITENCIARIAS

Con la creación de los destacamentos penales y las colonias penitenciarias militarizadas, además de la explotación laboral de los presos, el Régimen pretendió imposibilitar la reorganización política de los penados. La dispersión de los presos políticos en grupos más pequeños y en mucho casos alejados de las poblaciones —pensaban— les quitaría las ganas de reorganizarse políticamente. Pero los resultados no fueron los previstos, pues los destacamentos penales y las colonias penitenciarias contribuyeron a que los presos canalizasen mejor su incipiente actividad política, distribuyendo información de las cárceles y estableciendo mejores redes de solidaridad y de comunicación con el exterior. El trabajo, lejos de extenuarles, les hacía sentirse psicológicamente más fuertes y seguros, más satisfechos por poder ayudar a sus familiares y con mayor disponibilidad para la solidaridad. Como en el interior de las cárceles, en los destacamentos y colonias penitenciarias, existían células e incluso comunas políticas, lo que facilitaba las acciones de resistencia antifranquista en coordinación con las redes organizadas del exterior, inicialmente compuestas por familiares que vivían en las proximidades y tenían frecuentes contactos con los presos trabajadores.

Sin embargo, la actividad política en las cárceles y en los destacamentos penales no era fácil, porque los presos estaban sometidos a una constante vigilancia por parte de funcionarios y guardianes, y entre ellos mismos había «infiltrados» dispuestos a delatarles y a los que debían identificar y aislar. Pese a todo, la actividad de los presos políticos fue creciendo, superando la primera fase de lucha por la supervivencia y pasando a una resistencia más activa: elaboración y distribución de publicaciones clandestinas, protestas colectivas, plantes e incluso sabotajes en los trabajos que realizaban. Como contaba Tasio Rubio, preso trabajador en la construcción de algunas vías ferroviarias:

Intentábamos hacer pequeños sabotajes. Era nuestra manera de rebelarnos. Poníamos petardos en las vías, rompíamos los mangos del pico o la pala, aunque siempre había recambios. Meábamos sobre la dinamita antes de poner el barreno y decíamos al encargado que había fallado la mecha; descarrilábamos las vagonetas en vez de frenarlas…A nosotros nos tocaba trabajar más, pero las obras se relentizaban[18].

Hubo acciones mucho más importantes. A fínales de 1946 se robaba dinamita en un destacamento penal que, en la sierra de Madrid, construía la línea férrea entre Madrid y Burgos: semanalmente se desplazaba hasta el destacamento Juana Doña y cargaba en su bolso los cartuchos de dinamita que sus compañeros de partido que allí trabajaban le proporcionaban[19].

En 1945, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, los presos políticos se sentían fuertes en las cárceles, en las que había ya pocos «presos anteriores», y querían hacerse respetar. Organizaron protestas individuales y movilizaciones colectivas con diversos motivos: por las duras condiciones de vida o de trabajo, por solidaridad con algún compañero injustamente sancionado, por alguna acción violenta del Régimen, etc. Casi siempre terminaban con represalias contra los cabecillas o contra todos los que habían participado en el plante. Según recordaba Miguel Rodríguez, el 10 de febrero de 1946, día en que fusilaron a Cristino García, dirigente comunista y héroe de la Resistencia francesa, los presos de la cárcel de Carabanchel se pusieron de acuerdo para que uno de ellos, durante la misa, gritase: «El quinto, no matar». En ese momento todos los presos abandonaron la formación; a los cabecillas los sancionaron con dos meses de incomunicación en celdas de castigo[20].

En 1947 hubo un significado plante en los talleres penitenciarios de Alcalá de Henares, según contara el dirigente cenetista Juan Manuel Malina:

Hemos pasado seis días sin comer. Seis días de plante en la prisión de Alcalá de Henares. Se le ocurrió a la Dirección General de Prisiones vestir de presidiarios a las presos políticos. Y los presos nos negamos a ello. Fueron castigados en celdas unos doscientos y al resto se nos aisló en los dormitorios. El director dio la orden de corte de pelo a toda la población reclusa. Los barberos se negaron. Trajeron otros de los talleres penitenciarios de Alcalá que se negaron también. Se declaró la huelga en la prisión. Se retiraron los albañiles, mecánicos, cocineros, escribientes, etc. Y quedó la prisión paralizada. Se declaró la huelga de hambre(…). A los cuatro días la postración ganó a los presos, pero estamos dispuestos a dejarnos morir de una vez. Exigíamos condiciones: supresión del paseo de rueda, mejoras del rancho, levantamiento del castigo a los doscientos recluidos, seguridades de que no habría represalias. Castigo a los funcionarios que habían pegado a los presos. Los últimos días fueron dramáticos. Casi todos los presos estábamos en cama, agotados. Los de la enfermería y sala de tuberculosos, que habíamos evitado que nos secundaran, se niegan a comer y a beber. La prisión estaba rodeada por fuerzas de caballería. De Madrid llegaron más fuerzas armadas. El agua faltaba también…A los seis días capitularon la dirección y los inspectores. Se aceptaron nuestras condiciones, que luego no cumplieron[21].

Más de 200 presos de Alcalá de Henares fueron traslados a la prisión central de Burgos, donde también hubo plantes y movilizaciones por la mejora de la comida o como protesta por la paliza a un preso:

Desde entonces, sólo en casos excepcionales se ha pegado en Burgos. Y siempre que se ha producido un caso, se ha producido la protesta de los presos[22].

Paulatinamente y aunque el coste fuese muy alto, los presos políticos de Burgos fueron consiguiendo hacerse respetar. Ciertamente no era una lucha contra el Régimen, sino una lucha de resistencia personal, física y moral que les permitía aguantar íntegros, al menos en sus convicciones, y mantener sus señas de identidad. A pesar de todas las calamidades sufridas en campos de concentración, cárceles y batallones disciplinarios, Tasio Rubio afirmaba:

Moralmente no he vivido más feliz que allí; éramos una piña, todos para todos. La solidaridad se encuentra en los momentos más difíciles y yo la encontré en aquellos tiempos y en aquellas circunstancias. Eso me ayudó a sobrevivir[23].

Para muchos de los que sobrevivieron y pudieron contarlo, la cárcel dio sentido a sus vidas. Al salir de la prisión se enfrentaron al peor de los castigos: la soledad, el aislamiento, el menosprecio social y la insolidaridad. Bastantes de ellos se dedicaron a la lucha política clandestina, y por ello fueron detenidos y volvieron a la prisión.