CAPITULO V
Las cárceles franquistas en la maquinaria del terror
LOS VENCIDOS DE LA GUERRA ESPAÑOLA PERMANECÍAN en silencio, trataban de pasar desapercibidos y ocultos, sobrevivían como podían y buscaban desesperadamente algún aval seguro. El silencio y el ocultamiento resultaban de alguna eficacia en los barrios o suburbios de las grandes ciudades, pero no en las poblaciones pequeñas y en las zonas rurales, donde los rojos eran fácilmente localizados, delatados y detenidos. Todo el mundo corría ese riesgo. Cualquier denuncia o delación podía prosperar, salvo que el sospechoso contase con un aval firme y seguro, o con el testimonio de una «persona de orden» y de cierto peso político.
Pero no siempre bastaba: Salvador Torres, jornalero y ugetista, de Mijas (Málaga), fue detenido cuando entraron los nacionales y puesto en libertad por la intervención de los terratenientes a quienes había ayudado a salvarse y a quienes apeló su madre. Le dieron un salvoconducto y le dijeron que abandonase el pueblo por su propio bien. Tras una ausencia de siete meses, regresó a la finca de un primo. Una noche le cogieron, le detuvieron y le prepararon una denuncia. En el juicio le pidieron pena de muerte, pero firmó una condena de doce años y un día [1].
Había miedo y cautela, incluso en las relaciones personales, porque nadie podía fiarse de nadie, incluidos vecinos, amigos o familiares.
EL MIEDO A LAS DELACIONES
Para el nuevo Estado era prioridad absoluta la purga de los vencidos, y en ello colaboraba mucha gente, ya fuese por motivos de gratitud o «pacto de sangre» con los vencedores, para promocionarse en el régimen, para demostrar su adhesión al mismo o simplemente por venganza. Cualquiera podía denunciar a un rojo y debía hacerlo. Carmen Caamaño, comunista y profesora de Historia, supo de su sentencia en una calle de Alicante, cuando oyó: «detener a esa, que la conozco de la Universidad». De inmediato fue detenida, con su marido y un hijo pequeño, y la llevaron a la cárcel. La juzgaron por auxilio a la rebelión y le pidieron 12 años y un día [2].
Cualquiera podía ser detenido, sin que tuviera que saber quien lo había denunciado. Melquisedec Rodríguez se había escapado de la plaza de toros de Alicante, ingeniándoselas para llegar a Madrid, que estaba muy vigilado. Con toda clase de precauciones, fue al domicilio paterno y al entrar en el portal oyó su nombre:
Me volví sorprendido y molesto porque de nada hubieran servido tantas precauciones. Se trataba de un antiguo compañero de las Juventudes Socialistas:
Después de saludarnos, me disculpé y traté de seguir mi camino alegando mucha prisa. Pero —según él— debía comunicarme cosas muy inquietantes y necesitaba espacio para ello. Me extrañó…
Por fin, entró en casa, pero a la mañana siguiente se presentó la policía y se lo llevó detenido a la comisaría. Allí le esperaban el comisario y varios agentes:
Junto al mismo, un hombre de unos cuarenta y tantos años, quizás cincuenta. Iba mal vestido. Llevaba una camisa azul y sobre ella las flechas de Falange bien visibles. Supuse que se trataba de otro detenido, el cual había pensado camuflarse con la camisa y las flechas y sentí pena por él.
Resultó que era su denunciante, y que lo acusaba, entre otras cosas, de haber participado en el fusilamiento del general López de Ochoa, algo imposible porque ese día él no estaba en Madrid. Sin embargo, fue conducido ante el Juez militar, que tampoco tuvo en cuenta sus alegaciones, diciéndole: «Quien le ha denunciado es un falangista y para nosotros merece toda la confianza». Fue llevado a la cárcel habilitada de Las Comendadoras, que estaba hasta los topes. Como no le admitieron, recorrió varias cárceles, también repletas, hasta que fue finalmente internado en Yeserías, que albergaba a cinco mil presos, procedentes en su mayoría de los campos de concentración [3].
La maquinaria del terror organizada por el Estado requería una amplia «participación ciudadana» compuesta de confidentes, delatores y denunciantes, más o menos espontáneos u oportunistas. La purga era tanto social como política, porque las nuevas autoridades aprovechaban la oportunidad para deshacerse de toda suerte de indeseables, asociales o revoltosos. Esto lo aprobaba mucha gente conservadora, que se consideraba vencedora en la guerra y que colaboraba más o menos orgullosamente en la represión, o que veía vía libre a todo tipo de odios personales, rivalidades y deseos de venganza.
La delación era un deber ciudadano. Así lo entendió desde el principio la llamada Columna de Orden y Policía de Ocupación, que el 30 de marzo de 1939 inició la «limpieza» de Valencia, abriendo unas oficinas de recepción de denuncias. A sus puertas se organizaron largas colas de ciudadanos, acuciados por los constantes avisos del Gobierno Militar:
Toda persona que conozca la comisión de un delito llevado a cabo durante la época de la dominación roja, se halla obligada a denunciar el hecho.
Sin descanso había que detener a todos los rojos y se necesitaba para ello el «consenso» de los españoles, denunciando a toda persona a quien pueda imputársele delito alguno, advirtiendo que de no hacerlo sería culpable de Encubrimiento [4].
Simultáneamente, en Málaga, donde en 1937 habían fusilado o «paseado» a cientos de republicanos, se detenía a hombres y mujeres «por no haber dado conocimiento a las Autoridades de la llegada a nuestra ciudad y a sus respectivos domicilios de individuos por ellos conocidos y que durante la dominación roja tuvieron actividades suficientemente contrarias al Alzamiento[5]».
Había que combatir la resistencia pasiva e implicarse en la operación de limpieza desplegada por el Nuevo Régimen. Delatar significaba un acto patriótico y además podía traer algunas ventajas. Era como una suerte de militancia, de la que no cabía desmayo, tal como advertía el Jefe de Falange de Ciudad Real en noviembre de 1939:
Por idiosincrasia en unos casos, por estúpido temor en otros, por cobardía en los más, y por tara reminiscente de la falsa educación política de antaño, estáis cegando la fuente de la justicia, estáis estorbando la más sublime misión del ciudadano, malogrando la rápida y definitiva pacificación de España. Existe una inhibición suicida (…) Pueblos hay en La Mancha en que todavía están impunes crímenes cometidos hace 20 años, por ese sentido fraudulento del deber, ese concepto asqueroso de la convivencia social. Y es hoy cuando se ha cometido el gran crimen contra España en el que cada pueblo ha puesto al servicio del asesinato su modo peculiar de obrar, cuando surge el tipo que nada ha visto y nada sabe: del que cree que solo teniendo físicamente teñidas las manos de sangre, se es responsable. Y esto es una monstruosidad [6].
Sobre todo en las zonas rurales las denuncias particulares formaban redes de colaboración con las autoridades locales, cadenas de lealtades forjadas en torno a las prácticas represivas franquistas, grupos dispuestos a delatar a todo sospechoso de izquierdismo. Los primeros que acudían a denunciar o a testificar contra los vencidos eran los familiares y vecinos más próximos de las víctimas habidas durante la guerra, y también los que siempre habían sido sus antagonistas políticos o de clase, denunciando no ya a los autores de los delitos —que a menudo estaban desaparecidos—, sino a los familiares o amigos más cercanos, como si de un ajuste de cuentas se tratara. La colaboración y la denuncia podían ir desde la que era forzada hasta el voluntarismo más beligerante, tenaz y repetitivo, por parte sobre todo de los que querían acreditarse ante el Nuevo Régimen, hacer meritos y promocionarse políticamente, especialmente jóvenes falangistas que no tenían reparo alguno en fundamentar sus denuncias en simples rumores o en suposiciones no comprobadas. Para ellos participar en la represión fue como un rito de iniciación, que marcaba su integración en el Régimen [7]. Por el contrario, los acusados no encontraban fácilmente gente dispuesta a testificar en su favor, porque sus propios parientes o amigos tenían miedo de ser tomados por cómplices. Exculpar a un sospechoso resultaba peligroso, mientras que inculparlo era fácil, conveniente y hasta rentable. Un dirigente socialista de Torres (Jaén), en su última carta escrita a sus familiares estando en capilla, señalaba a los verdaderos culpables de su muerte:
La justicia de Franco, los poderes militares, cumplen con su deber al condenarme en Consejo de Guerra. Fueron engañados por nuestros maledicentes convecinos, no me conocían. Vieron mi figura de hombre astroso y quizás algo más, y vieron sus informes espeluznantes…y condenaron (…) No vivir a ser posible, en el pueblo; que con grandes aplausos me vio llegar y con resignación pusilánime de mis denunciantes, no lloran para avergonzarlos [8].
El hábito de delatar, estimulado por el Nuevo Régimen, se había instalado en el mismo corazón de la nueva sociedad, contribuyendo a crear un consenso hacia el régimen, tan necesitado de adhesiones inquebrantables, un consenso entretejido por las autoridades locales. Era una sociedad vigilada, silenciada, convertida casi en espía de sí misma, donde la colaboración era imprescindible para garantizar el reemplazo de la política de masas por la sumisión al poder.
Las denuncias particulares se complementaban con la intervención de las autoridades locales (alcalde o jefe de Falange, comandante del puesto de la Guardia Civil, cura párroco), quienes promovían los procesos ante los jueces militares. Cuando en algún pueblo las denuncias particulares eran insuficientes para purgar a todos los desafectos, el mismo Alcalde o la guardia municipal formulaban sus propias denuncias, para que todos tuviesen el castigo merecido. Sucedió incluso que alguien fue condenado sin que mediase ninguna denuncia concreta, como el patético caso de Juan Cantada, de Villanueva de Córdoba, juzgado en mayo de 1940:
En el acto del consejo de guerra, el fiscal recurrió a doña Luisa Dator como acusadora para que indicara cuál de los procesados que estaban en el banquillo había matado a su marido. La buena señora dijo que no conocía a ninguno de ellos.
No obstante, Juan Cantada fue condenado a muerte y fusilado [9]. Por otra parte, la Ley de Responsabilidades Políticas, vigente desde febrero de 1939, venía a incrementar las delaciones de los que estaban dispuestos a colaborar con la nueva situación, formando parte de una sociedad adepta, aunque insolidaria y envilecida. Su puesta en marcha, con su engranaje represivo y confiscador, causó estragos entre los vencidos, abriendo la veda para una persecución arbitraria, rayana en el pillaje y en el saqueo, y consolidando el poder de las nuevas autoridades. E igualmente pasó con la apertura de la «Causa General informativa sobre los hechos delictivos y otros aspectos de la vida en la zona roja desde el 18 de julio de 1936». Se le dio forma de sumario general, con declaraciones de testigos, informes de autoridades y pruebas documentales, con varios objetivos: marcar en la memoria de los españoles las manifestaciones del «terror rojo» durante la guerra civil; compensar a las víctimas de esa violencia, confirmando la división entre vencedores y vencidos, y sobre toda constituirse como instrumento de delación y persecución de gente que no tenía nada que ver con los hechos que se les atribuían.
TORTURAS Y MALOS TRATOS
Desde el fin de la guerra, miles de sospechosos eran diariamente detenidos en toda España, y llevados a los cuartelillos de la Guardia Civil o a las comisarías de policía, donde podían permanecer totalmente incomunicados semanas y meses, siendo interrogados con mayor o menor periodicidad, casi siempre con absoluta brutalidad. Hasta el punto de que muchos se suicidaban o eran «suicidados». En Madrid se hizo tristemente famosa la comisaría de la calle Almagro, donde eran llevados los detenidos de mayor significación política, sindical o gubernamental, y luego la Dirección General de Seguridad (ubicada en la Puerta del Sol), donde operaba la Brigada Político-Social, creada en 1942.
En Almagro se respiraba un ambiente de verdadero terror. Estábamos dominados por una extraña curiosidad y, al mismo tiempo, temiendo que esa curiosidad concluyera por convertirse en un conocimiento directo. Venerábamos el peligro, la locura acaso, y nos sentíamos horrorizados en la misma medida que atraídos. Sabíamos que era allí donde iba a comenzar el principio del fin, pero cerníamos y deseábamos ver pronto ese angustioso principio [10].
Allí fueron llevados 201 prisioneros trasladados desde los campos de concentración alicantinos. Algunos no salieron vivos: murieron apaleados o se suicidaron. Otros fueron tratados de cal modo que se convirtieron en delatores o confidentes de la policía.
Los interrogatorios variaban mucho según los casos y el «capricho» de los policías. A menudo los detenidos eran torturados sin ningún fin aparente, puesto que aquellos actuaban arbitrariamente sin hacerles ninguna pregunta: era la llamada «tortura vengativa», en la que podían participar los familiares de las presuntas víctimas, o falangistas que habían sido de la «quinta columna».
Con doler mucho, son los golpes los que menos duelen. Más que las patadas, los puñetazos, duelen los insultos y el cachondeo cobarde con quienes no pueden ni replicar ni defenderse (…) Pero ¿qué explicación lícita, que justificación moral podía tener que unos jovencitos —que según propia confesión habían pasado coda la contienda escondidos en nuestras filas— dieran rienda suelta a sus instintos sádicos, vejando, apaleando a quienes por su propia indefensión como prisioneros debieran respetar[11]?
Quizás tuviera algún sentido el golpear sin preguntar nada:
Creen ablandarnos con ello, maduramos de tal manera que hablemos de corrido cuando nos formulen cualquier pregunta. Incluso que vayamos mucho más allá de sus cuestiones y denunciemos a quien sea, con verdad o mentira, a fin de librarnos de una nueva pateadura; simplemente para lograr como suprema merced, que nos lleven a la cárcel.
Ciertamente era así, porque al final les presionaban para que hicieran una declaración, o mejor para que firmasen una que ellos mismos habían elaborado. Conseguida la declaración, los detenidos eran conducidos ante el juez militar, que inevitablemente ordenaba su ingreso en cualquier prisión.
A la cárcel de Yeserías, con una población reclusa estimada de 5000 presos, llegan a diario nuevos ingresos procedentes de las comisarías, la mayoría destrozados, y los compañeros han de cuidarles.
Llegaban diariamente casos imposibles. Por mucho que nosotros quisiéramos hacer por ellos no se les podía mantener en las galerías, y tenían que pasar a la enfermería. Se pasaban día noche en un grito. Podían morir en cualquier momento. Más de uno cerró allí los ojos (…)Muchos se habían vuelto locos a causa de los martirios sufridos. Les habían aplicado corrientes en los pulsos, en las piernas, en sus partes, en la nuca…No pudieron soportar tanto (…) Para curarles los metían en la ducha vestidos y de propina les echaban unos cuantos cubos de agua. Por no tener ropa para cambiarse pasaban todo el día empapados [12].
Hasta un tonto de nacimiento estaba allí preso, por haber cantado La Internacional después de haber entrado los nacionales en Madrid, como siempre había hecho. Tras el tiempo pasado en las comisarías, para muchos acusados pasar a la cárcel era casi una liberación, porque al menos allí no serían interrogados. Sin embargo, algunos tenían que salir de vez en cuando «a diligencias», para ser interrogados en el juzgado o en la comisaría, echándose a temblar cuando se les anunciaba: a los pocos días volvían maltratados, destrozados, enloquecidos. Cinco veces fue llevado a la comisaría Caballero, que había sido jefe de brigada del ejército republicano, y a fuerza de palos y de todo tipo de torturas perdió la razón.
Ocasionalmente, era el juez quien efectuaba «diligencias» a algunos presos en la propia cárcel, lo que podía convertirse en un caso de «tortura judicial», no tan rara en las poblaciones pequeñas, como Puente Genil:
En la prisión había un desván que utilizaban como cámara de tortura. A los ocho días me subieron al desván. Había un funcionario sentado en una mesa con una máquina de escribir, cuatro guardias le acompañaban y cada uno tenía una fusta en la mano[13]…
No era raro en esas cárceles pueblerinas que entrasen grupos de falangistas a interrogar a algún preso, para hacerlo confesar o por el placer de verlo sufrir y humillarlo. O los familiares de «caídos en la guerra», para vengarse con algún inculpado. En Villanueva de Córdoba, «de madrugada, se presentan unos cuantos borrachos con el sargento de guardia, pistola en mano, y empezaron a correr encima de los hombres acostados, pisando cabezas y vientres con el pretexto de hacer un recuento».
Aunque, oficialmente, los malos tratos a los presos estaban prohibidos, existieron en todas las cárceles, por mor de la rígida disciplina que había que mantener, y nunca ningún funcionario fue sancionado por ello. La severa disciplina podía justificarlo todo, incluso la muerte. En la prisión provincial de Murcia fueron fusilados cinco presos, previa investigación judicial, por habérseles descubierto un ejemplar del diario La Verdad, perfectamente legal por otro parte [15]. En otras prisiones estaba prohibido que los reclusos se asomasen a las ventanas que daban a la calle, estimulándose a los centinelas para que disparasen sobre los que violasen esa prohibición, ofreciéndoles dos semanas de permiso si daban en el blanco. Y las tentativas de fuga se castigaban siempre con el fusilamiento inmediato. Los funcionarios estaban siempre a la caza de cualquiera que infringiese alguna norma, tal como no levantarse con puntualidad, no acudir de inmediato a la formación, no cantar los himnos nacionales o negarse a responder a los llamados «gritos de ritual», etc. Los castigos eran inmediatos, y podían consistir en un pelado al cero, una brutal paliza, supresión de las comunicaciones con los familiares, aislamiento en celdas de castigo, etc. En Yeserías a quien no cantaba con fuerza algún Himno nacional le obligaban a permanecer cinco o seis horas en el pasillo o en el patio cantando y con el brazo en alto, recibiendo un guantazo cada vez que el cansancio debilitaba su voz o le hacía bajar el brazo.
El capellán de la cárcel Modelo de Barcelona, reconocía que a menudo las sanciones eran por motivos nimios:
¿Qué mal hay asimismo, en que un preso, impaciente o demasiado receloso y cauteloso de sus expresiones íntimas, intente esquivar el conducto reglamentario para colocar en un paquete una carta para sus familiares? Ninguno. Pero del mismo procedimiento puede valerse otro para relacionarse con el exterior con vistas a la organización de un plan subversivo. No se puede abrir la mano en esto, y la mayoría de los presos lo comprenden. No se castiga, pues, el hecho en sí, sino la desobediencia y el peligro que esta encierra por el precedente que puede sentar y el camino que abre para hechos de mayor trascendencia [16].
Por eso los paquetes que se recibían en la cárcel eran sistemáticamente registrados —y, a veces, parcialmente requisados—, y la correspondencia, censurada. El control de la correspondencia permitía a las autoridades carcelarias acceder a una detallada información sobre la situación de los parientes de los presos, algo que estos sabían, procurando eludir el conducto reglamentario siempre que podían. Igualmente las comunicaciones con los familiares, por lo general masivas, no permitían el menor contacto físico y eran vigiladas por algún funcionario. Como decía paternalmente Martín Torrent, el preso se volvía pronto como un niño, y como niño, había que corregirle privándole de cuando en cuando de sus «gustos más caprichosos». Sin embargo, hubo denuncias de los presos por tortura, malos tratos, violaciones o acosos a sus mujeres cuando iban a visitarles, pero los expedientes solían ser sobreseídos. Un funcionario de la cárcel de Aranjuez fue acusado de haber golpeado fuertemente a un preso, confirmándolo así el propio capellán y otros reclusos, quienes, además, aseguraron que los apaleamientos eran constantes e implicaban a otros funcionarios. No obstante, el inspector de prisiones concluyó que no había habido apaleamiento, pues algunos presos declarantes quitaron importancia a los hechos y «SÍ aquel día empleó un poco de violencia, estuvo por demás justificado[17]».
Por lo demás, la situación de todos los presos era degradante por el hacinamiento, el hambre, la falta de salubridad a que estaban ferozmente sometidos. No hubo cifras oficiales sobre el número cierto de reclusos en las cárceles españolas, aunque se calcula que en 1939 medio millón de presos se amontonaban literalmente en prisiones y campos de concentración, excluyendo a los que se encontraban en los batallones de trabajadores y en las colonias penitenciarias militarizadas. Oficialmente, y a posteriori (en 1946), se dijo que la población penitenciaria a finales de 1940 llegó a las 280 000 personas acusadas de delitos cometidos antes del fin de la guerra, sin contar los encarcelados por delitos políticos cometidos posteriormente ni los que cumplían condena en las colonias penitenciarias.
En cualquier caso, el encarcelamiento fue masivo, sobrepasando ampliamente la capacidad de las prisiones existentes y obligando a habilitar como tales los más improvisados locales: grupos escolares, reformatorios, asilos, conventos, antiguos monasterios, cuarteles, casonas particulares, almacenes y hasta cines o teatros. Pero resultaban absolutamente insuficientes. En Madrid había unas 30 cárceles, tres de ellas para mujeres, y todas se hallaban más que repletas, pese a las «sacas» que a diario (excepto los sábados) se hacían con destino a la prisión de Porlier, antesala del inmediato fusilamiento o de garrote vil.
Igual podía decirse de las más de 300 cárceles habilitadas por todo el territorio nacional. En la prisión Modelo de Valencia llegaron a concentrarse entre 1939 y 1940 hasta 15 000 reclusos, y en la de Barcelona 10 000, reconociéndose que su población reclusa era «seguramente» la mayor del mundo. En las cárceles de partidos judiciales y en los «depósitos municipales» de los pueblos la situación era mucho peor. Concebida para alojar una población reclusa de 35 a 40 internos, la prisión del partido judicial de Manzanares acogía a finales de mayo de 1939 a más de 480 personas, hacinadas en las 16 celdas existentes, en los pasillos, en los patios y hasta en los lavabos, y todos ellos hambrientos y llenos de piojos:
Los hombres caen desfallecidos. No hay más que caras famélicas. Hay varios enfermos. El médico diagnostica que los hombres van a morir de inanición. A los pocos días permiten pasar desayunos, solo café o leche. Con este motivo los hombres mejoran. Hay cerca de 500 hombres en una cárcel que solo es para cincuenta. No se puede dormir. Hay que pasar las noches sentados; se utiliza para la noche incluso la escalera de hierro (…) Continuamos hambrientos. Un hombre de la celda número cinco pone fin a su sufrimiento dándose una puñalada en el vientre. Lo llevan al hospital y fallece. Esta es la tercera muerte en la cárcel (…) Con motivo de la muerte del de la puñalada, quitan otra vez el desayuno. Sigue la misma cantidad de rancho y hay protestas sordas. El jefe se da cuenta y reúne a todos en el patio, anunciando que hará gestiones para aumento de rancho. Aplaca un momento las protestas y siguen hombres cayendo enfermos (…) Visitas de la Guardia Civil, Falange y Requetés. Interrogatorios y palizas. Jefe lo consiente [18].
Como las detenciones continuaban y en la cárcel de Manzanares era materialmente imposible ingresar más presos, hubo que habilitar urgentemente unas escuelas como centro de reclusión, dirigido por un falangista e hijo de «caído» durante la guerra. Pronto llegó a superar los trescientos reclusos, cuya salud se fue minando por la masificación, la escasa alimentación y la miseria, además de estar sometidos a toda clase de vejaciones por parte de los carceleros. Para mayor escarnio, algunas noches se presentaban grupos de falangistas que, con el pretexto de efectuar registros, los hacían formar en el pario y los insultaban y amenazaban. A algunos les torturaron para hacerles confesar o delatar a otros. La tensión resultaba cada vez más insoportable. Con motivo del aniversario de la muerte de José Antonio los falangistas pretendieron fusilar a cuarenta y cinco presos, a lo que se opusieron las autoridades militares.
En Tomelloso la situación fue peor si cabe. Al final de la guerra se detuvo a unas trescientas personas, a las que se recluyó al principio en la maternidad, en un convento de monjas y en una sala del Ayuntamiento. Luego se habilitó como prisión una «cueva» de vino, donde llego a haber 500 o 600 detenidos, que durante el día deambulaban por dentro del cercado de la finca. Hubo un día en que cerraron la puerta de la cueva y el olor era tan intenso que hasta los desfallecidos presos protestaron [19]. La situación en el convento habilitado como prisión en Valdepeñas era terrorífica: dos salas con 120 personas cada una, sin agua corriente y como letrina una zanja en un rincón. En noviembre de 1940 se ordenó que todos los presos de la provincia de Ciudad Real fuesen concentrados en las prisiones de Ciudad Real, Valdepeñas, Alcázar de San Juan y Almodóvar del Campo, con lo que muchos presos se libraron de la asfixiante presión local a que estaban sometidos. Aunque los que fueron trasladados a Almodóvar se encontraron en un verdadero campo de exterminio:
La primera arenga del director fue para comunicarnos que los que habíamos sobrevivido a la guerra pereceríamos allí de hambre, y no era broma, porque según pudimos comprobar después, cada día caían cinco o seis personas por falta de alimento [20].
Similar orden se dio para las provincias de Toledo y Albacete, donde al final de la guerra se habían habilitado diferentes dependencias para poder alojar a los detenidos. Los «depósitos municipales» quedaron rápidamente saturados, aunque en algunos de ellos las acciones de los falangistas contribuyeron a despejar un tanto la situación con las «sacas» que efectuaban. Al cabo de dos meses la mayor parte de estos depósitos municipales fue desalojada, trasladando a los detenidos a las prisiones de la cabecera de partido judicial, donde se habían establecido los tribunales militares y concretamente a Albacete (prisión provincial y la habilitada de San Vicente), al penal de Chinchilla, al Castillo de Yeste y la cárcel de Hellín, que en 1941 sería incendiada por los presos [21]. En la prisión provincial de Albacete se concentraron en 1940 unos 1800 reclusos que se apiñaban en pequeñas salas, durmiendo en el suelo y sin mantas, y con un agujero en el centro como letrina. La mortalidad fue muy alta debido a las ejecuciones, a la falta de alimentos y a las pésimas condiciones de habitabilidad. En Alicante la situación fue caótica desde el principio: los depósitos municipales parecían mazmorras y los presos se escapaban con relativa facilidad. Por eso se ordenó su traslado a las prisiones de la zona y a la prisión provincial, donde pronto se hacinaron más de 3500 presos, sucios y muy mal alimentados.
HAMBRE, ENFERMEDAD Y MUERTE EN LAS CÁRCELES FRANQUISTAS
La comida se convirtió en las cárceles franquistas en la principal preocupación de los presos, exceptuando las frecuentes «sacas», a menudo imprevistas, de los condenados a muerte para ser ejecutados, a las que nunca llegaron a habituarse. El hambre se aliviaba gracias a los paquetes enviados por los familiares, que todos compartían solidariamente. Cuando el padre Torrent, capellán de la cárcel Modelo de Barcelona, leía las cartas de los presos, no le gustaban las de aquellos que él denominaba «glotones o egoístas», porque pedían insistentemente a los familiares el envío de comida, y eso de alguno modo era contrario al pensamiento oficial del Nuevo Régimen: someter a los cuerpos para curar sus almas. Pero en realidad, la dieta que recibían los presos era claramente hipocalórica y favorecía la aparición de enfermedades carenciales.
El déficit alimenticio era tan alarmante que motivó una carta del jesuita Enrique Vargas a Máximo Cuervo, director general de prisiones, referente a lo que ocurrió en la cárcel de La Campana de Granada: el rancho consistía «en una escudilla no más que mediada de caldo de habas con algunas cáscaras de estas y unas cuantas habas», por lo que diariamente tres o cuatro presos morían de inanición o de sus consecuencias. Se llevó a cabo una investigación que implicó a las monjas encargadas de la comida, comprobándose que, efectivamente, en los últimos seis meses habían muerto cuarenta presos por la mala alimentación. Pese a lo cual se concluyó que no había lugar a tomar medidas disciplinarias y el asunto se resolvió con el traslado de algunos funcionarios. Y es que había muchos que se lucraban con el hambre de los presos, porque la comida que se distribuía en muchas prisiones valía mucho menos que la asignación establecida oficialmente, ya de por si exigua [22].
El hambre era una manera de doblegar a los vencidos, fuera o dentro de las prisiones, puesto que les obligaba a dedicarse casi exclusivamente a sobrevivir en unas condiciones infrahumanas: hacinamiento, falta de higiene y hambre. Y calor en verano y frio en invierno, porque en las cárceles los internos debían pasar casi todo el tiempo en los patios o en las galerías, según los casos. El frío era intensísimo en las prisiones norteñas, tal como la de Palencia. Miguel Hernández escribió a su mujer en noviembre de 1940:
Llegó la ropa y la recibí con los brazos abiertos. Hace frío en verdad aquí. Al que le da por reír, le queda encajada la risa en la boca y al que le da por llorar, le queda el llanto hecho hielo en los ojos. Se hace una rueda en el patio para circular, y si vieras a los viejos en medio andando despacito, y a nosotros los jóvenes como yo, alrededor corriendo, te distraerías [23].
Como faltaba el agua para lavarse y había mucha suciedad, en numerosas cárceles apareció el «piojo verde», parásito transmisor del tifus exantemático. El riesgo de epidemia era muy grande, y debieron tomarse precauciones draconianas, tal como ocurrió en Palencia:
Todas las semanas debíamos llevar la ropa a la desinfección. El día correspondiente nos daban un mono y nos obligaban a salir al patio sin otra ropa, a pesar de las bajas temperaturas (…) Semanalmente se practicaba una operación de despiojamiento. Nos obligaban a salir al patio y a desnudarnos por completo, para permanecer así mientras duraba la búsqueda de los parásitos por parte del médico y los practicantes [24].
La epidemia de tifus exantemático se dio en muchas cárceles y fuera de ellas, sobre todo en algunas ciudades andaluzas. Y se disparó el índice de mortalidad carcelaria, a la que también contribuyeron la inanición de los presos, la disentería y la tuberculosis.
Fue «ejemplar» el caso de Córdoba, una prisión superpoblada de reclusos, llena de suciedad, miseria y piojos. De los 3500 o 4000 presos existentes en 1941 murieron 502, de tifus exantemático y de hambre. Hasta 1942 no se instaló un autoclave para la desinfectación de la ropa, prosiguiendo las muertes, propiciadas por la depauperación de los presos, según testimonio de uno de los supervivientes, el doctor Sama Naharro:
A la gente se le hinchaba un poco la cara, por debajo de los párpados y don Celso (el médico Je la prisión) diagnosticaba albúmina. Se trataba en realidad de un edema de hambre. Para don Celso todo era albúmina y los ponía en la leche, que estaba aguada(…) Los partes de cocina se falsificaban, se hacía constar comidas supuestas, cuando la realidad era que solo se ofrecía un caldo de nabos. Las muertes se multiplicaban: Yo traté de dignificar la retirada de los muertos. Primero se los llevaban a rastras. Yo hice una camilla y colocaba al muerto en un patio, en vez del tirarlo al suelo, para dignificar un poco aquello, porque iban familiares. También organicé en la cárcel la llamada «cueva de las patatas», donde se apartaba a los desahuciados y a los enfermos más contagiosos. Yo sabía que esos que iban allí no volvían [25].
Destituyeron al director, al administrador y algunos funcionarios, y un juez militar les condenó y les envió al Puerto de Santa María, donde muchos presos también morían de hambre. Pero recurrieron y al año siguiente ya estaban el liberad.
El terrible fantasma del hambre, de la enfermedad y la muerte se había extendido a otras prisiones: Toledo, Valencia, Alicante, Castellón Albacete, Jaén, etc. No se llegaron a contabilizar las defunciones, cuyas causas a menudo eran falseadas, pero debieron ser decenas de miles. Las autoridades, aunque no lo reconocieron públicamente, sabían de la gravedad de la situación carcelaria, que comenzaba a colapsar a la jurisdicción militar, que suponía un importante gasto para el estado y que estaba creando un estado de insubordinación latente entre la población reclusa, que sentía que tenía muy poco que perder. Un informe secreto del Director General de Prisiones [26] enviado al Generalísimo advertía que, de no aliviarse la presión demográfica de los centros penitenciarios, la situación corría el peligro de hacerse incontrolable.
La tramitación de expedientes de pena capital que ha examinado la comisión que auxilia al Ministro del Ejercito en estos dos meses es de 4500; y quedan otros tantos por examinar.
La magnitud de esta «lista de espera» había hecho creer a los reclusos que no iban a ser ejecutados por presiones de orden internacional, estimulando su insubordinación en los violentos motines habidos en 1940. En Talavera los presos se habían abalanzado contra la puerta de entrada, derribándola y evadiéndose 16 presos: «Hubo que hacer uso de la fuerza y matar en el momento de la evasión a veinticuatro». Otros catorce fueron capturados y fusilados en el patio de la cárcel. En Alcira una mujer fue detenida cuando trataba de introducir en la cárcel un cesto con pistolas y bombas de mano, siendo fusilada al día siguiente junto con sus cómplices. En Córdoba, en Elche, en Daimiel, en Mora de Rubielos, en Castro del Río, se habían producido fugas masivas de los condenados a muerte, y más de treinta consiguieron escaparse de la prisión habilitada de Cuenca. Y en el Penal del Dueso 1500 condenados a muerte habían intentado tomar la cárcel. Como dijera el padre Martín Torrent eran peligrosas las «caídas verticales del espíritu» en las cárceles, especialmente en los condenados, cuya ejecución tardaba en producirse cada vez más [27]:
El que sufre una condena siempre tiene su pensamiento puesto en una revisión o en el indulto. Si perdía esa esperanza, la reacción podía ser peligrosísima. Es preciso estar muy al tanto de estas reacciones, porque la desesperación es la peor consejera del preso. Y era bueno mantener esa esperanza.
Para descongestionar las cárceles, se había iniciado una política de concesión de indultos, comenzando por los condenados a penas inferiores a los seis años, y luego revisando sentencias y atenuando las penas, —lo que naturalmente no afectaba a los presos preventivos—, y concediendo la posibilidad de obtener la libertad condicional a los condenados a penas inferiores a los doce años. Y así, con toda cautela, sucesivamente, hubo diversos indultos, al tiempo que también iban siendo conmutadas las penas de muerte. Resultaba insuficiente, por la lentitud con que se efectuaba la revisión de las condenas y porque no cesaban los ingresos en prisión. La saturación de las cárceles continuaba, aunque se fue aliviando por los indultos concedidos, por las defunciones y por la reducción de penas por el trabajo. Pero la concesión de la libertad condicional no era fácil, porque se requería que el preso la solicitase y que fuese avalada por las autoridades locales. No obstante, de 1939 a 1943 unos 10 000 presos salieron con libertad condicional. Por otra parte, fueron desapareciendo las detenciones gubernativas por motivos políticos, potestad que desde el final de la guerra tenían los gobernadores civiles, sin intervención judicial alguna.
Para controlar mejor la conducta de los excarcelados, en 1943 se creó el Servicio de Libertad Vigilada, controlado por las autoridades locales, que además debían avalar la concesión de la libertad condicional solicitada. Se trataba de que el liberto encauzase su vida por «seguros derroteros hacia el bien»; de no hacerlo así, el gobierno podía tomar las medidas que estimase pertinentes. El problema se planteaba cuando la libertad provisional suponía el destierro del lugar de residencia habitual del preso. Precisamente en 1943 José Leiva esperaba en la prisión de Pamplona que le rebajaran la condena para obtener la libertad condicional:
Ya no podía dormir tranquilamente. Me pasaba horas y horas trazando en mi mente vastos proyectos para cuando saliera en libertad. Tenía que rehacer enteramente mi vida.
Finalmente llegaron los informes y le dijeron que señalara su nueva localidad de residencia, a más de 250 kilómetros de Madrid:
Quedé anonadado. La alegría desapareció de mi interior. Fuera de Madrid yo no conocía a nadie, no podía trabajar, además necesitaba un mes o dos de reposo —estaba tuberculoso—. ¡Desterrado!
Dio el nombre de un pueblo de Jaén donde vivían unos parientes que apenas conocía y le dieron un sobre para la Junta de Libertad Vigilada, que debía presentar primeramente en la comisaría de policía de Pamplona, donde de nuevo le preguntaron sobre su vida política desde que comenzó el Movimiento:
Yo fui desgranando una vez más, como si fuera una máquina parlante, sin calor, sin alma, con un profundo abatimiento moral y con incontenible asco físico, toda la película de mi vida. Porque yo era para siempre, lo sería para siempre en la España de Franco, como lo éramos millones de españoles, un hombre sin intimidad, un leproso político que debe llevar en su frente toda su vida política. Que tiene que repetir una, cien, mil veces ante todos los policías que lo deseen, ante las autoridades no importa de que clase, ante todas las oficinas en las que solicite trabajo, ante todos los chupatintas, cada vez que tenga necesidad de solicitar un documento oficial, en el ejército si le correspondía hacer el servicio militar [28].
Porque España seguía siendo de los vencedores de la guerra, y para él, como para tantos otros, su vida continuaba siendo una cárcel. Leiva se sentía humillado; incluso llegó a sentir nostalgia de la prisión de Pamplona y deseó volver a ella: «es mi verdadero lugar en la España de Franco». No obstante, tomó el tren de Madrid, en un vagón ocupado por soldados que cantaban alegres y ruidosamente.
Ese contraste entre la alegría animal de los soldados que viajaban en el tren y el mundo espeluznante en que yo había vivido, me parecía tan brutal, tan inhumano (…) No, el mundo no podía saber sobre lo que era España juzgando por apariencias. Escuchando solo a los pocos que tienen libertad para reír y que exhiben su alegría como un escaparate, y no escuchando a toda la legión de hombres y mujeres que no tienen libertad para lamentarse y llorar. La auténtica España era la que no tenía la palabra, la que no era visible, la que vive en la periferia de las ciudades, como en infectas juderías que nadie visita, y en la que yace encerrada en muros que nadie penetra, la de las comisarías, la de los piquetes de ejecución, la que eludía el régimen de libertad condicional y vigilada.
CONSEJOS DE GUERRA, CONSEJOS DE MUERTE
A diario salían de las cárceles miles de presos para ser juzgados por los tribunales militares en consejos de guerra sumarísimos por delitos de rebelión militar. Iban relativamente despreocupados, porque sabían que todo estaba previamente amañado y aprovechaban la ocasión para intercambiarse notas con los familiares e informaciones con otros compañeros que venían de cárceles diferentes. Sabían que en caso de ser condenados a muerte, lo que era frecuente, tenían tiempo luego para la confirmación de la pena por la Auditoria de Guerra correspondiente y que, luego, podían solicitar la revisión y obtener la conmutación. Se habían acabado ya las ejecuciones «extralegales» de los primeros meses, aunque en algunas provincias como la de Albacete, prosiguió un largo y continuado goteo de muertes arbitrarias, sin consejo de guerra previo, aunque con conocimiento de los militares en la mayoría de los casos. Llegaron a contabilizarse hasta 573 ejecuciones extralegales. Ahora, los sumarios eran instruidos por los jueces militares y juzgados por los consejos de guerra, que solían ser colectivos. En cada consejo de guerra se enjuiciaba hasta veinte o treinta reos simultáneamente, porque los tribunales estaban cada vez más saturados de expedientes.
Como contrapunto de la Victoria, resultaba patético el espectáculo casi diario de las cuerdas de presos que eran conducidos a los lugares donde se celebraban los consejos de guerra, aunque en las grandes ciudades iban en camiones controlados por la Guardia Civil. El tribunal estaba compuesto por militares, o civiles militarizados, incluido el abogado defensor, cuya presencia era meramente decorativa. El relator o ponente daba lectura al llamado autorresumen, donde se condensaban los cargos y acusaciones de cada reo, basados en las denuncias y en los informes policiales, así como en las declaraciones de los propios acusados, obtenidas casi siempre bajo tortura. No había labor probatoria alguna, puesto que las denuncias se consideraban incuestionables, y la intervención final del reo era casi siempre interrumpida o negada. El defensor se limitaba a pedir clemencia en la inmensa mayoría de los casos. Pero el momento cumbre del consejo de guerra era el discurso del fiscal, generalmente en tono agresivo, vehemente y casi apocalíptico, cual arenga cuartelera. Así se expresaba el fiscal del tribunal militar de Manzanares:
Ni me importa ni tengo por qué darme por enterado de si sois o no inocentes de los cargos que se os hacen. Tampoco haré caso alguno de los descargos que alegáis, porque he de basar mi denuncia, como en todos mis anteriores consejos de guerra, en los expedientes ya terminados por los jueces e informes de los denunciantes. Soy el representante de la justicia para los que se sientan hoy en el banquillo de los procesados ¡No, yo no soy el que os condeno, sino sus pueblos, sus enemigos, sus convecinos! Yo me limito a decir en voz alta lo que otros han hecho en silencio. Mi actitud es cruel y despiadada y parece que sea yo el encargado de alimentar los piquetes de ejecución para que no paren su labor de limpieza social. Pues no, aquí participamos todos los que hemos ganado la guerra y deseamos eliminar toda oposición para imponer nuestro orden. Considerando que en toda las acusaciones hay delitos de sangre, he llegado a la conclusión de que debo pedir y pido para los dieciocho reos que figuran en la lista, la ultima pena y, para los dos restantes, garrote vil[29].
Luego el Tribunal se retiraba a deliberar, accediendo por lo general a las penas solicitadas por el fiscal, que luego tenían que ser confirmadas por la auditoria de guerra.
Algunos de aquellos fiscales se hicieron tristemente célebres. En Córdoba destacó don José Ramón de la Lastra y Hoces, abogado y militar honorífico, Marqués de Ugena y uno de los mayores latifundistas de la provincia, dispuesto siempre a meter en cintura a los jornaleros levantiscos. Uno de tantos procesados, Rafael Bedmar, recordaba muy bien su intervención en un consejo de guerra celebrado en Puente Genil:
He aquí la morralla de la sociedad. Esta es la canalla marxista que tenemos que extinguir de todos los pueblos de España. Todos dirán que son inocentes, pero ¿Quiénes han matado a nuestros curas? ¿Quiénes han quemado nuestras iglesias? ¿Quiénes mataron a nuestras personas de orden?…La sangre de todos nuestros mejores pide el exterminio del marxismo de nuestra sociedad[30].
Ante tal arenga, los jornaleros procesados apenas acertaban a hablar, pero el tribunal concedió la palabra a Rafael Bedmar para que hablase en nombre de todos. Bedmar trató de hacer ver que todas las denuncias eran falsas, que los acusados no habían podido probar su inocencia y que lo único que habían hecho era ponerse al servicio de la República. Pero enseguida el presidente del tribunal levantó la sesión.
Aunque quizás con otros modos y maneras menos toscas, la dinámica y los contenidos de los consejos de guerra eran similares en todas partes. El que juzgó al poeta Miguel Hernández y a Eduardo de Guzmán, junto a otros veintiocho compañeros más, fue promovido por el juez de delitos de prensa y se celebró en las Salesas madrileñas en enero de 1940. Lo sucedido lo ha contado el propio Eduardo de Guzmán:
El fiscal está hablando durante 20 minutos, en tono duro, agresivo, hiriente. Las palabras chusma, criminales, horda, salvajes y asesinos se repetían una y otra vez con machacona e insultante insistencia. En su informe abundan más los adjetivos que los sustantivos. Nos llama canallas, chacales, analfabetos, ladrones, cobardes, resentidos e infrahombres. Pero acaso peor que los vocablos sea el aire de superioridad moral propia y de absoluto desprecio hacia nosotros con que los pronuncia.
En la primera parte de su alegato acusa a veintitantas personas de todas las barbaridades posibles, atribuyéndolas a la ignorancia, los malos instintos y la crasa incultura, cuya incapacidad para distinguir el bien del mal los convierte en peligrosa amenaza para la sociedad. En la segunda parte vuelca sobre Miguel Hernández y Eduardo de Guzmán toda la culpa:
Nuestra máxima responsabilidad estaba precisamente en no ser analfabetos, incultos ni ignorantes; en la capacidad de comprender dónde está el bien e inclinarse resueltamente por el mal; en haber permanecido toda la guerra en zona roja, escribiendo y hablando en defensa de una causa maldita, excitando con nuestros argumentos y propaganda la resistencia criminal contra las armas nacionales. Y, al final, cuando se derrumbaba el edificio que nuestras mentiras contribuyeron a levantar, intentando eludir la acción de la justicia: yo marchaba a Alicante para tomar un barco; Miguel buscando refugio en Portugal[31].
Finalmente, más de la mitad de los veintinueve procesados son condenados a muerte, entre ellos Miguel Hernández y Eduardo de Guzmán. «Me han condenado a muerte. Haced lo que podáis» —escribía Miguel—, que meses después fue conmutado en su pena de muerte, tal vez por los avales efectuados por Cossío, Vicente Aleixandre, fray Justo Pérez de Úrbel, Rafael Sánchez Mazas e Ibáñez Martín, los dos últimos ministros del gobierno de Franco. Inició entonces un peregrinaje de cárcel en cárcel: Palencia, Ocaña y finalmente Alicante, donde murió el 28 de marzo de 1942, poco tiempo después de que a Eduardo de Guzmán también le fuese conmutada la pena de muerte.
En los primeros meses de la posguerra las condenas a muerte eran muy frecuentes, y, aunque requerían la confirmación de la Auditoria de Guerra y el «enterado» del Jefe del Estado, las ejecuciones eran rápidas, a veces demasiado rápidas. Como en el caso de las llamadas «trece rosas» (trece muchachas de las Juventudes Socialistas), que fueron ejecutadas en Madrid el 5 de agosto de 1939, al día siguiente de haber sido condenadas a muerte en consejo de guerra sumarísimo y después de que el Jefe del Estado firmase en Burgos el «enterado[32]». Las conmutaciones de las penas de muerte fueron entonces más bien escasas: en contadas ocasiones la desesperada búsqueda de los familiares del condenado a muerte encontraba algún personaje relevante que, convencido de la inocencia del reo o por deberle la vida, intercediese ante la Auditoria de Guerra, logrando que no se le confirmara la pena de muerte.
Era más frecuente lo contrario, que grupos de falangistas y familiares de «caídos» en la guerra presionaran a la Auditoria para que confirmase las sentencias. En Manzanares el celo ejecutor se acentuó en los últimos meses de 1939, hasta el punto de fusilar a un reo cuando estaba tramitando oficialmente el indulto, o a personas que ni siquiera habían sido condenadas a muerte. Tal fue el caso de Otilio Gómez, condenado a 30 años de prisión y que no obstante fue ejecutado, días después de haber escrito a sus familiares una carta tranquilizadora. Peor fue el caso de Cipriano Fernández, quien a pesar de haber sido republicano no estaba detenido ni procesado; pero cometió la imprudencia de hacer unos comentarios sobre la pérdida de la guerra, que oyó un oficial de las fuerzas de ocupación que se encontraba alojado en su propia casa. Inmediatamente fue detenido, juzgado y condenado a 30 años, lo que no impidió que fuera «sacado» y ejecutado junto a otros veinticinco presos[33].
La posibilidad de revisión de penas y de sentencias de muerte era casi nula en 1939, de modo que las ejecuciones ocurrían a los pocas semanas de la condena. Después el porcentaje de conmutaciones fue paulatinamente aumentando, a raíz de una orden que contemplaba la posibilidad de revisar todas las sentencias emitidas por los tribunales militares. En todas las provincias se crearon «comisiones de examen de penas», que revisaban las sentencias a muerte, ajustándolas a una normativa más precisa y que las limitaba a los jefes y miembros de las «checas rojas», miembros del gobierno republicano, diputados, gobernadores civiles, masones, jefes destacados de la revolución, autoridades locales y jefes de comité locales que habían ordenado ejecuciones, ejecutores materiales de asesinatos, instigadores de asesinatos en prensa y radio, presidente y miembros de tribunales populares, fiscales que hubiesen pedido pena capital, cabecillas o inductores de los incendios de iglesias, etc[34]… Pero los tramites eran lentos, y los familiares habían de remover Roma con Santiago para salvar a los condenados a muerte, encontrando la mayoría de las veces largas, engaños, o, simplemente, vejaciones. Como le sucedió a aquella madre que el 12 de febrero de 1940 fue a hablar con Gumersindo de Estella, capellán de la prisión zaragozana de Torrero, mostrándole su satisfacción por las gestiones que había hecho en Madrid y la confianza que tenía en que su hijo fuera indultado, sin saber que este, un escribiente de veintidós años, tenía ya la sentencia de muerte firmada por Franco. Fue fusilado al día siguiente, junto a otros ocho condenados[35].
No le valió la nueva normativa al doctor Juan Peset, médico relevante y antiguo Rector de la Universidad de Valencia, perteneciente a una familia liberal pero muy católica. En febrero de 1936 fue elegido diputado a cortes por Izquierda Republicana, cargo que durante la guerra compaginó con su labor profesional, a la vez que, llevado por sus convicciones moderadas y humanitarias, procuró salvar a personas perseguidas y evitar la destrucción de iglesias. Al final de la guerra estaba en el puerto de Alicante, donde le detuvieron, llevándole al campo de Albatera y después a la prisión valenciana de Portacoeli. En junio de 1939, la Delegación Provincial de Sanidad de Falange, presentó una denuncia contra él firmada por tres médicos y avalada por otros compañeros del Colegio de Médicos, instruyéndosele juicio sumarísimo de urgencia. El consejo de guerra se celebró entre enero y marzo de 1940; el tribunal dictó sentencia de muerte, aunque pidiendo el indulto a instancias de su familia y con el aval de veintiocho personas notables de la ciudad (médicos, catedráticos de universidad, miembros de congregaciones religiosas, etc.). Pero los falangistas que habían promovido el proceso presentaron otra prueba —una conferencia pronunciada a favor de la República en el año 1937—, lo que llevó a una nueva sentencia de muerte, aunque esta vez sin petición de indulto. En la prisión de Portacoeli esperó durante dos meses el «enterado» de Franco, que finalmente llegó el 23 de mayo de 1940, siendo fusilado al día después en el cementerio de Paterna. Había dejado una carta para la familia:
Confío seguro en Dios en que un día mi patria, devolverá mi nombre como al de un ciudadano que jamás hizo más que servirla cumpliendo con sus deberes Legales[36].
Se evidenciaba así que el afán de venganza del franquismo no se detenía ante quien, por su prestigio intelectual y profesional, representaba los auténticos valores de una república democrática.
De todos modos, fueron aumentando las conmutaciones de las penas de muerte, aunque cada vez tardaban más tiempo en llegar, provocando una tensa espera en las galerías de los condenados a muerte, que nunca sabían si iban a ser ejecutados o no.
Los días de «saca» eran especialmente temidos en las prisiones, porque, por lo general, nadie sabía quienes figuraban en las listas que leía algún funcionario:
Durante el día, la prisión de Porlier se había ido sumiendo en un silencio terrible a medida que la noticia de la inminente saca se filtraba de piso en piso. Seis galerías, más de seis mil hombres y un silencio sepulcral. Así, cuando llegaba el momento de leer los nombres, sobre las diez de la noche, los pasos de los funcionarios y guardias civiles resonaban por toda la prisión. Y destacando sobre todos, las inconfundibles botas del Zapatones (…)Todos los presos de Porlier le conocíamos: él era siempre —y por propia iniciativa— el encargado de leer las listas de las sacas (…) En la tercera galería esperaban formados aquellos presos cuya petición fiscal había sido de pena de muerte. El Zapatones se sentaba ante una pequeña mesa y en calma, parsimoniosamente, sacaba un cigarro puro, mordisqueaba la punta y le prendía fuego dando profundas caladas (…) Por fin toma la lista y procede a su lectura, pero con un estilo muy peculiar. Primero leía el nombre: ¡Enrique!…y hacía una pausa para dar una profunda calada. Con el apellido hacía lo mismo. Y así, nombre tras nombre, saboreándolos igual que al cigarro. Pero cuando su sadismo alcanzaba sus más artísticas cotas de crueldad era cuando los nombres eran muy corrientes y sabía que había más de un preso con el mismo nombre y primer apellido. En estos casos demoraba la lectura del segundo apellido[37].