CAPITULO IV
El tiempo detenido. La aniquilación de los vencidos
EN EL PRIMER FRANQUISMO EL VERTICALISMO dominaba la organización de la sociedad española, y el tiempo parecía estar detenido, ser estático. La izquierda, vencida pero no convencida, tenía, por el contrario, una concepción horizontalista y, por ello, era percibida como un ataque a la Jerarquía, un llamamiento al caos, una vuelta al pasado de desorden republicano. Para conjurarla, era indispensable la recuperación de las esencias hispánicas, el fortalecimiento de las almas para que predominasen sobre los cuerpos, que debían ser reprimidos, y todo ello dentro de un espacio cerrado y ordenado [1].
El verticalismo patriótico-religioso-cultural fue el eje fundamental para la represión de la base horizontal, con tal eficacia que por un momento parecía que el pueblo no existía. Cuando Franco visitó en enero de 1946 el Monasterio de Montserrat, dijo: « …Sólo existe una nación cuando tiene un jefe, un ejército que la guarda y un pueblo que la asiste. Nuestra cruzada demostró que tenemos el jefe, y el ejército. Ahora necesitamos el pueblo y este no existe más que cuando logra tener unidad y disciplina[2]». Un pueblo disciplinado, uniformado y militarizado, que diría Vallejo Nájera.
Franco debía depurar España entera, «dejar limpio el solar para nuestro edificio», para la construcción del Nuevo Estado, sobre una tierra sacralizada por la sangre de los caídos y los mártires.
Y el terror fue utilizado para depurar la sociedad, con la ayuda del Ejército y de la Falange, y con la bendición de la Iglesia. Los rojos tenían que demostrar su lealtad, presentando coda suerte de avales o certificados, y hasta falsificando sus biografías, si no querían ser fusilados o encarcelados. Y en principio codos eran sospechosos mientras no demostrasen lo contrario, debiendo ser constantemente puestos a prueba.
Para los vencidos, la posguerra fue una constante sucesión de pérdidas: pérdida de la vida, de la tierra, de la libertad, de la familia, de las ideas, del pasado biográfico, del futuro y hasta de la propia identidad. La realidad exigía el olvido de lo vivido y la obsesión por la supervivencia, lo que implicaba un retraimiento a la conciencia individual, pues la escasez y el miedo no hacían posible la solidaridad. La victoria de Franco se recordaba una y otra vez, provocando la constante humillación de los vencidos, cuya resistencia parecía imposible. Fue como si hubiese desaparecido la conciencia social, embotando los sentidos de la gente, que recordaba el pasado como una pesadilla y que modestamente trataba de evadirse a través de pobres fantasías: el cine, el fútbol, la canción popular, etc. Tendría incluso que creerse la versión oficial del No-Do y de la prensa, y con el olvido trataba de curarse las heridas sufridas.
Como decía el personaje de la novela Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos:
No pensar. No pensar. Está pasando el tiempo, mirando a la pared, no tiene que pensar, porque no puede arreglar nada pensando. No. Estar aquí quieto, tranquilo. Tú eres bueno, tú has querido hacerlo bien. Todo lo has querido hacer bien. Todo lo que has hecho ha estado bien. Tu no tenías ninguna mala idea. Lo hiciste lo mejor que supiste. Si otra vez tuvieras que hacerlo[3]…
El franquismo se aprovechó de ese deseo de olvidar, imponiendo a todos los españoles una versión estática, cerrada, gloriosa y triunfante del pasado.
EL EXTERMINIO DE LOS VENCIDOS
Y, sin embargo, las ejecuciones diarias de rojos no cesaban, aún varios años después de la Victoria: se sabía, incluso se oían los disparos, pero nadie decía nada, prohibiéndose incluso el luto por la muerte de los fusilados. Se calcula que durante el período comprendido entre 1939 (terminada la guerra) y 1945, diez rojos eran fusilados en Madrid diariamente [4]. No era suficiente el haber acabado con toda la estructura política republicana, había que borrar del mapa buena parte de su base social. Como dijo Dionisio Ridruejo, «la represión adquirió el carácter y el volumen de una purga de adversarios, intencionalmente exhaustiva, no con miras a la seguridad presente, sino destinada a retirar para el futuro todo obstáculo posible, toda veleidad de oposición, todo rebrote de las fuerzas y significaciones condenadas[5]». Se fundamentaba en consideraciones ideológicas, pero también económicas. En octubre de 1939 un jerarca toledano se lamentaba de los «problemas de moral» surgidos de la contienda:
El primer problema moral es hacer justicia, rápida y enérgica. Los familiares de los asesinados, que son el pilar más sólido y moral que tienen la provincia y la Causa, se desmoralizan si ven debilidad. La provincia de Toledo tiene aproximadamente 70 000 asesinos que deben desaparecer urgentemente. Esta gente ni ha trabajado ni trabajará, ni ha agradecido ni agradece; suponiendo que cada uno cueste solamente dos pesetas diarias, resultan 40 000 pesetas diarias ¡15 000 000 al año! Con eso arreglo yo la provincia económicamente [6]
La depuración se centró inicialmente en las clases trabajadoras, rurales y urbanas, y en la clase media liberal y republicana. En Andalucía, los grandes terratenientes que durante la guerra habían sido expropiados, entregaban a las autoridades civiles y militares «listas negras» de los llamados alborotadores o revolucionarios, cuya ejecución exigían de inmediato, y sus guardas jurados les detenían, les perseguían, les impedían cazar o rebuscar en las fincas. Cogidos in fraganti, algunos jornaleros sin tierras fueron fusilados en el acto. En los primeros meses tras la guerra, muchas ejecuciones fueron extralegales (los llamados «paseos»), aunque siempre con conocimiento de las autoridades militares.
En Madrid, la ola represiva fue inicialmente muy intensa, y según el embajador inglés, a mediados de junio de 1939 unas 30 000 personas esperaban en las cárceles para ser fusiladas y otras 15 000 ya habían sido ejecutadas. El conde Ciano, tras su visita en el verano de 1939, informó que en Madrid se ejecutaban de 200 a 250 presos diarios. Y el periodista inglés Allen P. Phillips dijo que, durante los primeros once meses, tras el final de la guerra, se había ejecutado en Madrid a cerca de 100 000 personas [7]. No existen aún cifras globales de la totalidad de las ejecuciones de posguerra, pero sí las hay ya en provincias aisladas: 1716 en Barcelona, 742 en Alicante, 373 en Almería, 1052 en Castellón, 519 en Gerona, 703 en Tarragona, 3128 en Valencia, 1600 en Albacete (capital y cabecera de partido judicial), 988 en Ciudad Real (capital), 1280 Jaén (capital) y 2663 en Madrid (sólo Cementerio del Este de 1939 a 1945[8]).
El exterminio se llevó a cabo con una multitud de significados, unificados por el nacional-catolicismo y como respuesta a la «degeneración de España», para garantizar su inmortalidad. Las autoridades eclesiásticas, incluso quisieron hacer su propaganda con los condenados a muerte que se habían convertido a la religión antes de ser fusilados. Se dijo que el 90 por ciento de los ejecutados se habían arrepentido al final, muriendo cristianamente, pero no se dijo que muchos aceptaron la «conversión» para poder comunicarse con sus familiares. Lo importante era que habían pagado por sus errores, alcanzando el Reino de Dios, lo que se presentaba como un ejemplo de clemencia para los que ni siquiera habían sido buenos españoles. Era preciso acabar drásticamente con el «virus extranjero del liberalismo», caldo de cultivo para el comunismo y grave infección nada fácil de eliminar. Pero incluso podía no bastar con la pena de muerte, y tal vez sería preciso que los descendientes de los «apestados» renunciaran a su apellido para no dejar memoria de su existencia, como propuso Vallejo Nájera.
La guerra civil terminó, pero el pueblo «contaminado» debía seguir sufriendo, porque era imprescindible continuar regenerando España, depurando la raza hispana. Como había dicho Franco, «no es un capricho el sufrimiento de una nación en un punto de su historia; es el castigo espiritual, el castigo que Dios impone siempre a una vida torcida, a una historia no limpias[9]». La personificación de España como entidad viva implicaba, en el discurso del nuevo régimen, que la carne sufriera, como la Iglesia pedía también.
LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN FRANQUISTAS
Los primeros en ser sometidos a depuración en los territorios ocupados por los nacionales fueron los combatientes republicanos, que resultaron capturados, o se entregaron en un número superior a los 165 000, sumándose a los 180 000 que ya habían sido apresados tras las caída de Barcelona y a los muchos que aún permanecían en campos de concentración o de trabajo en la España anteriormente liberada [10]. Para ellos, se habilitaron numerosos campos de concentración; y en 1939, se estima que existían ciento cuatro, diseminados por toda España, y a los que también debían presentarse los excombatientes que merodeaban por las comarcas más próximas, así como los civiles republicanos:
Llegué a las cinco de la tarde al campo de Carabanchel, en el Alto de Extremadura. El recinto estaba vigilado por soldados, aunque dentro se movían militares marroquíes. El centinela me dijo que ya no se recibía gente. Angustiado por el terror callejero adopté una solución extrema: tomé carrerilla y cuando el centinela giraba, me lancé por las puertas de las alambradas. Me pegué como una lapa a aquella masa humana [11].
Creyéndose aquello de que los que no tuviesen las manos manchadas de sangre no tenían nada que temer, como decía la propaganda franquista, miles de vencidos se hicieron a sí mismos prisioneros, aunque a los muchos que no cumplieron la orden de entregarse y volvieron a sus casas, a sus pueblos, tampoco les fue mucho mejor.
Cada campo tuvo su idiosincrasia, a cual más terrible, destacando en horrores el de Castuera (Badajoz), en donde según los testimonios recogidos, a muchos prisioneros los arrojaban al fondo de una mina y los remataban con bombas de mano [12]. En otros, en la mayoría, se fusilaba de inmediato y sin juicio previo a todos los que trataban de fugarse, o se creía que querían hacerlo…Hubo también campos de concentración para mujeres, como el instalado en la Casa de Ejercicios Espirituales situada en las proximidades de Alicante. Era un antiguo convento medio destruido en medio del campo, donde estuvo Juana Doña con su hijo:
La alimentación era para morir lentamente: una sardina al día y una cantimplora de agua. Mi niño anduvo a los diez meses, pero en el campo dejó de andar, no le sostenían las piernas y yo veía que cada vez tenía menos leche para alimentarle. Siempre estaba cogido al pecho [13].
Los campos de concentración franquistas fueron el primer eslabón en la cadena represiva y depuradora que pesó sobre el ejército republicano, con un sentido militar (clasificación), económico (la formación de trabajadores forzosos), moral e ideológico (el perdón por el trabajo, la recristianización y la reeducación para la recuperación de los prisioneros) y social (falta de higiene, hambre, hacinamiento, malos tratos, fusilamientos, etc.). En ellos el ejército republicano sufrió la humillación de los vencedores, por el derecho que la victoria les otorgaba sobre los vencidos, a los que se hacía saber el lugar que iban a ocupar en el Nuevo Estado: la segregación por supuesta peligrosidad y la dispersión controlada.
Desde 1937, a los prisioneros republicanos capturados o «presentados», se les clasificaba, según su condición, antecedentes, intervenciones en campaña, presuntas responsabilidades, etc., en cuatro categorías:
Los campos de concentración franquistas fueron el reino de la arbitrariedad y de la desorganización, aunque manteniendo siempre el referente de la lógica de la contienda y del control social: los prisioneros habían perdido la guerra y debían perder también la paz. Estaban sometidos a un internamiento preventivo, de duración indefinida (aunque por lo general breve), en el que padecían hambre, sed, frío, y carencia de higiene. Estaban hacinados y debían obedecer estrictamente a sus vigilantes, siendo obligados a aceptar como actos de servicio la asistencia dominical a misa, cantar el Cara al Sol, formar cuantas veces fueran ordenadas, escuchar sermones religiosos o charlas patrióticas, etc. Debían soportar sin rechistar toda clase de vejaciones y malos tratos, si no querían correr el riego de ser fusilados sin juicio previo. Todo servía para hacerles ver su condición de vencidos, de parias sociales. Esa era la principal finalidad de los campos de concentración: hacer perder la dignidad a los prisioneros, que ellos trataban de mantener a duras penas estableciendo redes elementales de solidaridad, pequeños grupos de discusión y significativos gestos de afirmación, lo que quedaba amortiguado por el clima represivo generalizado y por el miedo a que todo pudiese ir a peor. Durante el tiempo que existieron —la mayoría fueron cerrados en el mismo año de 1939—, los campos de concentración franquistas fueron el brutal reflejo de la superioridad del vencedor, tratando de reducir a los vencidos, mediante el terror y la «reeducación», a una condición inhumana, casi animalesca. Los testimonios existentes al respecto resultan impresionantes, terroríficos.
ALBATERA: EL INFIERNO DE LA ESPERANZA
Sobre los campos de concentración, tal vez sea el testimonio más completo y verídico a la par que estremecedor, el de Eduardo de Guzmán, escritor y director que fuera del periódico anarquista Castilla Libre. Su relato comenzaba en el puerto de Alicante, último reducto republicano:
Abandonamos el puerto entre una doble fila de soldados enemigos. Caminamos despacio y en silencio. No tenemos prisa por llegar a ningún sitio ni ganas de pronunciar una sola palabra. Cada uno carga con lo poco que pudo salvar de aquel general naufragio, con lo que hace días pretendió para iniciar una nueva vida en tierras lejanas y extrañas; una maleta, un macuto, unos papeles o unas mantas. Muchos van con las manos también vacías, como su propio espíritu en esta hora de hundimiento moral y material. Sobre todos pesa, con mayor carga que los livianos equipajes, la abrumadora condición de haber sido vencidos. Pronto envidiaríamos a los muertos [15].
Antes de salir del puerto, algunos enloquecieron o se suicidaron, y otros muchos habían defendido el suicidio colectivo, porque sería espantoso volver a caer en el infierno de la esperanza. La mayoría se negó: no le iban a ahorrar crímenes al enemigo. El campo que les esperaba era un instrumento de sufrimiento, de hambre, de enfermedad y también, de muerte: allí tomaron conciencia de su absoluta indefensión como personas, de su obligado castigo, de su animalización forzada, de su dependencia absoluta de quienes les vigilaban. Eran los vencidos, los derrotados que no tenían derecho a nada.
Era el llamado «campo de Los almendros», a cuatro kilómetros de Alicante, situado en una suerte de valle frente al mar, cubierto de almendros y rodeado de alambradas y ametralladoras, que disparaban ferozmente contra los que intentaban fugarse. Allí se alojaron hasta 30 000 prisioneros, que debían beber agua de unos pozos, que dormían en el suelo y a la intemperie y que apenas tenían que comer.
Junto al dolor de la derrota, y lo negro de nuestro inmediato futuro, el hambre comienza a convertirse en una obsesión general. Si los días precedentes, encerrados en el puerto, apiñados en los muelles, con la terrible tensión de la espera, nadie comió mucho, ahora llevamos 24 horas sin ingerir otra cosa que unos almendrucos [16].
Los soldados que les vigilan les tratan a patadas y culatazos para hacerles obedecer, para humillarles y para que enciendan que carecen de todo derecho y que ellos los tienen todos:
Grabar en nuestro subconsciente, como un nuevo reflejo condicionando, la obediencia rápida y sumisa a sus ordenes. Como señalaban las viejas órdenes jesuíticas, hemos de obedecer como cadáveres. No cesan de llegar prisioneros y se acababan los almendrucos: algunos mordisquean las hojas y los tallos de los almendros. Comienzan las primeras «visitas» de los falangistas y la «saca» de prisioneros, arados y a patadas…La gente lleva casi cuatro días sin comer, y algunos enloquecen: se repite el doloroso espectáculo, acentuado a medida que pasan las horas y los días. Ahora debe haber ya 200 o 300 orates sueltos entre nosotros. Son, en general, pacíficos y no se meten con nadie. Aparte de unos cuantos napoleones, abundan los oráculos que profetizan los más trágicos acontecimientos, los pacifistas que proclaman su amor a todos los seres humanos y los que creen haberse convertidos en animales de las más variadas especies, y cantan, aúllan e incluso muerden. Para seguir viviendo, necesitan negar la espantable realidad y escapar de ella por la puerta de la locura, siendo preciso en algunos casos, sujetarlos, atarlos, para que no los maten los vigilantes.
Al cuarto día se reparte la primera comida: una lata de sardinas para cada dos personas, y un chusco de pan para cada cinco. Los presos continúan durmiendo en el suelo y a la intemperie, pero como no paran de llegar nuevos, falta cada vez más espacio y han de acostarse casi unos encima de otros. Se han producido centenares de bajas (por traslado, fuga o defunción), pero también millares de altas: gente detenida en las estaciones, soldados republicanos que trataban de esconderse en los pueblos, civiles republicanos de las comarcas próximas, etc. Se calcula entre treinta y cuarenta mil el número de internados, y el hacinamiento y la falta de higiene traen consigo la proliferación de los piojos, que se convierten en una plaga imposible de erradicar. Cunde el pesimismo, y a diario hay numerosos casos de fuga y de muertes al intentarla, y también de presos liberados gracias al aval de algún pariente influyente, o que son «sacados» para morir por los grupos de falangistas llegados desde muy diversos pueblos. Al sexto día, los prisioneros reciben un rancho parecido al anterior, y casi de inmediato se les ordena formar para emprender la marcha.
Se forman tres larguísimas columnas y a los dos días el campo queda totalmente desmantelado. La tercera columna —en la que marcha Eduardo de Guzmán— vuelve a Alicante:
Entre las mujeres que desde las aceras y bocacalles nos ven pasar predominan los rostros serios y cariacontecidos. Algunas lloran sin el menor disimulo, solamente al pensar que algunos de sus familiares se encuentran en situación semejante a nosotros. Algunas nos ofrecen al pasar botijos con agua, naranjas y panecillos. En ocasiones nuestros guardianes las rechazan con modales que tienen poco de amables.
En la estación de Murcia se les embarca como sardinas en lata en un convoy ferroviario, que avanza dando bandazos y con desesperante lentitud, hasta llegar a Albatera, a cuarenta kilómetros de Alicante, donde les espera un campo de concentración concebido para quinientos reclusos y ocupado ahora por seis o siete mil prisioneros. El comandante del campo, les advierte que habrán de observar la más estricta disciplina. Los intentos de fuga serán castigados con el máximo rigor, y el menor asomo de protesta será aplastado sin contemplaciones. Habrán de formar siempre que se les ordene, y por los altavoces se emitirán los himnos nacionales para que codo el mundo aprenda a cantarlos. Serán autorizados a escribir y a recibir una carta de los familiares por semana, «cuando esté organizado el campo». Más adelante podrán recibir paquetes y tener comunicaciones con la familia cada 15 días.
Los barracones están ya abarrotados con los prisioneros que llegaron antes y han de pelearse para encontrar un sitio donde dormir. Muchos han de permanecer en pie o sentados, materialmente unos encima de otros, en el suelo. Y no paran de llegar prisioneros. No resulta fácil encontrar espacio para dormir en el suelo, y todo está lleno de piojos, de pulgas. En el campo falta agua, que habrá de traer un camión cisterna de Orihuela y que tardará varios días en llegar. Y falta también la comida, aunque es peor la sed que el hambre. Antes llega la primera comisión de falangistas para «reconocer» a gente de su pueblo. Obligados a formar y vigilados por los soldados para que nadie pueda cambiarse de fila, todos miran con atención a la puerta de entrada:
El grupo que acaba de aparecer en la entrada inicia su recorrido por la parte opuesta del campo; está integrado por varios individuos, uniformados, dos guardias civiles y un sacerdote(…) Avanzan lentamente por los pasillos formados entre las filas de los presos, mirando con atención todas las caras, cambiando impresiones entre sí, volviendo a veces para mirar más de cerca a uno u obligando a otros a dar unos pasos o contestar a sus preguntas (…) A la media hora son seis o siete las comisiones de diferentes pueblos que buscan a convecinos o conocidos, y no para hacerles un favor o entregarles un premio. Husmean por todas las parres, penetran en los barracones, levantan a los que están enfermos y tumbados, y cuando tienen la más ligera duda miran y remiran cien veces a los sospechosos.
Para los falangista es como un deporte emocionante y sin riesgos: el ojeo y caza del rojo. Y se llevan no solo a los que creen haber reconocido, sino además, a los que consideran sospechosos. A los miembros de esta comisión todos les parecen sospechosos; acaban llevándose a cinco presos, aunque estos protestan a voz en grito, afirmando que no son los que pretenden quienes se los llevan. En rotal, son siete las comisiones que recorren el campo el sábado de Gloria de 1939. Obligan a los prisioneros a permanecer formados durante cuatro horas, y al final se llevan a siete de ellos. ¿A dónde? Tal vez los fusilen, o les apliquen la ley de fugas.
Sigue la falta de agua, y de comida, y sólo hay dos letrinas de escasa capacidad, y el pozo negro al que dan está rebosante. Sólo hay una enfermería con veinte camas para una población de casi 20 000 prisioneros, distribuidos por brigadas; la mayoría se amontonan cerca de los barracones, sin espacio para estirar los pies al acostarse, sin lugares para pasear.
Comienza la clasificación: los jefes de cada brigada deben consignar el número de integrantes y sus nombres, apellidos y naturaleza, al tiempo que se anuncia la próxima distribución de un rancho sustancioso: un chusco para cinco personas y una lata de sardinas para tres. Muchos no quieren dar sus nombres o los dan cambiados, porque temen ser fichados, y con razón, porque catorce de los que han dado sus verdaderos nombres son llamados y llevados al calabozo, tal vez para ser traslados después a la cárcel de Orihuela. Continúan las fugas, y salen del campo con salvoconducto unos 200 jóvenes menores de 18 años, aunque con la inexcusable obligación de presentarse al comandante del puesto de la Guardia Civil o a la comisaría de policía de su lugar de residencia. Llegan otras cuatro comisiones de falangistas y se llevan a diecisiete presos, entre una lluvia de insultos y patadas. Se reciben los primeros paquetes de comida, siguen las comisiones de falangistas y se reparte un cuarto rancho. Y viene el agua:
Basta el anuncio para que cuatro o cinco mil personas se agolpen en torno al camión, pugnando por recibir la mayor cantidad de liquido posible (…) Los soldados que imponen el orden lo hacen a patadas y vergajazos con la divertida complacencia de quienes presencian la escena desde el otro lado de las alambradas.
El 12 de abril comienza para los 20 000 prisioneros de Albatera la más dolorosa de las quincenas: llueve mansamente y sin parar, calando los huesos de los prisioneros, llenando el suelo de cieno y charcos. La gente calma su sed, pero «estamos agotados por el escaso dormir, helados por la humedad que se nos mete hasta en los huesos, cansados y abatidos». Muchos caen enfermos, pero no hay medicinas para ellos. Sigue escaseando la comida; sólo se reparte cada dos o tres días.
El individuo sometido a esta dura prueba experimenta grandes transformaciones físicas y morales. Paulatinamente vamos demacrándonos. Cambia totalmente la cara al escurrirse las mejillas y hundirse los ojos, mientras se acentúan considerablemente pómulos, frente y barbilla. Adelgazan paralelamente brazos, piernas, hombros y pecho, mientras va hinchándose la barriga. Los omóplatos forman una joroba en la espalda (…) Se inflaman y duelen las articulaciones; las fuerzas disminuyen de hora en hora; cuesta trabajo permanecer en pie, y cuando caminamos lo hacemos encorvados. Se envejece en diez días pero nadie se atreve a suicidarse. El instinto animal de conservación se sobrepone a todo cuando el individuo corre grave peligro de perecer. El hambre, cuando sobrepasa ciertos límites, no impulsa al hombre hacia el heroísmo, sino hacia un conservadurismo cobarde.
A los pocos días el hambre los ha hundido física y espiritualmente, dejando de preocuparse por los problemas colectivos e inquietándose únicamente por los personales.
Apenas hablamos, porque el hablar consume energías y necesitamos reservar las pocas que nos queda. Nos limitamos a una vida vegetativa, dominada por el instinto. El sopor nos invade durante todo el día. Muchos mueren durante la noche y aparece en algunos signos se paludismo y tifus, sobre todo en los más viejos.
Durante estas jornadas de abril, de hambre, de lluvia incesante, de falta absoluta de higiene, no se interrumpen las visitas de los grupos falangistas que buscan en Albatera a quienes más odian, culpándoles de todos los crímenes habidos y por haber. Son incluso más frecuentes.
Es igual, aunque caigan chuzos de punta hemos de continuar formados. Los ojeadores suelen entrar en el campo con paraguas e impermeables. Nosotros, con los pies hundidos en el barro o en los charcos, intentamos defendernos del agua que cae a cantaros, con mantas, capotes o lo que tengamos a mano. Los visitantes caminan despacio, fijándose en todos, complacidos por el lamentable aspecto que ofrecemos. Es frecuente que chillen coléricos. Generalmente el grito va acompañado, cuando no precedido, por un puñetazo, patada o palo. O el individuo deja caer el capote o manta con que se tapa o se lo arrancan de las manos, tirándoselo al suelo embarrado. Cuando alguno replica una sola palabra, llueven sobre él los golpes. Si intenta defenderse, los cañones de los fusiles o las patadas se clavan en los riñones y la intensidad y el numero de los golpes aumentan hasta hacerle rodar por tierra (…) Muchos de los visitantes tienen la pinta inconfundible de los señoritos de pueblo, de los hacendados y caciques que han señoreado durante años cualquier rincón de Levante, La Mancha o Andalucía. Si han sufrido privaciones durante la guerra, han conseguido borrar su efectos con extraordinaria rapidez. Abundan los tipos gordos, con aire feliz y satisfecho, fumando buenos habanos(…) Aunque hace 35 días que fuimos apresados en el puerto de Alicante, no cesaron las visitas de las famosas comisiones de busca y captura. Cada provincia, cada ciudad, cada pueblo debe creer que entre nosotros, precisamente por ser los últimos en caer, deben encontrarse todos los responsables de sus respectivas localidades y especialmente aquellos que por su actividad política y social, antes o durante la guerra, tienen siempre el deseo de ver colgados.
Una de las más grandes torturas de Albatera, donde los prisioneros apenas tienen que comer y han de soportar la lluvia, era permanecer varias horas al día formados, mientras los «camisas viejas» miraban atentamente sus caras con gesto imperativo y los insultaban.
El hambre afecta sobre todo a los viejos, y cada día mueren varios de ellos.
Hasta que en la segunda quincena de abril se autoriza la salida de todos los prisioneros mayores de 60 años, aunque en libertad provisional. Para los que se quedan continúa el hambre: solo se reparte comida cada dos o tres días. Y como consecuencia, entre los prisioneros aparece un estreñimiento que se prolonga indefinidamente, por falta de grasas, con fuertes retortijones y flatulencias. Cuando comienzan a comer algo más, gracias a la llegada de paquetes familiares, reaparecen las deposiciones, lemas y dolorosas.
Una y otra vez vamos hasta las letrinas, permanecemos largo rato en cuclillas, haciendo violentos esfuerzos que nos agotan, y al final, sudorosos y doloridos, volvemos igual que fuimos.
Sienten verdaderas rasgaduras en los intestinos y por más que se esfuerzan no consiguen defecar:
La sensación que todos experimentamos es que cenemos en el vientre una serie de cristales que solo a costa de grandes esfuerzos, de repetidas contracciones musculares, van avanzando con terrible parsimonia a través del intestino grueso primero y del recto después. Pinchan, hieren y cortan por donde pasan y es corriente que antes de eliminarlos surjan pequeñas hemorragias.
Los dolores son tan intensos y prolongados que las víctimas se quejan, gritan, lloran y hasta se desmayan rodando al fondo de la zanja de la que hay que extraerles exangües y destrozados.
Al final, consiguen expulsar cinco o seis cagarrutas: son los escibalos, formados como consecuencia de la escasez de comida, de la falta de grasas y de la casi total ausencia de líquidos. Su expulsión es como un parto, y algunos tratan de ayudarse oprimiéndose la parte baja del vientre. Y hay quienes pretenden agrandar el esfínter metiéndose los dedos en el recto y tratando de sacarse los escibalos con las uñas. Otros, desesperados, recurren a la llave de las latas de sardinas, produciéndose heridas que sangran abundantemente, y no son pocos los que mueren.
En la última semana de abril mejora el abastecimiento de agua, aunque no basta para satisfacer todas las necesidades del campo, en el que todavía sobreviven unas 20 000 personas. Mejora también la alimentación, aunque el problema del hambre está lejos de solucionarse. Sigue faltando espacio para dormir y no hay agua para lavarse:
Continuamos sucios —más sucios incluso— y al tumbarnos seguimos haciéndolo prácticamente encima unos de otros. Nos invaden los piojos y hace aparición la sarna, que se extiende por todo el campo.
Va desapareciendo el estreñimiento, pero vienen las diarreas como una plaga bíblica y no hay forma de contenerlas. Aparecen casos de paludismo y fiebres tifoideas, por la proximidad de una charca donde proliferan los mosquitos.
Pese a todo la situación mejora. Las comunicaciones con los familiares se hacen más frecuentes, y llegan al campo noticias y rumores de lo que está pasando fuera, en Crevillente, Novelda, Elche, Orihuela y Alicante. A diario se producen detenciones y fusilamientos, tras un consejo de guerra sumarísimo. Preocupa la situación de Orihuela, a cuya cárcel trasladan a muchos prisioneros de Albatera.
Convenceos —repiten machaconamente la mayoría de los que vienen a comunicar con nosotros, en cuanto pueden hablar sin ser oídos por los guardianes—. Por trágica que sea la situación en Albatera os conviene seguir aquí el mayor tiempo posible. Aunque todos los presos quieren perder de vista el campo, lo más cuerdo es continuar allí, y por ello, los traslados a Orihuela son temidos por todos.
Sin embargo, muchos continúan fugándose, porque no aguantan las continuas visitas de las comisiones de falangistas «cazarrojos», o porque temen ser denunciados, pasados al calabozo y trasladados a la cárcel de Orihuela, o porque no soportan las formaciones, las misas y los sermones.
Quienes los pronuncian no brillan precisamente por su elocuencia y originalidad de ideas. Repiten lo mismo una y otra vez, siempre en tono de ofensiva agresividad. Deben creer que quienes los oímos somos sin excepción analfabetos o deficientes mentales. Pero desde criminales e hijos de Satanás, dóciles e inconscientes instrumentos del mal, e ignorantes y desposeídos, emplean una larga serie de términos en los que sería difícil hallar el más remoto reflejo de la caridad cristiana.
En la segunda quincena de mayo parece haber disminuido el número de reclusos en el campo:
Entre los muertos por hambre, frío, pulmonías, tifus y paludismo, por una parre, y los que se han llevado las comisiones investigadoras de los pueblos por otra; los 700 u 800 trasladados a Orihuela; los fusilados y puestos en libertad —relativa condicionada libertad—, en menos de dos meses la población reclusa ha disminuido en dos o tres mil personas. Claro que todavía quedan entre diecisiete y dieciocho mil prisioneros, cuando el campo fue construido para contener un máximo de 500 a 600 y la mayoría continua durmiendo con las piernas encogidas.
Se empiezan a organizar brigadas de trabajo para efectuar tareas de reparación de caminos cercanos, en las acequias, etc., y son muchos los que quieren participar.
Un día tres fuguistas son apresados, y de inmediato se les fusila ante todos los prisioneros formados, tras haber rechazado al cura y dando vivas a la República. A este fusilamiento oficial y público siguen otros tres.
Los repetidos fusilamientos producen una impresión deprimente en todos los ánimos. Las gentes no tienen ganas de reír, de cantar, de hablar siquiera (…). Pero si con los fusilamientos públicos se quiere escarmentar a los presos y acabar con las fugas, el resultado es diametralmente opuesto al perseguido. Nunca son más abundantes las fugas en Albatera que en los días postreros de mayo y primeros de junio. Hay una psicosis de desesperanza, pesimismo.
Poco después del último fusilamiento, se presenta en el campo el fraile Jesús de Orihuela, pronunciando distintas arengas, que no convencen a nadie:
El padre Jesús habla en el mismo tono grandilocuente de siempre, diciendo siempre lo mismo. Empieza por aludir a nuestros crímenes y barbaridades, por los que debemos elevar nuestras preces al Señor en demanda de perdón. Tenemos que arrepentirnos para aplacar la cólera divina antes de que sea tarde para librar nuestras almas del fuego eterno. Piadosamente, añade que no toda la culpa es nuestra, sino de los jefes que nos engañaron valiéndose de nuestra ignorancia…
A mediados de junio de 1939 llegan al campo cuatro policías de Madrid, acompañados de un confidente, identificando a significados militantes izquierdistas y encerrándolos en el calabozo. Los veinticinco seleccionados —entre ellos Eduardo de Guzmán—, junto a otros recogidos en la cárcel de Orihuela, son trasladados a Madrid. Son conducidos a la comisaría de la calle Almagro 101 junto con otros presos para ser «interrogados». Los que se quedaron, tras el cierre de Albatera en octubre de 1939, fueron trasladados a otros campos y batallones de trabajadores, sin haber sido clasificados.
LOS EXTERMINADORES
Siete mil prisioneros republicanos fueron recluidos en la plaza de toros de Alicante, muchos de ellos procedentes del «campo de Los almendros». Setecientos dirigentes políticos, militares profesionales, cargos políticos o sindicales, etc. fueron seleccionados y conducidos después al reformatorio de Alicante. Poco después comienzan a salir de la plaza de toros grupos de 50, 100 o 200 prisioneros, para ser examinados por una comisión militar de clasificación, establecida en el cercano cuartel de Benalúa. Cuando un soldado republicano había sido reclutado por su quinta, no tenía antecedentes políticos y presentaba algún aval, la comisión le extendía un salvoconducto para que volviese a su pueblo, donde debía ser clasificado y «depurado» por las autoridades locales.
No fue este el caso de José Leiva, dirigente de las juventudes libertarias, que tras ser examinado por la comisión clasificatoria, volvió a la plaza de toros, y como tantos otros, permaneció allí por tiempo indefinido, viviendo en condiciones infrahumanas, pasando hambre, lleno de piojos, con sarna, etc. Temió ser fusilado, porque él era demasiado joven y quería vivir:…«me iba de la vida sin haber vivido. Todo cuanto había hecho no era un término, sino un apenas comenzar, una incompleta preparación. Y contra eso, también contra eso, se revelaba mi santa indignación[17]». Pero no fue fusilado, sino enviado al Castillo de Santa Bárbara, donde llegó con 200 compañeros, considerados como los más peligrosos entre otros 3000 ya recluidos.
Su grupo de «peligrosos» fue alojado en tres lóbregos calabozos que se comunicaban entre sí. Al día siguiente debían aprender a cantar el Cara al Sol, formados en el patio, y limpiar todos los pabellones del castillo, y lo mismo hicieron en días sucesivos. El grupo fue creciendo con la llegada de otros presos. Los trasladaron a un pabellón contiguo y aislado, sometiéndoles a una severa disciplina, pasando un hambre sobrecogedora, sufriendo las picaduras de los piojos, la sarna y malos tratos. Y vinieron una vez más las comisiones investigadoras de los pueblos:
Suena un nuevo toque de cornetín. Nos ponemos firmes. Aparece el teniente acompañado por cuatro o cinco personas, entre ellas una mujer. Los hombres en su mayoría visten traje negro de paisano, menos uno que viene vestido con el traje reglamentario de Falange(…) Los civiles, acompañados por el teniente que va delante, comienzan a mirar las caras de cada uno de los que componen la primera fila. Mi mano toca el muslo de un hombre ya de edad madura, que tengo a mi derecha, y noto que está temblando. Todavía no acabo de comprender. Veo las caras de las personas que examinan a los compañeros que se hallan delante de mí. Caras frías, duras, coléricas, con ojos que despiden odio y afanes cainitas (…) Ahora comienzan por la segunda fila a la izquierda, la fila en la que yo me encuentro. Los ojos y la caras de los visitantes me han hecho comprender; me han abierto las páginas de un nuevo y monstruoso libro negro. Y además, sin saber por qué, de un modo absurdo, ciego, comienzo yo a temblar como mi compañero de al lado. Pero ¿por qué, si yo no conozco a esa gente que busca víctimas? No sé, tiemblo, eso es todo(…) Mis ojos se cruzan con los del primer paisano, que penetran en mí como un puñal italiano, fría y silenciosamente. Estoy convencido de que me ha dejado afeitado; que me hizo crecer el pelo que me cortaron hace una semana, que me ha hecho brotar en su retina como yo era antes de que fuera convertido en un simple guiñapo. Esos buscadores de víctimas venían a contemplarnos, a revestirnos, a tomarnos tal y como fuimos, para, después reducirnos a la nada. Pasa el primero, el segundo, la mujer…Pero no, no es posible. Una mujer no puede mirar así, ni debe ser capaz de mostrar una depravación de instintos y una falta de feminidad, de ternura, de alegría, hasta ese extremo. Fue la mujer la que me produjo más miedo y más asco, más escalofrío y desaliento, más impresión y más tristeza. Pasaron por fin. Comienzan a examinar la tercera fila, la que se encuentra detrás de mi. Me siento más cansado que cuando el teniente me sometió a las más desenfrenadas carreras. Pero sé, positivamente, que es un cansancio moral, es una laxitud de espíritu que me produce codo cuanto voy descubriendo(…) Ahora sé por qué temblaba. Temblaba porque había descubierto en los ojos de los buscadores de víctimas que el hombre y la mujer llegan fácilmente a ser pura y simplemente fieras.
Los visitantes van de una a otra formación. El silencio es impresionante, de pronto se oye una voz que dice: ¡este, este es uno!…Se rompen filas, al grito de ¡Franco!, y nadie dice nada: la sola mirada es toda una oración. Al prisionero lo han subido al cuarto del oficial, y la calma de la tarde se rompe con un grito agudo y desgarrado, y después súplicas y gemidos.
Sacan al prisionero, maltrecho, encogido, que llora silenciosamente. Los buscadores de víctimas le rodean. El teniente, delante de todos nosotros, propina un puntapié en los testículos del desdichado. Este irrumpe en alaridos y se hace un ovillo en el suelo. No es posible seguir mirando. Pero llega a mis oídos la voz de uno de los buscadores de víctimas: —Ya no te acuerdas de cuándo nos hacías pasar hambre ¿verdad?—… ¡Hambre!, ¡hambre! —pienso— ¡Pasar hambre! Y me miro mis piernas, mis piernas que no tienen más que piel y huesos y mi tórax, cuya epidermis trasparenta las costillas. Y pienso en los cuerpos que veo por las mañanas desnudos en los pabellones; cuerpos depauperados, pretuberculosos, consumidos. Las palabras del buscador de víctimas suenan en mis oídos como un horrible sarcasmo[18].
La vida en el Castillo de Santa Bárbara transcurre en calma chicha, aunque interrumpida por las brutales palizas, que, por causas nimias, propinan el teniente y los dos sargentos a algún que otro prisionero. Hay una atmósfera de terror, y los buscadores de víctimas vuelven casi todos los días, siendo rara la vez que no se llevan una pieza.
Cada uno de nosotros, con el corazón palpitante, con el corazón suspendido en el vacío, espera y teme que aparezca la figura de un enemigo político, de un adversario personal, de un vengativo que querría saldar no importa que deuda moral, política o económica. Imagino la respuesta del prisionero que reconoce al visitante, que sabe que vienen por él, que conoce la fatalidad de ser reconocido. Siento toda su angustia, toda su impotencia y todo su miedo, porque ya se rompieron los puentes sobre los cuales guiaron la esperanza y el coraje.
Aunque las condiciones materiales van mejorando, a los presos se les sigue maltratando para que confiesen no se sabe bien qué culpas. El trabajo de reconstrucción del propio castillo se convierte en un alivio para muchos presos, que no cobran nada. Se reciben ya paquetes de los familiares, pero a menudo son saqueados por los soldados que vigilan, aunque nadie puede protestar. Un preso que intenta fugarse es apaleado hasta la muerte, y todos los días la crueldad de los vigilantes se muestra de algún modo. Y los buscadores de víctimas vienen por la mañana y por la tarde, de Madrid, Toledo, Valencia y Alicante, hasta el punto que los prisioneros acaban por acostumbrarse; a lo que no se habituarán nunca es al grito de los torturados. A mediados de junio de 1939 llegan cuatro policías madrileños y van seleccionando a los presos más significados, cuando se está hablando de la formación de batallones de trabajadores, que serán enviados a toda España. Con las manos atadas, cuarenta presos son trasladados a Madrid, pasando antes por Albarera.
Como resultado de la clasificación de los prisioneros y su envío a sus destinos correspondientes (cárceles, batallones de trabajadores, servicio militar obligatorio o libertad condicional), la población reclusa de los campos de concentración va disminuyendo[19]. Aunque en julio de 1939 aún quedan 70 000 prisioneros, se van cerrando muchos campos que se improvisaron al final de la guerra, sobre todo en noviembre: Alcalá, Albacete, Deusto, Aranda de Duero, Las Isabelas (Murcia), Las Agustinas (Murcia), Alcoy, Denia, Manresa, Camposancos, Labacolla (La Coruña), Padrón (Pontevedra), Cervera, Monasterio de la Santa Espina, etc. Quedan el Centro Escuela Miguel de Unamuno de Madrid (para la formación de batallones de trabajadores), y San Juan de Mozarquizarra, Rota, Portacoeli (Valencia), Harta(Barcelona), Miranda de Ebro y San Marcos de León, como «Campos base» o de clasificación. El de Plasencia, como «campo tipo», para desafectos que no pasan a los batallones de trabajadores, el de Cervera (Lérida) y el de Reus, para los retornados de Francia, y el de San Pedro de Cárdena, Lerma, Fuente de San Martín (Santander), Avilés, etc.
Los tribunales militares de clasificación fueron disueltos a comienzos de 1940, pero parte de sus funciones pasó a las cajas de reclutas, que continuaron depurando a los soldados republicanos y clasificándolos. El sistema concentracionario franquista empezaba a carecer de sentido, pero pronto se vio que era impracticable su total desmantelamiento. Las circunstancias internacionales determinaron incluso su renacimiento: miles de republicanos volvían del exilio y crecía el número de refugiados que huían de la guerra europea. El cierre del campo de San Pedro de Cárdena, con el traslado de sus efectivos a un batallón de trabajadores para reconstruir Brunete, implicó la centralización desde julio de 1940 de los prisioneros extranjeros en Miranda de Ebro, con el apoyo de otros campos establecidos en Seo de Urgell, Reus, Puigcerdà, etc. Como centros de formación de batallones de trabajadores, se mantuvieron los campos de Miguel de Unamuno de Madrid, de Reus, Palma de Mallorca y Miranda de Ebro.
En 1942 se daba cuenta de todos los prisioneros que aún quedaban en los campos de concentración: 46 679 soldados trabajadores o desafectos, 357 trabajadores emboscados, 551 internados en el pabellón disciplinario de soldados trabajadores de Palencia, 74 inútiles para el trabajo, y 1312 extranjeros recluidos en Miranda de Ebro, campo que funcionó con especial brutalidad hasta el año 1947.