Capítulo III. Hijos de Caín, hijos de Abel.

CAPITULO III

Hijos de Caín, hijos de Abel

DE SEGUIR LA PARCIAL CONCEPCIÓN DE LA HISTORIA de España que el nuevo Estado trató de imponer, los vencidos eran los autores de la «violencia sobre la Madre Patria», que supuestamente habían ejercido durante la guerra y que inexorablemente debían pagar [1]. Eran como los «hijos de Caín», eternamente condenados a ser perseguidos por la mirada escrutadora de un Dios omnipotente y cruel, con la complacencia de los «hijos de Abel», los «ciudadanos de Dios». Sobre ellos o al margen de ellos, debía reconstruirse la verdadera Historia de España según el modelo de los mitos de la «esencia Española», redescubierto en la Cruzada de Liberación.

Se quería retornar al glorioso pasado de los Reyes Católicos, autores de la unidad de España y de la expulsión y reconversión de moros y judíos. De la misma manera, ahora, los rojos debían ser extrañados, segregados, regenerados o redimidos, negándoles toda la fuerza de su pasado histórico y tratando de convetirlos en una masa anónima, fácilmente eliminable o moldeable. Para ellos fue malo, muy malo, pero les sirvió de estrategia de supervivencia tanto en el ámbito personal como en el colectivo, mediante la interiorización o la evasión. Optaron por el silencio, por una ley del silencio sobre lo sucedido en el pasado, en el que, mejor o peor, fueron protagonistas, con el riesgo de no poder o no saber trasmitirlo a generaciones posteriores y de autoaniquilar la propia personalidad. Mientras, los vencedores creyeron que solo ellos podían definir la vida y el futuro, un futuro de unidad, grandeza y regeneración de la raza hispana y de su «misión histórica». No callaron, hablaron demasiado y dijeron grandiosas estupideces.

LA «RAZA HISPÁNICA».

Estupidez, lo que se dijo de la raza hispánica o Hispanidad. Ya en 1938 el psiquiatra más significado e influyente de la España Nacional, el comandante Antonio Vallejo Nájera, discurseó sobre la necesidad de una política racial del nuevo Estado que purificase el ambiente que, durante siglos, había corrompido y degenerado el biotipo de los españoles. Según creía, la degeneración de la raza hispánica —pérdida o desequilibrio de valores éticos específicos y adquisición de taras morales incrustadas en al fenotipo— era más moral que biológica y provenía del mefítico ambiente que la asfixiaba desde que comenzó la extranjerización de España, en el siglo XVIII. Sin la purificación de ese ambiente sería inútil todo intento de regeneración de la raza [2]. Todo un disparate desde la perspectiva de la ciencia genética, incluso la de aquella época.

La idea primordial de aquella pintoresca política racial residía en despertar en los españoles de todas las clases sociales el deseo de ascender, mediante el esfuerzo personal, a las más elevadas jerarquías. Porque la auténtica raza hispana era contraria al ideario marxista, que pretendía liberar a todas las clases sociales en beneficio de los individuos de mala calidad y en perjuicio de los selectos. La propia democracia era socialmente nociva, porque liberaba las tendencias psicopáticas de las gentes y terminaba por degenerar la raza. Una línea de pensamiento reaccionaria hasta el nazismo que, al asumir la superioridad racial, seguramente aprendió durante su estancia en Alemania. Escribía Vallejo Nájera:

Tiene la democracia el inconveniente de que halaga las bajas pasiones y que concede iguales derechos al loco, al imbécil y al degenerado. El sufragio universal ha desmoralizado a las masas, y como en estas han de predominar necesariamente la deficiencia mental y la psicopatía, al dar igual valor al voto de los selectos que al de los indeseables, predominarían los últimos en los puestos directivos, en perjuicio del porvenir de la raza.

Eludía Vallejo Nájera el concepto antropobiológico de la raza, refiriéndose vagamente a una mezcla de razas que sucesivamente había poblado el territorio español, dando origen a una suerte de raza hispano-romano-gótica, perfeccionada con el ideal católico que le infundió San Isidoro de Sevilla. Se distinguía la supuesta raza por la unidad de la fe, la sublimidad del ideal y la universalidad del pensamiento, y si había degenerado fue porque en sus genes habían ido anidando complejos de rencor, resentimiento e inferioridad, sembrados sucesivamente por los judíos, los moriscos, los enciclopedistas y los socialistas extranjerizantes, quienes hicieron que se perdiera la Hispanidad. Para recuperar la raza había que recuperar las características de los españoles del siglo XVII: el misticismo, la caballerosidad, el culto al honor, la valentía, la sobriedad, el menosprecio por los bienes materiales, el pudor, la candidez, el apasionamiento y el orgullo.

Fundamental para la regeneración —seguía afirmando Vallejo Nájera— era una disciplina social muy severa, a fin de que los dirigentes impusieran sus ideas a las masas y que estas no se dejaran arrastrar por los malos instintos. Era precisa una rígida moral que forjase en los jóvenes un ideal ético de supremas cualidades, con el Caudillo como yo ideal, y con urgencia debían formarse grupos de jóvenes ansiosos de superación, de caballeros autoperfeccionados, selectos e inaccesibles al vulgo. Por otra parte, se requería el saneamiento del medio ambiente cultural, mediante la imposición de la religiosidad y el patriotismo, lo que engendraría aspiraciones elevadas en el cultivo de las virtudes y destruiría el vicio, creando un ambiente social favorable a la expansión de la raza selecta. Algo que no podía hacerse en los países democráticos y mucho menos en los marxistas, incapacitados para llevar a cabo una política racial eficiente, al favorecer la vida de los inferiores y de los mediocres, en perjucio de los selectos. Solo era posible en un Estado totalitario y dictatorial, que estimulara el afán de superioridad de todos, y especialmente de los superdotados. «Los perezosos, los holgazanes, los buscavidas, los escalatorres y los arribistas deben marcarse con estigma bien visible, para que sean conocidos por todos por su peligrosidad social[3]».

Insistía una y otra vez Vallejo Nájera en la moralización del medio ambiente, pues un ambiente paganizado, muelle, materializado, contribuía necesariamente a la degeneración de la raza. La inmoralidad y el libertinaje generaban múltiples casos de sífilis, compañera del alcoholismo, acortando la vida del padre y debilitando la resistencia física y mental de la prole. Por demás, un ambiente relajado y concuspicente repelía a los mejores, a los selectos, que tendían a aislarse o refugiarse en la pasividad o en actividades privadas. Por tanto, era prioritaria la rígida moralización ambiental, mediante la acción desinfectante de la Religión y la Cultura. Y era también preciso que el Estado impusiese la Justicia Social, y una política natalista, haciendo de la familia-hogar la célula primordial de la nueva España y punto importante para la re-cristianización de la sociedad, vivero para una raza superdotada: «La nueva España ha de repoblarse a expensas de matrimonios jóvenes y prolíficos[4]».

La moralización de España exigía una campaña antiponnográfica nacional, que incluyese el libro, la imagen y la escena; una educación sexual que vilipendiase a los Donjuanes, que restringiese la prostitución, que fomentase la continencia hasta el matrimonio y la monogamia de los esposos; la prevención de la sífilis y del alcoholismo, con severos castigos para los que se embriagasen, y la lucha contra las toxicomanías, que incluía el tratamiento obligado de determinados pacientes, la reclusión en campos de trabajo, la inhabilitación profesional, la incapacitacion civil, etc. «En España no queremos degenerados ni toxicómanos, gérmenes de perversión y de degradación del medio ambiente[5]». Tampoco querían a los vagos, que habría que recluir en campos de trabajo para mendigos y vagabundos.

En cuanto a la higiene mental, debería reclamarse para los psiquiatras un amplio campo de actividades, mejorando la asistencia manicomial, cuidando la profilaxis de los enfermos mentales y reeducando a los psicópatas. El nuevo Estado habría de tomar medidas de protección social contra los psicópatas, que, sin padecer ninguna enfermedad mental propiamente dicha, mostraban tendencias y reacciones anormales, haciéndose socialmente indeseables, inadaptables y transmisores sociales de sus taras. Era urgente segregarlos en campos de trabajo. Jamás se presentaría una ocasión más propicia como la actual española para la represión de los psicópatas, pues en la zona nacional ya estaban encarcelados. «Desgraciadamente hemos de recuperar innumerables psicópatas al reconquistar la zona aún irredenta, y a tiempo advertimos el peligro de que puedan infiltrarse en la filas de honrados ciudadanos, pues el mimetismo es una de sus mejores cualidades». Sin duda Vallejo Nájera se refería a los dirigentes rojos, psicópatas según él.

«BIOPSIQUISMO DEL FANATISMO MARXISTA».

Para demostrar que los rojos eran psicópatas criminales, Vallejo Nájera logró a mediados de 1938 la autorización del mismísimo generalísimo Franco para crear un Gabinete de Investigaciones Psicológicas, para estudiar las «raíces biopsíquicas del marxismo». Como jefe de los Servicios Psiquiátricos de los ejércitos nacionales, tuvo fácil acceso a los campos de concentración para prisioneros rojos. Concretamente utilizó el campo de San Pedro de Cárdena, y en grupos de combatientes republicanos internacionales «comprobó» la naturaleza psicosocial degenerativa e inferior del adversario.

En octubre de 1938 la revista Semana Médica Española [6] publicaba, conjuntamente con la revista Española de Medicina y Cirugía de Guerra [7], la introducción programática, metodológica y conceptual de la investigación firmada por Vallejo Nájera con el título de Biopsiquismo del Fanatismo Marxista, tratando de establecer las relaciones existentes entre las cualidades biopsíquicas del sujeto y el «fanatismo político democrático-comunista». En la introducción se explicaban varios postulados de trabajo: entre determinada personalidad biopsíquica y predisposición constitucional al marxismo; proporción del fanatismo marxista en los inferiores mentales, así como la proporción de psicópatas criminales antisociales en las masas marxistas. Se daba por hecho que el simplismo del ideario marxista y la igualdad social que propugnaba favorecían su asimilación por inferiores mentales y deficientes culturales, incapaces de ideales espirituales, que hallarían en los bienes materiales que ofrecían, el comunismo y la democracia la satisfacción de sus apetencias animales y que, dado que el marxismo iba unido a la antisociabilidad y a la inmoralidad pública, y que era contrario a la religión católica, en sus filas se alistarían psicópatas diversos, especialmente psicópatas antisociales.

El material humano objeto de la investigación lo constituían cinco grupos: combatientes internacionales, prisioneros de guerra en San Pedro de Cárdena; presos políticos varones de nacionalidad española que habían sido agentes y propagandistas del marxismo; «presos políticos hembras»; separatistas vascos y marxistas catalanistas [8]. Sin embargo, los resultados que se fueron publicando se limitaron al estudio empírico de los brigadistas internacionales y de las presas políticas recluidas en la cárcel de Málaga.

En primer lugar se estudió un grupo de 76 combatientes hispanoamericanos (cuarenta cubanos, treinta y dos argentinos, tres chilenos, dos mexicanos y un uruguayo), concluyéndose que más de la mitad mostraba temperamentos degenerativos (esquizoides, cicloides, paranoides, etc.). La inteligencia era predominantemente media o inferior y el grado de cultura, en relación con las respectivas clases sociales y con la instrucción recibida, también era mayoritariamente medio o inferior:

Confírmase, como decíamos, que los marxistas hispanoamericanos podían en su mayoría aprovecharse de sus dotes naturales y posición económica para alcanzar una instrucción superior a la recibida, puesto que (…) no han querido elevarse en jerarquía social a expensas de su esfuerzo personal y la inclinación al marxismo hay que hacerla depender de una formación política marxista o de su falta de formación religiosa.

En realidad, según el «estudio», su ideario estaba constituido por un «material de acarreo» procedente de folletos de propaganda revolucionaria y antisocial, destacando la lectura de una determinada prensa, por lo que se reducía a un antifascismo y a una anticatolicidad «porque sí».

Si los combatientes marxistas desconocen la doctrina por la que luchan hasta perder la vida, presumimos que la raíces de su marxismo radican: o en las cualidades degenerativas de la personalidad que predomina en todos los grupos de hispanoamericanos estudiados, o en la irreligiosidad dependiente de una deficiente educación religiosa

En efecto, la irreligiosidad era manifiesta en casi codos ellos. En cuanto a su «personalidad social» (o conducta), la mayoría de las muestras daban una personalidad media normal, aunque había altos porcentajes de «revolucionarios natos» (según los investigadores, sujetos que por sus cualidades biopsíquicas constitucionales, motivadas por rencor, resentimiento o fracaso, propendían a trastocar el orden social existente), de «imbéciles sociales» (según los investigadores, seres incultos, torpes y sugestionables que se movilizaban gregariamente), o de psicópatas. Se habían alistado como combatientes por «fanatismo político» o sugestionados por la propaganda, y consecuentamente eran antifascistas, antimilitaristas y antipatriotas o indiferentes, mostrándose partidiarios de Rusia o de Estados Unidos, lo que para los investigadores demostraba su tendencia a las acciones antisociales. Más de la mitad se declaraban fracasados social o profesionalmente:

Colígese de ello que estos marxistas aspiran al comunismo y a la igualdad de clases a causa de su inferioridad, de la que seguramente tienen conciencia, y por ello se consideraban incapaces de progresar mediante el trabajo y el esfuerzo personal. Si quieren la igualdad de clases no es con el afán de superación, sino para que desciendan a su nivel aquellos que gozan de privilegios sociales, tanto adquiridos como heredados. Conocedores los dirigentes marxistas de estos sentimientos difusos latentes en las masas, su política ha sido siempre la de favorecer a los inferiores en perjuicio de los selectos, al contrario de la política totalitarista antidemocrática que se esfuerza en que progresen los superdotados y los selectos.

Por último, los marxistas hispanoamericanos carecían de horizontes espirituales, y un buen número de ellos mostraba afición a las bebidas alcohólicas, lo que hacía patente su «animalidad». Y, sin embargo, todos ellos mantenían sus ideas tras haber sido hechos prisioneros, cuestionando «incomprensiblemente» la naturaleza redentora de los campos de concentración.

En enero de 1939 apareció la segunda parte de los resultados obtenidos en la investigación realizada, referidos a 72 brigadistas norteamericanos, en su mayoría anglosajones. Más de la mitad de ellos mostraban temperamentos degenerativos, y un 10 por ciento eran calificados de oligofrénicos, aunque otros porcentajes aún más altos tenían formación universitaria o estudios superiores, siendo alto, por lo general, su nivel de instrucción recibida. Su posición económica individual era por lo general suficiente o buena, y su formación doctrinal procedía de la lectura de la prensa o de los libros, o no tenían ninguna.

Confírmase en nuestras estadísticas el valor de la propaganda de la prensa diaria en las clases sociales incultas o poco cultas, y lo mucho que ha influido la propaganda internacional roja para nutrir sus filas con fanáticos o, simplemente, crédulos políticos.

La totalidad del grupo se decía «demócrata» —partido de extrema izquierda según los investigadores—, mostrando una ideología análoga a la «marxista española» en tanto que propugnaba el mejoramiento del obrero, la igualdad social, el derrumbamiento del capitalismo, etc. Se habían alistado como combatientes por fanatismo político o sugestionados por la propaganda, confesando trece de ellos que habían venido a España «para ayudar a la democracia». En cuanto a su «personalidad social», el 63 por ciento fue calificado de «revolucionarios natos», «imbéciles sociales» o psicópatas. En lo referente a la religiosidad, el grupo norteamericano era súmamente heterogéneo: veintiocho confesaban que su religión familiar era la católica, aunque la mitad de ellos había abandonado sus creencias o eran apóstatas; otros treinta eran de religión «reformada», aunque el 30 por ciento había perdido sus creencias; seis eran de «religión mosáica», y otros dos cristianos ortodoxos. Eran en su gran mayoría patriotas, y en este sentido no podían ser calificados como antisociales, aunque el 9, 72 por ciento se consideraban antimilitaristas. Más de la mitad habían fracasado social o profesionalmente, confirmándose una vez más «la atracción que experimentan hada el marxismo los fracasados en la vida». Su moralidad dejaba que desear, porque casi todos los norteamericanos tendían al libertinaje sexual, y la mitad de ellos se consideraban alcohólicos o bebedores habituales de alcohol.

Medicadas las observaciones que aportamos, colígese apriorísticamente que los marxistas norteamericanos continúan aferrados a sus ideas después de haber vivido en la zona roja y haberse dado cuenta muchos de ellos del fracaso del marxismo en repetidas facetas políticas, sociales y administrativas, y tener noticias concretas de sus crímenes y barbaries. En efecto, el cerrilismo democrático estadounidense es superlativo, ya que alguno de entre los explorados se emocionó al mostrarle fotografías de criminalidad marxista. Pero indefectiblemente respondieron que continuaban demócratas y antifascistas [9].

Sucesivamente fueron apareciendo más resultados de la investigación realizada: en los «marxistas delincuentes femeninos» (mayo de 1939), en internacionales portugueses (julio de 1939), internacionales ingleses (agosto de 1939) e internacionales británicos (octubre de 1939). Los brigadistas portugueses, que en su mayoría habían trabajado en España antes de la guerra, componían un grupo de treinta individuos, pertenecientes casi todos a las clases más inferiores de la sociedad [10]. Destacaba este grupo por su inferioridad en los aspectos intelectivos, culturales y afectivos, por su elevada proporción de oligofrénicos y por su rudimentaria instrucción, no superada por un somero autodidactismo. De otro parte, el ambiente familiar era mísero y poco propicio a la cultura, y por ello «estaban condenados de antemano al fracaso social y a sumirse en los bajos fondo sociales, fuente del marxismo combatiente». Su formación política consistía «en unos cuantos tópicos de reforma social, adquiridos por la lectura de periódicos o en la taberna». Católicos de origen en su totalidad, el grupo portugués destacaba por la vacuidad de los conceptos religiosos, por ineducación familiar religiosa y por el abandono de sus creencias. Por las influencias ambientales recibidas, presentaban una «personalidad social» amoral, revolucionaria o deficiente. Se habían alistado en las filas marxistas por fanatismo político, por sugestión del ambiente social o por falta de trabajo. Eran militaristas, antimilitaristas o indiferentes, y poco patriotas en la mitad de los casos. Diez eran alcohólicos, catorce bebedores y seis abstemios. Y sin embargo, solo una minoría se consideraba fracasada. Tas su estancia en el campo de concentración, se mostraban más apolíticos que los otros grupos, aunque solo dos decían haber cambiado de ideas.

El grupo de los internacionales ingleses, el más homogéneo de todos los estudiados, lo componían cuarenta y un individuos, pertenecientes en su mayoría a las clases trabajadoras —abundando los mineros—, con escasa formación cultural y política [11]. Catorce de ellos mostraban temperamentos degenerativos, y otros doce fueron calificados de oligofrénicos. Predominaba la inteligencia media, pero su cultura general era muy inferior a la de los norteamericanos. E idéntica incultura mostraban en su formación política, con poco aprovechamiento de la instrucción recibida: la mayoría de ellos había recibido enseñanza primaria. Pese a que su posición económica familiar o individual era buena o suficiente, habían combatido arriesgadamente en la guerra con pleno conocimiento de causa, impulsados por la lucha de clases y por su odio al capitalismo. Su fanatismo político, sin fundamento doctrinal pero idealista, debía achacarse a las influencias ambientales, comenzando por las familiares, favorecidas por la «Cerrazón intelectual de estos individuos». De formación política adquirida mayoritariamente por la prensa, se alistaron por fanatismo político, obviamente. En cuanto a la «personalidad social», abundaban los revolucionarios natos y los imbéciles sociales, y la mayoría había perdido su religiosidad de origen, declarándose no creyentes o ateos. Todos amaban a su patria, pero eran escasamente militaristas. Diecinueve fueron considerados fracasados, confirmando la hipótesis del resentimiento social como fuente de inclinación al marxismo. El 61 por ciento eran alcohólicos o bebedores y solo siete se mostraban dispuestos a cambiar de ideas.

Finalmente, se había investigado a otro grupo de combatientes, el de los internacionales británicos (escoceses, galeses, irlandeses y canadienses), compuesto por sesenta y seis individuos, también de temperamento mayoritariamente degenerativo. Su nivel intelectivo era medio en la mitad de los casos, pese a que en todos la instrucción recibida era aceptable: «Sus dotes naturales no han sido aprovechadas por su inconsistente formación cultural, incultura de que dimana el marxismo, como lo demuestran sobradamente nuestras investigaciones». Muchos tenían una posición económica más o menos desahogada, por lo que no podía afirmarse que el paro o la mala situación económica hubiesen favorecido la recluta marxista. «El antifascismo y la democracia parecían incrustados a la personalidad de estos combatientes marxistas, incapaces a causa de su incultura y mala formación política de defender polémicamente sus ideas, tan fanáticamente mantenidas que arriesgan la vida por ellas». Más de la mitad de ellos fueron considerados como fracasados, lo que les había inclinado hacia el marxismo, a la par que su irreligiosidad privativa de la ética social: «Indiscutiblemente la irreligiosidad privativa influye sobre la formación de la personalidad, o al menos es necesaria la religión para inhibir las tendencias instintivas y antisociales de la personalidad, que aparece de tipo degenerativo en la mayoría de los internacionales marxistas». Por eso la «personalidad social» de estos combatientes británicos, declaradamente ateos en la mitad de los casos, era la de un revolucionario nato o la de un imbécil social. Y como en los demás grupos, incultura, escasa formación política, fanatismo, antimilitarismo, alcoholismo, cerrilismo por no querer cambiar de ideas [12].

Las conclusiones de Vallejo Nájera y sus colaboradores eran similares en todos los grupos investigados: los internacionales marxistas (incluidos los demócratas americanos) eran mayoritariamente escasos de inteligencia, faltos de cultura y de temperamento degenerado, lo que les hacía especialmente proclives a la propaganda marxista. Eran revolucionarios natos —casi espontáneamente predispuestos al desorden social— o imbéciles sociales, sugestionables al gregarismo de las masas. No tenían formación política, y por eso eran fanáticos, y no se dejaban convencer para cambiar de ideas. Desdeñaban el esfuerzo personal para promocionarse socialmente, y por eso eran partidarios de la igualdad social. Se sentían fracasados y resentidos socialmente, lo que, junto a la irreligiosidad y al consiguiente desenfreno instintivo, les llevaba al marxismo, ateo, materialista, carente de valores espirituales y favorecedor de la inmoralidad de costumbres y de las conductas psicopáticas. Al marxismo se llegaba por causas biopsíquicas, por tendencias congénitas, psicopáticas, y por temperamentos degenerados, pero también por causas ambiéntales: la incultura, la ignorancia, la irreligiosidad, la inmoralidad de las costumbres, la propaganda revolucionaria, el resentimiento social, la ausencia de afán de superación, el hedonismo social. Sus argumentos eran tautológicos: el marxismo fomentaba las tendencias psicopáticas de la gente, porque era asocial, y los psicópatas antisociales se inclinaban al marxismo, que a su vez favorecía el resentimiento social, que a su vez alimentaba al marxismo.

Peor era el discurso de Vallejo Nájera: la inferioridad mental, moral y cultural de los marxistas, congénitamente degenerados y socialmente fracasados, y la posibilidad de corregirlos con tratamientos ambientales y moralizantes, regenerándolos y reeducándolos mediante la religión u el patriotismo. Por eso le extrañaba que los combatientes por él estudiados, recluidos en patrióticos campos de concentración, no se mostrasen dispuestos a abandonar el marxismo, a cambiar de ideas. Pese a todo, sus trabajos proporcionaron una cobertura ideológica y seudocientífica para la depuración de los rojos, que el franquismo precisaba para mantenerse en el poder. Era lo que él pretendía, según dijera en la introducción de su «estudio» o «investigación»: la transformación político-social del fanatismo marxista, mediante la inferiorización y psiquiatrización del adversario, invalidándolo socialmente.

Pero no bastaba con identificar y definir a los fanáticos marxistas que habían sido hechos prisioneros de guerra, porque en la posguerra había que localizarlos y descubrirlos en la propia sociedad. Tal hizo el psiquiatra valenciano Marco Merenciano:

…En todo resentido existe siempre una marxista auténtico, aunque no esté encuadrado en las filas del socialismo; los resentidos son bombas de dinamita esparcidas y ocultas en las sociedad y que un día u otro explotan (…). No importa el hecho positivo de su organización; no importa siquiera el que muchos resentidos ignoren que sean auténticos marxistas, nos basta con saberlo, para poner remedio a ese mal.

Había mucho resentimiento en la España de posguerra, y este psiquiatra valenciano quiso definirlo en 1942: el resentimiento era producto de fracasos repetidos en la vida, propios de «almas envenenadas y amargadas», que implicaban una posición hostil ante la vida, un odio a España, a la patria y a sí mismos, aunque tuviese la cobertura del altruismo, la filantropía o el amor a la Humanidad, y que podía llevar a una conducta psicopática [13].

PATRIOTAS VERSUS ROJOS: LA COARTADA PSICOLÓGICA

Pero no se trataba solo de transformar a los marxistas, pues también los rectores del Nuevo Estado deberían esforzarse como titanes para combatir los efectos de la civilización moderna, materialista y propiciadora del incremento de las neurosis y la locura. Había que combatir sobre todo el histerismo y la neurastenia: «Hoy que caminamos por la ruta imperial, creemos llegado el momento de espantar de la Nueva España los fantasmas del histérico y neurasténico[14]». Según Vallejo Nájera, el histerismo era producto de un «refugio en la enfermedad para obtener ventajas en la solución de los conflictos que plantea la vida». Reproducía el histérico síntomas patológicos para captarse la compasión de las gentes y alcanzar los fines que no conseguiría en lucha franca: era un comediante que fingía síntomas más o menos aparatosos para intimidar al medio ambiente, aunque se diferenciaba del simulador en que este fingía con plena conciencia de lo que hacía. Socialmente, el histérico era un indeseable y psicológicamente un ser egocéntrico, mentiroso, enredador, holgazán, fatuo, enfermo de conveniencia, atento exclusivamente a satisfacer sus caprichos. Para contrarrestarlo, el ambiente debía ofrecer una franca resistencia contra las tretas del paciente, obligándosele a reeducar su personalidad, para que en lo sucesivo no perdiera el control de sí mismo.

En cuanto a los neurasténicos, lo eran los vencidos por la vida. En ellos intervenían complejos de inferioridad, determinantes de síntomas neuróticos, para perpetuarse contra las agresiones del medio ambiente, a modo de defensa y de disculpa. Todos los fracasados y mediocres de personalidad hipertrofiada terminaban siendo neurasténicos, por haberse excedido en sus pretensiones, muy por encima de sus aptitudes. En el nuevo Estado será fácil prevenir las neurastenias, mediante una política distributiva del trabajo en relación con los principios de la selección profesional.

En definitiva, lo que Vallejo Nájera proponía era la militarización de la sociedad española, el militarismo social, lo que significaba orden, disciplina, sacrificio personal, puntualidad en el servicio, porque la redoma militar encerraba esencias puras de virtudes sociales, además de la fortaleza corporal y espiritual. El antimilitarismo, junto al anticlericalismo, supuso la pérdida de la grandeza de España, en contra del militarismo, que defendía la Religión, la Patria, la Familia, la Propiedad y el Trabajo, frente a los demócratas y marxistas, enemigos del orden por rencor y resentimiento. Así pues, militarización de la escuela, de la universidad, de las oficinas, del taller, del teatro, del salón, del café, de todos los ámbitos sociales:

En el futuro vestiremos los españoles de uniforme, modelo único, expresivo de nuestro espíritu imperialista(…). El uniforme representa obediencia al Caudillo, pensamiento puesto en la grandeza de España, la voluntad firme en el cumplimiento del deber [15].

Militarismo, Uniformidad e Inquisición:

Corre sangre de inquisidores por nuestras venas y en nuestros genes paternos y maternos están incrustrados cromosomas inquisitoriales.

Aun a riesgo de ser tachado de retrogrado, Vallejo Nájera propugnaba el resurgimiento de las Santa Inquisición. Una Inquisición modernizada con otros fines, medios y organización, pero rígida y austera, sabia y prudente, barrera al envenenamiento literario de las masas, a la difusión de las ideas antipatrióticas y contrarias al espíritu de la Hispanidad.

Promoveremos sin perífrasis, la creación de un cuerpo de Inquisidores, centinelas de la pureza de los valores científicos, filosóficos y culturales del acervo popular; que destruya la difusión de ideas extranjeras, corruptoras de los valores universales hispánicos [16].

Así pues, Inquisición para la prensa, para la tribuna y para la radio, y para algo más elevado y definidor del pensamiento sano.

Militarismo, Inquisición y Justicia. Una Justicia implacable con los marxistas que están siendo vencidos en la guerra:

Nuestras esperanzas no quedarán defraudadas ni tampoco los crímenes perpetrados, lo mismo los morales que los materiales. Inductores y asesinos sufrirán las penas merecidas, la de muerte la más llevadera. Unos padecerán emigración perpetua, lejos de la Madre Patria, a la que no supieron amar, porque también los hijos descastados añoran el calor materno. Otros perderán libertad, gemirán durante años en prisiones, purgando sus delitos, con unos trabajos forzados para ganarse el pan y legarán a sus hijos su nombre infame: los que traicionan a la Patria no pueden legar a la descendencia apellidos honestos. Otros sufrirán el menosprecio social, aunque la justicia humana les haya absuelto de sus culpas, porque la justicia social no los perdonara. Y experimentarán el horror de las gentes, que verán sus manos teñidas de sangre. Y en cualquier, caso el aislamiento, la segregación, la exclusión social: Muchos sufren el suplicio de Tántalo, porque no beberán las aguas puras de la felicidad de la Nueva España, ni experimentarán la dulzura de ver a España Grande y Libre. Mayor castigo a los despechados y rencorosos espectadores de los jubilosos días del triunfo, para ellos derrota. El mayor tormento del enemigo será el presenciar la triunfal coronación del adversario, el paso de nuestras banderas victoriosas. Clemencia y misericordia cristiana para el vencido, pero nada de calentar víboras en nuestro regazo, porque al revivir pueden hacer daño, que las toxinas antiespañolas poseen un gran poder mefítico [17].

LA VENGANZA DE ABEL SOBRE CAÍN

Había que grabar en la memoria de los patriotas españoles el verdadero espíritu que anidaba en el Movimiento Nacional. perpetuando la unión de todos y eliminando constantemente la cizaña:

Las fuerzas secretas internacionales, enemigas del Catolicismo y de España, impedirán por todos los medios, la unidad de los patriotas españoles en apretado haz, y sembrarán cizañar discordia, disolvente del espíritu colectivo que lo fusiona en Dios, en la Patria y en el Caudillo [18].

A la unidad de España se opondrán, además, otros factores internos, derivados de que en la raza hispánica, hispano-romano-gótica, persistían elementos residuales africanos y semitas, disgregadores, que siempre habían sembrado la discordia con sus toxinas anticristianas, que no eran fáciles de extinguir. Contra esos elementos entroncados ahora en los marxistas españoles, había que permanecer constantemente vigilantes eliminado toda la cizaña. Aun después de la Victoria.

Desde la «psiquiatría nacional», debidamente purgada de elementos republicanos y liberales, se fabricaba una ideología pseudocientífica para justificar la depuración y regeneración de los españoles no patriotas o afectos de «complejos afectivos», tales como los del resentimiento y los del rencor por la derrota. Al tiempo que se pontificaba sobre el auténtico ser de los españoles, tratando de describir la esencia de su «destino histórico», tal como quiso hacer otro significado psiquiatra del Nuevo Régimen, Juan José López Ibor, de mayor prestigio intelectual que el tosco Vallejo Nájera. Ya en un ensayo escrito en 1938, Discurso a los Universitarios Españoles, decía López Ibor que para el español no había más que una posible escala de valores, aquella que tenía valores de eternidad. El español solía ser primitivo, instintivo y bestial: cuando se desgarraba en sus entrañas y se mostraba en todo sus vicios y defectos, era típico, pero no universal. Pero si descubría que una existencia sin trascendencia era sólo orgullo frío y demoníaco, entonces podía adquirir verdadera categoría universal, ecuménica [19].

Hasta la explosión de la Guerra de España —decía más tarde López Ibor—, la esencia autentica del hombre español había estado oculta y retraída por la «seducción» de las ideas de europeización que los intelectuales de la Generación del 98 habían inducido en la conciencia adormilada del país durante las décadas anteriores. Consideraba tal seducción como nefastas para España, porque, siguiendo a Splengler y a otros pensadores prefascistas, estaba convencido de que el espíritu europeo se hallaba en imparable decadencia histórica. Pese a todo, no se habían perdido las esperanzas de salvación, porque quedaban las reservas espirituales de España, aunque en los últimos tiempos no se hubiese «escrito historia». La vena subterránea de nuestro pensamiento no se cortó del todo, sino que de vez en cuando fue «alumbrando» verdaderos titanes: Menéndez y Pelayo en el siglo XIX y luego, Ramiro de Maeztu, Giménez Caballero, etc. Pero fue en la época republicana y ante la «catástrofe» que se veía inminente, cuando pudo rebrotar plenamente esa vena subterránea. «A medida que aumentaba la angustia política cotidiana, se hacía más deslumbrador el saboreo de las auténticas esencias de los españoles». Por tanto, la Cruzada de Liberación había servido como crisol depurador del genuino espíritu de la raza hispánica. Apoyándose en su experiencia clínica en la guerra y en la supuesta escasez de neurosis entre los soldados y en la retaguardia de la zona nacional, López Ibor trataba de hallar en la «esencia» psicológica del hombre hispánico elementos que pudieran haber cohibido sus reacciones patológicas en situaciones tan peligrosas como las bélicas [20].

Afirmaba López Ibor en 1940 que el hombre tenía cuatro dimensiones, dos en superficie horizontales, definidas por sentimientos egoístas o altruistas, y dos en profundidad o verticales. En la verticalidad, el hombre poseía un polo «hílico» que arrancaba de la tierra misma y que constituía su vida instintiva, y otro polo espiritual que provenía de la huella que le infundió Dios y que tendía hacia arriba, «como una fuerza suprema que evita que su gravitación hacia la tierra se transforme en un hundimiento irremediable y asfixiante en el cieno de los instintos y de las bajas pasiones[21]». Pues bien, en el hombre español estaría escasamente desarrollada la postura horizontal (las dos dimensiones en superficie), porque lo que sería poco apto para el amor humano, para la filantropía y la democracia. Por ello,

…ha fracasado entre nosotros, de un modo violento, la concepción rousseauniana y todo género de doctrinas que sobre ella asientan. No han podido andar en nuestras tierras ciertas doctrinas sociales filantrópicas, sino que enseguida han degenerado en bárbara impresión de sangre y en la más funesta anarquía.

El español —según López Ibor— era un hombre predominantemente vertical, caracterizado por su posición erecta y difícil ante la vida, raíz de su egoísmo y madre de sus desgracias. Toda la historia de España era así, angulosa y agreste, como hecha de tirones bruscos, de glorias y decadencia. Pero siempre se había mantenido vertical, como un mástil inasequible a todos los vendavales y a todas las seducciones. La esencia del español la constituía el «eje diamantino» de que habló Séneca, y estaba gráficamente expresada en las figuras estilizadas y atormentadas pintadas por El Greco.

Hombre mesetario. El español «no siente el cosmos como una resistencia que ha de vencer» y se entrega a la muerte con naturalidad, indiferente. Reacciona más ante los valores humanos y espirítales que ante los valores cósmicos, a los que suele menospreciar. Su desinterés por el cosmos determina el desprecio por la muerte y por el peligro exterior: «la amenaza cósmica, como ocurre en la guerra, apenas le conmueve». De ahí su heroísmo y la ausencia de histerismo en la pasada contienda, donde el auténtico hombre español se redescubrió su «tono heroico». Y de ahí también su desdén por las circunstancias de la vida cotidiana. Si el verticalismo del español —continua López Ibor— hipertrofiaba su dimensión hílica aparecería el tipo más destructor y anárquico que pueda darse. Pero si hipertrofiara su dimensión espiritual, ofrecería las mejores muestras de las mística terrena, alcanzando altas metas espirituales. En consecuencia, por la fuerza con que vivía lo hílico (lo instintivo) necesitaba vitalmente la «fuerza antinómica» (o sea, la represión) que evitase el desenvolvimiento anárquico y destructor de los instintos y de las pasiones.

Fuerza antinómica que le hace sentir, de un modo más natural que otros pueblos, la pureza del espíritu. Por ello, cuando por voluntad de Dios se comenzó a escribir en España la Buena Nueva, se hizo sustancial con ella [22].

En definitiva, el español autentico había de contener su fuerte instinto, para convertirse al estoicismo y la sobriedad. Así, podía aceptar con orgullo y aire de superioridad la penuria, el hambre y las muchas restricciones que entonces sufría todo el país.

Así pues, el hombre español, tras la terrible purificación de la Cruzada, se había purificado como pueblo y como destino. «Esto creará un nuevo estilo, que será nuevo porque no estará manchado por fuerzas negativas y subhistóricas, como en tiempos recientes[23]». Ahora no cabía duda de que nuestro estilo de vida era superior al de otros pueblos. «Cualquier mujeruca del último de nuestros pueblos castellanos ha guardado, en su alma, como reliquia profunda, más valores éticos que en la mayor parte de la masa europea[24]». Pero una vez reconquistado el nuevo a la par que viejo espíritu español, había que mantenerlo puro de toda contaminación y agrandarlo. Para mantenerlo, todas las puertas de la patria debían mantenerse vigilantemente cerradas, evitando toda posible infiltración o penetración de cualquier idea extranjerizan te y decadente. Era preciso protegerse de los aires maléficos de la Europa declinante, y atrincherarse en los Pirineos. Hasta tal punto era así, que López Ibor —formado en Alemania— llegaría a asumir en cierto modo el viejo dicho de que Europa acaba en los Pirineos: «Los Pirineos —cordillera relativamente modesta por su altura— se alzan como frontera sociologíca inabordable[25]». Eran tiempos en que se pretendía encauzar el futuro de España hacia la imposible autarquía económica, a la que el patriótico psiquiatra quería prestar todo su apoyo intelectual y científico:

Sólo una autarquía de la inteligencia nos permitirá una autarquía en economía. Sin ella no seremos fuertes interiormente, ni obtendremos la consideración exterior que nos imponen nuestros rasgos histórico.

El Nuevo Estado tenía que fortalecerse interiormente en primer lugar, conociendo sus fuerzas y multiplicándolas con sus propios medios, para poder luego enviar sus «bajeles culturales y espirítales» por todo el mundo, como en los tiempos de nuestro fenecido Imperio.

LOS EFECTOS DE LA GUERRA DE ESPAÑA Y LA PSIQUIATRÍA NACIONAL

Algunos destacados psiquiatras del bando vencedor trataron de enjuiciar los fenómenos de la locura observados durante la guerra de España, arrimando siempre el ascua a su sardina. Afirmaron tajantemente que durante la contienda no se apreció un aumento ostensible en el número de enfermedades mentales auténticas o psicosis. Casi no podían llegar a otra conclusión, porque partían de la rígida creencia de que las circunstancias externas, sociales, políticas, o económicas, por cataclísmicas que fueran, no podrían determinar decisivamente la aparición de una autentica enfermedad mental, considerada apriorísticamente como constitucionalmente hereditaria o causada por factores exógenos (tóxicos, infecciones, etc.) que actúan sobre el cerebro de los individuos. También en la guerra española se había verificado el dogma de la inmutabilidad de la llamada psicosis endógena (esquizofrenia, psicosis maniaco-depresiva, etc.), pese a que, sobre todo durante el período de 1936 a 1937, los dispositivos asistenciales estuvieron sobresaturados de pacientes. En todo caso, la guerra habría actuado como «reveladora de enfermedades»: las dificultades bélicas habrían limitado «la asistencia psiquiátrica extramanicomial» que espontáneamente ejercían tantas familias en tiempos de paz, cuidando en el propio hogar a muchos enfermos mentales. En Madrid, concretamente, durante los primeros años de guerra, los ingresos psiquiátricos se duplicaron respecto al año anterior, correspondiendo ese aumento de los ingresos al incremento de las llamadas psicosis psicógenas o reacciones psíquicas anormales, a las recidivas de los viejos enfermos mentales, al descontrol de las oligofrenias, al volumen de refugiados, la tensión de una ciudad persistentemente asediada y frecuentemente bombardeada.

López Ibor se refirió a la aparición de «esquizofrenias inaparentes», que normalmente desfilaban «como de incógnito» en los ambientes sociales y que se hacían aparentes por la exaltación expresiva de los síntomas en circunstancias especiales. Pero lo que sí hubo de aceptar porque estaba a la orden del día, fue al aumento de cuadros neuróticos histéricos o reacciones psíquicas anormales que aparecían frecuentemente en los soldados que luchaban en el frente sometidos a una fuerte tensión emocional. Eran las llamadas neurosis o psicosis de guerra, a las que se reconocía poca entidad morbosa pese a su aparatosidad, confundiéndolas a veces con casos de simulación propios de gente de poco espíritu o escaso «tono heroico» que trataban de eludir o evadirse de los riesgos y deberes de la guerra. Por eso, se afirmó que esos casos se dieron sobre todo en la zona republicana, supuestamente de menor tono heroico.

López Ibor, tal vez fascinado por las virtudes heroicas de la verdadera raza hispánica, negó que fueran frecuentes los casos de neurosis o psicosis de guerra durante la pasada contienda, por lo menos en la zona nacional, en la que él vivió y trabajó. Decía que se habían dado en esa guerra altos condicionamientos espirituales, que preservaban la salud de los verdaderos españoles:

El ambiente espiritual de la guerra española hallábase cargado de valencias positivas. Hubo incluso cierta excitación del sentimiento de comunidad en los combatientes y en la retaguardia. El tono bélico fue uno de los factores que impidieron la aparición de neurosis [27].

Pero es que, además, la guerra beneficiaba a los débiles mentales o a los psicópatas, pues podían convertirse en excelentes soldados igualmente que los obsesivos.

En la otra España, en la Anti-España republicana, obviamente las cosas debían haber sucedido de otra manera: «Una mitad de España estaba sometida a un terror caótico que ponía el instinto de defensa en las situaciones más inverosímiles». Por eso se produjo un mayor número de neurosis, histerias y síndromes reactivos y depresivos: «Hubo en aquella zona una autentica simulación organizada que se infundía en todas las actividades, desde la bélica de primera fila, hasta el servicio sanitario de la retaguardia» —afirmó López Ibor—. «Fue un cuidadoso cultivo de lo in auténtico que incluso ha dejado huella en la época de posguerra» y que había dejado en muchas gentes la perdida de virtudes personales. Todo lo contrario de lo sucedido en la España liberada, en la que se había dado un admirable ejemplo de «heroico despegar de la línea de tierra y elevarse a la zona de ideales[28]». Vallejo Nájera aseguraba que:

La simulación de enfermedades mentales se ha observado en reducidas proporciones en el Ejército Nacional, al contrario que entre los marxistas, apreciándose un considerable incremento de la pantomima psiquiátrica al incorporarse a filas los individuos que sirvieron en las hordas rojas [29].

Vamos, que los nacionales habían sido más heroicos que los rojos, materialistas, cobardes y simuladores.

La diferenciación psiquiátrica entre los dos bandos combatientes se fundamentaba en razones ideológicas y apriorísticas: la simulación o pantomima, la histeria y la neurosis sólo podían darse entre los que defendían una «causa bárbara» y antiespañola, y casi nunca entre los soldados que defendían una causa noble y entusiasta. Si, por excepción, entre los soldados nacionales se había dado algún caso de reacción neurótica, habría de ser en un sujeto antipatriótico o desafecto. Otra excepción la constituyeron los soldados marroquíes del bando nacional y entre los que Rojas Ballesteros había encontrado con frecuencia manifestaciones histéricas: no hubo reparo en admitir este hecho, puesto que se había dado en personas de raza no hispánica [30]. Y para estos casos los médicos nacionales disponían de eficaces remedios terapéuticos, que se sintetizaban en un «plan agresivo contra el enfermo»: faradizaciones eléctricas, la psicoterapia armada de los alemanes, etc. Con estas «armas terapéuticas», según decía López Ibor, se reinsertaba al enfermo en un orden nuevo, en el que se sentía dominado, jerarquizado y debidamente orientado. De este modo, se cura y, «además, ha entendido, por experiencia curativa y subconsciente más que por claridad disuasiva, que sus destino está en dejarse llevar y obedecer».

Así pues, la disciplina y el patriotismo convertía al combatiente en un buen soldado y le evitaba posibles alteraciones en su equilibrio psíquico. Aunque no preocupaba el caer en las más burdas contradicciones, porque López Ibor, en otra parte de su libro sobre la neurosis de guerra, afirmaba que había sido patente «el excelente resultando que han dado cierto tipo de psicópatas especialmente los fanáticos, los explosivos e incluso los asténicos». Y en el mismo sentido se manifestaba Vallejo Nájera:

En nuestra guerra hemos observado que muchos psicópatas han sido excelentes soldados y oficiales, fanáticos partidarios de sus ideales por los que arriesgaban la vida repetidamente.

Pero cuando los psicópatas combatían en el otro bando al servicio de «falsos ideales» los resultados eran catastróficos:

En cambio, especialmente en la zona marxista las tendencias psicopáticas de muchos individuos son liberadas en el crimen y en el delito como lo prueban las horribles estadísticas de criminalidad marxista [31].

Por tanto, parecía haber una psiquiatría para los buenos y otra para los malos. Vallejo Nájera habría de ir aún más lejos en sus interpretaciones psiquiátricas de la guerra española, explicando así la victoria de los nacionales:

Para ganar la guerra, el pueblo ha de paranoizarse, imponiéndose al enemigo por su hipertrofia de personalidad, egoísmo y conocimiento de la verosimilitud de sus concepciones ideológicas. Por el contrario, el pueblo que se ha histerizado y se refugia en la enfermedad, este pueblo pierde indefectiblemente la guerra [32].

Por tanto, de un modo elemental, la guerra la ganaron los valientes paranoicos contra los asustadizos histéricos. Los médicos republicanos —se decía— no se habían dejado llevar por la necesidad propagandística de la situación bélica y habían reconocido en sus filas la cantidad de neurópatas que bajo la máscara de diferentes síntomas o enfermedades, sobre todo reumáticas o neurológicas, han desfilado por los servicios médicos [33]. Lo que sobradamente probaba a Vallejo Nájera «la escasa heroicidad de los rojos para todo lo que no sea el saqueo y el robo». Y, por lo visto, el virus marxista había producido una enfermedad incorregible entre los soldados republicanos. Porque muchos de estos, cuando tras la guerra fueron de nuevo llamados a las filas del ejército vencedor, recurrieron a la simulación de supuestas enfermedades, no queriendo servir «a la Patria cuando esta los llama a filas para que puedan redimirse». Los nuevos ideales patrios que se les ofrecían parece ser que no bastaban para que se curasen de las enfermedades que habían de padecer al haber servido antes a los espúreos ideales marxistas. También sucedió, según Vallejo Nájera, entre los soldados republicanos que habían desertado o que habían ocasionado grandes escándalos por sus borracheras, mostrando toscas imitaciones de síntomas vulgares de locura. Casi siempre eran soldados que no se sentían vitalmente integrados con sus compañeros, miembros de sindicatos y partidos de izquierdas, que se habían incorporado a filas voluntariamente, pero que luego eludieron el riesgo de los combates con enfermedades imaginarias.

En cuanto a los numerosos ingresos que se produjeron en los centros psiquiátricos entre la población civil de la zona republicana, se atribuyeron ¡cómo no!, a los efectos del terror rojo que horrorizaba a todas las personas a él sometidas, ocasionándoles frecuentes reacciones patológicas. Ciertamente no había datos precisos y homologables para evaluar el número y la frecuencia de esos internamientos, y la interpretación de los pocos que se dieron fue, desde luego, políticamente muy sesgada. Una conclusión correcta hubiera sido bastante difícil, por la oscilación de las poblaciones, por el constante flujo de refugiados hacia las grandes ciudades, frecuentemente bombardeadas.

Por otra parte, el curso de la guerra alteraba a menudo la situación y la disponibilidad de las instituciones psiquiátricas. Así por ejemplo, Ciempozuelos, que durante los primeros meses de la guerra estuvo en la zona controlada por el gobierno republicano. Como el frente estaba bastante próximo, las instalaciones de sus dos manicomios (de hombres y de mujeres) fueron reiteradamente bombardeadas, muriendo una veintena de enfermos y fugándose muchos más: los que se quedaron hubieron de sufrir los riesgos del hambre, del frío y la ausencia de casi todos los médicos. En febrero de 19 3 7 las tropas nacionales entraron en Ciempozuelos y a partir de en ronces los dos manicomios tuvieron un índice de ingresos muy reducido. Por el contrario, Madrid se había quedado solo con la Clínica Psiquiátrica del Hospital Provincial, como único dispositivo asistencial para atender las crecientes demandas psiquiátricas de una ciudad prácticamente asediada y continuamente bombardeada [34]. Como su capacidad asistencial era muy escasa, muchos enfermos habían de ser evacuados al manicomio de Alcalá de Henares, al Balneario de la Isabela (Guadalajara), Almagro (Ciudad Real), o a las clínicas militares instaladas en Godella (Valencia), Benidorm, etc. Luego, el número de ingresos fue descendiendo paulatinamente a medida que una buena parte de la población madrileña estaba siendo evacuada a Levante.

Según Vallejo Nájera, el funcionamiento de los servicios manicomiales en la zona nacional había sido normal, con un porcentaje de ingresos no muy superior al de antes de la guerra en los centros de Zaragoza, Valladolid, Salamanca, Navarra, Logroño, Plasencia, Ávila, Sevilla, Cádiz, Granada, Córdoba, Valencia y Coruña. A medida que las tropas nacionales ocupaban el territorio republicano, se encontraron con que los manicomios «liberados» albergaban un número de pacientes similar a los que tenían antes de la guerra: Mondragón (Guipúzcoa), Zaldivar (Vizcaya), Málaga, Castellón, Murcia, etc. La liberación supuso, según se dijo, la curación de bastantes enfermos. En Málaga, concretamente, se afirmó que durante la dominación roja el número de ingresos en el manicomio había aumentado en solo un 10 por ciento con respecto al de tiempos normales. En la aterrorizada población civil habían sido frecuentes los episodios psicóticos de depresión, ansiedad y algunos de hipomanía, que mejoraron francamente al entrar los nacionales en la capital. Lo importante para Vallejo Nájera era que las «nuevas ideas» tuvieron un valor terapéutico en cierto tipo de enfermos. Algo similar ocurrió en Santander:

Reconquistada Santander, a nuestra llegada al Departamento de Dementes de la Casa de Salud Valdecilla, se dijeron curadas unas cuantas personas refugiadas en la simulación de la locura, para eludir los atropellos marxistas; otros pacientes hallábanse afectos de psicosis reactivas y psicógenas, y pronto hallaron alivio y remisión de los síntomas [35].

Debió ser cierto, tratándose muy probablemente de personas de ideología derechista. Pero ¿qué pasó con la gente de izquierdas cuando la ciudad fue liberada? ¿Mostraron reacciones psíquicas patológicas? Si fue así, nadie lo dijo, y no es probable que fueran atendidas por los nuevos psiquiatras nacionales. No era fácil para el rojo el emboscarse en un manicomio «nacionalizado». Hay un dato significativo: tras la ocupación de Madrid, la Clínica Psiquiátrica del Hospital Provincial fichó las historias clínicas de muchos de sus enfermos con la palabra «rojo» escrita con un lápiz rojo, y en sus archivos figura algún oficio sobre determinado paciente que había sido entregado a una patrulla falangista.

Con respectó a Santander, Vallejo Nájera refería, entre otras muchas, una de las «barbaridades» cometidas por los rojos: en una finca de los patrones de la Casa de Salud Valdecilla habían instalado una «colonia agrícola psiquiátrica», sin duda para convertir en huerta el magnífico parque y desmontar el parterre de los generosos filántropos, alojando a unos treinta pacientes. Ciertamente, el valor de la posible rehabilitación de treinta pacientes no podía, en modo alguno, justificarse ante la posibilidad de arrasar el parque y ocupar el palacete con los pacientes. Entre otras muchas cosas, la guerra se estaba haciendo para salvar y garantizar los intereses de los grandes propietarios, amenazados por los proletarios. Y las tropas nacionales fueron liberando las instituciones psiquiátricas en manos de los republicanos, algunas de ellas habilitadas apresuradamente. Tras la ocupación de Barcelona, el director del Instituto Mental de la Santa Cruz escribió una dramática carta a la antigua Administración para que urgentemente se hiciese cargo del centro y para que volviesen los frailes y las monjas, explicando de paso lo sucedido durante la «barbarie roja».

Cuando volvieron los frailes al manicomio de San Baudilio del Llobregat, se encontraron solo a 130 enfermos (la décima parte de los existentes en julio de 1936), en tan mal estado que casi todos murieron en los meses siguientes, siendo reemplazados por centenares de pacientes provenientes del ejército republicano. A finales de 1939 albergaba ya a 286 enfermos, famélicos pero disciplinados. La Clínica Mental de Santa Coloma de Gramanet, dependiente de la Diputación de Barcelona, fue también reconvertida parcialmente en una suerte de campo de concentración:

En la Clínica Mental de Santa Coloma de Gramanet, muchos pacientes vestían ropa de soldado, lo cual no solamente les daba un aspecto grotesco, sino que repercutió disminuyendo la autoestima de los propios pacientes (…) Además, existía un gran número de bajas en el personal sanitario en general, por diversos motivos (heridos o muertos en el frente, exiliados, en proceso de depuración, etc.). Sus sustitutos, completamente inexpertos, durante algún tiempo se mostraron no sólo de eficacia escasa, sino que en ocasiones provocaron problemas lamentables [36].

Sin embargo, imperaba el orden, según se deducía de una nota periodística que informaba de la visita efectuada por el Gobernador Civil de Barcelona: «Al finalizar su visita, los alienados, brazo en alto, despiden a nuestra primera autoridad civil [37]».

Especialmente patético era el estado del manicomio de Salt (Gerona), casi sin personal médico y auxiliar, que en su mayoría se sumó al trágico éxodo republicano a Francia. Los asilados, entre los que figuraban huidos de la guerra, excombatientes, ancianos abandonados por la familia, desarraigados y los propios enfermos, sobrevivían «independientemente», casi en un régimen de autogestión. Hasta que fue volviendo el personal religioso que había sido expulsado por las autoridades republicanas, y el personal sanitario, salvo los exiliados y los depurados. El médico-director, con la ayuda de un médico auxiliar, debió organizar la asistencia en una situación de auténtica miseria y con grandes desperfectos en el edificio. Sus reiteradas demandas eran desoídas por las nuevas autoridades designadas de la Diputación, que en 1940 debió aprobar un apartado para reparar el techo de uno de los pabellones. Pero no había dinero, y existían otras prioridades, tales como la urgente reconstrucción de la capilla, porque el Obispo de Gerona amenazaba con prohibir la celebración de la misa en el manicomio. Mientras, los enfermos se morían de frío y de hambre [38].

PSIQUIATRlA PARA EL NUEVO ORDEN

Desde la perspectiva ideológica de la «Psiquiatría Nacional», cabía esperar, que, tras la guerra civil, la paz del nuevo orden reinara en todos los espíritus en un país purificado por la sangre de los «caídos por Dios y por España» —y por la sangre de los vencidos—, y que la supuesta tranquilidad psíquica imperante en la que había sido zona nacional se expandiera por todo el país, incluyendo la mitad de España que estuvo sometida al terror rojo. Consecuentemente se produciría un considerable descenso de los trastornos psíquicos, así como una disminución de la demanda de internamiento psiquiátrico con respecto a la habida durante la guerra. Al acabar la guerra se estimaba en 20 000 el numero de camas psiquiátricas existentes en todo el país, que serían más que suficientes para las necesidades de la nueva población española, considerando que la «regeneración» implícita en la Victoria haría disminuir la morbilidad psiquiátrica. Vallejo Nájera incluso propuso ampliar las indicaciones del internamiento psiquiátrico, haciéndolo extensivo a toda suerte de psicópatas o anormales, perezosos, criminoides, explosivos, asociales o socialmente indeseables, sin olvidarse de los jóvenes vagabundos, o los considerados amorales, inafectivos, inestables o sexualmente pervertidos [39].

Pero en la realidad ocurrió precisamente todo lo contrario de lo que se podía esperar. Los psiquiatras nacionales, muy reducidos en número por el exilio o depuración de los republicanos, hubieron de multiplicar sus esfuerzos teórico-prácticos para entender y atender el creciente número de pacientes psiquiátricos que aparecieron en los primeros años de posguerra. Pero eran todavía optimistas. Según dijo en 1942 el recién designado Presidente de la Sociedad Española de Neurología y Psiquiatría, López Ibor:

La tarea de nuestra generación de psiquiatras es esta: por un lado avanzar en una más legitima tradición española, volviendo a cuidar y postular por el enfermo mental con todo nuestro calor de hombres. Por otro lado, cultivar los problemas y la línea psiquiátrica actual, con el más encendido espíritu de investigación para hallar nuestras propias soluciones a nuestros propios problemas [40].

Inicialmente se pensó que en muchos de los vencidos persistía aún el llamado «virus marxista», especialmente entre los excombatientes republicanos, tal como comprobó González Pinto en un grupo de prisioneros de guerra internados en Mondragón (Guipúzcoa): el 24 por ciento presentaba una patología mental reactiva [41]. Casi se pensaba que aquella era una simulación cobarde y semivoluntaria, una aptitud de «refugio en la enfermedad»: tal era la falta de objetividad de la nueva psiquiatría, afanada en descubrir la falsedad de los vencidos. Vallejo Nájera hablaba concretamente de la «psicotimia ansiosa», una suerte de simulación morbosa, que se daba preferentemente en mujeres, cuyos esposos se hallaban procesados o condenados a muerte por su actuación marxista durante la guerra. Era un trastorno leve, «Casos de ansiedad reactiva y curable[42]».

Pero no solo los vencidos presentaban trastornos psíquicos. Muchos excombatientes nacionales ingresaban en las clínicas psiquiátricas militares, que hubieron de ser ampliadas porque resultaban cada vez más insuficientes. Se trababa de problemas alcoholismo, morfinomanía o de simple inadaptación a los tiempos de paz, o de trastornos psiquiátricos más o menos graves y consecutivos a traumatismos craneales o de otro tipo que habían sufrido en la guerra. Fueron objeto de especial atención los que solicitaban el ingreso en el Cuerpo de Mutilados de Guerra, con la intención de obtener determinados beneficios (pensiones, indemnizaciones, etc.). Pero el ingreso en dicho Cuerpo precisaba de la pertinente peritación médica, psiquiátrica en muchos casos. Esa peritación se hacía con mucho rigor, y para que fuese positiva el enfermo tenía que presentar una sintomatología muy clara. Los síndromes depresivos y paranoides, por ejemplo, fueron calificados, por lo general, como endógenos y, por ende, sin conexión causal con los traumas de la guerra. Aunque se reconocía como una actuación delicada el decidir hasta que punto un traumatismo craneal podría producir posteriormente una psicosis endógena, el criterio que se adoptada solía ser denegatorio. El psiquiatra tenía que establecer criterios medicolegales para decidir la enfermedad mental de etiología traumática y distinguirla nítidamente de la simulación de la enfermedad endógena. Debía actuar, sobre todo, como perito que trataba de evitar que individuos «desaprensivos» obtuviesen beneficios que no les correspondían. Así servía fielmente al Estado, aligerándole la pesada carga de un excesivo número de pensiones y de demasiadas obligaciones asistenciales. El apriorismo ideológico-científico de que las auténticas enfermedades mentales eran en su mayoría ininfluenciables por las circunstancias de la pasada guerra, resultaba muy adecuado a las estrecheces económicas del Nuevo Estado.

Con los excombatientes republicanos no había ningún problema, porque no tenían derecho a pensión alguna por inválidos que estuviesen. Si mostraban actitudes peligrosas o antisociales, iban a parar a los manicomios públicos, de los que los psiquiatras se ocupaban poco, aunque los dirigiesen. Los psiquiatras se dedicaban a la especulación patriótica, y sobre todo al cultivo de la «clientela áurea», o sea a la clientela privada, considerando que los enfermos internos en los manicomios eran gente pobre, incomprensible, irredenta y escasamente gratificante. Marco Merenciano, director del manicomio de Valencia, decía:

Los enfermos mentales se dividen en dos grupos, separados por la puerta del manicomio, los que quedan fuera requieren una mayor atención del psiquiatra henchido de inquietud social [43].

Los enfermos que pasaban al manicomio eran los que no podían pagar para las consultas privadas de los psiquiatras o las estancias en la llamadas clínicas de reposo.

En sus consultorios, los psiquiatras españoles observaron entre sus clientes un cierto desarrollo de las toxicomanías (morfina, cocaína, etc.), muchas de ellas iniciadas durante la guerra, y las aceptaron con tolerancia y comprensión. Psiquiátricamente se justificaban estos hábitos patológicos por el cansancio sufrido en la guerra, por el terror invencible, el tedio de las trincheras, el dolor de las heridas, etc. Aunque de hecho, muchos se iniciaban en el consumo de la morfina, de los barbitúricos o de las anfetaminas después de la Victoria, pero pertenecían a las clases medias o acomodadas y no causaban alarma social [44]. Oficialmente no existían problemas de drogas en la nueva España, aunque en un informe reservado del Patronato de Protección de la Mujer de 1942 se mostraba una cierra preocupación por los que usaban tóxicos por vicio u ociosa necesidad, por ser elementos indeseables, prostitutas, etc.

Sí preocupó a los psiquiatras la amnesia que mostraban bastantes de sus clientes y que se refería a olvido de algunos sucesos que les acaecieron en la guerra. Se trataba de una simple pérdida de la nitidez de los recuerdos pasados, sobre todo en lo relativo a nombre de personas concretas, conocidas o vistas durante la contienda: «reconozco enseguida la cara, pero he olvidado el nombre», decían estos pacientes. Puede uno preguntarse sobre el interés que mostraban aquellos psiquiatras por ayudar a recordar a estos enfermos el nombre de personas asociadas a la guerra civil, en un tiempo en que desde del poder se incitaba a los ciudadanos a delatar a los rojos. En sentido contrario, López Ibor observó, también en la posguerra, el fenómeno conocido como el deja veçu, consistente en «atribuir cualidades conocidas, a situaciones, cosas o personas al verlas por primera vez». Pensaba que era posible en personas normales que habían vivido sometidas a situaciones de cansancio físico o de fatiga en el pasado, en el período bélico. Ciertamente debería resultar peligroso, y escalofriante, el que personas consideradas normales a todos los efectos pudieran confundir a otra persona desconocida, estimándola como «conocida de años anteriores».

Entre la población civil desnutrida y hambrienta de la posguerra se multiplicaron los casos de neurastenia y psicosis pelagrosa, adquiriendo caracteres casi epidémicos o endémicos. Se trataba de una enfermedad carencial causada por déficit de vitamina B, que, con síntomas dérmicos, gastrointestinales, neurológicos y mentales, evolucionaba hacia una muerte rápida. Muchos casos con graves alteraciones psíquicas derivadas de un trastorno confesional de conciencia, ingresaban tardíamente en los manicomios públicos, donde la mayoría de los internos presentaban también síntomas peligrosos, complicando sus patología mental precoz. En 1946 Bartolomé Llopis, psiquiatra republicano en el ostracismo, pudo publicar una excelente monografía sobre la psicosis pelagrosa, que fue más o menos descalificada por los psiquiatras de la época. Por otro lado, el alcoholismo favorecía la explosión de la citada psicosis, a la par que la pelagra agravaba el problema de los alcohólicos, habitualmente desnutridos y crecientes en número. Eran tiempos en que gran parte de la población pasaba hambre, pero podía acceder fácilmente a las bebidas alcohólicas, que se ofertaban a precios asequibles y que se publicitaban bastante. En un anuncio de 1940 aparecía un rollizo bebé con una botella de brandy al lado, con una leyenda que decía: «el biberón de papá». Como la publicidad mostraba, el vino o cualquier otra bebida alcohólica producía alegría, optimismo, abría el apetito de los niños, tonificaba a los viejos, aliviaba del frio o del calor, quitaba el dolor, etc. Era «el paraíso de los desesperados», la droga de los pobres, y por eso el consumo alcohólico aumentaba sin cesar, contribuyendo a un aumento de las muertes por cirrosis, a la polineuritis, a la dependencia alcohólica, etc. Y también aumentaban los casos de epilepsia, de psicosis por paludismo, de hipocondría.

EL MIEDO COMO TERAPIA

La posguerra trajo consigo numerosas alteraciones psiquiátricas entre la nueva población española, en contra de lo que ingenuamente habían previsto algunos psiquiatras españoles. Pero ahora, bajo nuevas circunstancias, no era fácil el capitalizar este hecho a favor de la ideología triunfadora y en contra de la derrotada. Ya no podía explicarse por el terror marxista —ya cesado— de la población liberada. Ni «por el empobrecimiento de las emociones positivas», ni tampoco por el debilitamiento del «tono vital de la comunidad», porque se daba por sentado que tras la Victoria se había recuperado el tono heroico de la raza. No obstante, algunos llegaron a la conclusión de que muchas de las alteraciones psíquicas que ahora se producían podían ser atribuidas a secuelas tardías de la pasada guerra, o bien al hecho de que, después de la guerra, «grandes multitudes atemorizadas pasaron de la tiranía marxista a la tranquilidad nacional, sufriendo las consiguientes reacciones afectivas, extremas[45]». Como esta explicación era muy poco convincente, tal vez ahora resultara mejor despolitizar al máximo cualquier tipo de situación que pudiera motivar la aparición de reacciones psíquicas anormales en una población en paz. Refiriéndose a los cuadros clínicos y motivaciones de las psicosis de posguerra, Vallejo Nájera decía:

Nos hemos encontrado con una reacción psíquica colectiva vigente que no depende de las satisfacción política, ni del triunfo de los ideales, tampoco de que hayan cesado privaciones y persecuciones, sino de las inquietudes de la lucha por la vida[46].

De este modo, la neurosis y psicosis de la posguerra, aún las más reactivas y situacionales, quedaban «científicamente» desconectadas del medio social, cultural o político en que surgían, y para ello se daba un explicación cómoda, vaga y un tanto abstracta: la lucha por la vida.

El hecho fue que las secuelas de la guerra y de la dureza de la posguerra contribuyeron al aumento de los trastornos psíquicos, que, al no poder ser atendidos en el seno de unas familias en gran parre destruidas o desintegradas, debían se tratados en el manicomio. Por eso en la década de los años 40 aumentaron ingresos en los establecimientos psiquiátricos públicos, sólo contrarrestado por unas elevadísimas tasas de mortalidad, que en algún caso, llegaban hasta el 40 por ciento de la población acogida durante un año. Consecuentemente, crecía año tras año el número de internos en los establecimientos psiquiátricos españoles, sobre todo en los grandes manicomios religiosos y concertados por las Diputaciones Provinciales. Así por ejemplo, a final de 1950 el manicomio de mujeres de San Baudilio de Llobregat, albergaba un total de 1389 enfermas y el de hombres, 1136 enfermos. El hacinamiento y la escasez de comida empeoraban las condiciones de vida de los pacientes, que carecían de calefacción, estaban sucios, llenos de piojos y propicios a la tuberculosis. El estado de los manicomios, privados o públicos, era cada vez más penoso. En el Instituto de la Santa Cruz de Barcelona, tradicionalmente dedicado a la laborterapia de los enfermos, la población asilada estaba can depauperada que no podía trabajar en la huerta que rodeaba el establecimiento, y por lo canto, no podía alimentarse debidamente. Todo un circulo vicioso.

La terapia por el trabajo no existió en la mayoría de los manicomios españoles, aunque todos empleaban enfermos en trabajos mecánicos, en la limpieza, en la cocina y en el mantenimiento del edifico, pero sin cobrar nada por ello. La asistencia era meramente custodia, y en condiciones infrahumanas para los pacientes. Se seguían utilizando los tradicionales métodos de contención (camisas de fuerza, grilletes, duchas de agua fría, celdas de aislamiento, etc.) incluso más que antes, porque el personal era escaso y «nuevo», y no podía controlar el orden en los pabellones de enfermos, aunque pronto se introdujeron los llamados tratamientos biológicos (el shock insulínico, el electroshock, el absceso de fijación, la piretoterapia, etc.), utilizados predominantemente para aplacar las conductas de los pacientes que alteraban el orden institucional, más que para aliviarlos o curarlos. Lo que se probaba por la escasez de altas, como no fuera por defunciones…

La llamada técnica de Von Meduna, la más difundida en los primeros años cuarenta, consistía en administrar una inyección intravenosa y rápida de cardiazol, lo que producía al paciente una sensación de inmensa angustia, de muerte inminente, seguida de una crisis epileptiforme. No era raro que el paciente se resistiera a proseguir el tratamiento completo. Lo decía Marco Merenciano, ardoroso defensor de esta técnica:

En muchas sesiones nos suplican llorando que no les inyectemos, invocando la memoria de nuestros antepasados y la salud de nuestros hijos. Solo quien ha tenido que provocar estos ataques en estas condiciones sabe el esfuerzo y la entereza necesaria para hacerlo[47].

Contaba el caso de un enfermo del manicomio que él dirigía, que creía ser el Jefe del Estado. Tras el terror de la primera inyección cardiazólica, quiso sobornarle para que no le pusiera la segunda. Siguiéndole el juego, el juego, el médico le respondió que no lo haría a cambio de que él renunciara definitivamente a la Jefatura del Estado, a lo que el enfermo accedió. Y efectivamente, jamás quiso hablar de este tema. Con una sola inyección de cardiazol, parecía haberse curado, aunque no salió del manicomio. El miedo era curativo, según teorizó por entonces el psiquiatra catalán Ramón Sarrió: «el enfermo va a la muerte, y despierta curado».

El terrible shock cardiazólico fue progresivamente abandonado, sobre todo a partir de la aparición, también en los años 40, de otro tratamiento de choque, el electroshock, que lo sustituyó con ventaja. Con este método, la crisis convulsiva se producía al aplicar dos electrodos en las sienes del paciente con una corriente alterna de entre 70 y 130 voltios, lo que generaba la pérdida inmediata de la conciencia, sin sensación de agonía. El tratamiento completo comprendía una serie de 10 a 20 electroshocks en días alternos o a diario. Pese a los frecuentes cuadros amnésicos que producía y a otras complicaciones y riesgos, este método fue considerado por los psiquiatras de aquel tiempo como un tratamiento valioso y eficaz, siendo utilizado en toda clase de enfermos, incluso en los toxicómanos. Era la auténtica panacea para el médico, aunque no faltó quien se plantease dudas: el ya citado Marco Merenciano mostró su preocupación, «en orden a la eugenesia», por la utilización del electroshock en las esquizofrenias, precisamente por la remisión de síntomas que este tratamiento producía.

Es posible que el tratamiento de la esquizofrenia facilite una serie de matrimonios que sin él no hubiesen podido realizarse. Es decir, cabe que una mejoría del individuo enfermo ocasione un aumento considerable de esquizofrénicos[48].

Se daba por sentado que la esquizofrenia era hereditaria —lo que hasta ahora no ha podido ser demostrado—, pese a lo cual Marco Merenciano se decidió por tratar con electroshock al enfermo, aunque desaconsejara el matrimonio de este esquizofrénico y la concepción de hijos.

La Cura de Sakel, consistente en la provocación de un coma hipoglucémico por inyección de insulina durante una serie larga de días, no se utilizó mucho en España por su complejidad. A finales de los años 40 se iniciaron las técnicas psicoquirúrgicas (la leucotomía, la lobotomía, etc), que manipulaban el cerebro del paciente para modificar su conducta, obteniéndose resultados poco menos que catastróficos.

Eran tratamientos muy agresivos que se aplicaban contra la voluntad del paciente, aunque en beneficio suyo, y que serían duramente criticados por médicos tan notables como Marañón o Jiménez Díaz, porque minaban el sentido humanístico de la medicina. Pero el juicio de la razón estaba de parte del psiquiatra, que convertía al enfermo mental en un ente sin razón, en mero objeto de estudio y tratamiento, al que no se pedía comprender y del que no importaban las condiciones en que vivía. Era casi imposible empatizar con el enfermo, científicamente desposeído de categoría humana. Castilla del Pino, que fue alumno interno en la Clínica Psiquiátrica del Hospital Provincial entre 1943 y 1947, no pudo percatarse del deleznable marco en que se atendía a los pacientes. Allí se sintió feliz, «porque era un lugar espléndido para adquirir una buena formación[49]».

La línea ideológico-asistencial de la psiquiatría española de posguerra pretendió potencializar el manicomio como eje fundamental de la asistencia pública. Pero no hubo dinero para ello, y, pese a que la Ley del Seguro de Enfermedad de 1942 reconocía a los trabajadores cotizantes el derecho a un asistencia integral, la asistencia psiquiátrica quedó al margen. Y siguió siendo prestada casi exclusivamente en los viejos manicomios de siempre, dependientes de las Diputaciones o concertados por ellas, con carácter benéfico y con muy escasos recursos económicos. La situación de los manicomios era cada vez más caótica e infrahumana, claramente insuficiente para los enfermos que albergaban.

Otro psiquiatra «racial», Pedro Carny, afirmaba en 1943 que se precisaban unas 90 000 camas psiquiátricas en todo el país, además de un número no determinado de dispensarios de higiene mental y colonias-asilos para los enfermos incurables: «España está en la mejor forma para resolver definitivamente el problema psiquiátrico[50]». Ese mismo año se inauguró el manicomio de Alicante, y empezaron las obras para construir el de Jaén, que tardo diez años en ser inaugurado. Después, se construyó otro en Granada, pero en el conjunto de la asistencia psiquiátrica no supuso ningún cambio esencial.

El nuevo régimen tenía otras prioridades y, al final de los años cuarenta, los delirios de grandeza de ciertos psiquiatras «nacionales» habían sido casi olvidados. De hecho, no pudieron o no quisieron adoptar un modus operandi para mejorar la asistencia a los enfermos mentales, lo que habría supuesto el paso del mundo espiritual y de los mitos retóricos en que especulaban, al mundo real de la estructura social franquista, opresora y violenta, que en realidad sustentaban. No hicieron nada, aunque se sintieron satisfechos, proporcionando al franquismo la cobertura ideológica o científica para penetrar en la sociedad española, despersonalizar al individúo y convertirlo en la parte de un todo organizado jerárquicamente. Fabricaron una suerte de psicología colectiva en favor del aislamiento, la segregación y la autosuficiencia empobrecedora, fundamentándose en un catolicismo conservador impuesto desde arriba. Lo que el nuevo régimen precisaba para mantener rígida y estrictamente controlada a toda la nación.